—Deberíamos dejarlo en el saco, señor —sugirió Kalindas—. No interesa que conozca el camino para llegar aquí.
—De acuerdo —aceptó Palin.
Uno de los elfos recogió al kender metido en el saco. El otro observó ceñudo a Gerard e hizo una pregunta.
—No —contestó Palin—. No es necesario vendarle los ojos. Pertenece a la vieja escuela de caballeros, los que aún creen en el honor.
El elfo que cargaba al kender se dirigió directamente hacia la pared trasera de la cueva y, ante el inmenso asombro de Gerard, continuó caminando a través de la sólida roca. Palin lo siguió y, poniendo la mano sobre el brazo del caballero, lo empujó hacia adelante. La ilusión de la piedra resultaba tan convincente que Gerard no pudo evitar encogerse al acercarse a lo que parecía un muro de rocas irregulares.
—Al parecer todavía hay alguna magia que funciona —comentó, impresionado.
—Alguna —dijo Palin—. Pero es imprevisible. El conjuro puede fallar en cualquier momento y hay que estar renovándolo constantemente.
Gerard salió del muro para encontrarse en un jardín de increíble belleza, protegido por la sombra de los árboles, cuyas ramas y denso follaje formaban una tupida cortina por encima y alrededor de ellos. Kalindas dejó al kender sobre las losas del paseo. Había sillas hechas con flexibles ramas de sauce y una mesa de cristal junto a un resplandeciente estanque de aguas claras.
Palin dijo algo a Kellevandros. Gerard captó el nombre «Laurana», y el elfo se alejó por el paseo del jardín corriendo con pasos ligeros.
—Tenéis unos guardianes leales, señor —comentó el caballero, que seguía con la mirada al elfo.
—Son del personal de la reina madre —explicó el mago—. Llevan años al servicio de Laurana, desde la muerte de su esposo. Refréscate.
Hizo un gesto con las tullidas manos y apareció una pequeña cascada que caía desde una pared ilusoria al estanque.
—He mandado informar a la reina madre de tu llegada. Ahora eres huésped de su casa. O, más bien, de uno de los jardines de su casa. Aquí estás a salvo, tanto como puede estarlo cualquiera en estos días aciagos que nos ha tocado vivir.
Con profundo alivio, Gerard se despojó del pesado peto y se frotó las costillas doloridas, tras lo cual se lavó la cara y bebió en las frescas aguas.
—Saca al kender ahora —ordenó Palin.
Kalindas desató el saco y de él salió el kender, congestionado e indignado, con el largo copete cubriéndole la cara. Inhaló hondo y se enjugó la frente.
—¡Menos mal! Empezaba a marearme con el olor del saco. —Sacudió la cabeza para echar hacia atrás el copete y miró alrededor con interés—. ¡Vaya! —exclamó—. Qué jardín tan bonito. ¿Hay peces en el estanque? ¿Podría coger uno? Hacía mucho calor dentro de ese saco, y prefiero ir a caballo sentado en la silla que tumbado sobre ella. Siento cierta molestia aquí, en el costado, donde se me iba clavando algo. Me presentaría —añadió, contrito, al parecer dándose cuenta de que no estaba cumpliendo con las mínimas normas de urbanidad—, pero sufro de... —Reparó en la mirada de Gerard y finalizó la frase poniendo énfasis en ciertas palabras—. Sufro los efectos
de un fuerte golpe en la cabeza,
y no estoy muy seguro de quién soy. Me resultas tremendamente familiar. ¿Nos conocemos?
Palin Majere no había dicho palabra durante toda la parrafada. Se había puesto muy pálido y tenía abierta la boca aunque no emitía sonido alguno.
—Señor. —Gerard alargó la mano hacia él para agarrarlo—. Señor, deberíais sentaros. Tenéis mala cara.
—No necesito que me sostengas —espetó el mago al tiempo que apartaba la mano del caballero con brusquedad. Miró de hito en hito al kender—. Déjate de tonterías. ¿Quién eres?
