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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

Los Caballeros de Neraka (63 page)

BOOK: Los Caballeros de Neraka
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—Estoy desvelada. Me quedaré sentada un rato. No mucho, no te preocupes por mí.

El minotauro se acostó a sus pies, con la cabeza recostada en un montón de hojas secas que crujían cada vez que se movía. Durante toda la infernal carrera, lo único en lo que había sido capaz pensar era en la bendita noche, cuando podría tumbarse, descansar, dormir. Estiró los miembros, cerró los ojos y vio el sendero bajo sus pies. El camino se extendía y se extendía, interminable. Él corría sin parar, pero nunca llegaba al final. El camino se onduló, se retorció y se enroscó en torno a sus piernas como una serpiente. Lo hizo caer de cabeza a un río de sangre.

Galdar se despertó con un grito ahogado, sobresaltado.

—¿Qué pasa? —Seguía sentada sobre la rama. No se había movido.

—¡Esa maldita carrera! —imprecó el minotauro—. ¡Veo la calzada en mis sueños! No puedo dormir. Es inútil.

No era el único. A su alrededor, de todas partes, llegaban sonidos de respiraciones pesadas, jadeantes, del inquieto rebullir de cuerpos, de gemidos y toses, de susurros de miedo, de desaliento, de impotencia. Mina escuchó, sacudió la cabeza y suspiró.

—Túmbate, Galdar —dijo—. Acuéstate y yo te cantaré una nana. Así te dormirás.

—Mina... —Abochornado, el minotauro carraspeó—. No es necesario. No soy un niño.

—Lo eres, Galdar —respondió suavemente ella—. Todos lo somos. Hijos del Único. Acuéstate y cierra los ojos.

Galdar hizo lo que le mandaba. Se tumbó y cerró los ojos; la calzaba se extendía a sus pies y él corría como si la vida le fuera en ello.

Mina empezó a cantar. Su voz era grave, sin educar, ronca y, sin embargo, poseía una dulzura y una claridad que llegaban al alma.

Llega inevitable el fin de la jornada.

La flor en sus pétalos se encierra.

Es la hora en que la luz mengua.

La hora en la que el día cae inerte.

Envuelve la noche en su negro manto

las estrellas, los astros recién hallados,

tan distantes de este mundo limitado

de tristeza, temor y muerte.

Duérmete, amor, que todo duerme.

Cae en brazos de la oscuridad silente.

Velará tu alma la noche vigilante.

Duérmete, amor, que todo duerme.

La creciente negrura nuestras almas toma,

y entre sus fríos pliegues nos arropa

con la más profunda nada de la Señora

en cuyas manos nuestro destino pende.

Soñad, guerreros, con la celeste negrura.

Sentid de la noche consorte la dulzura,

la redención que en su amor procura

a los que en su seno abrigados tiene.

Duérmete, amor, que todo duerme.

Cae en brazos de la oscuridad silente.

Velará tu alma la noche vigilante.

Duérmete, amor, que todo duerme.

Galdar sintió que el letargo se apoderaba de él, una languidez semejante a la que experimentan quienes mueren desangrados. Sus miembros se tornaron pesados, igual que su cuerpo, tanto que empezó a hundirse en el suelo, en la tierra esponjosa y la ceniza de las plantas muertas, y las hojas secas empezaron a caer sobre él, cubriéndolo como una capa de tierra arrojada en su tumba.

Estaba en paz. No sabía qué era el miedo. Perdió la conciencia de cuanto lo rodeaba.

Los enanos lo llamaban
Gamashinoch.
El
Canto de los Muertos.

* * *

Los jinetes de los dragones de Targonne se levantaron antes del amanecer y volaron bajo sobre los bosques del territorio ogro de Blode. Habían observado los acontecimientos de la víspera desde el aire. Habían visto correr al pequeño ejército perseguido por la partida de ogros. Los soldados habían huido llevados por el pánico, a entender de los jinetes, abandonando las carretas de provisiones. Uno de los jinetes comentó con gesto sombrío que a Targonne no le complacería saber que un equipo de varios cientos de monedas de acero había pasado a manos de los ogros.

La patulea había corrido ciegamente, aunque consiguió mantener la formación. Sin embargo, su enloquecida huida no los había llevado a ninguna parte, ya que habían ido a parar de cabeza al escudo mágico que rodeaba Silvanesti. El ejército se había detenido allí al caer el día. Los soldados estaban agotados y no podían continuar aun en el caso de que hubiesen tenido a dónde ir, cosa que no era así.

Saquear las carretas había tenido ocupada a la partida de ogros durante un par de horas, pero cuando ya no quedaba nada que comer y se hubieron apoderado de todo cuanto podían robar, los ogros se encaminaron hacia el sur siguiendo el rastro de los humanos, en pos del detestado efluvio que los enfurecía y los empujaba a la lucha desenfrenada.

