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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

Los Caballeros de Neraka (80 page)

BOOK: Los Caballeros de Neraka
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No era la chica la que estaba embrujada, sino ella la que había realizado el hechizo. Saltaba a la vista que Silvan se había enamorado de ella. El joven monarca estaba en la edad en que los deseos empezaban a despertarse en los varones elfos, la edad en que un hombre se enamoraba del propio amor. La edad en que Silvan podría caer en la embriaguez de la veneración. «Amo amar a mi amor», era la primera estrofa del estribillo de una canción elfa popular. Lástima que el azar los hubiera unido, que hubiese arrojado literalmente a la exótica y bella humana en brazos del joven rey.

Silvan maquinaba algo. Kiryn no sabía qué, pero estaba muy angustiado. Apreciaba a su primo, consideraba que Silvanoshei tenía potencial para ser un buen rey. Esa locura podría mandar al traste su futuro. El hecho de que hubiese intentado liberar a esa chica, su mortal enemigo, bastaba para tildarlo de traidor si alguien llegaba a enterarse. Lo declararían «elfo oscuro» y lo exiliarían como habían exiliado a sus padres. El general Konnal sólo esperaba tener una excusa.

Kiryn no se planteó ni por un instante romper su promesa al rey. No le contaría a nadie lo que Silvan le había dicho. Ojalá no le hubiese hecho tal confidencia. Se preguntó tristemente qué planearía su primo y si él podría hacer algo para impedir que Silvan actuara de un modo estúpido, impulsivo y exaltado que sería su ruina. Lo mejor, lo único que podía hacer, era quedarse cerca de su primo y estar preparado para intentar detenerlo.

* * *

El sol se encontraba en su cénit cual un ojo ardiente que mirara iracundo la tierra a través de la tenue cortina del escudo, como si se sintiese frustrado por no tener una vista más clara de lo que pasaba. Sus rayos caían de lleno sobre el ensangrentado campo de batalla, preparado ya para recibir más sangre. El sol contemplaba fijamente, sin pestañear, a los sembradores de muerte, que plantaban cadáveres en la tierra en lugar de semillas. El Thon-Thalas se había teñido de rojo ayer por la sangre derramada. Nadie podía beber de él.

Los elfos habían recorrido el bosque para buscar un árbol caído que sirviera de estaca. Los moldeadores de árboles lo trabajaron para que quedara liso, recto y resistente. Lo clavaron en la tierra, le dieron martillazos para que penetrara más profundamente a fin de que quedara estable y no cayera.

El general Konnal, acompañado por Glauco, apareció en el campo. Llevaba armadura y espada. El gesto de su semblante era severo, mientras que Glauco denotaba complacencia y triunfo. Los oficiales hicieron formar en filas al ejército y los soldados se cuadraron a la orden de firmes. Más soldados rodeaban el campo, creando una barrera defensiva, alertas a la aparición de los humanos, a quienes se les habría podido ocurrir la idea de intentar rescatar a su comandante. Los Cabezas de Casas se reunieron. Los heridos que pudieron abandonar el lecho se alinearon para presenciar el acto.

Kiryn ocupó su lugar, al lado de su tío. El joven tenía tan mala cara que Konnal le aconsejó en voz baja que regresara a su tienda. Kiryn sacudió la cabeza y no se movió de donde estaba.

Se habían elegido siete arqueros para formar la unidad de ejecución y formaban en una línea, a unos veinte pasos de la estaca. Encajaron las flechas en las cuerdas y aprestaron los arcos.

Sonó una trompeta anunciando la llegada de su majestad, el Orador de las Estrellas. Silvanoshei se acercó al campo solo, sin escolta. Tenía pálido el semblante, tanto que corrió el rumor entre los Cabezas de Casas de que su majestad había resultado herido en la batalla y había perdido mucha sangre.