—¿A ti quién te parece que soy? —preguntó a su vez el kender.
Palin estuvo a punto de replicar de mala manera, pero se tragó las palabras y, tras respirar hondo, contestó con voz tensa:
—Te pareces a un kender que conocía, llamado Tasslehoff Burrfoot.
—Y tú guardas cierto parecido con un amigo mío llamado Palin Majere. —El kender lo observaba con interés.
—Soy Palin Majere. ¿Quién...?
—¿De verdad? —le interrumpió Tas con los ojos abiertos de par en par—. ¿Eres Palin? ¿Qué te ha pasado? ¡Tienes un aspecto horrible! ¿Has estado enfermo? ¡Y tus pobres manos! Déjame verlas. ¿Dijiste que los caballeros negros te hicieron eso? ¿Cómo? ¿Te machacaron los huesos de los dedos con un martillo? Porque eso es lo que parece...
Palin se cubrió las manos con las mangas y se apartó con brusquedad del kender.
—Dices que me conoces, kender. ¿De qué?
—La última vez que te vi fue en el primer funeral de Caramon. Tuvimos una agradable charla sobre la Torre de la Alta Hechicería de Wayreth y sobre que eras el jefe de los Túnicas Blancas, y Dalamar estaba allí y era el jefe del Cónclave, y también estaba su novia Jenna, que era la jefa de los Túnicas Rojas, y...
El mago frunció el entrecejo y miró a Gerard.
—¿De qué demonios habla?
—No le hagáis caso, señor. No ha dejado de decir insensateces desde que lo encontré. —El caballero miró a Palin de modo raro—. Decís que se parece a Tasslehoff. Pues bien, es quien afirmaba ser, hasta que empezó con esas tonterías de tener amnesia. Sé que suena extraño, pero vuestro padre también creía que era Tasslehoff.
—Mi padre era un hombre de edad avanzada y, como ocurre con muchos ancianos, probablemente revivía los días de su juventud. Sin embargo —añadió en voz queda, casi para sí mismo—, se parece realmente a Tas.
—¿Palin? —llamó una voz desde el extremo del jardín—. ¿Qué es todo eso que me cuenta Kellevandros?
Gerard se volvió y vio una mujer elfa, hermosa como un crepúsculo invernal, que se dirigía hacia ellos por el paseo de losas. Tenía el cabello largo, del color de la miel bajo la luz del sol. Llevaba ropas confeccionadas con un tejido irisado tan fino que parecía ir vestida con niebla. Al reparar en Gerard, lo miró con incredulidad, demasiado ultrajada al principio para fijarse en el kender, que no paraba de brincar y agitar las manos con gran excitación.
Gerard, desconcertado e impresionado, hizo una torpe reverencia.
—¡Has traído a un caballero negro aquí, Palin! —Laurana se volvió hacia el mago, furiosa—. ¡A nuestro jardín secreto! ¿Por qué motivo?
—No es un caballero negro, Laurana —repuso, lacónico, Palin—, como ya le dije a Kellevandros, aunque al parecer pone en duda mis palabras. Este hombre es Gerard Uth Mondor, un Caballero de Solamnia destacado en Solace y amigo de mi padre.
—¿Estás seguro, Palin? —Laurana miró a Gerard con escepticismo—. Entonces ¿por qué lleva esa horrenda armadura?
—Me la puse sólo como disfraz, milady —repuso el caballero—. Y, como podéis ver, me la he quitado en cuanto se me ha presentado la ocasión.
—Era el único modo de entrar en Qualinesti —añadió el mago.
—Os pido disculpas, señor caballero —dijo Laurana mientras ofrecía su mano, blanca y delicada. Sin embargo, cuando Gerard la tomó en la suya notó en la palma las durezas de aquellos días en que la elfa manejaba escudo y espada, cuando se la conocía como el Áureo General—. Perdonadme, y sed bienvenido a mi casa.
