Parecía una señal. Un augurio.
—Sólo es cuestión de tiempo —se dijo a sí mismo—. Días, tal vez, no más. Esta noche he tomado mi decisión, he elegido el curso que seguiré; ahora sólo me queda esperar.
Echado a perder el placentero paseo nocturno, Medan regresó a la casa, forzado a caminar a tientas en la oscuridad ya que el sendero había dejado de verse.
Peón cuatro a caballero de rey
Ese día, Gerard se reuniría con el gobernador Medan y se vería coaccionado a servir al general de los Caballeros de Neraka. Ese día, Laurana descubriría que había albergado a un espía, quizás alguien de su propio servicio. Ese día, Tasslehoff se daría cuenta de que resultaba difícil estar a la altura de lo que se dice de uno después de morir. Ese día, el ejército de Mina penetraría en Silvanesti. Ese día, Silvanoshei jugaba con su primo a un juego de mesa.
Silvan era rey de Silvanesti; rey de su pueblo, igual que la pieza de alabastro adornada con gemas que representaba al rey en el tablero de
xadrez.
Un rey estúpido e inútil que sólo podía desplazarse un cuadro cada vez. Un rey al que tenían que proteger sus caballeros y sus ministros. Incluso los peones tenían una labor más importante que el rey.
—Mi reina toma tu torre —anunció Kiryn mientras movía una pieza ornamentada sobre el tablero verde y blanco de mármol—. Tu rey está perdido. Esto pone fin al juego, creo.
—¡Maldición! ¡Así es! —Silvan dio un empujón al tablero, irritado, y desperdigó las piezas—. Solía ser bueno en el
xadrez.
Mi madre me enseñó a jugar, e incluso podía ganar a Samar de vez en cuando. Eres bastante peor jugador que él. Sin ánimo de ofender, primo.
—Faltaba más —dijo Kiryn mientras se agachaba para recoger un peón que había huido del campo de batalla para refugiarse debajo de la cama—. Estás preocupado, eso es todo. No te concentras completamente en el juego.
—Oye, déjame recogerlas a mí —se ofreció Silvan, arrepentido—. Al fin y al cabo fui yo quien las tiró.
—Puedo ocuparme... —empezó Kiryn.
—¡No, al menos deja que haga algo de provecho! —Silvan se agachó debajo de la mesa para recoger un caballero, un hechicero y, tras buscar un momento, su asediado rey, que había buscado escapar a la derrota escondiéndose detrás de una cortina.
Tras recuperar las piezas, Silvan dispuso de nuevo el tablero.
—¿Quieres jugar otra partida? —preguntó su primo.
—¡No, estoy hasta la coronilla de este juego! —repuso, irritado.
Se alejó de la mesa de juego y se dirigió a la ventana; se asomó a ella unos segundos y luego, impaciente, desanduvo sus pasos.
—Dices que estoy preocupado, primo. No sé por qué. No hago
nada.
Se encaminó hacia una mesa auxiliar sobre la que había cuencos con fruta escarchada, frutos secos, queso y una licorera. Partió unas nueces como si tuviese algo contra ellas y luego rebuscó la carne entre las cáscaras.
—¿Te apetece?
Kiryn sacudió la cabeza. Silvan tiró las cáscaras sobre la mesa y se limpió las manos.
—¡Detesto los frutos secos! —dijo y volvió a cruzar la habitación hacia la ventana—. ¿Cuánto hace que soy rey? —preguntó.
—Unas semanas, primo.
—Y, durante ese tiempo, ¿qué he logrado?
—Todavía es muy pronto, primo...
—Nada —se contestó a sí mismo, con énfasis—. Ni una sola maldita cosa. No me dejan salir de palacio por miedo a que coja esa plaga consumidora. No me permiten hablar con mi pueblo por miedo a los asesinos. Estampo mi firma en órdenes y edictos, pero no se me deja leerlos nunca por miedo a que me fatigue. Tu tío hace todo el trabajo.
