—¡Caray! —resopló, jadeante—. Ojalá fuera un Dragón Plateado. Así al menos tendría alas.
El sol comenzaba a esconderse por el horizonte del mar para cuando Tas —tras unas cuantas paradas más para descansar— llegó a lo alto de la escalera.
Ésta terminaba allí, de modo que el kender supuso que había llegado al piso en que vivía Goldmoon. Todo parecía tranquilo y silencioso, al menos al principio. Al final del corredor había una puerta decorada con gavillas de trigo, enredaderas, frutas y flores en relieve; mientras se acercaba a ella, Tas percibió el llanto quedo de una persona.
El bondadoso kender olvidó sus propios problemas y llamó suavemente en la hoja de madera.
—Goldmoon, soy yo, Tasslehoff. ¿Te ocurre algo? Tal vez puedo ayudarte.
El llanto cesó de manera repentina, reemplazado por el silencio.
—Goldmoon —empezó Tas—. Tengo que hablar cont...
Una mano lo asió por el hombro; Tas brincó sobresaltado y se golpeó la cabeza contra la puerta antes de girarla bruscamente hacia atrás.
Palin lo miraba con expresión severa.
—Imaginé que te encontraría aquí —dijo el mago.
—No pienso volver —manifestó el kender mientras se frotaba la cabeza—. Todavía no. Antes he de hablar con Goldmoon. —Dirigió una mirada suspicaz a Palin—. ¿Por qué estás aquí?
—Nos tenías preocupados.
—Ya, me imagino —rezongó Tas. Se apartó de Palin y volvió a llamar a la puerta—. ¡Goldmoon! ¡Déjame pasar! ¡Soy yo, Tasslehoff!
—Primera Maestra —agregó Palin—, estoy aquí con Tas. Ha ocurrido algo muy raro y nos gustaría recibir tu sabio consejo.
Tras unos instantes de silencio, una voz apagada por el llanto respondió:
—Tendrás que disculparme, Palin, pero no recibo a nadie actualmente.
—Goldmoon —insistió el mago al cabo de un momento—, traigo una noticia muy triste. Mi padre ha muerto.
Hubo otro corto silencio y después sonó la misma voz, ahora forzada y susurrante:
—¿Que Caramon ha muerto?
—Hace unas semanas. Tuvo un tránsito tranquilo.
—Llegué a tiempo de hablar en su funeral, Goldmoon —agregó Tas—. Lástima que te perdieras mi discurso, pero lo repetiré si tú...
Un grito terrible resonó al otro lado de la puerta.
—¡Ah, hombre afortunado! ¡Dichoso de ti!
—¡Goldmoon! —gritó Palin con gesto sombrío—. ¡Por favor, déjame entrar!
Tasslehoff, deprimido y solemne, acercó la nariz al picaporte.
—Goldmoon —llamó, hablando a través de la cerradura—, siento mucho saber que has estado enferma, y también sentí mucho lo de la muerte de Riverwind, pero, por lo que me han contado, murió como un héroe y salvó a mi pueblo del dragón cuando a buen seguro hay bastante gente que opina que nosotros, los kenders, no merecíamos la pena que se nos salvara. Quiero que sepas que estoy agradecido y que me siento orgulloso de haber tenido como amigo a Riverwind.
—No está bien que intentes conmigo esa fea jugarreta, Palin —argüyó desde dentro la voz, furiosa—. Has heredado el talento de imitador de tu tío. Todo el mundo sabe que Tasslehoff está muerto.
—No, no lo estoy —replicó el kender—. Y ése es el problema. Al menos lo es para
algunos. —
Dirigió a Palin una mirada severa—. Soy yo de verdad, Goldmoon —continuó—. Si te asomas por el ojo de la cerradura me verás.
Dicho esto saludó con la mano. Sonó el chasquido del cerrojo y, lentamente, la puerta se abrió. Goldmoon apareció en el vano. Su habitación se hallaba alumbrada por numerosas velas, cuyo brillo creaba un halo alrededor. Dio un paso hacia el corredor, oscuro salvo por el fulgor de la estrella roja, y la mujer quedó envuelta en las sombras, de manera que Tas no pudo verla.
