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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

Los Caballeros de Neraka (74 page)

BOOK: Los Caballeros de Neraka
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—Mencionaste a tu dios y se me ocurre una pregunta. Si los Caballeros de Neraka lo siguen, entonces he de asumir que esa deidad es maligna. ¿Por qué una persona tan joven y tan hermosa recorre la senda de la Oscuridad?

Mina le sonrió; era la clase de sonrisa compasiva que se dedica a un ciego o a un deficiente mental.

—No hay Bien ni Mal. No hay Luz ni Oscuridad. Sólo existe una verdad. La unicidad. Todo lo demás es falsedad.

—Pero ese dios tiene que ser maligno —argumentó Silvan—. De otro modo, ¿por qué atacar a nuestra nación? Somos amantes de la paz. No hemos hecho nada para provocar esta guerra, y, sin embargo, mi gente ha muerto a manos de sus enemigos.

—No vine para conquistar, sino para liberaros a ti y a tu pueblo. Si algunos mueren, es sólo para que muchísimos más puedan vivir. Los muertos comprenden su sacrificio.

—Tal vez ellos sí —repuso Silvan con mal gesto—. Pero confieso que yo no. ¿Cómo puedes tú, una joven humana y sola, salvar a la nación elfa?

Mina permaneció en silencio unos instantes, tan quieta que ni siquiera las cadenas hicieron el menor ruido. Sus ojos ambarinos se apartaron de Silvan y se desviaron hacia la llama de la vela. El monarca se contentaba con permanecer sentado a sus pies, contemplándola. Podría haberse pasado toda la noche así, tal vez toda su vida. Jamás había visto una humana con rasgos tan delicados, con una estructura ósea tan ligera, con una piel tan suave. Todos sus movimientos eran gráciles, fluidos. Su mirada se sintió atraída hacia la cabeza afeitada. La forma del cráneo era perfecta, el cuero cabelludo terso, con una ligera capa rojiza cubriéndolo apenas y que debía de resultar tan suave al tacto como el plumón de un pájaro.

—Se me permite revelarte un secreto, Silvanoshei —dijo Mina.

Silvan, perdido en su contemplación, sufrió un sobresalto al sonido de su voz.

—¿Quién te da ese permiso?

—Has de jurar que no se lo dirás a nadie más.

—Lo juro.

—Un juramento serio —insistió Mina.

—Lo juro —repitió lentamente Silvan—, por la tumba de mi madre.

—No puedo aceptar esa promesa —replicó la muchacha—. Tu madre no ha muerto.

—¿Qué? —El rey se echó bruscamente hacia atrás, estupefacto—. ¿De qué hablas?

—Tu madre vive, y también tu padre. Los ogros no mataron a tu madre ni a sus seguidores, como temías. Fueron rescatados por la Legión de Acero. Pero la historia de tus padres ha concluido, pertenece al pasado. La tuya acaba de empezar, Silvanoshei Caladon.

Mina alargó la mano haciendo que la cadena tintineara como la campanilla de un altar; rozó la mejilla del elfo y, ejerciendo una leve presión, lo atrajo hacia sí.

—Júrame por el único y verdadero dios que no revelarás a nadie lo que voy a decirte.

—Pero yo no creo en ese dios —titubeó Silvan. Su roce fue como el rayo que había caído tan cerca de él; hizo que el vello de la nuca y de los brazos se le pusiera de punta y despertó un hormigueo de deseo en su sangre.

—El Único sí cree en ti, Silvanoshei —dijo Mina—. Eso es lo que cuenta. El Único aceptará tu juramento.

—Entonces, lo juro por el... Único. —Se sintió incómodo al pronunciar aquel término, y también por prestar el juramento. No creía en esa deidad en absoluto, pero tenía la extraña e inquietante sensación de que su promesa había sido recogida por alguna mano inmortal y que tendría que cumplirla.

—¿Cómo atravesaste el escudo? —le preguntó Mina.

