Los Caballeros de Neraka (79 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: Los Caballeros de Neraka
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—¿Qué? ¿No tengo que morir? ¿Es eso cierto? ¿Lo dices en serio?

—Sólo he dicho que no tienes que volver aún —lo reprendió el mago—. Por supuesto, tendrás que regresar en algún momento.

El excitado kender no lo oyó. Tas saltaba por la habitación, desparramando el contenido de sus bolsas por todas partes.

—¡Esto es maravilloso! ¿Podemos salir a navegar en un barco, como Goldmoon?

—¿Que Goldmoon se marchó en un barco? —repitió Palin, sorprendido.

—Sí, con el gnomo —contestó alegremente Tas—. Al menos, supongo que Acertijo la alcanzó. Nada condenadamente deprisa. No sabía que los gnomos supieran nadar tan bien.

—Se ha vuelto loca —se dijo Palin, que se dirigió a la puerta—. Debemos alertar a los guardias. Alguien tiene que ir a rescatarla.

—Oh, ya han salido tras ellos —comentó el kender, despreocupado—, pero dudo que los encuentren. Verás, Acertijo me dijo que el
Indestructible
puede sumergirse bajo el agua, igual que un delfín. Es un subna... sunma... supma... Bueno, comoquiera que se diga. Acertijo me lo enseñó anoche. Su aspecto es igual que el de un pez de acero gigantesco. Oye, me pregunto si podríamos verlos desde aquí.

Tas corrió hacia el ventanal, pegó la nariz contra el cristal y escudriñó el paisaje buscando el barco. Palin había olvidado la extraña visión a causa de la sorpresa y la consternación. Esperaba que aquélla fuese otra de las historietas del kender, y que Goldmoon no hubiese embarcado en un cacharro inventado y construido por gnomos.

Se disponía a bajar la escalera para informarse de lo que había ocurrido realmente, cuando la quietud de la mañana saltó hecha añicos por un toque de trompeta. Las campanas tocaron a rebato. En el vestíbulo se oyeron voces exigiendo saber qué estaba pasando. Respondieron otras voces en las que se advertían el pánico.

—¿Qué es ese jaleo? —preguntó Tas, todavía asomado al ventanal.

—El toque de tomar las armas. Me pregunto por qué.

—A lo mejor tiene algo que ver con esos dragones —comentó Tas mientras señalaba.

Formas con alas, negras contra el cielo matinal, volaban hacia la Ciudadela. Una de ellas, la del centro de la formación, era más grande que las demás, tanto que parecía que la tonalidad verde del firmamento era un reflejo de la luz del sol en las escamas del reptil. Palin escudriñó atentamente. Consternado, retrocedió al centro de la habitación, a las sombras, como si, incluso desde aquella distancia, los rojizos ojos del dragón fueran a localizarlo.

—¡Es Beryl! —exclamó con un nudo en la garganta—. ¡Y viene con sus secuaces!

—Creía que era la noticia de que no tenía que regresar para morir lo que me provocaba un nudo en el estómago, pero es por la maldición, ¿verdad? —Miró a Palin—. ¿Por qué viene aquí?

Buena pregunta. Desde luego, cabía la posibilidad de que a Beryl se le hubiese antojado atacar la Ciudadela, pero Palin lo dudaba. El complejo se encontraba en territorio de Khellendros, el Dragón Azul que dominaba esa parte del mundo. Beryl no irrumpiría en territorio del Azul a no ser por extrema necesidad.

—Quiere el ingenio —adivinó el mago.

—¿El ingenio mágico? —Tasslehoff se llevó la mano a un bolsillo y sacó el objeto—. ¡Puf, qué asco! —Se pasó la mano por la cara—. En este cuarto tiene que haber arañas. Estoy lleno de sus telillas. —Asió el artefacto con gesto protector—. ¿Puede olfatearlo el dragón, Palin? ¿Cómo sabe que nos encontramos aquí?

