Los Caballeros de Neraka (72 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: Los Caballeros de Neraka
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Salió, eufórico, a prepararse para la batalla.

Glauco se quedó en la tienda, remoloneando.

Konnal había reanudado su tarea y aunque el hechicero no hizo ruido, el general notó su presencia, del mismo modo que se perciben unos ojos hambrientos que te vigilan desde un oscuro bosque.

—Márchate, tengo trabajo que hacer.

—Ya me voy. Sólo quería hacer hincapié en lo que dije antes: la seguridad del rey es primordial.

El general firmó un documento y luego alzó la vista.

—Si le ocurre algo, no será por mediación mía. No soy un ogro para matar a uno de los míos. Ayer me precipité al hablar, sin pensar lo que decía. Daré órdenes a mis guardias para que lo protejan como si fuese mi propio hijo.

—Excelente, general. Eso me tranquiliza mucho —comentó Glauco al tiempo que exhibía su hermosa sonrisa—. Mis esperanzas para esta nación y sus gentes dependen de él. Silvanoshei Caladon tiene que vivir para regir Silvanesti durante muchos años. Como hizo su abuelo antes que él.

* * *

—¿Seguro que no quieres cambiar de idea sobre lo de acompañarnos, Kiryn? ¡Ésta será una batalla que se celebrará durante generaciones!

Silvan no podía estarse quieto mientras su escudero intentaba abrochar las correas de la armadura ataujiada del rey, tarea que no le resultaba nada fácil. El cuero nuevo carecía de flexibilidad y las correas se resistían, y Silvan, con su constante rebullir, no facilitaba las cosas.

—¡Si vuestra majestad tuviera a bien quedarse quieto un instante! —suplicó el exasperado escudero.

—Lo siento —se disculpó el joven monarca, que hizo lo que le pedía, aunque sólo durante unos instantes. Luego volvió la cabeza para mirar a Kiryn, que se encontraba sentado en un catre—. Podría prestarte una armadura. Tengo otra completa.

—Mi tío me ha asignado una misión —respondió su primo—. He de ocuparme de llevar despachos y mensajes entre los oficiales. Tengo que moverme con rapidez, así que nada de armadura para mí.

Se oyó el toque de una trompeta, y Silvan dio tal respingo de excitación que deshizo buena parte del trabajo de su escudero.

—¡El enemigo está a la vista! ¡Apresúrate, pedazo de zopenco!

El escudero inhaló bruscamente y se mordió la lengua para no replicar. Kiryn lo ayudó y, entre los dos, consiguieron que el rey estuviera preparado para la batalla.

—Te abrazaría para desearte suerte, primo —dijo Kiryn—, pero me haría cardenales que me durarían una semana. Sin embargo, te deseo toda la suerte del mundo —añadió en actitud sería mientras estrechaba la mano del rey—, aunque creo que no la necesitarás.

Silvan adoptó un aire grave, solemne, durante un momento.

—En las batallas siempre hay riesgo, como solía decir Samar. El coraje de un solo hombre puede salvar el día, así como puede echarlo a perder la cobardía de un único soldado. Eso es lo que más temo, primo. Más incluso que la muerte. Me aterra la idea de acobardarme y huir del campo de batalla. He sido testigo de ello, he visto hombres buenos y valerosos caer de rodillas, temblorosos, sollozando como niños.

—El coraje de tu madre corre por tus venas, junto con la fortaleza de tu padre —lo animó Kiryn—. No les fallarás allí donde estén. Ni a tu pueblo. Ni a ti mismo.

Silvan respiró profundamente el aire perfumado por las flores y lo soltó lentamente. La luz del sol semejaba miel derramándose desde el cielo. Todo alrededor eran ruidos y olores familiares: los sonidos de la batalla y la guerra; los olores a cuero y a sudor. Había nacido y crecido entre ellos y había llegado a odiarlos, pero, curiosamente, también los había echado de menos. Cayó en la cuenta de que su patio de juego había sido el campo de batalla, y su cuna, una tienda de mando. Allí se sentía más a gusto, más como en casa, que en su exquisito palacio.

Salió de la tienda con una sonrisa melancólica en los labios; su armadura plateada y dorada brilló intensamente bajo la luz del sol y su aparición fue recibida con aclamaciones entusiastas de su pueblo.

Los planes de batalla de ambos bandos eran sencillos. Los elfos formaron filas a través del campo, con los arqueros en la retaguardia. Los Caballeros de Neraka desplegaron sus líneas, menos numerosas, entre los árboles de una ladera poco empinada, confiando en incitar a los elfos a lanzar un ataque precipitado, cuesta arriba.

Konnal era demasiado listo para caer en eso. Se armó de paciencia, todo lo contrario que sus tropas, pero las mantuvo bajo control. Tenía tiempo; todo el del mundo. Los Caballeros de Neraka, escasos de víveres, no.

Casi a media tarde, un único toque de trompeta resonó en las colinas. Los elfos empuñaron sus armas. El ejército de la Oscuridad salió de las colinas a todo correr, gritando insultos y desafíos a sus enemigos. Flechas de los dos bandos surcaron el cielo y formaron un dosel mortífero sobre las cabezas de los combatientes, que se encontraron con un estruendo retumbante.

