El miedo se apoderó de él, lo paralizó. Estaba cayendo y seguiría cayendo y cayendo y cayendo en el oscuro pozo del tiempo.
En el vacío pozo del tiempo.
* * *
Al haber sido él quien había utilizado el ingenio para viajar en el tiempo, Tasslehoff nunca había visto lo que le ocurría cuando lo usaba. Siempre había lamentado eso, y en una ocasión intentó volver para verse a sí mismo en ese momento, pero no había funcionado. Por lo tanto, lo alegró sobremanera presenciar cómo utilizaba Palin el artefacto, y le encantó ver que el mago desaparecía ante sus propios ojos.
Todo ello resultaba muy interesante, pero sólo duró unos segundos y después Palin se desvaneció, y Tasslehoff y Jenna se encontraron solos en la cocina de los Majere.
—No explotó —comentó el kender.
—No, no lo hizo —convino Jenna—. ¿Desilusionado?
—Un poco. Nunca he visto explotar nada, exceptuando la vez que Fizban intentó hervir agua para cocer un huevo. Y hablando de huevos, ¿te apetece comer algo mientras esperamos? Puedo calentar las gachas de avena —ofreció Tas, que sentía que le correspondía actuar como anfitrión en ausencia de Usha y de Palin.
—Gracias, pero creo que no —contestó la hechicera. Echó una ojeada a los restos de las gachas frías que había en la olla e hizo un leve gesto de asco—. Pero si pudieses encontrar un poco de brandy, creo que me vendría bien un trago...
Palin se materializó en la estancia. Tenía el semblante ceniciento, el cabello alborotado y la mano con la que asía el ingenio temblaba de tal modo que apenas podía sujetarlo.
—¡Palin! —gritó Jenna al tiempo que se levantaba de la silla, sorprendida y consternada—. ¿Estás herido?
El mago la miró enloquecido, sin reconocerla. Luego se estremeció y soltó un entrecortado suspiro de alivio. Se tambaleó y estuvo a punto de desplomarse. Su mano se quedó fláccida y el ingenio cayó al suelo y rodó en medio del destello de las gemas. Tas corrió en pos del objeto y lo cogió antes de que rodara dentro de la chimenea.
—Palin, ¿qué salió mal? —Jenna se acercó apresuradamente a él—. ¿Qué ha pasado? ¡Tas, ayúdame!
El mago empezó a desplomarse; entre los dos, Tas y Jenna, lo tendieron en el suelo.
—Ve a buscar unas mantas —ordenó la hechicera.
Tasslehoff salió disparado de la cocina y sólo se detuvo un instante para meter el ingenio en uno de sus bolsillos. Regresó al cabo de un momento, cargado con varias mantas y tres almohadas que había cogido en el dormitorio principal.
Palin yacía en el suelo, con los ojos cerrados, demasiado débil para moverse o hablar. Jenna le cogió la muñeca para tomarle el pulso; le latía muy acelerado. Su respiración era rápida y rasposa, y tenía el cuerpo helado. Temblaba de tal modo que le castañeteaban los dientes; la mujer lo abrigó con dos mantas.
—¡Palin! —lo llamó en tono apremiante.
El mago abrió los ojos y la miró fijamente.
—Oscuridad. Todo oscuridad.
—¿A qué te refieres? ¿Qué viste en el pasado?
Él le asió la mano con tanta fuerza que le hizo daño; se agarraba como si las aguas rugientes de un río crecido estuviesen a punto de arrastrarlo y ella fuera su única salvación.
—¡No hay pasado! —susurró entre los exangües labios antes de volver a tumbarse, exhausto—. Oscuridad —musitó—. Sólo oscuridad.
Jenna se sentó en los talones y frunció el entrecejo.
—Eso no tiene sentido. Dame el brandy —dijo a Tas.
Acercó el frasco a los labios de Palin, que bebió un poco, y sus mejillas recuperaron algo de color al tiempo que dejaba de tiritar. Jenna echó un trago a su vez y luego le pasó el recipiente al kender. Tas dio un sorbo sólo por hacerles compañía.