—Glauco lo levantó para que pudiese pasar —empezó Silvan, pero calló al reparar en la sonrisa de la muchacha—. ¿Qué? ¿Acaso ese dios tuyo lo levantó para mí, como le dijiste a Glauco que hizo para ti?

—Le dije lo que quería oír. En realidad, tú no atravesaste el escudo, sino que éste te capturó mientras estabas indefenso.

—Sí, entiendo a lo que te refieres. —Silvan recordó la noche de la tormenta—. Estaba inconsciente. Me desplomé junto al escudo, por el lado de fuera, y cuando recobré el sentido me encontraba al otro lado. Pero yo no me moví. ¡Fue el escudo el que se desplazó para cubrirme! ¡Claro, ésa es la explicación!

—El escudo resiste firme cualquier ataque, pero intenta atrapar a cualquier ser indefenso, eso es lo que se me ha dado a conocer. Mis soldados y yo pasamos la noche a su lado y, mientras dormíamos, se desplazó por encima de nosotros.

—¡Pero si el escudo defiende a los elfos! —protestó Silvan—. ¿Cómo iba a admitir dentro a nuestros enemigos?

—El escudo no os protege —replicó Mina—. Mantiene fuera a aquellos que podrían ayudaros. En realidad, es vuestra prisión. No sólo eso, sino también vuestro verdugo.

Silvan se echó hacia atrás para romper el contacto con su mano. La cercanía de la muchacha lo confundía, dificultaba su capacidad de pensar.

—¿Qué quieres decir?

—Tu pueblo está muriendo de una enfermedad consumidora —contestó—. Y cada día sucumbirán muchos más. Algunos creen que el escudo es el causante de la enfermedad. En parte tienen razón. Lo que ignoran es que las vidas de los elfos se consumen para dar energía al escudo. La vida de tu gente mantiene el escudo en su sitio. Ahora es una prisión, pero pronto será vuestra tumba.

Silvan se apoyó en los talones.

—No te creo.

—Tengo pruebas —adujo Mina—. Lo que digo es verdad. Lo juro por mi dios.

—Entonces, dame esas pruebas —instó el rey—. Deja que las considere y saque conclusiones.

—Te las daré, Silvanoshei, y con gusto. Mi dios me envió aquí con ese propósito. Glauco...

—Majestad —llamó una voz severa desde fuera de la tienda.

Silvan maldijo entre dientes y se volvió rápidamente.

—¡Recuerda, ni una palabra! —advirtió Mina.

Temblándole las manos, el rey abrió el paño de lona de la entrada y se encontró con el general Konnal, que iba flanqueado por los dos centinelas.

—Majestad —repitió el general y su voz denotaba un timbre prepotente que irritó sobremanera al joven monarca—, ni siquiera un rey puede despedir a quienes vigilan a una prisionera tan importante. Vuestra majestad se ha puesto en peligro y eso no puede permitirse. Volved a ocupar vuestros puestos —ordenó el general.

Los centinelas elfos se situaron delante de la tienda.

Palabras de explicación se agolparon en la lengua de Silvan, pero no pronunció ninguna. Podría haber dicho que había ido a interrogar a la prisionera acerca del escudo, pero eso se aproximaba mucho a su secreto y temía no poder mencionar una cosa sin revelar la otra.

—Escoltaré a vuestra majestad hasta vuestra tienda —anunció el general—. Incluso los héroes deben dormir.

Silvan mantuvo un silencio que confiaba pareciera el de su dignidad ofendida e intenciones mal interpretadas. Caminó junto a Konnal y ambos pasaron ante los rescoldos de fogatas que se habían dejado apagar. Los elfos que no se encontraban en servicio de patrullas, buscando a los humanos, se habían envuelto en las mantas y dormían. Los sanadores atendían a los heridos, procurando que se sintieran cómodos. En el campamento reinaban el silencio y la quietud.

