Los Caballeros de Neraka (75 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: Los Caballeros de Neraka
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—¿Por qué? —inquirió Silvan—. Ibas a decirme algo sobre él. ¿De qué se trata?

—Sólo que no es lo que aparenta y que, debido a su magia, tu pueblo está muriendo. Dime una cosa. —Volvió a posar la mano en su mejilla—. ¿Deseas castigar a Glauco? ¿Quieres descubrir sus intenciones a tu gente y revelar su plan criminal?

—Sí, naturalmente, pero ¿qué...?

—Entonces, sigue mis instrucciones, haz exactamente lo que te diga. Mi vida está en tus manos. Si me fallas...

—No te fallaré, Mina —susurró el rey elfo, que tomó su mano y se la besó—. Dispon de mí para lo que quieras mandar.

—Asistirás a mi ejecución... ¡Calla! No digas nada. Lo prometiste. Ve armado y sitúate al lado de Glauco. Asegúrate de que un buen número de tus guardias personales estén a tu lado. ¿Lo harás?

—Sí, pero, luego ¿qué? ¿He de presenciar cómo te matan?

—Sabrás qué tienes que hacer y cuándo has de hacerlo, pierde cuidado. El Único está con nosotros. Ahora debes irte, Silvan. El general va a mandar a alguien a tu tienda para controlarte. No debe descubrir tu ausencia.

Dejarla era como renunciar a una parte de sí mismo. Silvan alargó una mano y le acarició la cabeza para sentir la suavidad del cortísimo cabello, la dureza del cráneo bajo la cálida piel. Ella se mantuvo completamente inmóvil, sin animarlo pero tampoco rechazándolo.

—¿Cómo era tu cabello, Mina? —preguntó el elfo.

—Del color del fuego, largo y abundante. Los mechones se habrían enroscado alrededor de tus dedos y habrían asido tu corazón como la mano de un bebé.

—Debía de ser bellísimo —comentó Silvan—. ¿Lo perdiste por alguna calentura?

—Me lo corté. Cogí un cuchillo y lo rapé hasta la raíz.

—¿Por qué? —quiso saber, estupefacto.

—Mi dios me lo exigió. Me preocupaba demasiado por mi apariencia. Me gustaba que me mimaran, que me admiraran, que me amaran. Mi cabello era mi vanidad, mi orgullo. Lo sacrifiqué como prueba de mi fe. Ahora sólo tengo un amor, una sola lealtad. Debes marcharte ya, Silvan.

El joven monarca se puso de pie y, de mala gana, retrocedió hacia la parte posterior de la tienda.

—Tú eres mi único amor, Mina —dijo quedamente.

—No es a mí a quien amas, sino al dios que se manifiesta en mí.

Silvan no recordaba haber salido de la tienda, pero de repente se encontró fuera, en mitad de la noche.

30

¡A vuestra salud!

La noche había caído sobre el campo de batalla, envolviendo como un sudario los cadáveres de los muertos que habían sido preparados ceremoniosamente para su inhumación. La misma noche cubría la capital elfa de Qualinost, también como una mortaja.

Había en ella algo de letal, o ésa era la impresión de Gerard, que recorría las calles de la ciudad elfa con la mano en la empuñadura de la espada, ojo avizor a un posible destello de acero en alguna esquina oscura, en las sombras de cualquier portal. Cruzaba de acera para evitar pasar por delante de callejones. Escudriñaba las cortinas de todas las ventanas de los pisos altos para ver si se movían, como harían si un arquero se encontrara apostado detrás, listo para disparar la flecha asesina.

Era consciente en todo momento de unos ojos vigilándolo, y en una ocasión se sintió tan amenazado que giró velozmente sobre sus talones, espada en mano, para desviar la supuesta puñalada en la espalda. Pero no vio nada, a pesar de tener la seguridad de que había habido alguien allí; alguien que quizá se había amilanado a la vista de la pesada armadura del caballero y su reluciente espada.

