Medan alzó la cabeza. Había tomado una decisión.
—El día ha llegado antes de lo que preveía. No tomaré parte en un genocidio. No tengo ningún reparo en matar a otro guerrero durante la batalla, pero no masacraré civiles inocentes que no tienen medios para defenderse. Hacerlo sería el colmo de la cobardía, y una matanza tan sin sentido rompería el juramento que hice cuando me convertí en caballero. Tal vez haya un modo de detener al dragón, pero necesitaré tu ayuda.
—Contad con ella, milord —contestó Gerard.
—Tendrás que confiar en mí. —Medan enarcó una ceja.
—Y vos en mí, milord —repuso Gerard, con una sonrisa.
Medan asintió con un cabeceo. Hombre de acción, resuelto y expeditivo, no malgastó saliva en cháchara innecesaria y se sentó a la mesa. Cogió pluma y papel.
—Debemos ganar tiempo —dijo mientras escribía rápidamente—. Entregarás mi respuesta a Groul, pero el draconiano nunca debe llegar a presencia de Beryl. ¿Comprendes?
—Sí, milord.
El gobernador terminó de escribir, esparció arena sobre el papel para que la tinta se secara, lo enrolló y se lo entregó a Gerard.
—Mételo en el mismo estuche. No es necesario sellarlo. El mensaje dice que soy el obediente siervo de su excelencia y que llevaré a cabo sus órdenes. —Medan se levantó—. Cuando hayas cumplido tu tarea, ve directamente al palacio. Daré órdenes para que se te admita en él. Debes apresurarte. Beryl es artera y pérfida, y no hay que fiarse de ella. Puede que ya haya decidido actuar por sí misma.
—Sí, milord. ¿Y dónde estaréis vos? ¿Que pensáis hacer?
—Arrestar a la reina madre —contestó Medan con una sonrisa desganada.
* * *
El gobernador militar caminaba por el sendero que conducía a través del jardín al edificio principal de la modesta finca de Laurana. La noche había caído, de modo que llevaba una antorcha para alumbrarse el camino. La llama chamuscaba las flores colgantes bajo las que pasaba y hacía que las hojas se ennegrecieran y retorcieran. Los insectos volaban hacia la antorcha y Medan oía el siseo cuando se abrasaban.
El gobernador no llevaba sus ropas elfas, sino que vestía la armadura completa ceremonial. Kellevandros, que respondió a la llamada en la puerta, advirtió enseguida el cambio y contempló al hombre con recelo.
—Gobernador Medan, bienvenido. Entrad, por favor. Informaré a la señora que tiene visita. Os recibirá en el invernáculo, como siempre.
—Prefiero quedarme donde estoy —repuso el gobernador—. Informa a vuestra señora que se reúna conmigo aquí. Dile —añadió con voz rasposa—, que debería vestirse para viajar. Necesitará una capa, ya que el aire nocturno es frío. Y dile que se dé prisa.
En todo momento observó atentamente el jardín, prestando especial atención a las zonas ocultas por las sombras.
—La señora querrá saber por qué —adujo, vacilante, Kellevandros.
Medan le propinó un empellón que lo hizo recular a trompicones.
—Ve a buscar a tu señora —ordenó.
* * *
—¿Viajar? —repitió Laurana, estupefacta. Se encontraba sentada en el invernáculo, simulando prestar atención a Kalindas, que leía en voz alta un antiguo texto elfo, aunque en realidad no escuchaba una sola palabra—. ¿Dónde voy?
—El gobernador no me lo dijo, señora. —Kellevandros sacudió la cabeza—. Se comporta de un modo muy extraño.
—No me gusta, señora —manifestó Kalindas, que apoyó el libro en su regazo—. Primero, arrestada en vuestra casa, y ahora esto. No deberíais ir con él.
—Estoy de acuerdo con mi hermano, señora —abundó Kellevandros—. Le diré que no os encontráis bien. Haremos lo que habíamos planeado. Esta noche os sacaremos clandestinamente de la ciudad por los túneles.