—Buenas noches, general —dijo fríamente Silvan—. Os doy la enhorabuena por la victoria de hoy. —Se agachó para entrar en su tienda.

—Recomiendo a vuestra majestad que vayáis directamente a la cama —dijo Konnal—. Necesitaréis estar descansado mañana para presidir la ejecución.

—¿Qué? —exclamó Silvan. Se agarró al poste de entrada para sostenerse—. ¿Qué ejecución? ¿De quién?

—Mañana, a mediodía, cuando el glorioso sol se halle en su cénit para servirnos como testigo, ejecutaremos a la humana —anunció el general. No miró al rey mientras hablaba, sino que mantenía la vista fija en la oscuridad de la noche—. Glauco lo ha recomendado así, y en eso coincido con él.

—¡Glauco! —repitió Silvan.

Recordaba al hechicero en la tienda, el miedo que había percibido en él. Y Mina había estado a punto de decirle algo sobre Glauco cuando Konnal los interrumpió.

—¡No podéis matarla! —manifestó firmemente—. Y no lo haréis. Lo prohibo.

—Me temo que vuestra majestad no tiene voz ni voto en ese asunto. Los Cabezas de Casas han sido informados de la situación. Han votado, y el voto ha sido unánime.

—¿Cómo se la ejecutará? —preguntó Silvan.

Konnal puso una mano en el brazo del rey con actitud amable.

—Sé que es un deber penoso, majestad. No tenéis que quedaros a verlo, sólo pronunciar unas palabras y después podréis retiraros a vuestra tienda. Nadie os lo echaría en cara.

—¡Respondedme, maldita sea! —gritó Silvan mientras se quitaba de encima la mano del general.

—La humana será conducida al campo que está empapado con la sangre de los nuestros —explicó Konnal con gesto helado—. Se la atará a un poste. Se escogerán a nuestros siete mejores arqueros y, cuando el sol se encuentre en lo más alto, cuando la humana no proyecte nada de su sombra, los arqueros le dispararán siete flechas.

Silvan no veía al general a causa de la ardiente rabia que invadía todo su ser. Apretó los puños hasta clavarse las uñas en la palma. El dolor lo ayudó a mantener firme la voz.

—¿Por qué piensa Glauco que la mujer debe morir?

—Su razonamiento cae por su propio peso. Mientras la mujer siga viva, los humanos permanecerán en la zona con miras a rescatarla. Ejecutándola, perderán toda esperanza, se sentirán desmoralizados. Serán más fáciles de localizar y también más fáciles de destruir.

Silvan se sintió asaltado por la náusea y temió vomitar, pero luchó para contenerse y plantear un último argumento.

—Los elfos reverenciamos la vida. Por ley, no se la quitamos a ningún elfo, por terrible que sea su crimen. Existen asesinos elfos, cierto, pero sólo fuera de la ley.

—No quitamos la vida a un elfo en este caso —respondió Konnal—, sino a una humana. Buenas noches, majestad. Os enviaré un mensajero antes de que amanezca.

Silvan entró en la tienda y cerró el paño de lona tras de sí. Lo aguardaban sus sirvientes.

—Dejadme solo —ordenó en tono seco, y los criados obedecieron prestamente.

El joven monarca se tendió en el catre, pero se levantó casi de inmediato. Se sentó pesadamente en una silla y permaneció mirando al vacío en la oscuridad de la tienda. No podía dejar que esa muchacha muriera. La quería. La adoraba. La había amado desde el instante en que la vio erguida en el cerro, valerosa, sin miedo, entre sus soldados. Había saltado de la cordura al precipicio de la enajenación y se había estrellado contras las afiladas rocas del amor, que lo desgarraban y destrozaban. Disfrutaba del dolor y deseaba más.

Un plan cobró forma en su mente. Lo que hacía estaba mal; podría poner en peligro a su pueblo, pero —argumentó consigo mismo— lo que hacían ellos también estaba mal, mucho peor que lo de él. En cierto sentido, los salvaba de sí mismos.