Los jinetes de los dragones habrían podido ocuparse de los ogros. Los Azules habrían acabado en un abrir y cerrar de ojos con la partida de merodeadores. Pero sus órdenes eran otras. Tenían que vigilar a la rebelde oficial y su ejército de fanáticos. No debían intervenir. A Targonne no se lo podría responsabilizar si los ogros destruían la fuerza destacada para la invasión de Silvanesti. Targonne le había repetido a Malys hasta la saciedad que debía expulsarse a los ogros de Blode, exterminarlos como a los kenders. Quizá la próxima vez le hiciera caso.

—Ahí siguen —dijo uno de los jinetes mientras su dragón giraba lentamente en círculo—. En Tierra Muerta, donde los dejamos anoche. No se han movido. Tal vez estén muertos también. Es lo que parece.

—Y si no es así, pronto lo estarán —comentó su comandante.

Los ogros formaban una oscura masa que se movía como fango a lo largo de la calzada que se internaba en lo que el jinete había llamado Tierra Muerta, la zona gris que señalaba el borde del escudo, la frontera de Silvanesti.

Los jinetes observaron interesados, esperando con ansiedad la batalla que pondría fin a su aburrida misión y les permitiría regresar a sus barracones en Khur.

Los caballeros se dispusieron a presenciar cómodamente los acontecimientos.

—¿Veis eso? —dijo uno de repente mientras se echaba hacia adelante en la silla.

—Volad más bajo —ordenó el comandante.

Los dragones descendieron en un suave picado, aprovechando la brisa del amanecer. Los jinetes miraban asombrados el espectáculo que se desarrollaba allá abajo.

—Me parece, caballeros, que deberíamos volar de regreso a Jelek e informar de esto a Targonne nosotros mismos —dijo el comandante tras un instante de estupefacción—. De otro modo, podrían no creernos.

El toque de cuerno despertó a Galdar y lo hizo ponerse de pie mientras buscaba a tientas la espada antes de estar consciente del todo.

—¡Los ogros atacan! ¡Agrupaos, soldados! ¡Formad filas! —gritaba el capitán Samuval con voz enronquecida mientras propinaba patadas a los hombres de su compañía para despertarlos.

—¡Mina! —Galdar buscó a la muchacha, resuelto a protegerla o, si eso no era posible, decidido a matarla para que no cayera viva en manos de los ogros—. ¡Mina!

La halló en el mismo sitio en que la había dejado, sentada en la rama de roble muerta. Su arma, el «lucero del alba», reposaba sobre su regazo.

—¡Aprisa, Mina! —El minotauro se acercó pisoteando ceniza y hojas secas—. Todavía puede haber una oportunidad para que escapes...

Ella lo miró y rió con ganas.

Galdar estaba estupefacto. Nunca la había oído reír. Era un sonido dulce y alegre, la risa de una joven que corre al encuentro de su amado. Mina se encaramó al tocón de un árbol muerto.

—¡Guardad vuestras armas, soldados! —gritó—. Los ogros no pueden tocarnos.

—Se ha vuelto loca —manifestó Samuval.

—No —lo contradijo Galdar—. Mira.

Los ogros habían formado una línea de batalla a menos de tres metros de distancia y se agitaban como posesos. Bramaban, aullaban, rechinaban los dientes, babeaban y maldecían. Se encontraban tan cerca que su horrible pestilencia llegaba a sus narices. Saltaban, daban patadas y puñetazos y blandían sus armas con letal ferocidad.

Con rabiosa frustración. Tenían al enemigo a la vista pero habría dado igual si se hubiese encontrado entre las estrellas, en algún lugar lejano del universo. Los árboles que separaban a Galdar de los ogros ondeaban con la tenue luz del alba, ondulaban y se mecían como la risa de Mina en el aire del gris amanecer. Los ogros arremetían con la cabeza contra el escudo, una barrera invisible, mágica. Una barrera que no podían traspasar.

Galdar los miró fijamente para asegurarse de que no podían llegar hasta sus compañeros y él. Le parecía imposible que no fueran capaces de cruzar a través de esa barrera extraña e invisible, pero finalmente no tuvo más remedio que admitir lo que su mente consideraba inverosímil. Muchos ogros se retiraron del escudo, alarmados y asustados por la magia. Unos pocos parecieron cansarse de asestar cabezazos contra el aire. Uno tras otro, todos volvieron sus velludas espaldas al ejército humano que tenían a la vista pero al que no podían alcanzar. Sus gritos empezaron a remitir. Con gestos groseros y amenazadores, se alejaron desordenadamente y desaparecieron en el bosque.

—¡Estamos dentro del escudo, soldados! —anunció en tono triunfante Mina—. ¡Os halláis a salvo tras la frontera de Silvanesti! ¡Sed testigos del poder del único y omnipotente dios!

Los hombres miraban sin salir de su asombro, incapaces al principio de asimilar el milagro que les había sucedido. Parpadearon, boquiabiertos, y a Galdar le recordaron prisioneros que hubiesen pasado casi toda la vida encerrados en celdas oscuras y que de repente se los liberara para que caminaran bajo la radiante luz del sol. Unos pocos lanzaron vítores, pero en voz queda, como si les diese miedo romper el hechizo. Algunos se frotaban los ojos, otros dudaban de estar en su sano juicio, pero ante sí tenían el hecho innegable de la retirada de los ogros que les confirmaba que no se habían vuelto locos, que no veían cosas raras. Uno tras otro, los hombres cayeron de hinojos ante Mina y hundieron los rostros en la gris ceniza. Esta vez no entonaron su nombre en tono triunfal. Era un momento demasiado sagrado para eso. Le rindieron homenaje en silencio, con reverente sobrecogimiento.