—Lo ignoro —contestó el mago, sombrío, aunque lo tenía todo muy claro—. Y poco importa cómo lo sabe. —Alargó la mano—. Dame el ingenio.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Tas, vacilante. Todavía no las tenía todas consigo.

—Salir de aquí —contestó Palin—. El ingenio mágico no puede caer en sus manos.

Imaginaba sólo algunas de las cosas que la Verde podría hacer con él. La magia del ingenio la convertiría en la indiscutible dueña y señora de Ansalon. Aun en el caso de que no hubiese un pasado más allá, podría regresar a los días posteriores a la Guerra de Caos, cuando los grandes dragones aparecieron por primera vez en Ansalon. Podría volver a cualquier momento y cambiar los acontecimientos para salir victoriosa de cualquier batalla. Como poco, podría utilizar el ingenio para transportar su inmenso corpachón para circunvolar el mundo. No habría un solo lugar a salvo de sus estragos.

—Dame el ingenio —repitió con urgencia—. Tenemos que irnos. ¡Deprisa, Tas!

—¿Voy contigo? —preguntó el kender, que seguía sin soltar el objeto.

—¡Sí! —respondió Palin casi a voz en grito. Iba a añadir que no les quedaba mucho tiempo, pero no dijo nada. Tiempo era lo único que tenían—. Entrégame el ingenio.

—¿Adónde vamos? —preguntó ansiosamente, tras dárselo.

Otra buena pregunta. En medio de aquel caos, Palin no había pensado en aquel detalle importante.

—A Solace —decidió—. Volveremos a Solace. Alertaremos a los caballeros. Los solámnicos del fortín montan Dragones Plateados y podrán acudir en ayuda de la gente de aquí.

Los reptiles se encontraban más cerca ahora, mucho más. El sol brillaba en escamas verdes y rojas. Las grandes alas arrojaban sombras que se deslizaban sobre el agua oleosa. Fuera, las campanas seguían tañendo frenéticamente, apremiando a la gente a buscar refugio, a huir a colinas y bosques. Sonaban trompetas que llamaban a las armas. Sonaban pies corriendo, el ruido del acero, voces tensas gritando órdenes.

Palin sostuvo el ingenio entre sus manos. La calidez de la magia fluyó por su cuerpo, lo tranquilizó como un trago de buen brandy. El mago cerró los ojos y evocó mentalmente las palabras del conjuro, la manipulación del artilugio.

—¡Ponte cerca de mí! —ordenó a Tas.

Obediente, el kender agarró una manga de la túnica de Palin, que empezó a recitar el conjuro.

—«Tu tiempo es el tuyo propio...»

Trató de girar hacia arriba la enjoyada placa delantera del colgante. Algo no funcionaba bien del todo. El mecanismo parecía atascado. Palin hizo un poco más de fuerza y la placa delantera giró.

—«Pero a través de él viajas...»

El mago ajustó la placa de derecha a izquierda. Notó una fricción, pero la placa se desplazó.

—«Ves su expansión...»

Ahora se suponía que la placa debía caer para formar dos esferas conectadas por varillas, pero, sorprendentemente, la placa posterior se soltó del todo y cayó ruidosamente al suelo.

—Ups —musitó Tas mientras veía girar la placa como una peonza loca—. ¿Eso lo has hecho a propósito?

—¡No! —exclamó el mago. Entre sus manos sostenía una única esfera de la que sobresalía una varilla. Miraba aterrado la placa.

—Deja, yo la cogeré. —Tas recogió la pieza rota.

—¡Dámela! —Palin se la arrebató bruscamente de la mano. Contempló, impotente, la placa e intentó encajar la varilla en ella, pero no había ninguna ranura donde introducirla. Un borroso velo de miedo y frustración le enturbiaba los ojos. Recitó de nuevo el verso con voz tensa, llena de pánico—. «¡Ves su expansión!» —Sacudió la esfera y la varilla, sacudió la placa—. ¡Funciona! —ordenó, dominado por la rabia y la desesperación—. ¡Funciona, maldita sea!

