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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Misterio, Policíaca

Los asesinatos e Manhattan (22 page)

BOOK: Los asesinatos e Manhattan
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—Ah, bueno. Pues Tony Fairhaven era buen chico, muy antidrogas, antialcohol e incluso antitabaco. Me acuerdo de que ni siquiera tomaba café. —Titubeó—. No sé. Hasta le diría que se pasaba de buen chico. Y a veces no sabías qué pensaba. Era bastante cerrado.

Smithback garabateó unos cuantos apuntes por pura formalidad.

—¿Aficiones?

—Hablaba bastante de ganar dinero. Fuera del colegio trabajaba mucho, y el resultado es que tenía mucho dinero de bolsillo; claro que, teniendo en cuenta su trayectoria, no sorprende. De vez en cuando leo artículos sobre él: que si ha seguido construyendo tal o tal promoción, aunque el barrio proteste… También leí el de usted sobre los descubrimientos de la calle Catherine, desde luego, y no me sorprendió. Es el mismo Tony de antes, pero en adulto.

Smithback se quedó de piedra. Hasta entonces la profesora no había dado indicios de saber con quién hablaba, ni tampoco de haber leído sus artículos.

—Ya que hablamos de su artículo, me pareció muy interesante. E inquietante.

Smithback sintió una oleada de satisfacción.

—Gracias.

—Supongo que es la razón de que le interese Tony. Pues mire, lo de darse tanta prisa y levantar el yacimiento para acabar el edificio es típico de él. Siempre se marcaba muchas metas, y estaba impaciente por llegar al final, acabar, tener éxito. Debe de ser la razón de que le haya ido tan bien como constructor. Por otro lado, cuando consideraba inferior a alguien podía llegar a ser muy sarcástico e impaciente.

No me digas, pensó Smithback.

—¿Y enemigos? ¿Tenía alguno?

—Déjeme pensar… No, no me acuerdo. Era de esos chicos que no son nada impulsivos, de los que siempre piensan todo lo que hacen. Aunque parece que una vez pasó algo por una chica. Se metió en una pelea, y pasó la tarde expulsado. Sin que hubiera puñetazos, eso no.

—¿Y el otro?

—Debía de ser Joel Amberson.

—¿Qué le pasó a Joel Amberson?

—Pues nada. ¿Qué quiere que le pasara?

Smithback asintió y cruzó las piernas. No estaba llegando a ninguna parte. Era el momento de entrar a matar.

—¿Tenía algún apodo? Ya sabe que en el instituto, entre chavales, es lo más normal.

—No me acuerdo de que le llamaran de ninguna otra manera.

—He consultado el anuario que han colgado en la página web.

La profesora sonrió.

—Sí, empezamos hace un par de años y se ve que está teniendo mucho éxito.

—Desde luego. Pues en el anuario sale un apodo.

—¿Ah, sí? ¿Cuál?

—«El Cortes.»

La profesora contrajo la cara, y volvió a relajarla de golpe.

—Ah, sí, eso.

Smithback se inclinó hacia ella.

—¿Eso?

La profesora soltó una risita.

—Tenían que diseccionar ranas en clase de ciencias naturales.

—¿Y?

—Que a Tony le daba reparo. Se pasó dos días intentándolo, pero no podía. Los demás alumnos le tomaban el pelo, y hubo uno que empezó a llamarle así, «el Cortes». Fue un chiste que se le pegó. Al final superó el apuro, y me acuerdo de que sacó un sobresaliente en ciencias naturales, pero ya sabe que cuando empiezan a llamar a alguien de alguna manera…

Smithback no movía un sólo músculo. Estaba alucinado. Cada vez era peor. Aquel tío era candidato a la beatificación.

—¿Señor Smithback?

Hizo ver que consultaba sus apuntes.

—¿Algo más?

La profesora, amable, rió con suavidad.

—Oiga, señor Smithback, si lo que busca es hacer quedar mal a Tony (y ya veo que sí, porque se le nota en la cara), no se esfuerce. Era un chico normal, y muy trabajador, y parece que de adulto sigue siendo normal y muy trabajador. Si no le importa, tengo que seguir poniendo notas.

Smithback salió del instituto 84 y caminó apesadumbrado hacia la avenida Columbus. No le había salido en absoluto como quería. Había derrochado cantidades ingentes de tiempo, energía y esfuerzo, y volvía con las manos vacías. ¿Podía ser que le fallara la intuición? ¿Que fuera una pérdida de tiempo, un callejón sin salida instigado por las ganas de vengarse? No, impensable. Era un periodista curtido, y sus corazonadas solían ser correctas. Entonces, ¿por qué no encontraba nada sobre Fairhaven?

Al llegar a la esquina, se le fue la vista por casualidad hacia un quiosco, y a la primera plana del
New York Post
recién salido de imprenta. El titular le dejó paralizado.

¡EXCLUSIVA!