Gerard tampoco tuvo un momento de respiro cuando llegó a salvo al cuartel general de los Caballeros de Neraka. Allí, el peligro no acechaba, sigiloso, a su espalda; lo tenía delante y a cara descubierta.

Entró en el cuartel y encontró que sólo había un oficial de servicio; el draconiano dormía en el suelo.

—Aquí está la respuesta para Beryl del gobernador militar Medan —informó Gerard a la par que saludaba.

—¡Ya iba siendo hora! —gruñó el oficial—. ¡No imaginas lo fuerte que ronca esa cosa!

Gerard se acercó al draconiano, que se retorcía en sueños y emitía sonidos guturales, extraños.

—Groul —llamó, y alargó una mano para sacudir a la dormida criatura.

Un siseo, un gruñido, un brusco aleteo y garras arañando el suelo. Las manos garrudas se lanzaron hacia la garganta de Gerard.

—¡Eh! —gritó el joven, sorprendido por el ataque del draconiano—. Cálmate, ¿quieres?

Groul estrechó sus ojos de reptil y le asestó una mirada furibunda. Su lengua salió y entró entre las fauces. Apartó las manos del cuello de Gerard y se echó hacia atrás.

—Lo siento —masculló—. Me sobresaltaste.

Las garras de Groul le habían dejado marcas en la piel de la garganta que le escocían.

—Fue culpa mía —respondió en actitud tensa—. No debí despertarte con tanta brusquedad. —Le tendió el estuche de pergaminos—. Aquí está la respuesta del gobernador.

Groul lo cogió y lo examinó para asegurarse de que el sello estaba intacto. Satisfecho, se lo guardó debajo del cinturón de su correaje, se dio media vuelta y, con un gruñido, encaminó sus pasos hacia la puerta. La criatura no llevaba armadura, advirtió Gerard, que pensó con desánimo que el hombre-reptil no la necesitaba. La gruesa y escamosa piel ofrecía protección de sobra.

El joven respiró hondo, soltó el aire despacio y fue en pos del draconiano.

—¿Qué haces, nerakiano? —instó Groul, que había girado sobre sus talones.

—Estás en territorio hostil y es noche cerrada. Tengo órdenes de acompañarte hasta que llegues a salvo a la frontera —respondió Gerard.

—¿Vas a protegerme tú? —Groul soltó una especie de gorgoteo que debía de ser una risa—. ¡Bah! Vuelve a tu cálido lecho, nerakiano. No corro peligro. Sé cómo ocuparme de la escoria elfa.

—Tengo órdenes —insistió testarudamente Gerard—. Si te ocurriese algo, el gobernador me haría lo mismo a mí.

Los ojos de reptil de Groul centellearon con rabia.

—Tengo una cosa que nos haría más corto el viaje a los dos —agregó el joven caballero. Retiró un poco su capa y dejó a la vista una cantimplora colgada a la cadera.

El brillo de cólera en los ojos del draconiano se tornó en otro de ansia, pero Groul lo disimuló con presteza.

—¿Qué hay en esa cantimplora, nerakiano? —instó mientras su lengua salía y entraba con rapidez entre los afilados dientes.

—Aguardiente enano. Un regalo del gobernador militar. Quiere que, una vez que nos encontremos a salvo al otro lado de la frontera, nos unamos a él en un brindis por la caída de los elfos.

Groul no puso más pegas a que Gerard lo acompañara y los dos emprendieron camino por las silenciosas calles de Qualinost. De nuevo, el caballero sintió unos ojos vigilándolos, pero nadie los atacó; no era de sorprender, ya que el draconiano resultaba un adversario temible.

Al llegar al bosque, Groul siguió uno de los senderos principales que penetraban en la fronda y luego, de una manera tan repentina que cogió por sorpresa a Gerard, se metió entre los árboles y tomó una ruta que sólo él conocía, o eso supuso el caballero. El draconiano tenía una capacidad visual nocturna excelente, a juzgar por la rapidez con que se movía entre la enmarañada maleza. La luna estaba menguante, pero las estrellas proporcionaban luz, así como el resplandor de las luces de Qualinost. Los arbustos y las enredaderas cubrían el suelo del bosque, y Gerard, entorpecido por la pesada armadura, avanzaba con dificultad. No tuvo que fingir cansancio cuando le dijo al draconiano que hiciesen un alto.

