Los Caballeros de Neraka (34 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: Los Caballeros de Neraka
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El mensajero recorrió el paso jalonado de soldados, todos con las armas a mano y observándolo con aire poco amistoso. El hombre mantuvo la vista al frente, aunque no le resultaba nada cómodo puesto que miraba directamente los hombros, la espalda y el grueso cuello del enorme minotauro, pero siguió adelante, consciente de su deber.

—Se me envía a buscar a una
dama oficial
llamada Mina —repitió el correo, que puso énfasis en el título. Miró de hito en hito, un tanto desconcertado, a la muchacha que tenía ante sí—. ¡Pero si eres poco más que una niña!

—Una niña de la guerra. De la batalla. De la muerte. Soy Mina —contestó ella, y no hubo duda en su aire de autoridad, en el sosegado conocimiento del mando que ejercía.

El mensajero saludó con una inclinación de cabeza y le tendió otro estuche de pergaminos. Éste iba forrado en elegante cuero negro, con el sello de la calavera y el lirio de la muerte repujado en plata. Mina lo abrió y sacó el pergamino. Se hizo un profundo silencio, como si la multitud contuviese la respiración. El correo miró en derredor, cada vez más sorprendido. Posteriormente informaría a Targonne que se había sentido como si se hallase dentro de un templo, no en un campamento militar.

La muchacha leyó la misiva, manteniendo el rostro inexpresivo. Cuando terminó, se la tendió a Galdar. El minotauro la leyó a su vez y se quedó tan boquiabierto que dejó a la vista los dientes e incluso la lengua. Releyó el mensaje y después dirigió su mirada estupefacta hacia la joven.

—Perdóname, Mina —dijo en tono quedo mientras le devolvía el pergamino.

—No me pidas perdón a mí, Galdar —repuso ella—. No es de mí de quien dudaste.

—¿Qué dice el mensaje, Galdar? —demandó, impaciente, el capitán Samuval, y la muchedumbre se hizo eco de su pregunta.

Mina alzó la mano y los soldados obedecieron al instante su callada orden. Volvió a caer sobre ellos el profundo silencio que recordaba el de un templo.

—Tengo órdenes de marchar hacia el sur, invadir, tomar y ocupar el reino elfo de Silvanesti.

Un retumbo apagado y furioso, como el de un trueno lejano anunciando la tormenta, resonó en las gargantas de los soldados.

—¡No! —gritaron varios, indignados—. ¡No pueden hacer esto! ¡Ven con nosotros, Mina! ¡Al Abismo con Targonne! ¡Marcharemos sobre Jelek! ¡Sí, eso haremos, marcharemos sobre Jelek!

—¡Escuchadme! —gritó Mina para hacerse oír sobre el clamor—. ¡Estas órdenes no vienen del general Targonne! Él sólo es la mano que las ha escrito, pero vienen del Único. Es la voluntad de nuestro dios que ataquemos Silvanesti para demostrar a todo el mundo su regreso. ¡Marcharemos sobre Silvanesti! —La voz de Mina se alzó en un grito incitador—. ¡Y venceremos!

—¡Hurra! —aclamaron los soldados, que empezaron a repetir:— ¡Mina! ¡Mina! ¡Mina!

El correo miraba alrededor, estupefacto. Todo el campamento, millares de voces, clamaban el nombre de la muchacha. El sonido levantó ecos en las montañas y se alzó, atronador, hacia el cielo. El cántico se oyó en Sanction, donde los habitantes temblaron y los caballeros solámnicos asieron sus armas, sombríos, al imaginar que anunciaba un terrible destino a la ciudad asediada.

Un grito espantoso, un ahogado borboteo, se alzó por encima del cántico, acallando a algunos, aunque los que estaban más alejados continuaron, ajenos a todo. El grito procedía de la tienda de lord Aceñas.

Tan horrendo fue que los que se encontraban cerca retrocedieron y miraron la tienda con alarma.

—Ve a ver qué ha ocurrido —ordenó Mina.

