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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

Los Caballeros de Neraka (38 page)

BOOK: Los Caballeros de Neraka
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—No en especial —contestó el gobernador militar Medan, cabecilla de las fuerzas de ocupación de los Caballeros de Neraka.

—Sí, os aseguro que lo hace —argumentó Palthainon con irritación—. Ved cómo la sigue con los ojos.

—A mí me parece que su majestad mira el suelo cuando no mira sus zapatos —comentó Medan—. Si queréis que haya un heredero al trono, Palthainon, tendréis que arreglar el enlace vos mismo.

—Lo haría con gusto —rezongó el prefecto—, pero la ley elfa establece que sólo la familia puede concertar un matrimonio, y su madre se niega categóricamente a intervenir a menos que el rey se decida.

—Entonces, más os vale esperar que su majestad viva mucho, mucho tiempo —dijo Medan—. Me decanto por que así será, ya que lo veláis con tanto celo y atendéis tan diligentemente sus necesidades. En realidad, no podéis culpar por ello al rey, Palthainon —añadió el gobernador militar—. Su majestad es, después de todo, exactamente lo que vos y el difunto senador Rashas habéis hecho de él: un joven que ni se atreve a hacer pis sin antes pediros permiso.

—La salud de su majestad es frágil —replicó, muy estirado, el prefecto—. Y es mi deber quitarle la carga de las preocupaciones y responsabilidades inherentes al gobierno de la nación élfica. Pobre joven. No puede evitar ser irresoluto, vacilar a la hora de tomar decisiones. Su ascendencia humana, ya sabéis, gobernador. Notoriamente débil —agregó, al parecer olvidando que su interlocutor era un humano—. Y ahora, si me disculpáis, iré a presentar mis respetos a su majestad.

El gobernador militar no dijo palabra e hizo una inclinación de cabeza mientras pensaba que la máscara de Palthainon era muy apropiada: una estilizada ave de presa. Lo siguió con la mirada mientras se dirigía hacia el joven monarca para picotearlo. Políticamente, el prefecto Palthainon le resultaba útil en extremo. Personalmente, Medan lo encontraba detestable.

El gobernador militar Alexius Medan era un hombre mayor. Había ingresado en la Orden de los Caballeros de Takhisis bajo el liderazgo de su fundador, lord Ariakan, antes de la Guerra de Caos, el conflicto que había puesto fin a la Cuarta Era de Krynn y dado inicio a la Quinta. Medan fue el general responsable de llevar a cabo la invasión de Qualinesti y el que aceptó la rendición de la nación élfica; había permanecido al mando desde entonces. Era estricto y gobernaba con mano dura cuando era necesario, si bien no actuaba con crueldad gratuita. Ciertamente, los elfos tenían muy pocas libertades personales, pero Medan no veía perjuicio alguno en esa carencia. A su entender, la libertad era una idea peligrosa que conducía al caos, a la anarquía, al desbarato de la sociedad.

Disciplina, orden y honor: ésos eran los dioses de Medan, ahora que Takhisis, con una absoluta falta de disciplina y honor, se había vuelto una traidora y había huido dejando a sus leales caballeros en una posición ridícula, como unos verdaderos necios. Medan imponía orden y disciplina en los qualinestis. Imponía orden y disciplina en sus caballeros. Por encima de todo, se imponía dichas pautas a sí mismo.

Medan observó con repugnancia cómo Palthainon se inclinaba ante el rey. Plenamente consciente de que la humildad del prefecto era puro teatro, el gobernador se dio la vuelta. Casi sentía lástima por el joven Gilthas.

Los bailarines danzaban cerca del gobernador militar disfrazados de cisnes, osos y otras variedades de ave o animal del bosque. Había muchos bufones y payasos vestidos con alegres colores variopintos. Medan asistía al baile de máscaras porque el protocolo lo exigía, pero se negaba a llevar disfraz ni máscara. Años antes, el gobernador militar había adoptado el estilo de vestimentas elfas, decantándose por túnicas largas, sueltas, elegantemente drapeadas sobre el cuerpo, por resultar más cómodas y prácticas en el clima cálido y templado de Qualinesti. Puesto que era la única persona con ropas elfas que asistía al baile de disfraces, el humano tenía la rara distinción de parecer más elfo que cualquiera de los presentes.