APARECE EL SEGUNDO CADÁVER MUTILADO

El artículo de debajo estaba firmado por Bryce Harriman. Buscó calderilla en el bolsillo, la dejó en el mostrador de madera rayada y cogió un ejemplar, que leyó con las manos temblando:

NUEVA YORK,
10 de octubre. Esta mañana, en Tompkins Square Park (East Village), se ha encontrado un cadáver pendiente de identificar. Se trata, al parecer, de otra víctima del brutal asesino que hace dos días mató a una turista en Central Park
.

En ambos casos el asesino diseccionó una parte de la columna vertebral en el momento de la muerte, extrayendo un tramo de ella que, según ha averiguado el Post, recibe el nombre de cola de caballo y consiste en un haz de nervios situado en la base de la columna, semejante a una cola de caballo.

Todo indica que la causa de la muerte fue la disección en sí.

Las mutilaciones de ambas víctimas parecen haber sido efectuadas con cuidado y precisión. Es muy posible que se empleara instrumental quirúrgico. Según ha confirmado una fuente anónima, la policía investiga la posibilidad de que el asesino sea cirujano o médico de otra especialidad.

La disección se ajusta a la descripción de un procedimiento quirúrgico descubierta en un antiguo documento del Museo de Historia Natural. Dicho documento, que estaba escondido en el archivo, describe con detalle una serie de experimentos realizados a finales del siglo XIX por un tal Enoch Leng; experimentos con los que Leng trataba de prolongarse la vida. El 1 de octubre, durante las obras de cimentación de un edificio en la calle Catherine, fueron descubiertas treinta y seis presuntas víctimas de Leng. De este no se sabe nada más, salvo que tenía relación con el Museo de Historia Natural de Nueva York.

«Se trata de un caso de asesinato por imitación —ha declarado el jefe de policía Karl C. Rocker—. Alguien muy retorcido leyó el artículo sobre Leng y está intentando hacer lo mismo.» Rocker se ha abstenido de hacer más comentarios sobre la investigación, salvo que el caso tiene asignados a más de cincuenta detectives, y que se le está dando «la máxima prioridad».

Smithback profirió un grito de angustia. La turista de Central Park era la noticia de asesinato que había cometido la estupidez de rechazar, prefiriendo comprometerse con su director a que traería la cabeza de Fairhaven en una bandeja. Ahora, por si fuera poco haberse pasado un día entero pateando infructuosamente la ciudad, le quitaban de las manos una noticia que había sido el primero en anunciar. ¿Y quién, sino su antigua némesis, Bryce Harriman?

Si a alguien iban a cortarle la cabeza, era a él, a Smithback.

6

Cruzando lentamente el gentío, Nora abandonó la calle Canal y se metió por Mott. Eran las siete de la tarde, viernes, y Chinatown era un hervidero. Las alcantarillas aparecían cubiertas por hojas de periódicos en apretada letra china. En las aceras, los puestos de venta de pescado ofrecían una gama muy variada y exótica de especies sobre hielo. Los escaparates exhibían patos y calamares en ganchos. Los clientes, chinos en su mayoría, se empujaban y gritaban como locos bajo la mirada curiosa de los turistas.

El Ten Ren's Tea and Ginseng Company quedaba en la misma manzana, a un centenar de metros. Nora abrió la puerta y penetró en un sala larga, luminosa y ordenada. El aire de la tetería estaba perfumado por incontables aromas. Al principio le pareció que no había nadie en la tienda, pero se fijó un poco más y vio a Pendergast en una mesa del fondo, entre expositores de ginseng y jengibre. Habría jurado que segundos antes la misma mesa estaba desocupada.

—¿Toma té? —preguntó Pendergast viéndola acercarse, y le hizo señas de que se sentara.

—A veces.

Por una avería del metro entre estación y estación, Nora había dispuesto de veinte largos minutos para ensayar lo que diría. Su intención era acabar cuanto antes y poner tierra de por medio.

Por desgracia, Pendergast no tenía ninguna prisa. Saltaba a la vista. Se quedaron sentados y mudos, enfrascado el agente en una hoja llena de ideogramas chinos. Nora pensó que quizá fuera la lista de tés, pero le pareció que había demasiados artículos. Seguro que en el mundo no había tantos tés.

Pendergast se giró hacia la dependienta (una mujer menuda y vivaracha) y le dijo algo muy deprisa.


Knee hway shoh gwahng dong hwa maf

Ella negó con la cabeza.


Bu, woa hway shoh gwo yu
.


Na yieh hng how. Kneejin tien y i nar tsong tsaf
.

La dependienta se marchó y volvió con una tetera de cerámica, con la que llenó una minúscula taza que dejó frente a Nora.

—¿Habla chino? —preguntó esta a Pendergast.

—Mandarín, sólo un poco. Reconozco que con el cantonÉs me manejo bastante mejor.

Nora se quedó callada. En el fondo no le sorprendía.

—Té real oolong de osmanthus —dijo Pendergast, señalando la taza de Nora con la cabeza—. Uno de los mejores del mundo. Los arbustos crecen en laderas orientadas al sol, y sólo se recogen los brotes en primavera.

Nora levantó la taza, y le llegó a la nariz un aroma muy fino. Probó un sorbo y descubrió una mezcla compleja de té verde y otros gustos de gran exquisitez.

