—Muy inteligente de parte suya, Georg. Logue fue el hombre que denunció la encíclica a la Curia e inició así todo este proceso. Nunca se me ocurrió preguntar cómo había sido premiado.
—Aparentemente no le han premiado bien. Fue retirado de la Casa Pontificia y nombrado en el Secretariado de Comunicaciones Públicas. Me habían dicho que a raíz de eso estaba amargado y dispuesto en consecuencia a ventilar sus quejas… Pero resultó todo lo contrario. Me encontré frente al perfecto ejemplar de funcionario clerical, preciso, condescendiente y absolutamente convencido de que el último escriba de ciudad del Vaticano obra guiado por la mano de Dios… Era por consiguiente evidente que no iba a revelarme ningún secreto. De manera que fui yo quien le conté que estaba trabajando en un relato de los últimos días de Gregorio XVII en los cuales él, monseñor Logue, había jugado un papel tan importante… Logré impactarlo. Me pidió que definiera el rol que se suponía que él había jugado en esos acontecimientos. Le dije que él había informado a la Curia sobre el contenido de la última encíclica no publicada de Gregorio XVII… Y eso sí que realmente lo asustó. Negó toda participación en un acto semejante. Declaró que no sabía nada acerca de ninguna encíclica. Entonces mencioné la lista y cité algunos nombres que usted había confirmado. Quiso saber dónde había visto yo ese documento. Le contesté que debía proteger a mis fuentes; pero dejé entender que estaría dispuesto a negociar con él a cambio de algunas informaciones. Me dijo que conocía la lista de nombres, pero que nunca la había visto. Continuó explicando que Gregorio XVII había confiado mucho en la diplomacia a nivel personal. En consecuencia eso había hecho de él una persona muy vulnerable a cualquier actitud amistosa. El secretario de Estado consideraba también muy peligrosa la posición de Gregorio XVII respecto de
Les Amis du Silence…
—¿Los qué? —Mendelius prácticamente había gritado su pregunta.
Rainer echó la cabeza atrás y rió.
—¡Ah! Yo había apostado a que eso sí lograría impresionarlo, Carl. Porque ciertamente me impresionó a mí. ¿Quiénes eran estos "Amigos del Silencio"? pregunté. Pero nuestro pequeño monseñor se dio cuenta de que acababa de caer en un gran desliz y me rogó que olvidara haber oído semejante expresión… Traté de tranquilizarlo. Pero rehusó ser calmado. Con esto se dio por terminada la entrevista. Y yo quedé en posesión de cuatro nombres: Petrov y los otros y algo llamado Les Amis du Silence… Esa noche, era sábado, llevé a Pía a cenar a la Piccola Roma y más tarde a una discoteca. Salimos de allí alrededor de las dos de la mañana. Las calles estaban casi vacías. Y fue entonces cuando me di cuenta de que alguien nos seguía… Y desde ese momento nunca hemos dejado de ser seguidos.
—¿Pero no han recibido ningún daño? —preguntó Larsen—. ¿No han sido objeto de ninguna violencia?
—Todavía no —contestó Rainer dudoso—, pero una vez que sepan dónde se encuentra la lista…
—¿Quiénes son ellos? —preguntó Lotte.
—No tengo la menor idea. —El gesto de Rainer denotaba una cansada perplejidad. —A diferencia de Carl, a mí no me sorprende nada de lo que el Vaticano pueda hacer. Pero en este caso nuestro adversario es un simple clérigo, un fanático, un conocido informador que estuvo dispuesto incluso a derribar a su propio jefe. Puede que esté sirviendo a otros intereses aparte de los del Vaticano. Pía tiene al respecto su propia opinión.
—Por favor —Mendelius se dirigió a ella rogándole que participara en la discusión—, necesitamos algunos enfoques inéditos.
Pía Menéndez vaciló unos momentos y luego explicó suavemente.