—Y continuará haciéndolo mientras se lo consientas —respondió significativamente Kiryn—. Él y Glauco.
—¡Glauco! —repitió Silvan. Se volvió y miró a su amigo con desconfianza—. ¡Siempre estás a vueltas con Glauco! Pues te diré una cosa: si no fuese por él, ignoraría lo poco que sé de lo que ocurre en mi propio reino. ¡Mira! ¡Fíjate en eso! —Silvan señaló por la ventana—. Ahí tienes un ejemplo de lo que digo. Algo ocurre. Algo está pasando, y ¿sabré qué es? Me enteraré, sí —continuó amargamente—. ¡Pero sólo si pregunto a mis sirvientes!
Un hombre vestido con el uniforme de los Kirath cruzaba a todo correr el anchuroso patio, con sus paseos y jardines, que rodeaban el palacio. Antaño, el frondoso parque había sido el lugar preferido por los ciudadanos de Silvanost para pasear, reunirse o almorzar en el verde césped que crecía bajo los sauces. Las parejas de enamorados montaban en las barcas con forma de cisne y bogaban por los resplandecientes arroyos que corrían a través de prados y arbolados. Los estudiantes acudían con sus maestros para sentarse en la hierba y enfrascarse en las charlas filosóficas que tanto gustaban a los elfos.
Eso era antes de que la letal enfermedad azotara Silvanost. Ahora mucha gente tenía miedo de salir de sus casas, de reunirse en grupo, por miedo a contagiarse. Los jardines se encontraban casi vacíos, con excepción de unos cuantos miembros del ejército que acababan de salir de su turno de servicio y regresaban a los cuarteles. Los soldados miraron sorprendidos al Kirath y se apartaron para dejarle paso. El explorador no se fijó en ellos y siguió corriendo; llegó a la ancha escalinata que conducía a palacio y desapareció de la vista.
—¡Ahí tienes! ¿Qué te decía, Kiryn? Algo importante está pasando. —Silvan se mordisqueó el labio inferior—. Pero ¿se presentará el mensajero ante mí? No. Irá directamente a tu tío. ¡El rey soy yo, no el general Konnal! —Silvan le dio la espalda a la ventana; su expresión era sombría—. Me estoy convirtiendo en lo que más detesto. ¡Soy otro primo Gilthas, una marioneta cuyas cuerdas manejan otros!
—Si eres una marioneta, Silvan, es porque quieres serlo —replicó osadamente Kiryn—. ¡La culpa es tuya, no de mi tío! No has mostrado interés en los asuntos cotidianos del reino. Podrías haber leído esos edictos, pero estabas demasiado ocupado aprendiendo los pasos de las danzas más actuales.
Silvan lo miró iracundo.
—¿Cómo osas hablarme así? Soy tu... —Se contuvo. Había estado a punto de decir «soy tu rey» pero, a la vista de la conversación, aquello habría sonado ridículo.
Además, tuvo que admitir, Kiryn sólo había dicho la verdad. Había disfrutado jugando a ser rey. Llevaba la corona sobre su cabeza, pero no se había echado sobre los hombros el manto de responsabilidad. Respiró hondo y soltó el aire muy despacio. Había actuado como un niño, así que lo habían tratado como tal. Pero eso se había acabado.
—Tienes razón, primo —manifestó en tono sosegado—. Si tu tío no me tiene respeto, es porque no hay motivos para que lo tenga. ¿Qué he hecho desde que llegué, aparte de esconderme en mi habitación, entretenido con juegos y comiendo dulces? El respeto hay que ganárselo. No puede imponerse. No he hecho nada para merecer su consideración, para demostrarles a él y a mi pueblo que soy rey. Pero eso se ha terminado. Hoy.
Silvan abrió de par en par las dobles puertas que conducían a sus aposentos, y lo hizo con tanta fuerza que las hojas golpearon contra las paredes. El sonido sobresaltó a los guardias, que dormitaban de pie en la tranquila tarde. Se pusieron firmes cuando Silvan cruzó el umbral y pasó ante ellos.