Gerard volvió a hacer una reverencia con profundo respeto. Deseaba decir algo galante y correcto, pero su lengua estaba paralizada y él mismo se sentía torpe y tosco. Se sonrojó hasta las orejas y balbuceó una frase incompleta y confusa.
—¡Eh, Laurana! ¡Mírame! —gritó el kender.
La elfa se volvió y observó atentamente al hombrecillo; lo que vio pareció dejarla estupefacta. Se quedó boquiabierta y, llevándose la mano al corazón, retrocedió un paso, todo ello sin apartar los ojos del kender un solo instante.
—¡Alshana, Quenesti-Pah! —
susurró—. ¡Es imposible!
—Tú también lo reconoces —comentó Palin, que la observaba con gran atención.
—¡Pues claro! ¡Es Tasslehoff! —exclamó, aturdida—. Pero ¿cómo...? ¿Dónde...?
—¿Soy Tasslehoff? —El kender parecía anhelante—. ¿Estás segura?
—¿Y qué te hace pensar que no lo eres? —preguntó Laurana.
—Siempre creí que sí —contestó solemnemente Tas—. Pero como nadie más parecía creerlo, pensé que quizá me había equivocado. Sin embargo, si tú dices que soy Tasslehoff, supongo que el asunto queda resuelto. Tú no cometerías una equivocación. ¿Te importa si te abrazo?
Tas rodeó a Laurana por la cintura. La elfa miró con desconcierto a Palin y a Gerard por encima de la cabeza del kender, pidiendo en silencio una explicación.
—¿Habláis en serio? —demandó Gerard—. Con todos mis respetos, milady —añadió, rojo como la grana al caer en la cuenta de que casi había llamado mentirosa a la reina madre—, pero Tasslehoff Burrfoot murió en la Guerra de Caos, de modo que ¿cómo sería posible tal cosa? A menos que...
—A menos que ¿qué? —instó, cortante, Palin.
—A menos que toda su absurda historia sea cierta. —El caballero guardó silencio para plantearse aquella inesperada conclusión.
—Pero, Tas, ¿dónde has estado todos estos años? —preguntó Laurana mientras le quitaba uno de sus anillos cuando la joya empezaba a desaparecer bajo la pechera de la camisa del kender—. Como bien dice sir Gerard, te creíamos muerto.
—Lo sé. Vi la tumba. Muy bonita. —Tas asintió con la cabeza—. Allí fue donde conocí a sir Gerard. ¿Crees que podrían hacer algo para que se mantuvieran más limpios los alrededores? Ya sabes, por los perros y todo lo demás. Y la propia tumba presenta desperfectos. Le cayó un rayo cuando me encontraba dentro. Sonó un tremendo estampido y parte del mármol se desplomó. Además, dentro estaba terriblemente oscuro. Unas cuantas ventanas le darían un aspecto más alegre y luminoso...
—Deberíamos ir a hablar a otro sitio, Palin —intervino Gerard en tono urgente—. Un lugar más reservado.
—De acuerdo. Laurana, el caballero era portador de otra triste noticia. Mi padre ha muerto.
—¡Oh! —La elfa se llevó la mano a la boca y las lágrimas llenaron sus ojos—. Oh, lo siento, Palin. Mi corazón lamenta su pérdida, si bien la pena no parece apropiada. Ahora es feliz —añadió con melancólica envidia—. Tika y él están juntos. Venid dentro —añadió mientras recorría con la mirada el jardín; Tasslehoff vadeaba el estanque ornamentado, apartando nenúfares y asustando a los peces—. No deberíamos hablar de este asunto aquí fuera. —Suspiró—. Me temo que incluso mi jardín ha dejado de ser un lugar seguro.
—¿Qué ha ocurrido, Laurana? —se interesó el mago—. ¿Qué quieres decir con que el jardín ya no es seguro?
La elfa suspiró y una arruga se marcó en la tersa piel de su frente.
—Hablé con el gobernador militar Medan en el baile de disfraces de anoche. Sospecha que tengo trato con los rebeldes. Me instó a que hiciese uso de mi influencia para que interrumpieran sus acciones terroristas. Beryl está paranoica últimamente, al parecer, y amenaza con enviar sus ejércitos contra nosotros. Aún no estamos preparados para algo así.
