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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

Los Caballeros de Neraka (39 page)

BOOK: Los Caballeros de Neraka
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Medan la miró con escepticismo. Percibía un tono de sinceridad en su voz, pero no estaba diciendo toda la verdad. Laurana había sido una hábil diplomática en los días posteriores a la guerra. Estaba acostumbrada a decir a la gente lo que ésta quería oír y, al mismo tiempo, convencerla sutilmente para que creyera lo que ella deseaba que creyera. Con todo, habría sido muy descortés por su parte manifestar abiertamente sus dudas sobre lo que decía. Y, si hablaba en serio, entonces la compadecía. El hijo al que adoraba era un encogido sin carácter que tardaba horas en decidir si pedía fresas o arándanos para la comida. No parecía probable que Gilthas diese alguna vez el importante paso de decidir casarse. A menos, claro, que otra persona escogiese la novia por él.

Laurana giró la cabeza, pero no antes de que Medan viera el brillo de las lágrimas en sus ojos almendrados. En consecuencia, retomó la conversación sobre las orquídeas. Intentaba cultivar en su jardín una nueva variedad, con escaso éxito. Se extendió sobre ese tema para dar a Laurana la oportunidad de recobrar la compostura. Tras un rápido toque de los dedos en sus ojos, la elfa recuperó el control de sí misma. Le recomendó a su propio jardinero, un maestro con las orquídeas.

Medan aceptó su oferta, sumamente complacido. Los dos permanecieron una hora más en el invernáculo, hablando de raíces fuertes y flores delicadas del color y la textura de la cera.

* * *

—¿Dónde está mi honorable madre, Palthainon? —preguntó Gilthas, Orador de los Soles—. No la he visto en la última media hora.

El rey iba disfrazado como un soldado elfo de las frondas, las ropas en tonos pardos y verdes, unos colores que lo favorecían. Gilthas ofrecía un aspecto magnífico, aunque pocos soldados de los bosques realizarían su cometido vestidos con polainas y túnicas de la mejor seda y chaleco de cuero repujado en oro, con botas a juego. Sostenía una copa de vino en la mano, pero sólo se mojaba los labios por cortesía. Todo el mundo sabía que el vino le producía dolor de cabeza.

—Creo que vuestra madre está paseando por el jardín, majestad —contestó el prefecto, a quien no se le pasaba por alto ninguna de las idas y venidas de los miembros de la Casa Real—. Dijo que necesitaba un poco de aire fresco. ¿Queréis que mande a buscarla? Vuestra majestad no tiene buen aspecto.

—No me encuentro bien —dijo Gilthas—. Gracias por vuestra amable oferta, Palthainon, pero no la molestéis. —Sus ojos se oscurecieron y contempló a los danzantes con tristeza y envidia—. ¿Creéis que alguien se tomará a mal si me retiro a mis aposentos, prefecto? —inquirió en voz baja.

—Quizás un baile animaría a vuestra majestad —sugirió Palthainon—. Ved cómo os sonríe la preciosa Amiara. —El prefecto se inclinó para susurrar al oído del monarca—. Su padre es uno de los elfos más acaudalados de todo Qualinesti. Orfebre, ya sabéis. Y la joven es absolutamente encantadora...

—Sí, lo es —convino con desinterés Gilthas—. Pero no estoy en condiciones de bailar. Me siento mareado, con náuseas. Realmente creo que debo retirarme.

—Si vuestra majestad no se encuentra bien, por supuesto —comentó de mala gana Palthainon. Medan tenía razón. Si se le había privado de carácter, no se podía reprochar al joven rey su languidez—. Vuestra majestad debería permanecer en cama mañana. Yo me encargaré de los asuntos de estado.

—Gracias, Palthainon —susurró Gilthas—. Si no me necesitáis, pasaré el día trabajando en el duodécimo canto de mi nuevo poema.