Galdar hizo lo que le mandaba. El mensajero lo acompañó, consciente de que a Targonne le interesaría saber el desenlace. El minotauro sacó la espada y cortó las lazadas de cuero que cerraban la solapa de la tienda. Entró y salió al cabo de un momento.

—Su señoría ha muerto —anunció—, por su propia mano.

Los soldados comenzaron a vitorear otra vez y muchos abuchearon entre risotadas.

Mina se volvió hacia los que se encontraban cerca de ella; la ira hacía brillar sus iris ambarinos con un pálido fuego interior. Los soldados dejaron de aclamar, temblando de pavor. La muchacha no pronunció palabra y pasó entre ellos con la barbilla alzada y la espalda muy recta, para detenerse ante la entrada de la tienda.

—Mina —dijo Galdar, sosteniendo en alto el mensaje manchado de sangre—. Este desgraciado intentó que te enviaran a la horca. La prueba está aquí, en la respuesta de Targonne.

—Lord Aceñas se encuentra ahora en presencia del Único, Galdar —manifestó la muchacha—, donde todos estaremos algún día. No nos corresponde a nosotros juzgarlo.

Le cogió el pergamino manchado de sangre, se lo guardó debajo del cinturón y entró en la tienda. Cuando el minotauro hizo intención de seguirla, ella le ordenó que se quedara y cerró las solapas tras de sí.

Galdar atisbo por la rendija de las lonas, sacudió la cabeza, se volvió y montó guardia en la entrada.

—Id a ocuparos de vuestros asuntos —ordenó el minotauro a los soldados que se arremolinaban delante de la tienda—. Hay mucho que hacer si vamos a marchar sobre Silvanesti.

—¿Qué hace ahí dentro? —inquirió el mensajero.

—Reza —fue la escueta respuesta del minotauro.

—¡Reza! —repitió, asombrado, el correo. El hombre montó de nuevo en su caballo y partió a galope, ansioso por informar al Señor de la Noche sobre los extraordinarios acontecimientos sin perder un minuto.

—Bien, ¿qué ha ocurrido? —quiso saber el capitán Samuval, que se había acercado a Galdar.

—¿Te refieres a Aceñas? —gruñó el minotauro—. Se cayó sobre su espada. Encontré un mensaje en su mano. Como imaginamos que haría, envió un informe con un montón de mentiras a Targonne, explicando cómo Mina había estado a punto de perder la batalla y que él, Aceñas, remedió el desastre. Targonne será un bastardo asesino y maquinador, pero no es estúpido. —Galdar hablaba con admiración a su pesar—. Se dio cuenta de las mentiras de Aceñas y le ordenó que informara personalmente de su «victoria» a la gran Roja, Malystrix.

—No es de extrañar que eligiese esta salida —comentó Samuval—. Pero ¿por qué enviar a Mina a Silvanesti? ¿Qué pasa, entonces, con Sanction?

—Targonne ha cursado órdenes al general Dogah para que parta desde Khur y se haga cargo del asedio de Sanction. Como he dicho, Targonne no es estúpido. Sabe que Mina y sus prédicas sobre el único dios verdadero son una amenaza para él y para las falsas «Visiones» que ha estado impartiendo. Pero también sabe que desatará una rebelión entre las tropas si intenta hacer que la arresten. Malystrix lleva mucho tiempo irritada con Silvanesti y el hecho de que los elfos hayan encontrado un modo de burlarla escondiéndose tras su escudo mágico. De este modo, Targonne puede aplacar a la gran Roja por un lado, informándole que ha enviado una fuerza para atacar Silvanesti, y al mismo tiempo librarse de una amenaza peligrosa para su autoridad.

—¿Sabe Mina que para llegar a Silvanesti hemos de atravesar Blode? —demandó el capitán Samuval—. ¿Un país ocupado por los ogros? Ya están furiosos porque les quitamos parte de su tierra. Cualquier incursión en su territorio agravará ese resentimiento. —Samuval sacudió la cabeza—. ¡Es un suicidio! Jamás llegaremos a ver Silvanesti. Hemos de intentar convencerla de que es una locura, Galdar.

