Los asesinatos e Manhattan (49 page)

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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Misterio, Policíaca

BOOK: Los asesinatos e Manhattan
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—Ahora le voy a colocar en la camilla —dijo Leng.

Smithback notó que le levantaban. Acto seguido, sus extremidades desnudas sufrieron la presión de algo frío y rígido, metálico. Le goteaba la nariz, pero no podía levantar la mano para secársela. La necesidad de oxígeno empezaba a ser acuciante. Se encontraba completamente paralizado, pero lo más horrible de todo era que conservaba clarísimas la conciencia y la sensibilidad.

Leng volvió a entrar en su campo de visión con un tubo fino de plástico en una mano. Le puso los dedos en la mandíbula y le abrió mucho la boca. Smithback notó el impacto del tubo en la garganta, y su deslizamiento por la tráquea. Era horrible: sentía unas ganas muy fuertes de vomitar, pero le estaba vedado cualquier movimiento. Con un ruido susurrante, el aparato de ventilación le llenó los pulmones de aire. Al principio el alivio fue tan grande que se le olvidó todo lo demás. La camilla se movía. Vio pasar un techo bajo de ladrillos, con algunas bombillas desnudas. Transcurrido un instante, el techo cambió; ahora era mucho más alto, y parecía corresponder a un espacio muy grande. La camilla se detuvo con un giro final. Entonces Leng se agachó. Smithback ya no le veía, pero oyó cuatro clics que se sucedieron a intervalos regulares: la fijación de las ruedas. Había una hilera de luces muy potentes, y un olor a alcohol y Betadine que encubría otro más sutil y desagradable.

Leng metió los brazos por debajo de su cuerpo, volvió a levantarle y le trasladó desde la camilla a otra mesa de acero más ancha y todavía más fría. Fue un movimiento delicado, casi afectuoso. Seguidamente, con una maniobra completamente distinta, económica y de una fuerza asombrosa, le colocó boca abajo.

Smithback no podía cerrar la boca, y como la superficie de metal le presionaba la lengua, no tuvo más remedio que percibir el sabor de los desinfectantes, un sabor amargo a cloro que le hizo pensar en los anteriores ocupantes de la mesa y en lo que habría sido de ellos. Experimentó una oleada de miedo y de náuseas. El tubo del ventilador borboteaba en su boca.

Entonces Leng se acercó y le pasó una mano por la cara para cerrarle los párpados.

La mesa estaba fría, congelada.Smithback oía moverse a Leng alrededor.Notó una presión en un codo, y un pinchazo corto al serle aplicada una aguja intravenosa cerca de la muñeca. Después oyó un ruido de arrancar esparadrapo, mientras seguía percibiendo el olor a eucalipto del aliento de Leng, y oía su voz grave, convertida en un susurro:

—Me temo que le va a doler un poco. —Notó que le aplicaban correas en las extremidades—. La verdad es que mucho, pero la ciencia, cuando es ciencia de verdad, siempre tiene un componente de dolor. Así que no se altere. ¿Me permite un consejo?

Smithback intentó forcejear, pero sentía su propio cuerpo muy lejos. La voz seguía susurrando con tono tranquilizador.

—Sea como la gacela en las fauces del león: resígnese. Que su cuerpo no oponga resistencia. Hágame caso. Es la mejor manera.

Se oyó ruido de agua, el choque de dos objetos de acero y el sonido de varios instrumentos resbalando por una superficie de metal. De repente la luz de la sala se había vuelto mucho más intensa, y a Smithback empezó a acelerársele el pulso, hasta que parecía que la mesa de debajo se balanceara al compás de los latidos alocados de su corazón.