—No pienso hacerlo —rehusó Laurana en actitud resuelta—. ¿Queréis que me ponga a salvo mientras el resto de mi pueblo se ve obligado a quedarse? Trae mi capa.
—Señora —osó insistir Kellevandros—, por favor...
—Trae mi capa —repitió Laurana, cuyo tono, afable pero firme, no dejaba lugar a discusión.
Kellevandros hizo una reverencia, sin pronunciar palabra, y Kalindas fue a buscar la capa. Entretanto, su hermano acompañaba a Laurana hasta la puerta principal, donde el gobernador seguía de pie. Al verla, se irguió.
—Lauralanthalasa de la Casa Solostaran —comenzó formalmente—, estáis bajo arresto. Os entregaréis sin resistencia, como mi prisionera.
—¿De veras? —Laurana parecía muy tranquila—. ¿Con qué cargos? ¿O es que no hay ninguno? —inquirió. Se volvió de manera que Kalindas pudiera echarle la capa sobre los hombros.
El elfo empezó a hacerlo, pero Medan le quitó la prenda de las manos. El gobernador, cuyo semblante exhibía una expresión grave, cubrió los hombros de la reina madre con la capa.
—Los cargos son numerosos, señora. Acoger a un hechicero humano que está reclamado por los Túnicas Grises. Ocultar la existencia de un ingenio mágico muy valioso que el hechicero tenía en su poder, cuando, conforme a la ley, todos los objetos mágicos localizados en Qualinesti han de ser entregados al dragón. Ayudar y respaldar al hechicero proscrito en su huida de Qualinesti con dicho artefacto.
—Entiendo.
—Intenté advertiros, señora, pero no me hicisteis caso.
—Sí, lo intentasteis, gobernador, y os estoy agradecida por ello. —Laurana abrochó la capa con un prendedor de gemas. Sus manos no temblaban en absoluto—. ¿Y qué se supone que tenéis que hacer conmigo?
—Mis órdenes son ejecutaros, señora. He de enviar vuestra cabeza al dragón.
Kalindas soltó una exclamación ahogada mientras Kellevandros emitía un grito ronco y se abalanzaba sobre Medan con intención de estrangularlo.
—¡Detente, Kellevandros! —ordenó Laurana mientras se interponía entre el elfo y el gobernador—. ¡Así no me ayudarás! ¡Déjate de locuras!
Kellevandros retrocedió, jadeante, y asestó una mirada de odio a Medan. Kalindas agarró a su hermano por el brazo, pero Kellevandros se soltó bruscamente, con rabia.
—Venid, señora —dijo el gobernador mientras le ofrecía su brazo. La antorcha chisporroteaba y humeaba; los pétalos de las orquídeas que crecían sobre la puerta se habían retorcido por el calor.
Laurana puso la mano sobre el brazo del hombre. Volvió la cabeza para mirar a los dos hermanos que, con el semblante pálido y una expresión sombría en los ojos, presenciaban cómo la conducían a la muerte.
«¿Cuál de ellos es? —se preguntó la reina madre, llena de angustia—. ¿Cuál?»
Prisión de ámbar
La mañana de verano amaneció inusitadamente fría en Silvanesti.
—Un buen día para batallar, caballeros —dijo Mina a sus oficiales reunidos.
Galdar dirigió los vítores, que sacudieron los árboles a lo largo de la orilla del río, haciendo que las hojas de los álamos temblaran.
—Que nuestro valor haga temblar del mismo modo a los elfos —deseó el capitán Samuval—. ¡Hoy nos aguarda una gran victoria, Mina! ¡No podemos fallar!
—Muy por el contrario, hoy seremos derrotados —anunció la joven en tono frío.