La cadena se descolgó, resbaló entre los crispados dedos de Palin como una serpiente plateada y cayó al suelo. La varilla se separó de la esfera; las gemas lanzaron destellos. Y entonces la oscuridad envolvió la habitación, desapareció el brillo de las piedras preciosas. Las alas de los dragones habían ocultado la luz del sol.

Palin Majere estaba de pie, paralizado, en la Ciudadela de la Luz sosteniendo entre sus manos tullidas parte del ingenio de viajar en el tiempo que se había roto en pedazos.

«¡Los muertos! —le había dicho Goldmoon—. ¡Se nutren de ti!»

Vio a su padre, vio el río de muertos fluyendo alrededor. Un sueño. No, nada de sueño. La realidad sí era un sueño. Goldmoon había intentado explicárselo.

—¡Esto es lo que le pasaba a la magia! ¡Ésta es la razón de que mis conjuros salieran mal! Los muertos están absorbiendo mis poderes mágicos, como sanguijuelas chupando sangre. Me tienen rodeado, me tocan con sus manos, con sus labios...

Podía sentirlos. Su tacto era como telarañas rozándole la piel. O como alas de insectos, que era lo que había sentido en casa de Laurana. Ahora tenía claras muchas cosas. La pérdida de la magia. No era que él hubiese perdido el poder, sino que los muertos se lo habían absorbido.

—Bueno —dijo Tas—, por lo menos el dragón no tendrá el artefacto.

—No —musitó Palin—. Nos tendrá a nosotros.

Aunque no los veía, podía sentir a los muertos rodeándolo, alimentándose.

32

La ejecución

El cirio que llevaba la cuenta de las horas ardía junto a la cama de Silvan. El monarca yacía boca abajo, contemplando cómo se consumían las horas junto con la cera derretida. Una tras otra, las líneas que las marcaban desaparecieron hasta que sólo quedó la última. El cirio había sido hecho parar lucir durante doce horas, y Silvan lo había encendido a medianoche. Once horas habían sido devoradas por la llama; faltaba poco para mediodía, la hora fijada para la ejecución de Mina.

Silvan apagó el cirio de un soplo, se levantó y se vistió con sus mejores galas, atuendo que había llevado para lucirlo durante la marcha —una marcha triunfal— de regreso a Silvanost. El jubón, de un suave color gris perla, estaba bordado con hilo de plata. Las calzas, así como las botas, también eran de color gris. Un toque de puntilla blanca adornaba las bocamangas y el cuello.

—¿Majestad? —llamó una voz desde fuera de la tienda—. Soy Kiryn. ¿Puedo entrar?

—Pasa si quieres —repuso de manera cortante—, pero nadie más.

—Vine hace un rato —comentó Kiryn una vez que hubo entrado—. No contestaste. Debías de estar dormido.

—No he pegado ojo —dijo fríamente Silvan mientras se abrochaba el cuello del jubón.

Se hizo un silencio incómodo.

—¿Has desayunado? —preguntó Kiryn al cabo de unos instantes.

Silvan le asestó una mirada que habría sido como un golpe para cualquier otra persona. Ni siquiera se molestó en contestar.

—Primo, sé cómo te sientes —comentó Kiryn—. Lo que se proponen hacer es realmente monstruoso. He discutido con mi tío y con los demás hasta quedarme ronco, pero nada de lo que dije los hizo cambiar de opinión. Glauco aviva su miedo. Están todos que no les llega la camisa al cuerpo.

—¿No eres de su mismo parecer? —preguntó Silvan, volviéndose a medias.

—¡No, primo! ¡Por supuesto que no! —negó Kiryn, sorprendido—. ¿Cómo se te pasó siquiera por la cabeza? Es un asesinato, lisa y llanamente. Pueden llamarlo «ejecución» e intentar disfrazarlo como algo respetable, pero no pueden ocultar la horrible verdad. No me importa si esa joven es la humana más peligrosa y vil que jamás haya existido. Su sangre manchará para siempre el suelo donde se derrame, y esa mancha se extenderá como una llaga entre nosotros. —La voz de Kiryn bajó de tono y el joven elfo lanzó una mirada aprensiva hacia el exterior de la tienda.