Se puso de pie; la música cesó de repente y los danzantes se interrumpieron en mitad de un giro. Los hombres hicieron una inclinación de cabeza y las mujeres una reverencia. Las doncellas lo miraron con expectación. Gilthas pareció azorarse al advertirlo. Agachó la cabeza, bajó del estrado y se encaminó a paso rápido hacia la puerta que conducía a sus aposentos privados. Su sirviente personal lo acompañó, yendo delante con un candelabro encendido para alumbrar el camino a su majestad. Las doncellas elfas se encogieron de hombros y miraron en derredor recatadamente, buscando nuevas parejas de baile. La música se reanudó y el baile prosiguió.

El prefecto, mascullando imprecaciones, fue hacia la mesa equipada con refrescos y dulces.

Gilthas miró hacia atrás fugazmente antes de abandonar el salón y sonrió para sus adentros. Luego siguió el suave brillo del candelabro a través de los oscuros pasillos de su palacio. Allí no había cortesanos halagando y adulando; no se permitía la entrada a nadie que no tuviera el permiso de Palthainon, que vivía en un constante temor de que algún día cualquier otro pudiese arrebatarle los hilos de la marioneta. Había kalanestis montando guardia en todas las entradas.

Libre de la música y las luces, del gorjeo de risitas vanas, cuchicheos y murmuraciones, Gilthas exhaló un suspiro de alivio mientras avanzaba por los bien vigilados corredores. El palacio del Orador de los Soles, de reciente construcción, era una residencia espaciosa formada por árboles vivos que habían sido alterados por la magia y transformados con amoroso cuidado en techos y paredes. Los tapices estaban hechos de flores y plantas, inducidas para que formaran bellas obras de arte que cambiaban a diario, dependiendo de lo que florecía en cada momento. Los suelos de algunas estancias, como el salón de baile y la cámara de audiencias, eran de mármol. La mayoría de las habitaciones y pasillos de la zona privada, que se amoldaban al contorno de los troncos, estaban alfombradas con plantas fragantes.

El palacio se consideraba una maravilla entre el pueblo qualinesti. Gilthas había insistido en que todos los árboles utilizados se conservaran con las formas y en el lugar donde habían crecido y no permitió que los moldeadores de árboles los indujeran a doblarse en posturas forzadas para acomodar escaleras ni que desviaran las ramas a fin de proporcionar más luz. Su propósito con tales disposiciones era mostrar su respeto a los árboles, a los que al parecer les complacía su gesto, ya que medraban y crecían con fuerza. No obstante, el resultado era un laberinto irregular de corredores frondosos, en los que los nuevos en palacio se perdían a menudo durante horas enteras.

El rey caminaba en silencio, con la cabeza gacha y las manos enlazadas en la espalda. Era una actitud en la que se lo veía con frecuencia mientras deambulaba sin descanso por las estancias de palacio. Todos sabían que en esos momentos el joven monarca cavilaba algún verso o intentaba discurrir la rima de una estrofa, y los sirvientes se guardaban mucho de molestarlo. Los que se cruzaban con él hacían una profunda reverencia sin pronunciar palabra.

Esta noche reinaba la quietud en el palacio; la música del baile se oía, pero lejana y apagada por el suave murmullo del denso follaje que formaba el techo del corredor por el que caminaban. El rey alzó la cabeza y miró alrededor. Al no ver a nadie, se acercó un paso más a su sirviente.

—Planchet —dijo en voz baja y utilizando el idioma humano, conocido sólo por muy pocos elfos—, ¿dónde está el gobernador Medan? Me pareció verlo salir al jardín.

—Lo hizo, majestad —contestó el sirviente en la misma lengua y en tono quedo, sin volverse a mirar al monarca por si había alguien observándolos. Los espías de Palthainon estaban por todas partes.

—Qué inoportuno —manifestó Gilthas, ceñudo—. ¿Y si aún sigue por ahí fuera?

—Vuestra madre lo advirtió y fue en pos de él de inmediato, majestad. Lo mantendrá ocupado.