Una vez iniciado el combate, Silvan y su escolta montada galoparon a través del bosque, por el lado oeste del campo de batalla. Oculta su reducida fuerza por los árboles, rodearon el flanco de su propio ejército, cruzaron más allá de las líneas adversarias y las flanquearon. Nadie reparó en ellos; nadie lanzó la voz de alarma. Los que combatían sólo tenían ojos para el enemigo que estaba frente a ellos. Al llegar a un punto cercano al borde del campo, Silvan ordenó hacer un alto levantando la mano. Avanzó cautelosamente hasta el límite del bosque, acompañado por el jefe de la guardia del general. Los dos observaron el campo de batalla.

—Envía a la patrulla de reconocimiento —ordenó Silvan—. Que los batidores vuelvan para informar en el momento en que hayan localizado a los mandos del enemigo.

Los batidores se alejaron por el bosque, acercándose más al campo de batalla. Silvan aguardó mientras presenciaba la marcha del combate.

La lucha se dirimía cuerpo a cuerpo ahora. Los arqueros de ambos bandos habían dejado de tener utilidad, ya que los dos ejércitos se hallaban unidos en un sangriento abrazo. Al principio, el joven monarca no sacó nada en claro del confuso panorama que presenciaba, pero después de observar unos minutos le pareció que el ejército elfo iba ganando terreno.

—Podemos decir ya que es una gloriosa victoria, majestad —manifestó el jefe de la guardia en actitud triunfante—. ¡Esas sabandijas están retrocediendo!

—Sí, tienes razón —convino Sirvan, ceñudo.

—Vuestra majestad no parece complacido. ¡Estamos aplastando a los humanos!

—Eso parece —repuso Silvan—. Pero si te fijas bien, advertirás que el enemigo no huye en desbandada. Retrocede, desde luego, pero sus movimientos son calculados, disciplinados. ¿Ves cómo mantienen las líneas? ¿Ves cómo un hombre se adelanta para ocupar el hueco si otro cae? Nuestros soldados, por el contrario, han perdido completamente el control —añadió, disgustado.

Los elfos, al ver retroceder al enemigo, habían roto filas y se abalanzaban sobre sus adversarios con ferocidad, sin hacer caso a las órdenes de sus oficiales. Toques de trompeta compitiendo entre sí resonaban por encima de los gritos de los heridos y los moribundos, sosteniendo su propia batalla. Silvan advirtió que los caballeros negros estaban muy pendientes de los toques de sus trompetas y que respondían de inmediato a las órdenes lanzadas por sus voces metálicas, en tanto que los enfurecidos elfos estaban sordos a todo.

—Aun así —dijo Silvan—, ganaremos sin remedio, habida cuenta de que los superamos en gran número. El único modo de que perdiéramos la batalla sería que volviésemos nuestras espadas contra nosotros mismos. Tendré unas palabras con el general Konnal a mi regreso, sin embargo. Samar jamás habría permitido semejante falta de disciplina.

—¡Majestad! —Uno de los batidores regresó cabalgando a galope tendido—. ¡Hemos localizado a los oficiales!

Silvan hizo que su caballo diese media vuelta y fue en pos del batidor. Apenas habían recorrido un trecho a través del bosque cuando se encontraron con otro de los exploradores, que se había quedado atrás para vigilar.

—Allí, majestad —señaló—. En aquella elevación. Es fácil divisarlos.

En efecto, lo era. En el altozano había un corpulento minotauro, el primero que Silvan veía en su vida. Vestía todas las galas de un Caballero de Neraka. Un espadón enorme colgaba de su cinturón a un costado. Observaba atentamente el desarrollo de la batalla. Otros doce caballeros, montados en corceles, también contemplaban el combate. Junto a ellos, el portaestandarte sostenía una bandera que tal vez había sido blanca en otros tiempos, pero que ahora tenía
un
sucio color marrón rojizo, como si se hubiese empapado en sangre. Un asistente sostenía las riendas de un magnífico corcel rojo.

—Sin duda el minotauro es su jefe —comentó Silvan—. Nos informaron mal.

—No, majestad —contestó el batidor—. Mirad allí, detrás del minotauro. Ésa es la comandante, la que lleva el fajín carmesí.

Silvan no la divisó al principio, pero entonces el minotauro se desplazó hacia un lado para conferenciar con otro de los caballeros. Detrás, una humana delgada, de aspecto delicado, se erguía sobre un peñasco, con la mirada prendida, absorta, en la batalla. Llevaba el yelmo debajo del brazo, y a un costado, colgando del cinturón, un «lucero del alba».

—¿Que
ésa
es la comandante? —Silvan no salía de su asombro—. No parece lo bastante mayor para haber asistido a su primer baile, cuanto menos para dirigir tropas veteranas en una batalla.

Como si la joven lo hubiese oído, aunque tal cosa era imposible ya que se encontraba a más de cuarenta metros de distancia, giró el rostro en su dirección. Silvan se sintió de repente al descubierto bajo aquella mirada y retrocedió prestamente, manteniéndose en las sombras del espeso bosque.