—No soy quien para cuestionar sus decisiones —respondió el minotauro—. Esta mañana, ella ya sabía que iríamos a Silvanost, antes de que el mensajero llegara. ¿Recuerdas, capitán? Te lo dije yo mismo.

—¿De veras? —caviló Samuval—. Con tanto jaleo lo he olvidado. Me pregunto cómo lo supo.

Mina salió de la tienda de Aceñas. La joven estaba muy pálida.

—Sus pecados han sido perdonados y su alma ha sido aceptada. —Suspiró al tiempo que miraba en derredor y pareció desilusionada de encontrarse de nuevo entre mortales—. ¡Cómo lo envidio!

—Mina, ¿cuáles son tus órdenes? —preguntó Galdar.

La joven lo miró sin reconocerlo al principio; sus iris ambarinos seguían contemplando visiones que a ningún otro mortal le era dado ver. Luego sonrió tristemente, volvió a suspirar y fue consciente de cuanto lo rodeaba de nuevo.

—Reunid a las tropas. Capitán Samuval, serás el encargado de dirigirte a ellas. Les dirás sin tapujos que la misión es peligrosa. Algunos la calificarían de «suicida». —Sonrió a Samuval—. No ordenaré a ningún hombre que emprenda esta marcha. Cualquiera que venga lo hará por propia voluntad.

—Todos querrán ir, Mina —dijo quedamente Galdar.

La muchacha lo miró con ojos luminosos, radiantes.

—Si eso es cierto, entonces sería una fuerza demasiado numerosa, difícil de manejar. Hemos de movernos deprisa y mantener en secreto la maniobra. Mis propios caballeros me acompañarán, desde luego. Seleccionarás quinientos de los mejores soldados de infantería, Galdar. Los demás se quedarán aquí, con mis bendiciones. Deben continuar el asedio de Sanction.

—Pero, Mina, ¿no lo sabes? —El minotauro parpadeó, desconcertado—. Targonne ha cursado órdenes al general Dogah para que se ocupe del asedio de Sanction.

—El general Dogah recibirá nuevas órdenes para que cambie de rumbo y conduzca a sus fuerzas hacia el sur para marchar sobre Silvanesti lo más deprisa posible —manifestó Mina, sonriendo.

—Pero... ¿de quién vendrán esas órdenes? —inquirió, boquiabierto, Galdar—. No de Targonne, a buen seguro. ¡Nos ha ordenado que marchemos contra Silvanesti para librarse de nosotros, nada más!

—Como ya te dije, Galdar, Targonne actúa en favor del Único, lo sepa o no. —Mina se llevó la mano al cinturón, donde había guardado la misiva con las órdenes que Aceñas había recibido de Targonne. Sostuvo el pergamino en alto; el nombre del Señor de la Noche resaltaba, grande y negro, al pie del documento, en tanto que su sello relucía rojizo. La muchacha señaló con el dedo las palabras escritas en la hoja, una hoja manchada con la sangre de Aceñas.

—¿Qué dice ahí, Galdar?

Perplejo, el minotauro miró la hoja y empezó a leer, igual que había hecho antes.

—«Por la presente se ordena a lord Aceñas...»

De repente, las palabras empezaron a retorcerse y a bailar ante sus ojos. Galdar los cerró, se los frotó y volvió a abrirlos. La escritura seguía retorciéndose y las palabras empezaron a desplazarse sobre el papel, el negro de la tinta mezclándose con el rojo de la sangre de Aceñas.

—¿Qué dice, Galdar? —insistió Mina.

El minotauro se quedó sin resuello. Intentó leer claramente en voz alta, pero lo único que consiguió fue articular en un ronco susurro:

—«Por la presente se ordena a lord Dogah que cambie el rumbo y dirija a sus tropas hacia el sur, a la mayor velocidad posible, para marchar sobre Silvanesti.» Y lo firmaba Targonne.