—Mi padre era diplomático y solía decir que la diplomacia sólo podía funcionar bien entre instituciones establecidas, ya fueran ellas buenas o malas. Cuando la situación se torna revolucionaria, la diplomacia no puede actuar y sólo queda el juego, la apuesta… Ahora, según lo que me ha contado Georg, Gregorio XVII creía que una catástrofe atómica sería seguida por una situación revolucionaria de alcance mundial y que en esa circunstancia él u otros deberían aprender a confiar, sin razones, en hombres de buena voluntad, tanto de adentro como de afuera de la Iglesia. Estos hombres pueden ser actualmente unos simples desconocidos pero capaces, no obstante, de sobrevivir en posiciones de poder.
—Hombres actualmente desconocidos —Larsen se aferró a la frase—, o tal vez sumidos en una especie de destierro político o aun hombres considerados peligrosos por los regímenes existentes. Y ahí tenemos otro motivo, para haber sacado del trono a Gregorio XVII.
—Bueno, pero todo eso no nos dice quién me ha estado siguiendo —dijo Georg Rainer.
—A ver, razonemos un poco. —Mendelius se reintegró a la conversación: —Monseñor Logue afirma no haber visto jamás esa lista. Eso es muy posible. En el mismo momento en que Jean Marie descubrió que era un delator, trató, sin duda alguna, de proteger sus documentos. Pero Logue sabía de la existencia de esa lista… Y así, cuando se enteró de que usted Georg, conocía la lista, ¿a quién cree que se apresuraría a informar? ¿A sus presentes amos en el Vaticano o a otros interesados no especificados? La idea de una vigilancia de veinticuatro horas sobre veinticuatro parece no calzar muy bien con los métodos del Vaticano. Como lo ha dicho Pía, en el Vaticano prefieren hacer las cosas a nivel institucional. De manera que yo apostaría por los interesados externos. ¿Qué piensa usted Georg?
—Yo no quiero pensar nada hasta que no haya leído todos los documentos. Me gustaría llevarlos conmigo esta noche a la cama.
—Pero antes que vaya a la cama —dijo rápidamente Lars Larsen— desearía que tuviéramos una pequeña conversación sobre los contratos.
—Le ahorraré problemas —dijo Georg Rainer con una sonrisa—. Entre nosotros Mendelius es el jesuita. De manera que si su contrato satisface el sentido de la justicia de Mendelius, lo firmaré con mucho gusto.
—Iré a buscar lo que Jean Marie me envió —dijo Mendelius— pero le advierto que lo dejará a usted insomne.
—Por una vez —dijo Pía, la hija del diplomático—, me siento dichosa de dormir sola.
Esa noche a lo largo de aquellas cortas y siniestras horas que siguen a la medianoche, Mendelius permaneció despierto, pensativo, esforzándose, como se suponía debía hacerlo cualquier buen historiador, por imaginarse a sí mismo de vuelta en las antiguas batallas de la cristiandad: la batalla para establecer un código de creencias, una constitución para la asamblea de los fieles y para mantener el rebaño unido y seguro contra los asaltos de los vendedores de ilusiones y de los embusteros.
Esas batallas habían sido siempre amargas y algunas veces violentas. Hombres de buena voluntad habían sido sacrificados sin misericordia en tanto que picaros complacientes florecían bajo el amparo de la ortodoxia. Entre la Iglesia y el Estado se celebraban matrimonios de conveniencia mientras que naciones y comunidades se divorciaban ásperamente de la Unión de los elegidos.
La batalla continuaba. Jean Marie Barette, ex-papa, acababa de ser una de sus víctimas. Había invocado al Espíritu: los cardenales habían invocado a la Asamblea y, como siempre, la Asamblea había ganado por el peso de su número y la fuerza de su organización. Esta era la lección que los romanos le habían enseñado a los marxistas: conserven la pureza del código y la exclusividad de la jerarquía. Con lo primero descubren a los herejes y con la segunda los destruyen.