—Tienes razón. —Gilthas esbozó una sonrisa que únicamente las contadas personas que gozaban de su confianza conocían—. Medan no nos molestará esta noche. ¿Está todo listo?

—Hemos preparado suficiente comida para una jornada de viaje, majestad. La mochila está escondida en la gruta.

—¿Y Kerian? ¿Sabe dónde ha de reunirse conmigo?

—Sí, majestad. Dejé el mensaje en el sitio habitual. No estaba allí a la mañana siguiente, cuando fui a comprobarlo. En su lugar había una rosa roja.

—Lo has hecho muy bien, como siempre, Planchet. No sé cómo me las arreglaría sin ti. Por cierto, quiero esa rosa.

—La guardé en la mochila de vuestra majestad —indicó el sirviente.

Dejaron de hablar. Habían llegado a los aposentos del Orador. Los guardias kalanestis del rey —en apariencia su guardia personal, pero en realidad carceleros— saludaron al acercarse el joven monarca. Gilthas no les hizo caso alguno. Estaban a sueldo de Palthainon e informaban de todos sus movimientos al prefecto. En el dormitorio esperaban sirvientes para ayudar al rey a desvestirse y a prepararse para irse a la cama.

—Su majestad no se siente bien —anunció Planchet a los criados mientras dejaba el candelabro sobre una mesa—. Yo me ocuparé de atenderlo. Podéis marcharos.

Gilthas, pálido y lánguido, se enjugó los labios con el pañuelo de puntillas y se tumbó de inmediato en el lecho, sin molestarse siquiera en quitarse las botas. Planchet se encargaría de ello. Los sirvientes, acostumbrados a la mala salud del rey y a su deseo de soledad, no esperaban otra cosa tras los rigores de una fiesta, de modo que hicieron reverencias y se marcharon.

—Que nadie moleste a su majestad —ordenó Planchet, que acto seguido cerró la puerta con llave. Los guardias tenían una, pero rara vez la utilizaban en la actualidad. Tiempo atrás sí lo hacían para controlar al monarca a intervalos regulares; siempre lo encontraban donde se suponía que debía estar, enfermo en la cama o absorto en sus poemas, y finalmente dejaron de vigilarlo.

Planchet escuchó junto a la puerta unos instantes hasta oír que los guardias kalanestis se relajaban y volvían a sus juegos de azar, con los que mataban el aburrimiento de las largas y tediosas horas. Satisfecho, cruzó el dormitorio, abrió las puertas que daban al balcón y se asomó a la noche.

—Todo en orden, majestad.

Gilthas se incorporó de un salto de la cama y se encaminó hacia los ventanales.

—¿Sabes lo que tienes que hacer?

—Sí, majestad. Están preparadas las almohadas que ocuparán el sitio de vuestra majestad en la cama. Yo he de encargarme de fingir que os encontráis en el dormitorio, y no permitiré que nadie os visite.

—Muy bien. No has de preocuparte por Palthainon. No aparecerá por aquí en todo el día. Estará muy ocupado firmando con mi nombre y poniendo mi sello en documentos importantes.

Gilthas se detuvo junto a la balaustrada, a la que Planchet ató firmemente una cuerda.

—Que tengáis un provechoso viaje, majestad. ¿Cuándo regresáis?

—Si todo va bien, Planchet, estaré de vuelta mañana a medianoche.

—Todo irá bien —afirmó el elfo. Era varios años mayor que Gilthas y había sido escogido personal y cuidadosamente por Laurana para que entrara al servicio de su hijo. El prefecto había aprobado la elección; si se hubiese molestado en investigar a Planchet y su vida precedente, que incluía muchos años de leales servicios al elfo oscuro Porthios, el prefecto no habría dado su consentimiento—. La suerte sonríe a vuestra majestad.

Gilthas, que escudriñaba el jardín en busca de alguna señal de movimiento, le dirigió una breve ojeada.