Silvan se detuvo al borde del campo, miró en derredor, a las tropas formadas, a la estaca, a los Cabezas de Casas, a Konnal y a Glauco. Se había colocado una silla para el rey en un extremo del campo, a una distancia segura del punto por donde la prisionera daría lo que serían sus últimos pasos. Silvan miró la silla y pasó de largo para situarse junto al general Konnal, entre él y Glauco. Aquello no fue del agrado del general.

—Hemos dispuesto una silla para vuestra majestad, en un lugar seguro.

—Estoy a vuestro lado, general —repuso Silvan, que volvió la vista hacia él—. No se me ocurre otro lugar más seguro para mí. ¿No opináis lo mismo?

Konnal enrojeció, agitado, y miró de reojo a Glauco, que se encogió de hombros como diciendo «No perdáis el tiempo discutiendo. ¿Qué más da?».

—¡Traed a la prisionera! —ordenó el general.

Silvan se mantenía erguido, con la mano sobre la empuñadura de la espada. Su expresión era fría, impasible, sin traslucir nada de lo que pensaba o sentía.

Seis guardias elfos, con las espadas desenvainadas, condujeron a la prisionera hacia el campo. Eran hombres de elevada estatura e iban equipados con cotas de malla. La chica vestía de blanco, un vestido sencillo, sin adornos, como un camisón de niña. Llevaba las manos y los tobillos encadenados. Parecía pequeña y débil, frágil y delicada, una chiquilla entre adultos. Adultos crueles.

Se alzó un murmullo entre los Cabezas de Casas; un murmullo de lástima y consternación mezclado con duda. ¿Ésa era la temida comandante? ¿Esa chica? ¿Esa muchachita? El murmullo fue contestado por un gruñido furioso de los soldados. Era una humana. Su enemiga.

Konnal giró la cabeza y acalló la consternación de unos y la ira de otros con una mirada torva.

—Traed a la prisionera ante mí —ordenó—, para que sepa los cargos por los que se le quita la vida.

Los guardias escoltaron a la prisionera, que debido a los grilletes caminaba lentamente, pero con porte regio, recta la espalda, la cabeza levantada y una sonrisa extraña y serena en sus labios. En contraste, sus guardianes parecían extremadamente incómodos. Mientras que los pasos de ella eran ligeros, dando la impresión de que apenas tocaba el suelo, los guardias caminaban trabajosamente por la tierra removida, como si fueran por un terreno escabroso. Para cuando llegaron con la chica ante el general, estaban sin aliento y exhaustos. Lanzaron ojeadas nerviosas y vigilantes a su prisionera, que no los miró una sola vez.

Mina tampoco miró a Silvanoshei, el cual la contemplaba poniendo en ello el corazón y el alma, deseando con todas su fuerzas que le diera la señal, dispuesto a luchar contra el ejército elfo al completo si así se lo pedía. Los ambarinos ojos de Mina se quedaron prendidos en el general, y aunque el elfo pareció resistirse un instante, no pudo evitar unirse a los otros insectos atrapados en la dorada resina.

Konnal se puso a lanzar un discurso en el que explicaba por qué era necesario ir en contra de la tradición y las convicciones elfas y arrebatar a esa persona su más preciado don: la vida. Era un buen orador y puso de relieve muchos puntos destacados. El discurso habría tenido buena acogida de haberlo pronunciado antes de que la gente hubiese visto a la prisionera. Tal como estaban las cosas, parecía un padre cruel imponiendo un castigo excesivo a una criatura indefensa. Konnal se dio cuenta de que perdía a su audiencia; muchos de los allí reunidos se mostraban inquietos e incómodos, reconsiderando su veredicto. Así pues, el general acabó su discurso de un modo rápido y algo brusco.

—Prisionera, ¿cómo te llamas? —instó en Común. Su voz, anormalmente alta, resonó en las montañas, que le devolvieron el eco.

—Mina —contestó la muchacha en un tono tan frío como las aguas enrojecidas del Thon-Thalas y con el mismo dejo a acero.