—Déjalo en la mesa —ordenó la hechicera.
Tas sacó el frasco de su bolsillo y, tras tomar otro par de tragos, por acompañar sólo, naturalmente, lo dejó donde le habían mandado. Miró a Palin con preocupación y remordimiento.
—¿Qué le pasa? ¿Ha sido culpa mía? En tal caso, no era ésa mi intención.
—¿Culpa tuya? —gritó con voz enronquecida Palin, cuyos ojos se abrieron de golpe. Acto seguido retiró las mantas y se sentó—. ¡Pues claro que es culpa tuya!
—Palin, tranquilízate —instó Jenna, alarmada—. Así sólo conseguirás ponerte enfermo otra vez. Cuéntame lo que viste.
—Te diré lo que vi, Jenna —repuso el mago con voz ahogada—. Nada. ¡Nada!
—No entiendo.
—Tampoco yo. —Palin suspiró e intentó concentrarse, poner en orden las ideas—. Viajé al pasado y, mientras lo hacía, el tiempo se desplegó ante mí como un inmenso pergamino. Vi lo que ocurrió en la Quinta Era. Vi la llegada de los grandes reptiles. Vi la Purga de los Dragones. Vi la construcción de la Ciudadela. Vi cómo se levantaba el escudo sobre Silvanesti. Vi la ceremonia inaugural de la Tumba de los Últimos Héroes. Vi la derrota de Caos, y ahí es donde acaba todo. O comienza.
—¿Que acaba? ¿Que comienza? —repitió Jenna, desconcertada—. Pero eso no es posible, Palin. ¿Y la Cuarta Era? ¿Y la Guerra de la Lanza? ¿Y el Cataclismo?
—Desaparecido. Todo ello. Me encontraba en medio del éter, presenciando la batalla con Caos, pero cuando intenté ver más atrás, cuando miré al pasado, sólo vi oscuridad. Di un paso y... —Se estremeció—. Caí en la negrura, en un vacío donde no brilla ni ha brillado jamás una luz, en una oscuridad que es eterna, infinita. Tuve la sensación de que caía a través de siglos y siglos y que seguiría cayendo hasta que me llegase la muerte, y que después mi cadáver continuaría cayendo...
—Si eso es cierto, ¿qué significa? —se preguntó la hechicera.
—Yo te diré lo que significa —barbotó el mago, furioso, mientras apuntaba al hombrecillo—. Tas tiene la culpa. El responsable de todo lo que ha ocurrido es él.
—¿Por qué? ¿Qué tiene que ver el kender con eso?
—¡Que
no está muerto! —
siseó el mago entre los dientes apretados—. ¡Cambió el tiempo al no morir! El futuro que vio era el que ocurrió porque murió y, con su muerte, pudimos derrotar a Caos. ¡Pero sigue vivo! No vencimos a Caos. ¡El Padre de Todo y de Nada hizo desaparecer a sus hijos, los dioses, y estos últimos treinta y ocho años de muerte y tumultos han sido el resultado!
Jenna miró a Tas. Palin también lo miraba, esta vez como si le hubiesen crecido cinco cabezas, alas y cola.
—Tomémonos todos otro trago de brandy —sugirió el kender, que siguió su propio consejo—. Sólo para sentirnos mejor. Para
despejarnos la cabeza —
agregó en tono harto significativo.
—Quizá tengas razón, Palin —manifestó pensativamente la hechicera.
—¡Sé que la tengo!
—Y todos sabemos que dos aciertos no equivalen a un error. ¿O es al contrario? —comentó Tas con sentido práctico—. En fin, ¿alguien quiere un poco de gachas de avena?
—¿Qué otra explicación podría haber? —continuó Palin sin hacer caso de la interrupción del kender.
—No estoy seguro —dijo Tas mientras retrocedía unos pasos hacia la puerta de la cocina—, pero si me das unos segundos apuesto que se me ocurren varias.
El mago acabó de retirar las mantas y se puso de pie.
—Tenemos que mandarlo de vuelta al pasado para que muera —propuso.
—Palin, no estoy segura... —empezó Jenna, pero él no la escuchaba.