6

Nora cambió de postura en la silla de madera, que era incómoda, y calculó que era la quinta vez que miraba su reloj. Las diez y media. El interrogatorio se parecía al que siguió al hallazgo del cadáver de Puck, pero era mucho peor. Aunque hubiera contado lo mínimo —adrede—, y aunque hubiera reducido sus respuestas a frases simples, seguía recibiendo un chorro interminable de preguntas para subnormales. Preguntas sobre su trabajo en el museo. Preguntas sobre cuando el Cirujano la había perseguido en el archivo. Preguntas sobre el mensaje escrito a máquina que le había enviado Puck —o mejor dicho, el asesino, haciéndose pasar por Puck—, y que ya hacía tiempo que Nora había entregado a la policía. Preguntas que, invariablemente, ya había contestado dos o tres veces, y a policías más inteligentes y más amables. Lo peor era que los dos polis que tenía delante —uno de ellos un gnomo de gimnasio, y el otro más bien guapo pero estúpido— no daban señales de estar llegando al final de la lista de preguntas. Insistían en interrumpirse el uno al otro, en intercambiar miradas de enfado y en competir por no se sabía bien qué. Lo lógico, si había enfado de por medio, era que no trabajaran juntos. Qué espectáculo, por Dios.

—Doctora Kelly —dijo el más bajo, Fenester, mirando sus apuntes por enésima vez—, ya falta muy poco.

—Alabado sea Dios.

El comentario provocó un silencio corto, que fue aprovechado por O'Grady, mientras miraba una hoja recién escrita que acaban de darle.

—¿Conoce a un tal William Smithback?

Nora notó que su exasperación se le convertía en prudencia.

—Sí.

—¿Qué relación tiene con él?

—Es mi ex novio.

O'Grady dio la vuelta al papel.

—Me informan de que hace unas horas el señor Smithback se ha hecho pasar por vigilante de seguridad y ha accedido sin autorización a varios dossiers de alta seguridad del museo. ¿Se le ocurre alguna razón?

—No.

—¿Cuánto tiempo hace que no habla con el señor Smithback?

Nora suspiró.

—No me acuerdo.

Fenester se apoyó en el respaldo y cruzó sus musculosos brazos.

—Por favor, tómese el tiempo que necesite para pensárselo.

Tenía una calva reluciente, con un mechón tan tupido en la coronilla que parecía una isla de pelo en un mar de piel. La cosa se estaba poniendo intolerable.

—Puede que una semana.

—¿En qué circunstancias habló con él?

—Me estaba acosando en mi despacho.

—¿Porqué?

—Quería contarme que le habían pegado un navajazo al agente Pendergast. Los de seguridad se lo llevaron. Seguro que consta en el registro.

¿Para qué coño había vuelto Smithback al museo? Era incorregible.

—¿No tiene ni idea de qué buscaba el señor Smithback?

—Me parece que se lo acabo de decir.

O'Grady se quedó callado unos segundos y consultó sus notas.

—Aquí dice que el señor Smithback…

Nora, agotada la paciencia, le interrumpió.

—Oiga, ¿por qué no siguen alguna pista seria? Por ejemplo, los mensajes a máquina del asesino, el que me envió y el que dejó en la mesa de Puck. Es evidente que el asesino tiene acceso al museo. ¿A qué vienen tantas preguntas sobre Smithback? No he hablado con él desde hace una semana; no sé qué intenciones tiene y, la verdad, me importa un bledo.

—Es lo que tenemos que preguntarle, doctora Kelly —repuso O'Grady.

—¿Porqué?

—Porque es lo que consta en mi lista, y es mi trabajo.

—Pues vaya. —Nora se pasó una mano por la frente. Estaba siendo una experiencia kafkiana—. Siga.

—Se ha emitido orden de arresto contra el señor Smithback, y hemos encontrado su coche de alquiler en la parte norte de Riverside Drive. ¿Se le ocurre alguna razón para que haya alquilado un coche?

—¿Cuántas veces se lo tengo que repetir? No he hablado con él desde hace una semana.

O'Grady dio la vuelta a la hoja.

—¿Desde cuándo conoce al señor Smithback?

—Desde hace casi dos años.

—¿Dónde le conoció?

—En Utah.

—¿En qué circunstancias?

—Durante una expedición arqueológica.

De repente a Nora le costaba prestar atención a las preguntas. ¿Riverside Drive? ¿Qué coño hacía Smithback tan arriba?