—Primera Maestra. —Palin adelantó un paso, con la mano extendida.
Goldmoon se giró de modo que la luz del cuarto cayó sobre su rostro.
—Ahora lo entenderás —musitó.
La luz de las velas refulgía en una mata de pelo abundante, dorada y lustrosa, en un semblante terso y suave, en unos ojos que, a pesar de estar rojos por el llanto, eran tan azules como el cielo matinal y resplandecían con el brillo de la juventud. Su cuerpo era fuerte como en los días en que la Hija de Chieftain se enamoró de un joven guerrero llamado Riverwind. Goldmoon tenía más de noventa años, pero su cuerpo, su cabello, sus ojos, su voz, sus labios y sus manos eran los de la mujer joven que había entrado en la posada El Último Hogar llevando consigo la Vara de Cristal Azul.
Se erguía ante ellos hermosa, afligida, con la cabeza inclinada como un capullo de rosa cortado.
—¿Qué es este milagro? —exclamó, sobrecogido, Palin.
—Milagro no, sino una maldición —replicó amargamente la mujer.
—¿Estás bajo una maldición? —inquirió Tas, interesado—. ¡Yo también!
Goldmoon se volvió hacia el kender y lo miró de arriba abajo.
—¡Eres tú! —musitó—. Reconocí tu voz. ¿Por qué estás aquí? ¿Dónde has estado? ¿Por qué has venido?
Tasslehoff tendió la mano y estrechó cortésmente la de ella.
—Me encantaría contártelo todo con pelos y señales, Goldmoon. Lo del primer funeral de Caramon y luego su segundo funeral y lo de mi maldición. Pero en este momento Palin intenta matarme y vine para ver si tú puedes decirle que lo olvide. Así que, si haces el favor de hablar con él, me marcharé.
Dicho y hecho, el kender corrió hacia la escalera y casi había llegado a ella y se disponía a bajar los peldaños de tres en tres cuando la mano de Palin lo asió por el cuello de la camisa.
Tas se retorció y forcejeó, poniendo en práctica varios trucos kenders desarrollados a lo largo de años de práctica huyendo del largo brazo de alguaciles iracundos y de tenderos furiosos. Utilizó el antiguo «giro y mordisco» y el siempre eficaz «pisotón y patada», pero Palin resultó ser inmune a ambos. Por último, verdaderamente desesperado, Tas ensayó el truco de la «lagartija», que consistía en deslizar los brazos por las mangas de la camisa y, aunque lamentaba tener que dejarse la prenda detrás, al igual que la lagartija renuncia a parte de su cola en manos del captor en ciernes, estaría libre.
—¿De qué habla? —inquirió Goldmoon, que miraba al kender sin salir de su asombro; sus ojos se desviaron hacia el mago—. ¿Es verdad que quieres matarlo?
—Por supuesto que no —contestó Palin, impaciente.
—¡Es verdad! —farfulló el kender, sin dejar de retorcerse.
—Escúchame, Tas, siento realmente lo que ocurrió en casa —dijo Palin.
Hizo intención de seguir hablando, pero entonces suspiró y agachó la cabeza. Parecía viejo, más de lo que Tas recordaba, y eso que lo había visto sólo unos instantes antes, las arrugas de su cara se habían profundizado. Parpadeó varias veces y se restregó los ojos, como si intentara ver a través de una película o de la niebla. El kender, listo para huir, se sintió conmovido por el mal rato que pasaba el mago y decidió que, al menos, podía quedarse y escuchar.
—Lo siento, Tas —dijo finalmente Palin, cuya voz sonó tensa—. Estaba trastornado y asustado. Jenna se enfadó mucho conmigo. Después de que te marcharas dijo que no te culpaba por salir huyendo, y tenía razón. Tendría que haberte explicado las cosas tranquila y racionalmente y no debí gritarte. Después de lo que vi, me dominó el pánico. —Bajó la vista hacia el kender y suspiró profundamente.