—¿Y el ingenio? —demandó, frenético—. ¿Dónde está?
—Aunque es cierto que prometí a Fizban regresar a tiempo para que el pie del gigante me aplastara, cuanto más lo pienso menos me gusta, ya que, si bien es verdad que el hecho de que te espachurre un gigante podría resultar muy interesante, sólo lo sería durante unos pocos segundos como mucho, y después, como has dicho, estaría muerto. —Tas chocó contra la puerta—. Y pese a que nunca he estado muerto —continuó—, he visto morir a gente antes y he de decir que parece lo menos interesante que puede ocurrirle a una persona.
—¿Dónde está el ingenio? —demandó Palin.
—Rodó entre las cenizas de la chimenea. —Tas señaló el hogar y echó otro trago de brandy.
—Miraré yo —se ofreció Jenna, que cogió el atizador y empezó a remover las cenizas.
—¡Tenemos que encontrarlo! —declaró Palin mientras echaba un vistazo por encima del hombro.
Tasslehoff metió la mano en el bolsillo, asió el ingenio para viajar en el tiempo y comenzó a girar y a desplazar las piezas al tiempo que recitaba el verso entre dientes:
—«Tu tiempo es el tuyo propio, pero a través de él viajas...»
—¿Seguro que se metió aquí, Tas? —inquirió la hechicera—. Sólo veo cenizas...
Tas recitó más deprisa mientras sus ágiles dedos trabajaban con presteza.
—«Gira y gira en un movimiento continuo. Que no se obstruya su flujo» —susurró.
Ahora llegaba la parte peliaguda. Palin levantó bruscamente la cabeza, giró sobre sus talones y se lanzó de un salto sobre el kender.
Tas sacó el ingenio del bolsillo y lo sostuvo en alto.
—«¡El destino de ti depende!» —gritó, y le complació comprender, mientras el tiempo enrollaba la cocina, el frasco de brandy y a él mismo, que la frase que acababa de pronunciar tenía mucha miga, ya que entre los de su raza venía a significar «allá te las compongas».
—Esa pequeña rata —rezongó Jenna, con la vista prendida en el espacio vacío donde el kender se encontraba un momento antes—. Así que tenía el ingenio desde el primer momento.
—¡Oh, dioses! —exclamó Palin—. ¿Qué he hecho?
—Pegarle un susto de muerte, si no me equivoco —dijo Jenna—. Todo un logro, habida cuenta de que es un kender. Y no lo culpo —añadió mientras se frotaba enérgicamente las manos manchadas de hollín en una toalla—. Si me hubieses gritado así, también yo habría huido.
—No soy un monstruo —protestó, exasperado, el mago—. ¡Estoy asustado, y no me importa admitirlo! —Se llevó la mano al corazón—. Es un miedo que se agazapa aquí, peor que cualquier cosa que haya sentido jamás, incluso durante los infaustos días de mi cautividad. ¡Algo extraño y terrible le ha pasado al mundo, Jenna, y no entiendo qué! —Apretó los puños—. El kender es la causa. ¡De eso estoy seguro!
—Si tal cosa es cierta, más vale que lo encontremos —propuso la hechicera con sentido práctico—. ¿Dónde crees que habrá ido? ¿Al pasado?
—Si ha vuelto, nunca lo localizaremos. Sin embargo, dudo que sea ése el caso —respondió Palin, pensativo—. No regresaría al pasado porque, si lo hiciera, acabaría exactamente como no quiere estar: muerto. Creo que sigue en el presente. ¿Dónde se dirigiría?
—Junto a alguien que lo protegiera de ti —manifestó Jenna sin andarse por las ramas.
—Goldmoon —sugirió Palin—. Tas dijo que le gustaría verla sólo unos minutos antes de desaparecer. O Laurana. Pero ya ha estado con ella y, conociendo a Tas, buscará una nueva aventura. Iré a la Ciudadela de la Luz. De todos modos me gustaría comentar con Goldmoon lo que he visto.