La escritura era del Señor de la Noche, sin lugar a dudas. Su firma aparecía estampada al pie de la página, así como su sello.

—Quiero que despaches esas órdenes en persona, Galdar. Después nos alcanzarás en la calzada hacia el sur. Te mostraré la ruta que vamos a seguir. Samuval, serás el segundo al mando hasta que Galdar se reúna con nosotros.

—Puedes contar conmigo y con mis hombres, Mina —contestó el capitán—. Te seguiremos hasta el Abismo.

La joven lo miró, pensativa.

—El Abismo ya no existe, capitán. Los muertos tienen su propio reino ahora. Un reino en el que se les permite seguir al servicio del Único.

Su mirada se desvió hacia las montañas, al valle, a los soldados que se afanaban en levantar el campamento.

—Partiremos por la mañana. La marcha nos llevará un par de semanas, así que imparte las instrucciones necesarias. Quiero que nos acompañen dos carros de abastecimiento. Cuando esté todo preparado, avísame.

Galdar ordenó a los oficiales que llamaran a formar a los hombres. Luego entró en la tienda de Mina y la encontró inclinada sobre uno de los mapas, colocando piedrecillas sobre varias localidades. El minotauro vio que los guijarros se concentraban todos en el área marcada con el nombre de «Blode».

—Te reunirás con nosotros aquí —dijo la joven mientras señalaba un punto del mapa, marcado con una piedrecilla—. Calculo que tardarás dos días en llegar hasta el general Dogah, y otros tres para alcanzarnos. Que el Único haga raudo tu viaje, Galdar.

—Que el Único sea contigo hasta que volvamos a vernos, Mina —respondió el minotauro.

Se proponía partir de inmediato, ya que aún podía cubrir muchos kilómetros antes de que llegara la oscuridad. Pero descubrió cuan difícil resultaba marcharse. No podía imaginar un solo día sin ver sus ojos ambarinos ni oír su voz. Se sentía tan despojado como si de repente le hubiesen pelado el lanudo vello y lo hubiesen abandonado desvalido, tembloroso y débil como un becerro recién nacido.

Mina posó su mano sobre la del minotauro, la que le había devuelto.

—Estaré contigo allí donde vayas, Galdar —dijo.

El minotauro hincó rodilla en tierra y se llevó la mano de la joven a la frente. Tras guardar en su memoria el tacto de la muchacha como un amuleto, dio media vuelta y salió de la tienda.

El capitán Samuval entró a continuación para informar de que, como habían previsto, tocios los soldados del campamento se habían ofrecido voluntarios para la misión. Había elegido a los quinientos que en su opinión eran los mejores, y ahora esos hombres eran la envidia del resto.

—Me temo que los que se quedan desertarán para seguirte, Mina —comentó Samuval.

—Hablaré con ellos —anunció la joven—. Les diré que deben mantener el asedio a Sanction, sin expectativas de refuerzos. Les explicaré cómo pueden hacerlo. Entenderán que es su deber. —Siguió colocando guijarros sobre el mapa.

—¿Qué es eso? —se interesó el capitán.

—La ubicación actual de las fuerzas de los ogros —contestó Mina—. Fíjate, capitán. Si marchamos por aquí, directamente al este de las montañas Khalkist, ganaremos bastante tiempo dirigiéndonos hacia el sur a través de los llanos de Khur. Así evitaremos las principales concentraciones de sus tropas, que se encuentran aquí, en el extremo meridional de la cordillera, combatiendo contra la Legión de Acero y las fuerzas de la bruja elfa, Alhana Starbreeze. Intentaremos ganarles por la mano viajando por esta ruta, a lo largo del río Thon-Thalas. Me temo que en algún momento habremos de luchar contra los ogros, pero si mi plan funciona, sólo nos enfrentaremos a una fuerza reducida. Con la ayuda de dios, la mayoría de nosotros alcanzaremos nuestro punto de destino.

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