—No hay necesidad de matarnos de agotamiento —argumentó—. ¿Qué tal si descansamos un poco?

—¡Humanos! —se mofó Groul. Ni siquiera jadeaba, pero se detuvo y se volvió a mirar al caballero. O, más bien, miró la cantimplora—. Sin embargo, caminar da sed. No me vendría mal un trago.

—Mis órdenes... —empezó Gerard, vacilante.

—¡Al Abismo con tus órdenes! —espetó Groul.

—Supongo que no pasará nada por echar un traguito —aceptó Gerard. Cogió la cantimplora, le quitó el corcho y olisqueó. El acre, intenso y almizcleño olor a aguardiente enano le produjo escozor en las fosas nasales. Resopló y sostuvo la cantimplora con el brazo extendido—. Buena cosecha —manifestó, sintiendo que los ojos lagrimeaban.

El draconiano le arrebató la cantimplora y se la llevó a la boca. Echó un largo trago y después bajó el recipiente con expresión satisfecha.

—Sí, muy buena —convino en tono ronco, tras lo cual soltó un eructo.

—A tu salud —dijo Gerard, y se llevó la cantimplora a la boca. Mantuvo la lengua apretada contra la boca del recipiente y simuló beber—. Bueno —manifestó con fingida renuencia mientras le ponía el corcho—, ya es suficiente. Deberíamos reemprender la marcha.

—¡Eh, no tan rápido! —Groul se apoderó de la cantimplora y le quitó el corcho, que tiró al suelo—. Siéntate, nerakiano.

—Pero, tu misión...

—No hay ninguna prisa —dijo el draconiano, que se recostó cómodamente en un tocón—. Da igual si Beryl recibe este mensaje mañana o dentro de un año. Sus planes para los elfos ya están en marcha.

A Gerard le dio un vuelco el corazón.

—¿A qué te refieres? —preguntó, intentando que su voz sonase indiferente. Tomó asiento al lado del draconiano y alargó la mano hacia la cantimplora.

Groul se la tendió con evidente renuencia. Mantuvo la mirada en Gerard, calculando cada gota que, supuestamente, el caballero se bebía, y luego le arrebató el recipiente en el momento en que Gerard lo retiró de sus labios.

La criatura tragaba aguardiente como si en lugar de garganta tuviese un sumidero. Gerard estaba alarmado por la capacidad del draconiano para beber y se preguntó si con una cantimplora habría suficiente.

Groul suspiró, eructó y se limpió la boca con el dorso de la garruda mano.

—Me estabas hablando de Beryl —dijo Gerard.

—¡Ah, sí! —Groul sostuvo el recipiente en alto—. ¡Por mi señora, la encantadora hembra de dragón Beryl! ¡Y por la muerte de los elfos!

Bebió. Gerard fingió hacerlo.

—Sí —comentó el caballero—. El gobernador me lo contó. Les ha dado seis días a los elfos para...

—Ja, ja! —gorgoteó Groul, divertido—. ¡Seis días! ¡Los elfos no tienen ni seis minutos! ¡Seguramente las huestes de Beryl están cruzando la frontera en este mismo instante! Es un gran ejército, el mayor que se haya visto en Ansalon desde la Guerra de Caos. Draconianos, goblins, hobgoblins, ogros, mercenarios humanos. Nosotros atacamos Qualinost desde fuera mientras que vosotros, los Caballeros de Neraka, atacáis a los elfos desde dentro. Los qualinestis están cogidos entre fuego y agua, sin salida. Por fin veré amanecer el día en que no quedará vivo ninguno de esos gusanos de orejas puntiagudas.

A Gerard se le hizo un nudo en el estómago. ¡El ejército de Beryl cruzando la frontera! ¡Tal vez a un día de marcha de Qualinost!