—Hubo un tiempo en que te habría discutido esa afirmación, Planchet. Solía considerarme el ser más infortunado de este mundo, pillado en la trampa de mi propia vanidad y presunción, presa de mi propio miedo. Sí, hubo un tiempo en que veía la muerte como mi única salida. —Siguiendo un impulso asió la mano de su sirviente.

»
Tú me obligaste a apartar la mirada del espejo, Planchet. Me empujaste a que dejara de contemplarme a mí mismo y volviese los ojos hacia el mundo. Cuando lo hice, vi a mi pueblo sufriendo, aplastado bajo el tacón de negras botas, viviendo bajo la sombra de negras alas, enfrentándose a un futuro sin esperanza y a una destrucción segura.

—Ya no vive sin esperanza —musitó Planchet mientras retiraba suavemente su mano, azorado por la consideración del rey—. El plan de vuestra majestad tendrá éxito.

—Esperemos que sí, Planchet. —Gilthas suspiró—. Esperemos que la suerte no sólo me sonría a mí. Esperemos que sonría a mi pueblo.

Descendió por la cuerda con destreza, palmo a palmo, y saltó al jardín sin hacer ruido. Planchet lo siguió con la mirada desde el balcón hasta que desapareció en la noche. Después cerró el ventanal y regresó junto a la cama, sobre la que arregló las almohadas y la colcha de manera que, si alguien se asomaba, viera lo que parecía un cuerpo tendido en ella.

—Y ahora, majestad —dijo en voz alta mientras cogía una pequeña arpa y tañía ligeramente las cuerdas—, tomaos vuestra pócima para dormir. Yo tocaré una música suave para arrullaros hasta que llegue el sueño.

15

El único y sin par Tasslehoff

A despecho del dolor y del gran malestar, sir Gerard se sentía satisfecho de cómo iban las cosas hasta el momento. Tenía una espantosa jaqueca a causa de la patada propinada por el elfo. Iba atado a su caballo, colgado boca abajo, sobre la silla; la sangre le martilleaba en las sienes, el peto le oprimía el pecho y le dificultaba la respiración, las ataduras de cuero se le clavaban en la carne y no sentía los pies. No había visto a sus aprehensores, primero debido a la oscuridad y ahora por llevar los ojos vendados. Habían estado a punto de matarlo; sólo gracias al kender conservaba la vida.

Sí, las cosas marchaban como las había planeado.

Viajaron una distancia considerable y a Gerard el trayecto se le hizo eterno, hasta el punto de que al cabo de un tiempo empezó a pensar que llevaban cabalgado décadas, lo suficiente como para circunvalar Krynn seis veces. No tenía ni idea de cómo le iba al kender, pero a juzgar por los agudos gruñidos de indignación que sonaban de vez en cuando cerca de él, Gerard supuso que Tasslehoff estaba relativamente indemne. El caballero debió de quedarse dormido o tal vez se desmayó, pues se despertó de repente cuando el caballo se detuvo.

El humano, a quien Gerard identificaba como el cabecilla del grupo, estaba hablando. Lo hacía en elfo, un lenguaje que el caballero no comprendía, pero parecía que habían llegado a su destino, ya que los elfos empezaron a cortar las ataduras que lo sujetaban a la silla. Uno de ellos lo agarró por el espaldar, lo bajó del caballo de un tirón y lo dejó caer al suelo.

—¡Levántate, cerdo! —espetó duramente, en Común—. No pienso llevarte en brazos. —El elfo le quitó la venda de los ojos—. Ve hacia esa cueva de allí. Muévete.

Habían viajado durante toda la noche. El alba pintaba de rosa el cielo. Gerard no vio ninguna cueva, sólo el denso e impenetrable bosque, hasta que uno de los elfos levantó lo que parecía un grupo de plantones y entonces quedó a la vista una oscura gruta en la cara de una roca. El elfo dejó a un lado la cortina de arbolillos.

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