»
Tas, ojalá existiera otra solución. Tienes que entenderlo. Intentaré explicarlo lo mejor posible. Tu destino era morir y, al no haber muerto, cabe la posibilidad de que ello sea la razón de que hayan ocurrido todas esas cosas horribles que le han pasado al mundo. Es decir, que si estuvieses muerto tal vez el mundo sería como lo viste la primera vez que acudiste al funeral de mi padre. ¿Lo entiendes?
—No.
Palin lo miró con evidente desilusión.
—Me temo que no sé explicarlo mejor. Tal vez tú, Goldmoon y yo deberíamos hablarlo. No tienes que salir huyendo otra vez. No te obligaré a regresar a tu tiempo.
—No quiero herir tus sentimientos, Palin —repuso Tas—, pero no está en tus manos obligarme a nada. Tengo el ingenio en mi poder, y tú no.
Palin miró al kender con creciente gravedad y entonces, inesperadamente, sonrió. No fue exactamente una sonrisa, sino más bien un cuarto de sonrisa, pues sólo se curvaron las comisuras de sus labios y el gesto no se reflejó en sus tristes ojos, pero al menos era un comienzo.
—Eso es verdad, Tas —dijo—. El ingenio lo tienes tú. Y tú sabes lo que está bien y lo que no. Sabes que hiciste una promesa a Fizban y que él confió en que la cumplirías. —Hizo una pausa antes de proseguir—. ¿Eres consciente, Tas, de que Caramon habló en
tu
funeral?
—¿De verdad? —El kender no salía de su asombro—. ¡Ni siquiera sabía que tuve un funeral! Imaginé que no había quedado mucho de mí, salvo un poco de pringue entre los dedos del pie del gigante. ¿Y qué dijo Caramon? ¿Asistió mucha gente? ¿Trajo Jenna sus pastelillos de hojaldre y queso?
—Acudió una gran multitud —explicó Palin—. La gente vino de todos los puntos de Ansalon para rendir homenaje a un heroico kender. En cuanto a mi padre, dijo que eras «un kender grande entre los grandes», que ejemplificabas todo lo mejor de tu raza: eras noble, sacrificado, valiente y, por encima de todo, honrado.
—Quizá Caramon estaba equivocado conmigo —dijo Tas, incómodo, mientras miraba de reojo a Palin.
—Sí, quizá lo estaba.
A Tas no le gustaba el modo en que Palin lo miraba, como si fuera algo pringoso y estrujado, como una cucaracha despachurrada. No sabía qué hacer ni qué decir, una experiencia totalmente nueva para él.
No recordaba haber sentido aquello nunca y esperaba no volver a sentirlo jamás. El silencio se estiró hasta que el kender temió que si uno de ellos lo soltaba, el silencio retrocedería como una goma tensa y le daría a alguien en la cara. En consecuencia, sintió un gran alivio cuando sonó un alboroto en la escalera que distrajo a Palin y aflojó el tenso silencio.
—¡Primera Maestra! —llamó lady Camilla—. Creímos oír vuestra voz. Alguien dijo que vio a un kender subiendo hacia aquí...
Al llegar al descansillo la mujer vio a Goldmoon.
—¡Primera Maestra! —La dama solámnica se paró en seco y la miró de hito en hito. Los guardianes de la Ciudadela se apiñaron detrás de la comandante y miraron a Goldmoon boquiabiertos.
Ésta era la oportunidad que Tas esperaba para correr hacia la libertad. Nadie intentaría detenerlo porque nadie le prestaba la menor atención. Se escurriría entre ellos y escaparía. Casi con toda seguridad, Acertijo tendría algún tipo de navio, ya que los gnomos siempre tienen uno a mano. A veces eran naves que volaban, en lugar de navegar, aunque por lo general en tales casos el asunto acababa con una explosión.