Y aquí, por un brusco vuelco del pensamiento, Mendelius se encontró de regreso en la pregunta ¿quiénes eran los '"Amigos del Silencio"? Se sintió tentado de adoptar la teoría de Pía Menéndez sobre hombres esperando en las sombras para hacerse cargo de la situación en un caso de revolución o de catástrofe. Por otra parte le vino a la memoria una carta escrita por Jean Marie, hacía ya mucho tiempo, cuando aún era cardenal y en la que se derramaba en invectivas contra los movimientos elitistas en la Iglesia.
"…Desconfío de ellos. Carl. Si yo fuera papa, haría todo lo que estuviera en mi mano para impedir la formación de cualquier movimiento que pudiera tener algún aspecto de sociedad secreta, asociación hermética o de cuadro privilegiado dentro de la Iglesia. La Asamblea del Pueblo de Dios debe ser, entre todas las sociedades, la más abierta, la más fraterna. Hay suficientes misterios en el universo para que los hombres contribuyamos a aumentarlos… Pero los romanos disfrutan con sus murmuraciones y su chismografía de corredores y sus archivos secretos…"
Era difícil creer que el hombre que había escrito estas palabras pudiera después haber formado su propia sociedad secreta y luego haberle dado este nombre tan obvio. ¿No era acaso más probable que Les Amis du Silence fueran un grupo exterior a la Iglesia cuyo nombre francés estuviera destinado precisamente a crear la impresión de que había sido aprobado por un papa francés? Años atrás los españoles habían dado el ejemplo cuando habían montado su propia y autoritaria élite y la habían bautizado con el nombre de Opus Dei, los Trabajos de Dios.
Inquieto e insomne, Mendelius comenzó a escarbar en su memoria en busca de cualquier indicio que pudiera asociar con los "Amigos del Silencio". La palabra amigos evocaba algunos curiosos correlativos: desde la sociedad de los Amigos, hasta los amicus curiae y los "Amigos del Hombre" del marqués de Mirabeau. La palabra silencio originaba una variedad aún mayor de asociaciones. En la cárcel Mamertina de Roma ardía una polvorienta lámpara en recuerdo de la Iglesia del Silencio: la Iglesia de aquellos fieles a quienes se negaba la libertad de practicar su credo o que eran perseguidos por su adhesión a la antigua fe. Estaba también el "Silencio de los Amiclae" que prohibía a los ciudadanos de Amiclae hablar de la amenaza espartana, de tal forma que, cuando viniera la invasión, la ciudad cayera fácilmente. Estaba el siniestro proverbio italiano:
la noble venganza es hija del profundo silencio…
Finalmente cuando comenzó a sentirse vencido por el sueño, Mendelius decidió que ésta podría ser la ocasión para ver si Drexel cumplía su promesa de proporcionarle las referencias que le solicitara respecto de algunos hechos. Lotte se movió y, en la oscuridad, tendió las manos hacia él en busca de seguridad. El se entregó entonces al calor de ella y no tardó en sumirse en un profundo sueño.
Debido al contrato de Georg Rainer con Die Welt surgieron problemas inesperados, de manera que inmediatamente después del desayuno Lars Larsen partió hacia Bonn y Berlín con el fin de hablar con los ejecutivos del grupo Springer. Estaba tan airoso y confiado como siempre.
—Tendrán que ceder. Si no hay arreglo, no habrá noticias para ellos. Y Georg renunciará. Déjenme esto. Ustedes dos siéntense a trabajar y a escribir una buena historia. Deseo llevármela personalmente a Nueva York.
Mendelius y Rainer se encerraron en el estudio para ordenar su material: las fichas de Rainer sobre el pontificado de Gregorio XVII, la correspondencia privada de Mendelius con él, antes y durante su reinado, lecturas y notas sobre tradición milenarista y, como piedras de base del edificio, los tres últimos documentos: la carta, la encíclica y la lista de nombres. Sobre estos últimos Georg Rainer, emitió una opinión definitiva y tajante.