El gobernador militar abandonó el caluroso y ruidoso salón de baile y escapó, con alivio, al jardín. No llevaba guardia personal; a Medan le desagradaba ir seguido por caballeros con ruidosas armaduras, y no temía por su seguridad. Sin duda, los qualinestis no le tenían aprecio, pero Medan había sobrevivido a una veintena de intentos de asesinato. Sabía cuidar de sí mismo, probablemente mejor que cualquiera de sus caballeros. No le caían bien los hombres que eran aceptados en la caballería en la actualidad, y los consideraba un montón de ladrones, asesinos y matones indisciplinados y hoscos. A decir verdad, Medan se fiaba mucho más si eran elfos los que tenía a la espalda que si eran sus propios hombres.

La suave brisa nocturna estaba impregnada con el perfume de rosas, gardenias y azahares. Los ruiseñores cantaban en los árboles y sus trinos se mezclaban con la música de arpas y flautas. Medan reconoció la canción. A su espalda, en el salón de baile, encantadoras doncellas elfas interpretaban una danza tradicional. El gobernador militar hizo un alto y se giró un poco, tentado por la hermosa música de regresar. Las doncellas bailaban el
Quanisho, La Rueda del Despertar,
una danza de la que se decía que volvía locos de pasión a los elfos. Se preguntó si surtiría algún efecto en el rey. Quizá lo indujese a escribir un poema.

—Gobernador Medan —dijo una voz a su lado.

El caballero se volvió.

—Honorable madre de nuestro Orador —dijo al tiempo que inclinaba la cabeza.

Laurana extendió la mano, una mano blanca, tersa y fragante como la flor de la camelia. Medan la tomó en la suya y se la llevó a los labios.

—Oh, vamos, ahora nos encontramos solos —respondió ella—. Tales títulos protocolarios están de más entre quienes somos... ¿Cómo podría describirnos? ¿«Viejos enemigos»?

—Respetados adversarios —sugirió Medan, sonriente. Le soltó la mano, un poco a regañadientes.

El gobernador militar no estaba casado, salvo con su deber. No creía en el amor, al que consideraba como un defecto en la armadura de un hombre, que lo hacía vulnerable, expuesto a un ataque. Medan admiraba y respetaba a Laurana; le parecía hermosa, en el mismo sentido que le parecía hermoso su jardín. Le resultaba útil, porque lo ayudaba a desenvolverse en la tupida tela de araña que era la versión elfa del gobierno de una nación. La utilizaba y era plenamente consciente de que, a su vez, ella lo utilizaba a él. Un arreglo satisfactorio y lógico.

—Creedme, señora —comentó en voz queda—, prefiero vuestra animosidad a la amistad de otras personas.

Dirigió una mirada significativa al palacio, donde Palthainon se hallaba de pie junto al joven monarca, susurrando algo a su oído. Laurana siguió su mirada.

—Os comprendo, gobernador —contestó—. Sois el representante de una organización que, a mi modo de ver, se ha entregado por completo al Mal. Sois el conquistador de mi pueblo, el que nos tiene sojuzgados. Estáis aliado con nuestro peor enemigo, un dragón que se ha marcado como meta nuestra total destrucción. Sin embargo, confío en vos mucho más que en ese hombre. —Giró bruscamente sobre sus talones—. No me gusta la vista que hay desde aquí, señor. ¿Os importaría que diésemos un paseo hasta el invernáculo?

Medan estaba más que dispuesto a pasar una preciosa noche de luna en la tierra más encantadora de Ansalon en compañía de la mujer más cautivadora que conocía. Caminaron uno al lado del otro, en cordial silencio, por el paseo de mármol triturado que refulgía como queriendo imitar a las estrellas. El perfume de las orquídeas era embriagador.