—Te prestaré uno de mis anillos mágicos para acelerar tu viaje hasta allí —ofreció Jenna mientras se sacaba la joya del dedo—. Entretanto, enviaré un mensaje a Laurana advirtiéndole que esté pendiente y si el kender aparece en su puerta que le eche el guante.
—Adviértele también que tenga cuidado con lo que dice y lo que hace —instruyó con gesto preocupado mientras cogía el anillo—. Creo que podría haber un traidor en su cuerpo de servicio. O es eso o los Caballeros de Neraka han encontrado un modo de espiarla. ¿Te importaría...? —Vaciló y tragó saliva antes de seguir—. ¿Me harías el favor de pasarte por la posada para decirle a Usha que...? Bueno, que...
—Le diré que no eres un monstruo —concluyó la frase Jenna, y le palmeó el brazo mientras le sonreía. Lo observó intensamente, con el entrecejo fruncido en un gesto de ansiedad—. ¿Seguro que te encuentras en condiciones para hacer esto?
—No sufrí heridas, sólo una gran conmoción. Admito que no se me ha pasado del todo, pero me siento lo bastante bien para emprender el viaje. —Contempló con curiosidad el anillo—. ¿Cómo funciona?
—No muy bien actualmente —repuso la hechicera en tono agrio—. Te costará hacer dos o tres saltos para llegar a tu destino. Ponte el anillo en el dedo corazón de la mano izquierda. Ahí será suficiente —añadió al ver que Palin se esforzaba por pasar el aro por la deformada articulación—. Coloca la mano derecha sobre el anillo y evoca la imagen del lugar al que quieres ir. Mantén esa imagen en tu mente, repítela para tus adentros una y otra vez. Ah, por cierto: quiero que ese anillo vuelva a mis manos.
—Por supuesto. —El mago sonrió lánguidamente—. Adiós, Jenna, y gracias por tu ayuda. Te mantendré informada.
Siguiendo las instrucciones de la hechicera, puso la mano derecha sobre el anillo y empezó a evocar la imagen de las cúpulas de cristal de la Ciudadela de la Luz.
—Palin —dijo Jenna de repente—, no he sido completamente sincera contigo. Puede que tenga una idea de dónde encontrar a Dalamar.
—Estupendo. Mi padre tenía razón. Lo necesitamos.
El laberinto de setos
El gnomo se había extraviado en el laberinto de setos, algo habitual ya que se perdía frecuentemente en él. De hecho, cada vez que alguien de la Ciudadela de la Luz quería algo del gnomo (cosa que ocurría de manera excepcional) y preguntaba dónde se encontraba, la respuesta era invariablemente: «Perdido en el laberinto de setos».
El gnomo no deambulaba por el laberinto sin ton ni son, todo lo contrario. Entraba allí a diario con un propósito específico, una misión: hacer un mapa del laberinto. El gnomo, que pertenecía al gremio de rompecabezas-adivinanzas-enigmas-jeroglíficos-logogrifos-monogramas-anagramas-acrósticos-crucigramas-dédalos-laberintos-paradojas-lógica-femenina-y-políticos, también conocido como P3 para abreviar, tenía la convicción de que si podía trazar el mapa del laberinto de setos hallaría en ese mapa la clave de los grandes misterios de la vida, entre los que se encontraban: ¿Por qué cuando lavas dos calcetines acabas sólo con uno? ¿Existe vida después de la muerte? ¿Dónde fue a parar el otro calcetín? El gnomo tenía la certeza de que si hallaba la respuesta a la segunda pregunta también daría con la respuesta a la tercera.
Los místicos de la Ciudadela intentaron en vano explicarle que el laberinto de setos era mágico. Quienes entraban en él agobiados por las preocupaciones o la tristeza encontraban alivio a sus males. A los que entraban buscando soledad y paz, nadie los molestaba por muchas personas que hubiese paseando entre los fragantes setos. Los que entraban buscando una solución a un problema descubrían que sus ideas se centraban progresivamente y sus mentes se aclaraban. Y quienes se adentraban en su místico viaje para subir la Escalera de Plata que se alzaba en el centro del laberinto se daban cuenta de que no caminaban a través de un laberinto de macizos de arbustos, sino a través del dédalo de sus propios corazones.