«Sí —pensó el kender mientras observaba la escalera y la gente agolpada en ella con la boca abierta de par en par—. Eso haré. Me iré. Ahora mismo. Ya echo a correr. En cualquier momento mis pies correrán.»
Pero, al parecer, sus pies tenían otras ideas ya que permanecieron plantados firmemente en el suelo.
A lo mejor pensaban lo mismo que su cabeza, que estaba dándole vueltas a lo que Caramon había dicho sobre él. Aquellas palabras eran casi las mismas que había oído decir a la gente sobre Sturm Brightblade o Tanis el Semielfo. ¡Y las habían dicho sobre él, Tasslehoff Burrfoot! Sintió una cálida emoción en el corazón y al mismo tiempo otra clase de sensación en el estómago, una mucho más desagradable, una especie de retortijón, como si hubiese comido algo que no estaba conforme con encontrarse dentro de él. Tas se preguntó si serían las gachas.
—Perdona, Goldmoon —empezó, interrumpiendo la estupidez general de miradas desorbitadas y bocas abiertas de par en par que se desarrollaba alrededor—. ¿Te importa si entro en tu cuarto y me tiendo un poco? No me siento muy bien.
La mujer adoptó una postura erguida; tenía el semblante pálido y su voz sonó amarga.
—Sabía que ocurriría esto, que me miraríais como a un fenómeno en una barraca de feria.
—Perdonad, Primera Maestra —dijo lady Camilla, que bajó la vista, roja como la grana por la vergüenza—. Os pido disculpas, pero es que... En fin, este milagro...
—¡No es un milagro! —replicó en tono cortante Goldmoon. Irguió la cabeza y parte de su regia presencia, de su noble espíritu, surgió como un fogonazo de ella—. Lamento todos los problemas que he causado, lady Camilla. Sé que he sido motivo de desazón para muchos y te ruego que transmitas a todos en la Ciudadela que dejen de preocuparse por mí. Estoy bien. Me presentaré ante ellos enseguida, pero antes deseo hablar con mis amigos en privado.
—Desde luego, será un placer hacer cuanto gustéis ordenar, Primera Maestra —contestó lady Camilla. A pesar de todos sus esfuerzos por no mirarla fijamente, no pudo evitar contemplar con estupefacción el asombroso cambio experimentado por Goldmoon.
Palin tosió significativamente y la dama solámnica parpadeó.
—Lo siento, Primera Maestra, pero es que...
Sacudió la cabeza, incapaz de expresar verbalmente sus confusas ideas. Se dio media vuelta, aunque echó otro vistazo hacia atrás como para asegurarse de que lo que veía era cierto, y descendió apresuradamente la escalera de caracol. Los guardianes de la Ciudadela, tras un momento de vacilación, giraron sobre sus talones para ir en pos de la comandante. Tas alcanzó a oír sus voces exclamando una y otra vez la palabra «milagro».
—Todos reaccionarán igual —manifestó Goldmoon, angustiada, mientras regresaba a sus aposentos con gesto pensativo—. Me mirarán boquiabiertos y lanzarán exclamaciones de asombro. —Cerró la puerta en cuanto sus amigos hubieron pasado y se recostó en la hoja de madera.
—No puedes reprochárselo, Primera Maestra —adujo Palin.
—Sí, lo sé. Ésa era una de las razones por las que me encerré en este cuarto. Cuando ocurrió el cambio confié en que fuese... temporal. Sentaos, por favor —los invitó con un ademán—. Al parecer tenemos mucho de que hablar.
La estancia estaba amueblada sencillamente: una cama con el bastidor de simple madera, un escritorio, alfombras tejidas a mano y numerosos cojines repartidos por el suelo. En un rincón había un laúd. La única pieza más de mobiliario que tenía el cuarto, un espejo de cuerpo entero, se encontraba tirado en el suelo boca abajo. Los cristales rotos se habían barrido y apilado en un montón.
—¿Qué te ha pasado, Primera Maestra? —preguntó Palin—. ¿Esta transformación es de naturaleza mágica?