—¡Majestad! —llamó uno—. ¿Dónde vais? Majestad, no deberíais abandonar vuestros aposentos. El general Konnal ha ordenado... ¡Majestad! —El guardia se encontró con que le estaba hablando a la espalda del rey.
Silvan descendió la larga y ancha escalera de mármol a buen paso, con Kiryn pisándole los talones y los guardias siguiéndolos precipitadamente.
—¡Silvan! —protestó Kiryn cuando lo alcanzó—. Yo no quise decir que te pusieras al mando ahora mismo. Te queda mucho que aprender sobre Silvanesti y sus gentes. Nunca has vivido entre nosotros. Eres muy joven.
Silvan había entendido muy bien lo que su primo había querido decir. No le prestó atención y siguió caminando.
—A lo que me refería —continuó Kiryn mientras lo seguía—, era a que deberías interesarte más en los asuntos cotidianos del reino, hacer preguntas, visitar a la gente en sus hogares, ver cómo vive. Hay muchas personas sabias en nuestro pueblo que estarían encantadas de ayudarte a aprender. Rolan, de los Kirath, es uno de ellos. ¿Por qué no le pides consejo? Descubrirás que es mucho más sagaz que Glauco, ya que no tan complaciente.
Silvan apretó los labios y continuó caminando.
—Sé lo que hago —dijo.
—Sí, y también lo sabía tu abuelo, Lorac. Escúchame, Silvan —pidió anhelante Kiryn—. No cometas el mismo error. La caída de tu abuelo no la provocó el dragón Cyan Bloodbane. Fueron su orgullo y su miedo. El dragón era la encarnación de ese orgullo y ese miedo. El orgullo le susurraba al oído que era más sabio que los sabios, que podía saltarse reglas y leyes. El miedo lo instaba a actuar solo, a rechazar la ayuda de otros, a hacer oídos sordos a los consejos.
Silvanoshei se detuvo.
—Toda mi vida, primo, he oído esa versión de la historia y la he aceptado. Me enseñaron a sentirme avergonzado de mi abuelo. Pero en los últimos días he oído otra versión, una parte de la historia que nadie menciona porque es fácil echar la culpa de sus problemas a mi abuelo. Los silvanestis sobrevivieron a la Guerra de la Lanza. Y si hoy siguen vivos es gracias a mi abuelo. Si no se hubiese sacrificado a sí mismo como lo hizo, tú y yo no estaríamos aquí discutiendo el asunto. El bienestar de sus súbditos era responsabilidad de Lorac, y él aceptó esa responsabilidad. Los salvó, y ahora, en lugar de bendecir su nombre, ¡lo denigran!
—¿Quién te ha dicho eso, primo?
Silvan no vio razón para contestar, así que se dio media vuelta y siguió caminando. Glauco había conocido a su abuelo, había estado muy cerca del rey. ¿Quién mejor que él para saber la verdad de lo ocurrido?
Kiryn adivinó el nombre que Silvan no pronunció. Caminó detrás del rey a varios pasos de distancia y no volvió a pronunciar palabra.
Silvan y su extraña escolta, compuesta por su primo y los alborotados guardias, avanzaron rápidamente por los corredores de palacio. El joven monarca pasó ante magníficas pinturas y maravillosos tapices sin dedicarles una sola mirada. Sus botas resonaban con fuerza en el suelo, denotando su prisa y su resolución. Acostumbrados al silencio en esa ala del palacio, los sirvientes acudían presurosos para ver qué ocurría.
«Majestad», murmuraban mientras se inclinaban ante él, sorprendidos, e intercambiaban miradas significativas una vez había pasado de largo mientras cundían comentarios como: «El pájaro ha volado de la jaula» o «El conejo ha escapado de la madriguera» o «Vaya, vaya. No es de extrañar, considerando que es un Caladon».