—…En el caso de que usted no sea creyente, y a mí sólo me quedan unos leves vestigios de luteranismo, la carta y la encíclica son pura poesía y como tal, van más allá de toda discusión racional. Uno las siente o no las siente. Yo sentí la agonía del hombre. Sin embargo, para mí, este hombre andaba en la luna, fuera de todo alcance humano… En cuanto a la lista de nombres, ésa entra en otro orden de problemas. Muchos de esos nombres me son familiares y sé lo suficiente acerca de ellos como para reconocer algunos factores comunes, que estoy seguro una computadora aclararía aún más. Deseo trabajar en esta lista esta mañana antes que lleguemos a ninguna conclusión…
—¿Cree que ellos pueden ser los "Amigos del Silencio"?
—Me parece que no hay manera de saberlo. Son en general personas muy conocidas y públicas cuyas carreras por lo tanto han sido investigadas pero ignoramos lo que ha ocurrido después.
—Trataré de ver qué consigo con Drexel.
Mendelius alcanzó el teléfono, marcó el número de Ciudad del Vaticano y pidió ser comunicado con el cardenal Drexel. Su eminencia pareció sorprendido y un tanto cauteloso.
—¿Mendelius? Comienza muy temprano sus actividades. ¿Qué puedo hacer por usted?
—Estoy trabajando en mis memorias. Y usted fue tan bondadoso como para ofrecerme ayuda en lo relacionado con hechos.
—¿Sí?
—¿Quiénes son Les Amis du Silence?
—Lo siento —Drexel se había vuelto súbitamente muy brusco—. No puedo darle ninguna información al respecto.
—¿Puede entonces indicarme otra fuente de informaciones, tal como me lo prometió?
—Me parece que no sería oportuno.
—Otros me han dicho que el tema podría ser peligroso.
—Con relación a eso me abstengo de opinar.
—Gracias, Eminencia, al menos por aceptar mi llamado.
—Ha sido un agrado, Mendelius. Buenos días.
Rainer no se había sorprendido.
—¿No tuvo suerte?
Mendelius dio un bufido de disgusto.
—El tema es inoportuno.
—Me encanta esa palabra. La usan para enterrar toda clase de cadáveres… ¿Por qué no llama a Monte Cassino y pide hablar con su amigo para que le aclare el punto?
—Porque no deseo que tenga ninguna responsabilidad en lo que estamos escribiendo. Usted es el periodista. ¿Qué más se le ocurre que podríamos ensayar?
—Sugiero que por el momento olvidemos el asunto y descartemos al problema de nuestros planes. Creo que debiéramos comenzar por la abdicación misma, un acto muy importante y lleno de consecuencias, cuyos motivos reales permanecen aún en el misterio. Poseemos ahora evidencia suficiente para poder afirmar esta situación. Demostraremos cómo lo hicieron. Y finalmente llegaremos a los motivos, los por qué de todo ello, esta última parte depende de su testimonio, de los tres documentos finales y de sus entrevistas con Drexel en Roma y con el propio ex Gregorio XVII en Monte Cassino. Yo relataré todo y citaré la evidencia. Los cínicos dirán que el hombre estaba loco y que los cardenales tuvieron toda la razón en librarse de él. Los fieles devotos se quedarán tranquilos y firmes en la línea oficial que dice que, ocurra lo que ocurra, el Espíritu Santo rescatará todo y las cosas al final saldrán bien. Los críticos y los curiosos desearán saber más. Y es aquí donde entra usted con su retrato del hombre y su examen de lo que ha dicho y escrito. Sé que usted es habitualmente un escritor muy lúcido, pero esta vez tendrá que llamar a cada cosa por su nombre en el lenguaje más sencillo posible, un lenguaje al alcance de todos, aun de nuestros sub-editores