La muchacha siguió mirando fijamente en su dirección durante varios segundos, y Silvan tuvo la certeza de que habían sido descubiertos. Iba a dar la orden de continuar cuando la chica giró la cabeza hacia otro lado. Al parecer, le dijo algo al minotauro, ya que éste dejó de hablar con el otro oficial y se acercó a ella. Incluso desde tan lejos, a Silvan no le pasó inadvertido que el minotauro la trataba con gran respeto, hasta con reverencia. Escuchó atentamente sus órdenes, echó una ojeada por encima del hombro hacia el campo de batalla y su astada cabeza asintió.

Entonces se volvió y, con un gesto de la mano, llamó a los caballeros. Lanzando un rugido, el minotauro corrió hacia la vanguardia de sus líneas; los caballeros galoparon en pos de él, aunque Silvan no entendía con qué propósito. Tal vez para lanzar una contracarga.

—¡Ahora es nuestra oportunidad, majestad! —exclamó el jefe de la guardia, excitado—. Se ha quedado sola.

Aquello era un golpe de suerte increíble; tanto que Silvan receló de su buena fortuna. Vaciló un momento antes de ordenar a sus hombres que avanzaran, temiendo una trampa.

—¡Majestad! —lo urgió el jefe de la guardia—. ¿A qué esperáis?

Silvan siguió escudriñando los alrededores, pero no vio tropas preparadas para tenderles una emboscada. Los caballeros enemigos se alejaban a galope de su comandante.

El joven monarca espoleó a su montura y salió a galope tendido, seguido por su grupo. Cabalgaron veloces como una flecha, con Silvan como la punta plateada dirigida directamente al corazón del enemigo. Recorrieron la mitad de la distancia que los separaba de la muchacha antes de que su presencia fuese advertida. La chica mantenía la vista fija en sus tropas, y fue el portaestandarte quien los localizó. Gritó al tiempo que los señalaba; el caballo rojo alzó la testa y relinchó lo bastante fuerte como para rivalizar con el toque de trompetas.

Al oírlo, el minotauro frenó la carga y se giró.

Silvan no perdió de vista al minotauro, por el rabillo del ojo, mientras cabalgaba; clavó espuelas en los flancos de su caballo, instándolo a correr más deprisa. La frenética cabalgada resultaba estimulante. Experimentado jinete, dejó atrás a su cuerpo de guardia; ya estaba cerca de su objetivo. La muchacha tenía que haber oído el estruendoso trapaleo de cascos, pero seguía sin volver la cabeza.

Un fuerte y terrible bramido resonó en el campo de batalla; un bramido de angustia, rabia y furia. Un rugido tan espantoso que su sonido hizo que a Silvan se le encogiese el estómago y que el sudor su frente. Volvió la cabeza y vio al minotauro corriendo hacia él con el inmenso espadón enarbolado para partirlo en dos de un golpe. Silvan apretó los dientes y azuzó más a su caballo. Si conseguía coger a la chica, podría utilizarla de escudo y de rehén.

El minotauro era extraordinariamente veloz. Aunque iba a pie, mientras que Silvan montaba a caballo, parecía que alcanzaría al joven elfo antes de que su montura pudiese llegar hasta la comandante enemiga. Silvan desvió la vista del minotauro hacia la muchacha, quien todavía no había advertido su presencia. Sus ojos permanecían fijos en el minotauro.

—¡Galdar! —gritó con una voz muy clara, aunque extrañamente profunda—. ¡Recuerda tu juramento!

Sus palabras resonaron por encima de los gritos y el estruendo de las armas y tuvieron sobre el minotauro el efecto de una lanza que se clavara en su corazón. Frenó su veloz carrera y la miró intensamente, con aire suplicante.

Sin embargo ella no cedió. Alzó los ojos al cielo. El minotauro soltó otro rugido de rabia y después hincó el espadón en tierra, hundiéndolo en el campo de maíz con tal fuerza que la hoja quedó enterrada hasta la mitad.

Silvan galopó cuesta arriba. Por fin la muchacha dejó de contemplar el cielo y lo miró.

Ojos de color ámbar. Silvan jamás había visto nada igual. No le repelían, sino que lo atraían. Cabalgó hacia ella y sólo vio sus ojos. Era como si cabalgase hacia ellos.

La muchacha empuñó su maza y lo esperó sin miedo.

Silvan ascendió la cuesta a toda velocidad y llegó a la altura de la chica. Ella arremetió con el «lucero del alba», pero el elfo desvió su golpe con facilidad, de una patada. Con otro punterazo la desarmó y la hizo recular dando traspiés. La muchacha perdió el equilibrio y cayó pesadamente al suelo. Los guardias del joven monarca la rodearon, mataron al portaestandarte e intentaron agarrar al caballo, pero el animal empezó a cocear. Tras soltarse de un tirón del soldado que agarraba las riendas, el corcel emprendió galope hacia la retaguardia del ejército, como si quisiera unirse a la batalla solo, sin jinete.

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