Caballeros y oficiales la contemplaron de hito en hito, sin comprender. La habían visto realizar milagro tras milagro hasta el punto de que ahora se amontonaban uno sobre otro como la loza en el armario de cocina de un ama de casa ordenada. La idea de que esos milagros fueran a caerse del armario para hacerse trizas era una catástrofe a la que no daban crédito. No se lo creían.
—Bromea —comentó Galdar, que intentó pasar el mal trago con una risa, pero Mina sacudió la cabeza.
—Perderemos la batalla de hoy. Un ejército de mil guerreros elfos nos sale al paso para tantearnos. Nos superan en más de dos a uno. No podemos vencer.
Los caballeros y oficiales intercambiaron miradas intranquilas.
—Pero aunque perdamos esta batalla —prosiguió Mina con una ligera sonrisa y sus ambarinos ojos iluminados por un fantasmagórico brillo interno que hacía que los rostros reflejados en ellos titilaran como estrellas diminutas—, hoy ganaremos la guerra. Pero sólo si me obedecéis sin rechistar. Sólo si seguís mis órdenes al pie de la letra.
Los hombres esbozaron una mueca, ahora relajados.
—Así lo haremos, Mina —respondieron a voces varios, en tanto que el resto vitoreaba.
La muchacha había dejado de sonreír; el ámbar de sus ojos fluyó sobre ellos, se solidificó alrededor, los inmovilizó en el sitio.
—Obedeceréis mis órdenes aunque no las entendáis. Aunque no os gusten. Debéis jurarlo de rodillas, con el Único como testigo de vuestro juramento, el dios sin nombre que castigará terriblemente a quien lo rompa. ¿Lo juráis?
Los caballeros hincaron rodilla en tierra formando un semicírculo alrededor de la joven. Desenvainaron las espadas y las sostuvieron por la hoja, por la punta y por debajo de la empuñadura. Luego las alzaron hacia ella. El capitán Samuval se arrodilló e inclinó la cabeza. Pero Galdar permaneció de pie y la muchacha volvió los ojos hacia el minotauro.
—De ti más que de ningún otro, Galdar, depende el resultado de esta batalla. Si rehusas obedecerme, si te niegas a obedecer al dios que te devolvió tu brazo de guerrero, estamos perdidos. Todos nosotros. Pero, especialmente, tú.
—¿Cuáles son tus órdenes, Mina? —inquirió él con aspereza—. Dímelo antes para que sepa a qué atenerme.
—No, Galdar —repuso quedamente la joven—. O confías en mí o no confias. O pones tu fe en el Único o no la pones. ¿Qué decides?
Lentamente, el minotauro se hincó de rodillas ante Mina. Despacio, desenvainó la espada y la sostuvo en alto como los demás. Lo hizo con la mano que el dios le había devuelto.
—¡Lo juro, Mina! —prometió.
—¡Lo juro! —corearon los demás como un solo hombre.
* * *
El campo de batalla era una extensa zona de cultivo localizada a orillas del Thon-Thalas. Los soldados elfos pisotearon los tiernos brotes de trigo con sus suaves botas de cuero. Los arqueros ocuparon sus posiciones entre los altos y verdes tallos granados de maíz. El general Konnal hizo instalar su tienda de mando en un huerto de melocotoneros. Las aspas de un gran molino de viento chirriaban mientras giraban sin cesar, impulsadas por el aire que tenía un cierto regusto a cosecha de otoño.
En aquel campo habría cosecha, una espantosa: la de jóvenes vidas. Cuando todo hubiese acabado, el agua que corría a los pies del molino de viento lo haría teñida de rojo.
El campo se interponía entre el enemigo que se aproximaba y Silvanost, la capital. Los elfos se pusieron en el camino del ejército, con intención de detener a la fuerza de la Oscuridad antes de que llegase al corazón del reino. Los silvanestis se sentían ultrajados, insultados, enfurecidos. En cientos de años, ningún enemigo había pisado su sagrada tierra. El único adversario contra el que habían luchado fue uno creado por ellos mismos: la pesadilla de Lorac.