El Invernáculo Real era un edificio de cristal, repleto de plantas que por su fragilidad y delicadeza no podían sobrevivir siquiera en el clima relativamente templado de los inviernos de Qualinesti. Se encontraba a cierta distancia del palacio, y Laurana no habló durante el largo paseo. Medan no se consideraba quien para romper el tranquilo silencio, de modo que tampoco dijo nada. Y así, los dos se acercaron al edificio de cristal, en cuyas múltiples facetas se reflejaba la luna, de manera que parecía que hubiese cientos de satélites en el cielo, en lugar de sólo uno.

Entraron por una puerta, también de cristal. La atmósfera estaba cargada de humedad por el vapor condensado en el proceso respiratorio de las plantas, que se agitaron y mecieron como si les diesen la bienvenida.

El sonido de la música y las risas se quedó fuera. Laurana suspiró hondo, inhaló profundamente el aroma que perfumaba el cálido y húmedo aire. Puso la mano sobre una orquídea y la volvió hacia la luz de la luna.

—Exquisita —dijo Medan, admirando la planta—. Mis orquídeas crecen con fuerza, en especial las que vos me disteis, pero no consigo flores tan magníficas.

—Es cuestión de tiempo y paciencia —repuso Laurana—. Como en todas las cosas. Y, continuando nuestra conversación anterior, gobernador, os diré por qué os respeto más que a Palthainon. Aunque en ocasiones no me resulta fácil escuchar lo que decís, sé que cuando habláis os sale del corazón. Jamás me habéis mentido, ni siquiera cuando una mentira habría sido más conveniente para vuestro propósito que la verdad. Las palabras de Palthainon resbalan de su boca y caen al suelo, para después deslizarse hacia la oscuridad.

Medan agradeció el cumplido con una inclinación de cabeza, pero no pensaba entrar en una conversación que desacreditaba al hombre que lo ayudaba a mantener Qualinesti bajo control, así que cambió de tema.

—Habéis abandonado la fiesta a una hora temprana, señora. Confío en que no se deba a que os encontráis mal —manifestó cortésmente.

—No podía soportar el calor y el ruido —contestó Laurana—. Salí al jardín en busca de un poco de tranquilidad.

—¿Habéis cenado? ¿Queréis que mande a los sirvientes que traigan comida o vino?

—No, gracias, gobernador. Últimamente no tengo mucho apetito. Me serviréis mejor haciéndome compañía un rato, si vuestras obligaciones no os reclaman.

—Con una compañía tan encantadora, dudo que ni siquiera la propia muerte pudiera hacer que me ausentara.

Laurana miró al hombre con los párpados entrecerrados y esbozó una leve sonrisa.

—Por lo general, los humanos no son dados a pronunciar frases tan bonitas. Lleváis mucho tiempo viviendo entre elfos, gobernador. De hecho, creo que ahora sois más elfo que humano. Vestís nuestras ropas, habláis perfectamente nuestro idioma, disfrutáis con nuestra música y nuestra poesía. Habéis promulgado leyes que protegen nuestros bosques; unas leyes más estrictas de las que nosotros habríamos podido aprobar. Tal vez estaba equivocada —añadió en tono trivial—. Quizá sois vos el conquistado y nosotros los conquistadores.

—Me estáis tomando el pelo, señora, y probablemente os reiréis cuando os diga que no os equivocáis mucho. Antes de venir a Qualinesti no reparaba en la naturaleza. Un árbol era algo que utilizaba para construir la empalizada de un fortín o un mango para mi hacha de guerra. La única música que me gustaba era el redoble marcial de un tambor llamando a la batalla. La única lectura con la que disfrutaba eran los despachos del cuartel general. No tengo reparos en admitir que, cuando pisé esta tierra, si veía a un elfo hablar respetuosamente a un árbol o a una flor con ternura, me daba risa. Y entonces, una primavera, cuando llevaba unos siete años viviendo aquí, me sorprendí a mí mismo esperando con ansiedad el regreso de las flores a mi jardín, preguntándome cuáles florecerían primero o si daría rosas el rosal que el jardinero había plantado el año anterior. Más o menos por la misma época, descubrí que mi mente evocaba las melodías interpretadas por el arpista. Empecé a estudiar la poesía, a buscar el sentido de las palabras.