El monarca dejó atrás la zona de palacio destinada a los aposentos reales y entró en las dependencias públicas, que estaban abarrotadas de gente: mensajeros yendo y viniendo, lores y damas de la Casa Real reunidos en grupos y charlando, gente moviéndose de un lado a otro con libros de teneduría debajo del brazo o con rollos de pergamino en las manos. Allí estaba el verdadero corazón del reino; allí se llevaban a cabo los asuntos de la nación. Allí, en el ala de palacio opuesta a la que ocupaban los aposentos reales donde residía Silvan.
Los cortesanos oyeron el alboroto, hicieron un alto en sus conversaciones y se volvieron para ver qué pasaba; y cuando vieron a su rey se quedaron atónitos. Tanto que algunos lores olvidaron inclinarse ante él, y sólo recordaron hacerlo tarde y porque sus escandalizadas esposas les dieron codazos en las costillas.
Silvan reparó de inmediato en las diferencias existentes entre las dos alas de palacio. Apretó los labios, hizo caso omiso de los cortesanos y apartó sin miramientos a aquellos que intentaron hablarle. Rodeó una esquina y se acercó a otro juego de puertas dobles. Había guardias en ellas, pero éstos estaban alertas, no adormilados. Se pusieron firmes al acercarse el rey.
—Majestad —dijo uno mientras se desplazaba de sitio como si quisiera cerrarle el paso—. Disculpad, majestad, pero el general Konnal ha dado orden de que no se lo interrumpa.
Silvan miró largamente al guardia y luego dijo:
—Dile al general que se lo interrumpirá. Que su rey está aquí para interrumpirlo.
El joven monarca disfrutó al advertir reflejada en el rostro del guardia la pugna que sostenía consigo mismo. El elfo tenía órdenes de Konnal, pero allí estaba su rey, revocándolas. Tenía que tomar una decisión. Miró el gesto firme y los ojos claros del joven monarca y vio en ellos el linaje que había gobernado Silvanesti durante generaciones. El guardia era un hombre mayor, y quizás había servido a las órdenes de Lorac. Quizá reconoció aquel pálido y frío fuego. Se inclinó con respeto y, abriendo las puertas. Anunció en tono firme:
—Su majestad, el rey.
Konnal alzó la vista, sorprendido. La expresión de Glauco también fue de sorpresa al principio, pero la sustituyó rápidamente por otra de secreto placer. Quizá también él había estado esperando el día en que el león rompiera sus cadenas. Hizo una reverencia mientras dirigía una mirada a Silvan que manifestaba claramente: «Disculpadme, majestad, pero estoy bajo el control del general».
—Majestad, ¿a qué debemos este honor? —preguntó Konnal, muy irritado por la interrupción. Saltaba a la vista que había recibido alguna noticia inquietante, ya que su semblante aparecía encendido y su entrecejo estaba fruncido. Tuvo que hacer un esfuerzo para mantener una fingida actitud de cortesía, pero aun así su voz sonaba fría. También Glauco estaba alterado por algo; su gesto era sombrío y parecía nervioso y preocupado.
Silvan no respondió a la pregunta del general, sino que se volvió hacia el elfo Kirath, que inmediatamente hizo una profunda inclinación.
—¿Eres portador de noticias? —inquirió imperativamente el rey.
—En efecto, majestad —contestó el Kirath.
—¿Nuevas importantes para el reino?
El Kirath miró de soslayo a Konnal, que por toda respuesta se encogió de hombros.
—De la máxima importancia, majestad —contestó el mensajero.
—¡Y no traes esas noticias a tu rey! —Silvan estaba pálido de ira.
—Majestad —intervino el general—, os habría puesto al corriente a su debido tiempo. Es un asunto extremadamente serio, y han de tomarse medidas de inmediato...
—De modo que pensasteis en hablarme del ello
después
de haber decidido el curso que seguirías —lo interrumpió Silvan, que volvió a mirar al Kirath—. ¿Cuáles son esas nuevas? ¡No lo mires a él! ¡Respóndeme! ¡Soy tu rey!