—¿Apellido? —preguntó—. Es para el acta.

—Mina es mi único nombre —contestó.

—Prisionera Mina —empezó severamente Konnal—, condujiste una fuerza armada a nuestro territorio sin motivo, ya que somos un pueblo amante de la paz. Como no existe una declaración de guerra formal entre nuestros países, se te considera una facinerosa, una malhechora, una asesina. En consecuencia, se te sentencia a muerte. ¿Tienes algo que alegar contra estos cargos?

—Sí —replicó la muchacha con adusta seriedad—. No vine aquí para luchar contra el pueblo qualinesti, sino a salvarlo.

Konnal soltó una risa seca e irritada.

—Sabemos muy bien que para los Caballeros de Neraka la palabra «salvación» es sinónimo de «conquista» y «opresión».

—Vine a salvar a vuestro pueblo —repitió Mina en tono quedo, suave—, y lo haré.

—Os está ridiculizando, general —susurró urgentemente Glauco al oído de Konnal—. ¡Acabad de una vez con esto!

Konnal no prestó atención a su consejero, salvo para hacer caso omiso de él y alejarse un paso.

—Una pregunta más, prisionera —continuó en tono solemne—. Responderla no te salvará de la muerte, pero las flechas podrían volar con más puntería y dar en el blanco a la primera si cooperas. ¿Cómo conseguiste atravesar el escudo?

—Os lo diré, y con mucho gusto —repuso Mina—. La mano del dios al que sirvo, la del único y verdadero dios del mundo y de todos sus pueblos, descendió del cielo y levantó el escudo para que yo y quienes me acompañaban pudiésemos entrar.

Un murmullo semejante a un viento helado que sopla inesperadamente en un día de verano se propagó de elfo a elfo, repitiendo sus palabras aunque no era necesario. Todos la habían oído claramente.

—¡Eso es una falacia, prisionera! —espetó Konnal, enfurecido—. Los dioses se marcharon para no volver.

—Os lo advertí —comentó Glauco con un suspiro. Dirigió a Mina una mirada inquieta—. ¡Ejecutadla! ¡Ya!

—No soy yo quien recurre a la falacia —intervino Mina—. No soy yo quien morirá hoy. No soy yo quien pagará con la vida. Oíd las palabras del dios único y verdadero. —Se volvió y miró directamente a Glauco.

»
Intrigante ambicioso, coludiste con mis enemigos para robarme lo que es legítimamente mío. El castigo por traición es la muerte.

Mina alzó las manos al cielo. No había una sola nube, pero las manillas que ceñían sus muñecas se partieron como si les hubiese alcanzado un rayo y cayeron al suelo con gran ruido. Las cadenas que la retenían se fundieron, se disolvieron. Libre de las trabas de hierro, señaló a Glauco con el dedo, apuntando al corazón.

—¡Tu hechizo está roto! ¡La ilusión ha acabado! Ya no puedes ocultar tu cuerpo en el plano del encantamiento mientras tu alma se mueve dentro de otra forma. Deja que los elfos vean a su «salvador». Muéstrate como eres, Cyan Bloodbane.

Un vivísimo destello relampagueó en el pecho del elfo conocido como Glauco, que gritó de dolor e intentó desesperadamente aferrar el amuleto mágico, pero el cordón plateado del que colgaba en su cuello se había roto y, con él, el hechizo creado por el talismán.

Los elfos contemplaron una visión asombrosa. La forma de Glauco creció y creció de manera que en un segundo su cuerpo elfo se tornó inmenso, horrendo, contorsionado. Le brotaron alas. Escamas verdes crecieron por encima y por debajo de la boca, que se retorcía en un gesto de odio, y se extendieron por la nariz que se alargaba a ojos vista, así como las mandíbulas, de las que surgieron enormes colmillos; la veloz transformación impidió que fluyeran las horribles maldiciones que se formaban en su boca y en lugar de palabras expulsó vapores nocivos. Sus brazos y sus piernas se convirtieron en patas fuertes y musculosas, terminadas en afiladas garras. La inmensa cola se enroscó para azotar con la fuerza letal de un látigo gigantesco o la picadura de una serpiente al ataque.