»
De hecho, primo, Glauco ya habla de traidores entre nuestra gente, de imponer el mismo castigo a elfos. Mi tío y los Cabezas de Casas se horrorizaron y se opusieron tajantemente a la idea, pero me temo que dejarán de alimentarse con miedo para empezar a devorarse unos a otros.

—Glauco —repitió quedamente Silvan. Podría haber añadido más, pero recordó la promesa hecha a Mina—. Coge mi peto, ¿quieres, primo? Y mi espada. Ayúdame a ponérmelos, por favor.

—Puedo llamar a tus ayudantes —ofreció Kiryn.

—No, no quiero verlos. —Silvan apretó los dientes—. Si uno de mis servidores dijera algo insultante sobre ella, podría... Podría hacer algo de lo que me arrepentiría después.

Kiryn lo ayudó con las hebillas de las correas.

—He oído que es bastante bonita. Para una humana, se entiende —puntualizó.

Silvan lanzó a su primo una mirada penetrante, desconfiada.

Kiryn no levantó la vista de lo que estaba haciendo. Mascullando entre dientes, simuló tener problemas con una hebilla recalcitrante. Más tranquilo, Silvan se relajó.

—Es la mujer más hermosa que he visto en mi vida, Kiryn. Tan frágil, tan delicada. ¡Y sus ojos! ¡Nunca había visto ojos así!

—Y, sin embargo, primo —lo reprendió suavemente el otro elfo—, es una Dama de Neraka.

—¡Por equivocación! —gritó Silvan, que pasó de la calma a la ira en un instante—. ¡Estoy convencido! Tiene que haber sido embrujada por los caballeros o... O tienen de rehenes a su familia o... ¡O cualquier otra razón de las muchas que puede haber! En realidad, vino aquí para salvarnos.

—Y por eso traía con ella un ejército —comentó secamente Kiryn.

—Ya lo verás, primo —pronosticó el rey—. Comprobarás que estoy en lo cierto. Te lo demostraré. —Se volvió hacia Kiryn—. ¿Sabes lo que hice? Anoche fui a su tienda para dejarla en libertad. ¡Lo hice, sí! Corté una raja en la lona e iba a quitarle las cadenas, pero ella se negó a marcharse.

—¿Que hiciste qué? —exclamó Kiryn, estupefacto—. Primo...

—Olvídalo —lo interrumpió Silvan, dándole la espalda de nuevo, apagada ya la llama de la ira y recobrada la fría serenidad—. No quiero discutirlo. No tendría que habértelo dicho, eres como los demás. ¡Fuera! Déjame solo.

Kiryn decidió que lo mejor era obedecer. Su mano tocaba la lona de la entrada para levantarla cuando Silvan lo agarró por el hombro, con fuerza.

—¿Irás corriendo a contarle a Konnal lo que te he dicho? Porque si es lo que piensas hacer...

—No, primo. Mantendré tus confidencias en secreto. No es necesario que me amenaces —repuso sosegadamente Kiryn.

Silvan pareció avergonzarse. Masculló algo y le soltó el brazo para después darle la espalda.

Apenado, preocupado y asustado tanto por su pueblo como por su primo, Kiryn se quedó parado fuera de la tienda e intentó pensar qué hacer. No confiaba en la chica humana. No sabía mucho sobre los Caballeros de Neraka, pero no era lógico que ascendieran a rango de comandante a alguien que los servía de mala gana o por la fuerza. Y a pesar de que ningún elfo jamás hablaría bien de un humano, los soldados habían comentado, a regañadientes, la disciplina y la tenacidad en la lucha del enemigo. Hasta el general Konnal, que detestaba a los humanos, había tenido que admitir que aquellos soldados habían combatido bien y, a pesar de batirse en retirada, lo habían hecho en orden. Habían seguido a la chica a través del escudo, internándose en un reino bien defendido, en el que seguramente sabían que encontrarían la muerte. No, aquellos hombres no servían al mando de una comandante traidora.

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