—¿Acudirá Beryl en persona para asegurar la victoria? —preguntó, confiando en que la ronquera de su voz se interpretara como secuela del ardiente licor.

—No, no. —Groul soltó una risotada—. Nos deja los elfos a nosotros. Ella vuela a Schallsea para destruir la llamada Ciudadela de la Luz. Y para capturar a ese miserable mago. ¡Vamos, nerakiano, deja de acaparar la cantimplora!

Groul se apoderó del recipiente y pasó la lengua por el borde del gollete.

Gerard asió la empuñadura del cuchillo que llevaba en el cinturón; despacio, sin hacer ruido, lo desenvainó. Esperó hasta que el draconiano levantara por segunda vez la cantimplora, que estaba casi vacía. Groul echó la cabeza hacia atrás para engullir hasta la última gota.

El caballero atacó, hundiendo el cuchillo con todas sus fuerzas en las costillas del draconiano, confiando en acertar en el corazón.

De haber sido un humano sí lo habría conseguido pero, al parecer, el corazón de un draconiano estaba en un sitio distinto. O quizás esas criaturas no tenían corazón, cosa que no habría sorprendido a Gerard.

Al comprender que su golpe no era mortal, Gerard sacó el arma ensangrentada de un tirón. Se incorporó precipitadamente al tiempo que desenvainaba la espada.

Groul estaba herido, pero no de gravedad. Su gruñido de dolor dio paso a un bramido de rabia; se levantó de un salto, rugiendo fuera de sí mientras la mano garruda buscaba su espada. El draconiano atacó con un violento golpe de arriba abajo destinado a partir en dos la cabeza de su adversario.

Gerard detuvo el ataque y se las arregló para desarmar al draconiano. La espada cayó en los arbustos, a los pies del caballero, que la apartó de una patada antes de que Groul pudiese recogerla. Gerard aprovechó para asestar un punterazo a la barbilla del draconiano; el impacto hizo recular a Groul, pero no lo derribó.

Groul sacó una daga de hoja curva y saltó por el aire, valiéndose de las cortas alas para situarse por encima de Gerard. Luego se lanzó sobre el caballero, asestando golpes con la daga.

El peso del draconiano y la fuerza de su arremetida derribaron a Gerard, que cayó pesadamente al suelo, de espaldas, con Groul encima de él, gruñendo y babeando mientras trataba de acuchillar al caballero. Batía frenéticamente las alas, que golpeaban a Gerard en la cara y levantaban un polvo cegador. El caballero luchó con la desesperación nacida del pánico y asestó puñaladas a Groul mientras intentaba inmovilizar la mano con que el draconiano empuñaba su daga.

Los dos rodaron por el suelo. Gerard notó que su cuchillo se hundía en su adversario más de una vez. Estaba cubierto de sangre, pero ignoraba si era suya o de Groul. A pesar de las heridas, el draconiano no moría, y las fuerzas de Gerard menguaban por momentos. Sólo la descarga de adrenalina lo ayudaba a resistir, y eso también empezaba a remitir.

De repente Groul se atragantó y sufrió una arcada. La sangre expulsada por la boca cayó encima de Gerard y lo cegó. Groul se puso rígido y lanzó un gruñido de rabia. Se irguió sobre Gerard y enarboló la daga. El arma cayó de la mano del draconiano, que se derrumbó encima del caballero otra vez, pero en esta ocasión no se movió. Estaba muerto.

Gerard se permitió una breve pausa para recobrar la respiración; una pausa que le costó cara. Demasiado tarde recordó la advertencia de Medan: un draconiano muerto es tan peligroso como uno vivo. Antes de que Gerard tuviese tiempo de quitarse el cadáver de encima, el cuerpo del baaz se convirtió en piedra. El caballero sintió como si tuviese la losa de una tumba sobre él; lo aplastaba contra el suelo y no lo dejaba respirar. Se estaba asfixiando lentamente. Luchó para apartarlo, pero era demasiado pesado. Hizo una inhalación entrecortada, dispuesto a emplear hasta la última partícula de sus fuerzas en un último intento.

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