—¡En pie, soldados! —gritó Mina—. Empuñad las armas. Hoy marchamos sobre Silvanost. ¡Y no existe fuerza en el mundo capaz de detenernos!

25

Del día a la noche

Rostros.

Rostros flotando sobre él. Meciéndose y retirándose sobre una rizada superficie de dolor. Cuando Gerard emergía a esa superficie los rostros —extraños, inexpresivos, muertos, ahogados en el negro mar por el que flotaba— estaban muy próximos a él. El dolor era más intenso cerca de la superficie, y no le gustaba que aquellos rostros sin rostro se encontraran tan próximos al suyo, así que se hundía de nuevo en la oscuridad, donde estaba una parte de sí mismo que le susurraba que debía dejar de luchar, entregarse al mar y convertirse en uno más de los sin rostro.

Gerard lo habría hecho de no haber sido por una mano firme que asía la suya y le impedía hundirse cuando el dolor resultaba muy intenso. Lo habría hecho de no haber sido por una voz que era tranquila e imperiosa a la vez y le ordenaba permanecer a flote. Acostumbrado a acatar órdenes, Gerard obedeció a la voz y no se hundió, sino que siguió debatiéndose en las negras aguas, aferrándose a la mano que lo agarraba firmemente. Por fin, llegó hasta la orilla, salió del mar de dolor y, derrumbándose en la playa de la conciencia, durmió profunda y plácidamente.

Despertó hambriento y agradablemente amodorrado para preguntarse dónde se encontraba, cómo había ido a parar allí, qué le había ocurrido. Los rostros que se habían mecido alrededor durante su delirio se volvieron rostros reales, pero no eran mucho más reconfortantes que los de los ahogados de sus sueños. Eran rostros fríos, inexpresivos y desapasionados de hombres y mujeres vestidos con largas túnicas negras ribeteadas en plata.

—¿Cómo os sentís, señor? —preguntó una de las caras mientras se inclinaba sobre él y ponía una fría mano en su cuello para tomarle el pulso. El brazo de la mujer estaba cubierto por tela negra que caía sobre la cara de Gerard; éste comprendió entonces la imagen del agua oscura en la que había creído estar ahogándose.

—Mejor —contestó cautelosamente—. Tengo hambre.

—Buena señal. Vuestro pulso sigue siendo débil. Mandaré a un acólito para que os traiga un caldo de carne. Habéis perdido mucha sangre y la sustancia de carne os ayudará a recuperarla.

Gerard miró en derredor. Se hallaba tumbado en una de las camas que se alineaban en una amplia crujía, si bien casi todas las demás estaban vacías. Otras figuras vestidas de negro iban y venían por la estancia, moviéndose en silencio. Un olor intenso a hierbas impregnaba el aire.

—¿Dónde estoy? —preguntó, desconcertado—. ¿Qué ha pasado?

—Os encontráis en un hospital de nuestra Orden, señor caballero —contestó la sanadora—. En Qualinesti. Los elfos os tendieron una emboscada, al parecer. No sé mucho más de lo ocurrido. —A juzgar por su fría expresión, tampoco le importaba—. El gobernador militar Medan os encontró y os trajo aquí anteayer. Os salvó la vida.

—¿Me atacaron elfos? —preguntó, confuso, Gerard.

—Es lo único que sé —respondió la sanadora—. No sois mi único paciente. Tendréis que preguntar al gobernador. No tardará en llegar. Ha venido todas las mañanas desde que os trajo y se ha sentado a vuestro lado.

El caballero recordó la mano firme, la voz fuerte e imperiosa. Se giró lentamente, aguantando el dolor. Tenía vendadas las heridas y sus músculos se encontraban débiles por haber pasado tantas horas tumbado. Vio su armadura —negra, limpia y pulida— colocada cuidadosamente en una percha que había cerca de la cama.

Gerard cerró los ojos y soltó un gemido que debió de hacer pensar a la sanadora que había sufrido una recaída. Recordaba todo, o al menos gran parte, de lo ocurrido: la lucha contra dos Caballeros de Neraka, la flecha, un tercer caballero, al que desafió a combatir...

Pero no recordaba haber sido atacado por elfos.

Un hombre joven se acercó con una bandeja en la que traía un cuenco de caldo, un trozo de pan y una taza de agua.

—¿Os ayudo, señor? —preguntó cortésmente el joven.

Gerard se imaginó siendo alimentado con la cuchara como un niño.

—No —dijo y, a pesar del intenso dolor, se esforzó por sentarse en la cama.

El joven puso la bandeja en el regazo del caballero y se sentó en una silla junto a la cama.

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