Su maravilloso escudo mágico les había fallado. Ignoraban cómo o por qué, pero los elfos estaban convencidos de que era el resultado de una perversa maquinación de los Caballeros de Neraka.
—Y por ello, general —decía Glauco en ese momento—, la captura de su cabecilla es de máxima importancia. Traed a la muchacha para que la someta a interrogatorio. Me revelará cómo se las ingenió para burlar el escudo mágico.
—¿Y qué te hace pensar que te lo dirá? —instó Konnal, molesto con el hechicero y su insistencia machacona en aquel único punto.
—Podría negarse, general, pero no tendrá opción —le aseguró Glauco—. Utilizaré la sonda de la verdad con ella.
Se encontraban en la tienda de mando. Se habían reunido a primera hora de la mañana con los oficiales elfos, y Silvan había explicado su estrategia. Los oficiales convinieron en que era una buena táctica y Konnal los despidió para que desplegaran a sus hombres. De acuerdo con los informes, el enemigo estaba a ocho kilómetros de distancia. Según los exploradores, los Caballeros de Neraka se habían detenido para equiparse y ponerse las armaduras. Obviamente se preparaban para la batalla.
—No puedo prescindir de los hombres que harían falta para capturar a un único oficial, Glauco —añadió el general mientras anotaba sus órdenes en un gran libro—. Si la chica es hecha prisionera durante la batalla, estupendo. Si no... —Se encogió de hombros y continuó escribiendo.
—Yo me encargaré de capturarla, general —se ofreció Silvan.
—Rotundamente no, majestad —se apresuró a decir el hechicero.
—Ponedme al mando de un pequeño destacamento de guerreros montados —urgió Silvan mientras se plantaba de dos zancadas ante el general—. Daremos un rodeo por el flanco y nos acercaremos por la retaguardia. Esperaremos hasta que la batalla esté en pleno apogeo y entonces cargaremos entre sus líneas en formación de cuña, acabaremos con su guardia personal y capturaremos a esa oficial para traerla de vuelta a nuestras líneas.
Konnal alzó la vista de su trabajo.
—Tú mismo afirmaste, Glauco, que descubrir cómo esos malditos demonios habían atravesado el escudo sería muy útil. Creo que el plan de su majestad tiene posibilidades.
—Su majestad correría un gran peligro —protestó el hechicero.
—Ordenaré que miembros de mi propia guardia cabalguen con el rey —propuso Konnal—. No le ocurrirá nada.
—Más vale que no —dijo en tono suave Glauco.
Haciendo caso omiso de su consejero, Konnal se dirigió a donde estaba extendido el mapa y lo examinó. Puso el índice en cierto punto.
—Supongo que su cabecilla tomará posición aquí, en esta elevación. Ahí es donde deberéis buscarlos, a ella y a su guardia personal. Podéis rodear la batalla cabalgando por esta arboleda y después salir por este punto. Os encontraréis prácticamente encima de ellos. Tendréis el elemento sorpresa a vuestro favor y podréis atacarlos antes de que adviertan vuestra presencia. ¿Está de acuerdo vuestra majestad?
—Es un plan excelente, general —convino Silvan, entusiasmado.
Iba a ponerse su armadura nueva, de excelente manufactura y bello diseño. El pectoral lucía un grabado de una estrella de doce puntas, y el yelmo tenía dos alas de reluciente acero a semejanza de las de un cisne. Llevaba espada nueva, y ahora sabía cómo utilizar una tras pasarse muchas horas al día practicando desde su llegada a Silvanost con un experto espadachín elfo, que se había mostrado extremadamente satisfecho de los progresos de su majestad. Silvan se sentía invencible. La victoria sería de los elfos ese día, y estaba resuelto a jugar una parte gloriosa en ella, una parte que se celebraría en relatos y canciones a lo largo de generaciones venideras.