—¿Qué clase de expedición arqueológica?

Nora no contestó.

—Doctora Kelly…

Miró al policía.

—¿En qué parte de Riverside Drive?

O'Grady estaba desconcertado.

—¿Cómo?

—Que en qué parte de Riverside Drive han encontrado el coche de Smithback.

El agente manoseó el papel.

—Aquí dice que en la zona norte, entre la calle Ciento treinta y uno y Riverside.

—¿La calle Ciento treinta y uno? ¿Y a qué ha ido allí?

—Es lo que esperábamos que nos dijera usted. Pero, volviendo a la expedición arqueológica…

—¿Y dice que ha venido esta mañana y ha consultado unos dossiers? ¿Qué dossiers?

—Unos antiguos de seguridad.

—¿Cuáles?

O'Grady repasó unas cuantas hojas más.

—Aquí pone que era un dossier personal antiguo.

—¿Sobre quién?

—No consta.

—¿Cómo ha conseguido consultarlo?

—Pues aquí no lo dice, pero…

—¿Y no pueden averiguarlo? ¡Parece mentira!

A O'Grady se le subieron los colores de rabia.

—¿Podemos seguir con las preguntas, por favor?

—Yo sé algo —intervino Fenester—. Hace unas horas estaba de servicio. Cuando has salido por donuts y café, ¿te acuerdas?

O'Grady le miró.

—Por si no te has dado cuenta, Fenester, se supone que aquí los que preguntan somos nosotros.

Nora escrutó a O'Grady con la mayor frialdad.

—¿Cómo quiere que conteste si no me dan la información que necesito?

La cara de O'Grady pasó del rosado al rojo.

—No veo razón para…

—Es verdad, O'Grady. Tiene derecho a saberlo. —Fenester miró a Nora, y su cara de pequinés se iluminó con una sonrisa de halago—. El señor Smithback ha conseguido que saliera uno de los vigilantes con una llamada telefónica falsa, diciendo que era del departamento de recursos humanos. Luego se ha hecho pasar por alguien de recursos humanos y ha convencido al vigilante que quedaba de que abriera con su llave algunos archivadores. Ha dicho que era para una inspección de dossiers.

—¿En serio? —A pesar de su preocupación, a Nora se le escapó una sonrisa. Típico de Smithback—. ¿Y qué dossiers eran, si se puede saber?

—Autorizaciones de acceso de hace más de un siglo.

—¿Por eso le buscan?

—Eso es lo de menos. Al vigilante le pareció que se llevaba unos papeles de un cajón; o sea, que se le busca por robo además de por…

—¿Qué cajón?

—Me parece que el de dossiers personales de mil ochocientos setenta —recordó Fenester, sin disimular su orgullo—. Cuando el vigilante ha empezado a sospechar, han cotejado los dossiers y han visto que a uno le faltaban las primeras hojas. Prácticamente lo habían vaciado.

—¿Cuál era?

—El de aquel asesino en serie del siglo diecinueve, no sé como se llama. El que salía en un artículo del
Times
. Está claro que lo que buscaba era eso, más información sobre…

—¿Enoch Leng?

—Sí, ese.

Nora no salía de su estupefacción.

—Perdone, doctora Kelly, pero ¿podemos seguir con las preguntas? —intervino O'Grady.

—¿Y el coche lo han encontrado en Riverside Drive? ¿A la altura de la calle Ciento treinta y uno? ¿Cuánto tiempo llevaba aparcado?

Fenester se encogió de hombros.

—Lo ha alquilado justo después de robar el dossier. Lo tenemos vigilado. En cuanto suba, nos enteraremos.

O'Grady volvió a intervenir.

—Fenester, ya que has conseguido revelar todos los datos confidenciales, podrías callarte, aunque sea un minuto. Doctora Kelly, sobre lo de la expedición arqueológica…

Nora metió la mano en el bolso, buscó el móvil y lo sacó.

—Los móviles cuando acabemos, doctora Kelly.