—¡Cyan! —gritaron los elfos, aterrorizados—. ¡Es Cyan!

Nadie se movió. No podían. El miedo al dragón paralizaba sus miembros, sus corazones, los aferraba y los sacudía como haría un lobo con un conejo para romperle en espinazo.

Y, sin embargo, Cyan Bloodbane no se encontraba realmente entre ellos. Su alma y su cuerpo aún no se habían fusionado del todo. El dragón se hallaba en mitad de la transformación, vulnerable, y él lo sabía. Sólo se requerían unos segundos para lograr tal unión, pero tenía que disponer de esos preciosos instantes.

Se valió del miedo al dragón para ganar el tiempo que necesitaba, dejando indefensos a los elfos y consiguiendo que algunos se volvieran locos de miedo y desesperación. El general Konnal, aturdido por el insuperable horror de la destrucción que había desatado contra su propio pueblo, era como un hombre alcanzado por el rayo. Hizo un débil intento de desenvainar su espada, pero su mano derecha rehusó obedecer su orden.

Cyan hizo caso omiso de él. Se encargaría de ese despreciable gusano después. El dragón concentró su rabia y su ira sobre la única persona que representaba un verdadero peligro, la criatura que lo había desenmascarado. La que de algún modo se las había arreglado para romper el poderoso hechizo del amuleto, el cual había permitido que su cuerpo y su espíritu viviesen por separado, y que le fue entregado como regalo por su antiguo amo, el tristemente famoso hechicero Raistlin Majere.

Mina temblaba por el miedo al dragón. Ni siquiera su fe podía protegerla de él. Estaba desarmada, indefensa. Cyan aspiró su aliento venenoso, todavía débil al igual que lo eran aún sus poderosas mandíbulas. El gas letal inmovilizaría a esa patética humana y entonces sus mandíbulas serían lo bastante fuertes para arrancarle el corazón del pecho y descabezarla de un mordisco.

Silvan también había sucumbido al miedo al dragón; miedo, estupefacción, horror y una espantosa conclusión: Cyan Bloodbane, el dragón que había sido la maldición de su abuelo, era ahora la del nieto. Silvan se estremeció al pensar lo que habría llegado a hacer a instancias de Glauco si Mina no le hubiese abierto los ojos a la verdad.

¡Mina! Se volvió buscándola y la vio tambalearse, llevarse las manos a la garganta y desplomarse hacia atrás para quedar tendida en el suelo, inconsciente, a los pies del dragón, cuyas babeantes fauces se abrían de par en par.

El miedo por la joven, más fuerte y poderoso que el miedo al dragón, se apoderó de Silvan. El rey desenvainó la espada y saltó para plantarse protectoramente sobre ella, interponiendo su cuerpo entre la chica y la dentellada del reptil.

Cyan no habría querido que ese Caladon tuviese una muerte tan rápida. Había contemplado con ansiedad la perspectiva de atormentarlo durante años como había hecho con su abuelo. Era una verdadera lástima ver frustradas así sus esperanzas, pero no tenía remedio, Cyan exhaló su aliento ponzoñoso sobre el elfo.

Silvan tosió y sufrió arcadas. Los vapores le revolvían el estómago y sintió que se ahogaba en ellos. Debilitado, aún consiguió asestar una violenta estocada a la horrenda testa.

La hoja se hundió en la blanda carne debajo de la mandíbula y, aunque no causó verdadero daño, al dragón le dolió. Cyan echó la cabeza hacia atrás, con la espada todavía embebida en la herida, y arrancó el arma de la mano inerte de Silvan. Al sacudir la testa, el reptil salpicó sangre y la espada salió lanzada por el aire.

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