»
La verdad, mi señora Lauralanthalasa, es que amo vuestra tierra. Y es por ello —añadió, ensombrecida su expresión—, por lo que hago todo cuanto está en mi mano para mantenerla a salvo de la ira del dragón, y por lo que he de castigar duramente a aquellos de los vuestros que se rebelan contra mi autoridad. Beryl sólo espera tener una excusa para destruiros a vosotros y a vuestro reino. Al persistir en su resistencia, al cometer actos de terrorismo y sabotaje contra mis fuerzas, esos desatinados rebeldes están provocando que la destrucción se abata sobre todos vosotros.

Medan ignoraba qué edad tenía Laurana; cientos de años, quizás. Aun así, era tan bella y parecía tan joven como en los tiempos en que era el Áureo General y dirigía los ejércitos de la Luz contra las fuerzas de la Reina Oscura, durante la Guerra de la Lanza. El gobernador conocía viejos soldados que todavía se hacían lenguas de su valor en la batalla, de su empuje, que levantó el ánimo de unas tropas desmoralizadas por las derrotas sufridas y las había conducido a la victoria. Habría querido conocerla entonces, aunque se habrían encontrado en bandos opuestos. Ojalá la hubiese visto cabalgando hacia la batalla a lomos de su dragón, con el dorado cabello ondeando al viento cual estandarte luminoso al que sus tropas seguían.

—Decís que confiáis en mi honor, señora —continuó y, llevado por su fervor, le tomó la mano—. Entonces debéis creerme cuando os digo que trabajo día y noche para intentar salvar Qualinesti. Esos rebeldes no me facilitan la labor. El dragón se ha enterado de sus ataques, de sus desafíos, y su cólera está a punto de estallar. Se pregunta en voz alta por qué pierde tiempo y dinero en gobernar a unos súbditos tan conflictivos. Hago cuanto está a mi alcance para aplacarla, pero está perdiendo la paciencia.

—¿Por qué me contáis todo esto, gobernador Medan? —preguntó Laurana—. ¿Qué tiene que ver conmigo?

—Señora, si ejercéis alguna influencia sobre esos rebeldes, haced que interrumpan sus hostilidades, por favor. Decidles que aunque sus actos de terrorismo pueden causarnos ciertos daños a mis hombres y a mí, a quien perjudican a la larga es a su propio pueblo.

—¿Y qué os hace pensar que yo, la reina madre, tengo algo que ver con los rebeldes? —inquirió Laurana. Sus mejillas se sonrojaron; sus ojos refulgieron.

Medan la miró con silenciosa admiración durante un instante antes de contestar.

—Digamos que me resulta difícil creer que alguien que combatió contra la Reina Oscura y sus seguidores tan tenazmente hace setenta años, durante la Guerra de la Lanza, haya dejado de luchar.

—Os equivocáis, gobernador —protestó Laurana—. Soy mayor, demasiado, para esas cosas. No, señor caballero —se anticipó—. Sé lo que vais a decir: que parezco tan joven como una doncella que asiste a su primer baile. Guardad vuestros bonitos cumplidos para quienes desean oírlos. No es ése mi caso. Ya no tengo ánimos ni empuje para luchar. Se quedaron, junto con mi corazón, en la tumba donde mi querido esposo, Tanis, está enterrado. Mi familia es lo único que me importa ahora. Quiero ver a mi hijo felizmente casado. Quiero sostener en mis brazos a mis nietos. Quiero que nuestro país viva en paz y estoy dispuesta a pagar el tributo al dragón para que siga así.

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