Silvan dejó pasar tiempo suficiente para que el general llegase a su tienda y entonces se puso una capa oscura. Guardó un cuchillo, largo y afilado, en una de sus botas. Atisbo por la rendija del paño de lona de la entrada para comprobar que no había nadie. Salió de la tienda y se deslizó sigilosamente, sin hacer ruido, a través del dormido campamento.

Dos centinelas, alertas y vigilantes, montaban guardia ante la tienda de Mina. Silvan no se acercó a ellos, sino que rodeó la tienda hasta la parte posterior, el mismo sitio donde se había apostado antes para escuchar a escondidas lo que decía Glauco. Echó un vistazo en derredor. El bosque se encontraba a unos pocos pasos de distancia; podrían llegar a él sin problemas. Encontrarían una cueva y la ocultaría allí, a salvo. La visitaría por las noches y le llevaría comida, agua, su amor...

Sacó el cuchillo de la bota y apoyó la afilada punta en la lona; cuidadosamente y sin hacer ruido, abrió una raja cerca del suelo. Se metió a través de ella en la tienda.

La vela ardía aún, de modo que Silvan evitó pasar por delante de la luz por miedo a que los centinelas descubrieran su silueta.

Mina se había quedado dormida en el jergón de paja, tumbada de lado, con las piernas dobladas y las manos —todavía encadenadas— pegadas al pecho. Parecía muy frágil. Dormía tranquila, aparentemente sin soñar, y el ritmo de su respiración era regular, aspirando y expulsado el aire por la nariz y por los labios entreabiertos.

Silvan le puso la mano sobre la boca como precaución, por si gritaba asustada.

—Mina —llamó en un susurro urgente—. Mina.

Ella abrió los ojos; no hizo ningún ruido. Sus iris ambarinos lo miraron, consciente de su presencia y de cuanto la rodeaba.

—No te asustes —musitó, y mientras lo decía se dio cuenta de que aquella muchacha jamás se había asustado, que no sabía lo que era el miedo—. He venido a liberarte. —Intentaba hablar sosegadamente, pero su voz y sus manos temblaban—. Podemos huir por la parte posterior de la tienda, hacia el bosque, pero antes hay que quitarte estas cadenas. —Retiró la mano de la boca de la chica—. Llama al centinela. Él tiene la llave. Dile que te sientes mal. Yo me ocultaré en las sombras y...

Mina le puso los dedos en los labios, cortando el torrente de palabras.

—No —dijo—. Gracias, pero no me marcho.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó uno de los centinelas a su compañero—. ¿Has oído algo tú?

—Sí, venía de dentro de la tienda.

Silvan empuñó el cuchillo, pero Mina lo sujetó por el brazo y empezó a cantar.

Duérmete, amor, que todo duerme.

Cae en brazos de la oscuridad silente.

Velará tu alma la noche vigilante.

Duérmete, amor, que todo duerme.

Las voces de los centinelas enmudecieron.

—¡Listo! —dijo la muchacha a Silvan—. Los guardias se han dormido. Ahora podemos hablar sin miedo.

—¿Que se han dormido? —Silvan alzó el paño de lona de la entrada. Los centinelas continuaban de pie en sus puestos, con la cabeza inclinada, la barbilla apoyada en el pecho y los ojos cerrados—. ¿Eres hechicera? —preguntó mientras regresaba a su lado.

—No, sólo soy una fiel creyente —repuso Mina—. Los dones que tengo proceden de mi dios.

—Que él te guarde y vele por tu seguridad. ¡Apresúrate, Mina! Por aquí. Encontraremos una senda, a corta distancia. Va a través del...

Calló al ver que la muchacha sacudía la cabeza.

—¡Mina, tenemos que huir! —insistió, desesperado—. Van a ejecutarte mañana, al mediodía. Glauco los ha convencido. Te tiene miedo, Mina.

—Y con razón —comentó ella con gesto sombrío.

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