—No hagas caso a Medan, Laurana. Sólo le preocupa salvar su valioso pellejo —manifestó el mago.
—Creo que su intención era buena, Palin —objetó Laurana—. Medan no siente el menor aprecio por la Verde.
—Él sólo siente aprecio por sí mismo. No te dejes engañar por su fingida preocupación. Medan evita los problemas para Medan, nada más. Se encuentra en un dilema. Si los ataques y sabotajes continúan, sus superiores lo revelarán del cargo y, por lo que he oído contar de su nuevo Señor de la Noche, Targonne, seguramente no sólo lo despojarían del mando, sino que lo dejarían sin cabeza. Y ahora, si me disculpas, iré a quitarme esta pesada capa. Me reuniré contigo en el atrio.
Palin se marchó; los pliegues de la negra capa de viaje ondearon tras él. Caminaba muy derecho, con pasos rápidos y firmes. Laurana lo siguió con la mirada, preocupada.
—Señora —dijo Gerard, que por fin pareció capaz de mover su paralizada lengua—. Estoy de acuerdo con Palin. No debéis confiar en el tal gobernador Medan. Es un caballero negro y, aunque los de su clase hablen de honor y sacrificio, sus palabras son vanas, tan hueras como sus almas.
—Sé que tenéis razón —admitió Laurana—. Aun así, he visto la semilla del Bien caer en la más oscura ciénaga y crecer fuerte y hermosa a pesar de la nociva miasma. Como también he visto la misma semilla, cultivada con suaves lluvias y sol brillante, crecer retorcida y fea y dar un fruto amargo.
Seguía con los ojos prendidos en Palin. Suspiró, sacudió la cabeza y se volvió.
—Vamos, Tas. Me gustaría enseñaros a Gerard y a ti las restantes maravillas que tengo en mi casa.
Empapado y alegre, Tasslehoff salió del estanque.
—Adelántate, Gerard. Quiero hablar con Laurana a solas un momento. Es un secreto —añadió.
La elfa le sonrió.
—De acuerdo, Tas. Cuéntame ese secreto. Kalindas —dijo al elfo que había permanecido en silencio todo el tiempo—, escolta a sir Gerard hasta la casa y condúcelo a una de las habitaciones de invitados.
Kalindas hizo lo que le ordenaban. Mientras acompañaba al caballero a la casa, el tono de sus palabras fue cortés, aunque no apartó la mano de la empuñadura de la espada.
Al quedarse solos, Laurana se volvió hacia el kender.
—Dime, Tas. ¿De qué se trata?
El hombrecillo parecía muy nervioso.
—Esto es muy importante, Laurana. ¿Estás completamente segura de que soy Tasslehoff?
—Pues claro que sí, Tas —contestó la elfa, que sonrió en actitud indulgente—. Ignoró cómo y por qué, pero no me cabe duda de que eres Tasslehoff.
—De acuerdo, pero yo no me
siento
como Tasslehoff —insistió el kender con total sinceridad.
—No pareces el mismo, Tas, eso es verdad —convino Laurana—. No te muestras tan alegre como te recordaba. Tal vez estás triste por la muerte de Caramon. Tuvo una vida plena, Tas, llena de amor, de gozo y alegría. También tuvo penas y problemas, pero los días oscuros son los que hacen que los días luminosos sean más brillantes. Eras su amigo y te quería. Aleja la tristeza. A él no le gustaría que te sintieras desdichado.
—No es eso lo que me hace sentir así —protestó Tas—. Es decir, me dio pena la muerte de Caramon porque fue muy repentina, aunque yo esperaba que ocurriera. Y todavía se me hace un nudo justo aquí, en la garganta, cuando pienso que se ha ido, pero lo del nudo lo aguanto bien. Es esa otra emoción la que no consigo dominar, porque jamás había sentido nada igual.