Volvía a ser O'Grady, con voz más estridente, de enfado. Nora se guardó el móvil en el bolso.

—Perdonen, pero tengo que irme.

—Cuando hayamos acabado las preguntas, se marcha a donde quiera. —O'Grady estaba en el colmo de la crispación—. Volviendo a lo de la expedición arqueológica…

Nora no oyó el resto. Le daba vueltas la cabeza de tanto pensar.

—¿Doctora Kelly?

—¿Y no podríamos dejar el resto para después? —Intentó sonreír y adoptar una expresión lo más suplicante posible—. Es que ha surgido algo muy importante.

O'Grady no se inmutó.

—Doctora Kelly, esto es una investigación criminal. Habremos terminado cuando lleguemos al final de las preguntas. No antes.

Nora pensó un poco y miró a O'Grady a los ojos.

—Tengo que irme. A… al baño, vaya.

—¿Ahora?

Asintió.

—Pues lo siento, pero vamos a tener que acompañarla. Son las reglas.

—¿Y entrarán conmigo?

O'Grady se puso rojo.

—No, mujer, pero la acompañaremos hasta la puerta y esperaremos fuera.

—Pues espabilen, que es urgente. Tengo problemas de riñón.

O'Grady y Fenester se miraron de reojo.

—Una infección bacteriana que pillé excavando en Guatemala.

Los policías se levantaron deprisa y salieron a la biblioteca principal, cruzando la sala Rockefeller y sus decenas de mesas donde se solapaban los recitados de otros empleados del museo. Nora tuvo paciencia hasta que llegaron a la entrada. No había necesidad de levantar más sospechas de la cuenta.

En la biblioteca reinaba el silencio. Ya hacía tiempo que se habían marchado los investigadores y científicos. La sala Rockefeller había quedado atrás, con su intercambio de preguntas y respuestas reducido a un murmullo de fondo. Tenían delante la doble puerta por la que se salía al pasillo y a los servicios. Nora se aproximó a ella con los dos policías a cierta distancia. De repente echó a correr, cruzó la puerta y les dio con ella en las narices. Oyó un impacto sordo, y el ruido de algo cayéndose al suelo, acompañado por un grito de sorpresa. Lo siguiente que oyó fue una especie de berrido, como el de una foca, dando la voz de alarma, y un alboroto de gritos y de pies corriendo. Se giró. Fenester y O'Grady habían cruzado la puerta y ya emprendían su persecución.

Nora estaba muy en forma, pero Fenester y O'Grady la sorprendieron por su rapidez. Al llegar al final del pasillo, miró por encima del hombro y vio que de hecho el más alto, O'Grady, estaba ganando terreno. Entonces abrió la puerta y se abalanzó escalera abajo, de dos en dos escalones. Poco después, la misma puerta se abría por segunda vez, y Nora oía voces y pisadas.

Se dio aún más prisa en bajar. Al llegar al sótano, empujó la barra de la puerta antiincendios e irrumpió en el almacén de paleontología. Ante sus ojos apareció un pasillo muy largo y completamente recto, gris, de institución, con bombillas en jaulas. En las puertas de los lados decía «Probóscidos», «Eohippi», «Bóvidos» y «Póngidos».

Los pasos de los policías resonaban cada vez más cerca en la es calera. ¿Podía ser que siguieran ganándole terreno? ¿Por qué no les había tocado la mesa de al lado, a los muy cerdos? Nora se lanzó por el pasillo y, tras doblar bruscamente una esquina, empezó a pensar mientras corría. Tenía cerca el almacén de huesos de dinosaurio, una sala enorme que le proporcionaba más oportunidades que ninguna otra de despistar a los dos policías. Metió la mano en el bolso sin dejar de correr. ¡Menos mal! Al salir, por la mañana, se había acordado de coger las llaves del laboratorio y el almacén. Cruzó la puerta maciza casi volando, mientras palpaba el manojo. De repente se giró, metió una llave en la cerradura y abrió la puerta, justo cuando los dos polis aparecían por la esquina.

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