—Muy bueno —dijo al dejar la taza en la mesa.

—Sí, mucho.

Pendergast la miró un rato y volvió a decir algo en mandarín. La dependienta llenó una bolsa, la pesó, la etiquetó y garabateó el precio en el envoltorio de plástico, que entregó a Nora.

—¿Es para mí? —preguntó ella.

Pendergast asintió.

—De usted no quiero regalos.

—Acéptelo, por favor. Va muy bien para la digestión, y como antioxidante es insuperable.

Nora la cogió de mala gana, hasta que vio el precio.

—¡Eh, un momento! ¿El precio son doscientos dólares?

—Le durará tres o cuatro meses —dijo Pendergast—. En el fondo es barato, porque si tiene en cuenta…

—Oiga, señor Pendergast —dijo Nora, dejando la bolsa en la mesa—, venía a decirle que ya no puedo colaborar con usted. Me juego mi carrera en el museo, y no pienso dejarme convencer por una bolsita de té, aunque valga doscientos dólares.

Pendergast escuchaba atentamente, con la cabeza un poco inclinada.

—Me han dado a entender, y de manera bastante clara, que tengo prohibido seguir ayudándole. A mí me gusta mi trabajo, y,como siga con esto, me despiden. Ya me despidieron una vez, al cerrar el museo Lloyd, y no puedo permitirme la segunda. Necesito el empleo.

Pendergast asintió.

—Brisbane y Collopy me han dado los fondos para las pruebas de carbono. Ahora tengo mucho trabajo por delante, y no me queda ni un minuto libre.

Pendergast seguía atento y a la espera.

—Además, ¿para qué me necesita? Soy arqueóloga, y ya no queda ningún yacimiento por investigar. La carta ya la tiene fotocopiada. Por otro lado, usted es del FBI, y seguro que hay un montón de especialistas a su servicio.

Pendergast se quedó callado mientras Nora tomaba un poco de té y hacía mucho ruido al depositar la taza.

—Pues nada, ya está todo dicho —concluyó ella.

Pendergast se decidió a hablar.

—Mary Greene vivía a pocas manzanas de aquí, en la calle Water. En el dieciséis. La casa todavía existe. Son cinco minutos a pie.

Nora le miró con una contracción de sorpresa en las cejas. No se le había ocurrido que estuvieran tan cerca del barrio de Mary Greene. Se acordó de la nota escrita con sangre. Mary Greene había sido consciente de que la matarían, y su deseo era muy simple: no morir en el completo anonimato.

Pendergast le cogió el brazo suavemente y dijo:

—Vamos.

Nora no lo apartó. Pendergast volvió a hablar con la dependienta, cogió el té con una ligera inclinación, y al poco tiempo estaban en la calle, entre la muchedumbre. Caminaron por la calle Mott y, tras cruzar la calle Bayard y la plaza Chatham, penetraron en un laberinto de callejones oscuros que lindaba con East River. El ruido y el ajetreo del barrio chino dieron paso al silencio de los edificios industriales. Se había puesto el sol, dejando en el cielo un resplandor que apenas recortaba los edificios por arriba. Al llegar a la calle Catherine se dirigieron al sudeste, no sin que Nora, curiosa al pasar por la calle Henry, echara un vistazo al nuevo rascacielos residencial de Moegen-Fairhaven. Las excavaciones habían ganado mucha profundidad, y del fondo oscuro surgían, robustos, cimientos y paredes maestras, entre barras metálicas que brotaban como juncos del hormigón recién vertido. No quedaba nada del túnel de la carbonera.

Llegaron enseguida a la calle Water, bordeada por fábricas y almacenes antiguos, y casas de pisos decrépitas. Al fondo se movía lentamente East River, morado, casi negro a la luz de la luna. Tenían el puente de Manhattan prácticamente encima, y a la derecha el de Brooklyn, que al salvar el río reflejaba toda su extensión en las oscuras aguas, pautada por una hilera de luces brillantes.

Cerca de Market Slip, Pendergast se detuvo frente a una casa de pisos vieja. Se veía luz amarillenta en una ventana, señal de que aún había inquilinos. A pie de calle, en la fachada, había una puerta de metal, y al lado un interfono abollado con una serie de botones.

—Ya hemos llegado —dijo Pendergast—. Es el dieciséis.

Siguió hablando mientras oscurecía cada vez más.

—Mary Greene era de familia trabajadora. Su padre había sido granjero al norte del estado, pero al arruinarse vino aquí con toda la prole. Trabajaba de estibador en los muelles, pero cuando Mary tenía quince años se quedó huérfana de padre y madre, por culpa de una pequeña epidemia de cólera. El agua estaba contaminada. Tenía un hermano menor de siete años, Joseph, y una hermana de cinco, Constance.

Nora no dijo nada.

—Mary Greene intentó trabajar de lavandera y de costurera, pero se ve que no le llegaba para pagar el alquiler. No había más trabajo, ni ninguna otra manera de ganar dinero, y les echaron. Al final Mary hizo lo necesario para dar de comer a sus hermanos, a quienes, evidentemente quería mucho: se hizo prostituta.

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