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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

Los Caballeros de Neraka (76 page)

BOOK: Los Caballeros de Neraka
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El cuerpo de piedra se deshizo en polvo.

Gerard se levantó trabajosamente y se sentó, desfallecido, contra un árbol. Se limpió la sangre de Groul de los ojos, escupió para aclararse la boca y sufrió arcadas. Descansó unos instantes, esperando a que el corazón dejara de latirle como si quisiera salírsele del pecho, hasta que el ardor de la lucha se disipara y se aclarara su vista. Cuando pudo ver de nuevo, manoseó torpemente el correaje del draconiano, encontró el estuche del mensaje y lo cogió.

Echó una última ojeada al montón de polvo que había sido Groul y después, todavía escupiendo, todavía intentando librarse del repugnante gusto en la boca, el caballero giró sobre sus talones y volvió cansinamente sobre sus pasos en medio de la noche, de regreso a las titilantes luces de Qualinost. Luces que empezaban a perder intensidad con la llegada del alba.

* * *

En el palacio del Orador de los Soles, los primeros rayos de sol penetraban a través de las cristaleras. La dorada luz bañaba a Gilthas, que se encontraba sentado, absorto en su trabajo. Escribía otro poema, éste sobre las aventuras de su padre durante la Guerra de la Lanza; un poema que también contenía mensajes cifrados para dos familias elfas que estaban bajo sospecha de simpatizar con los rebeldes.

Casi lo había terminado y planeaba enviar a Planchet a entregar la poesía a quienes mostraban interés en la actividad literaria del rey, cuando de repente se estremeció de la cabeza a los pies. La mano que sostenía la pluma tembló y cayó una gran gota de tinta sobre la escritura; el monarca soltó la pluma apresuradamente; un sudor frío perlaba su frente.

—¿Majestad? ¿Qué os ocurre? —preguntó, alarmado, Planchet—. ¿Os sentís mal? —Dejó su tarea de ordenar los papeles del soberano y se acercó a él con premura—. ¿Majestad? —repitió con tono ansioso.

—He tenido una sensación de lo más extraña —respondió Gilthas en voz baja—. Como si alguien hubiese pisado sobre mi tumba.

—¡Vuestra tumba, majestad! —se escandalizó Planchet.

—Es un dicho humano, amigo mío. —Gilthas sonrió—. ¿No lo habías oído? Mi padre solía decirlo. Con él se describe esa sensación que experimentas cuando, sin haber razón para ello, un escalofrío te pone la carne de gallina y el vello de punta. Eso es exactamente lo que sentí hace un momento. ¡Y es aun más extraño porque en ese instante se me vino a la mente la imagen de mi primo, Silvanoshei! Lo vi con toda claridad, como ahora te veo a ti.

—Silvanoshei ha muerto, majestad —le recordó Planchet—. Asesinado por ogros. Quizás era su tumba sobre la que pisaba alguien.

—Qué extraño —dijo, pensativo, Gilthas—. El aspecto de mi primo no era el de un muerto, ni mucho menos. Vestía armadura plateada, del estilo que utilizan los guerreros silvanestis. Vi humo y sangre y una feroz batalla disputándose alrededor, pero sin afectarlo a él. Se encontraba al borde de un precipicio. Alargué la mano, aunque no sé si era para agarrarlo o para empujarlo.

—Espero que fuera para lo primero, majestad —comentó Planchet, que parecía un tanto escandalizado.

—Sí, también yo lo espero. —Gilthas frunció el entrecejo y sacudió la cabeza—. Recuerdo que me sentía muy furioso y asustado. Qué extraño. —Se encogió de hombros—. Fuera lo que fuese, la sensación ha pasado ya.

—Vuestra majestad debe de haber dado una cabezada. Últimamente apenas dormís y...

Planchet enmudeció e hizo un gesto a Gilthas para que guardara silencio; luego cruzó sigilosamente la estancia y acercó la oreja a la puerta.

—Alguien viene, majestad —informó, hablando en Común.

—¿A esta hora de la mañana? No espero a nadie. Confío en que no sea Palthainon, pero si es él, dile que no quiero ser molestado ahora. Aún no he acabado el poema.

—¡Dejadme pasar! —se oyó una voz de elfo en el exterior, dirigiéndose a los guardias. Era tranquila pero se advertía una nota de tensión en ella—. Traigo un mensaje para el rey de su madre.

Uno de los guardias llamó a la puerta. Planchet lanzó una mirada de advertencia a Gilthas, que regresó a la silla y comenzó a escribir de nuevo.

—¡Esconde esas prendas! —susurró en tono urgente el soberano a la par que hacia un gesto.

Sus ropas de viaje se encontraban pulcramente dobladas sobre un arcón, preparadas para otra escapada nocturna. Planchet las metió en el baúl y cerró éste a continuación. Luego echó la llave en un jarrón grande que tenía rosas recién cortadas. Hecho esto, fue a abrir la puerta.

Gilthas jugueteó con la pluma y adoptó una actitud pensativa, recostado en el respaldo de la silla y con los pies sobre un cojín, mientras se pasaba por los labios las barbillas de la pluma y alzaba la vista al techo.

—El corredor Kellevandros —anunció el guardia—, pide ver a su majestad.

—Dejadlo pasar —respondió lánguidamente Gilthas.

Kellevandros entró en la estancia rápidamente. Iba embozado en una capa, oculta la cara. Planchet cerró la puerta a su espalda y Kellevandros se retiró la capucha. Estaba mortalmente pálido.

Gilthas se incorporó bruscamente de manera instintiva.

—¿Qué...?

—Vuestra majestad no debe excitarse —le reconvino Planchet al tiempo que echaba una ojeada a la puerta para recordarle al rey que los guardias podían oírlo.

—¿Qué ocurre, Kellevandros? —preguntó en actitud indolente—. Parece que hubieses visto un fantasma.

—¡Majestad, la reina madre ha sido arrestada! —informó él elfo en voz baja y temblorosa.

—¿Arrestada? —repitió Gilthas, estupefacto—. ¿Por orden de quién? ¿Quién osaría hacer tal cosa y por qué? ¿Cuáles son los cargos?

—Fue el gobernador militar Medan, majestad. —Kellevandros tragó saliva—. No sé como decir esto...

—¡Habla de una vez, hombre! —instó, cortante, Gilthas.

—Anoche, el gobernador arrestó a vuestra honorable madre. Tiene órdenes del dragón, Beryl, de... De ejecutar a la reina madre.

Gilthas se quedó mirándolo en silencio, mudo de asombro. Su semblante se quedó lívido, sin gota de sangre, como si alguien lo hubiese degollado. Su palidez era tan intensa y temblaba de tal modo que Planchet abandonó su puesto junto a la puerta y se apresuró a ir a su lado; puso sobre el hombro de Gilthas la mano en actitud reconfortante.

—Intenté impedírselo, majestad —añadió Kellevandros, desconsolado—. Pero fracasé.

—¡Anoche! —gritó Gilthas, angustiado—. ¿Por qué no me avisaste de inmediato?

—Intenté hacerlo, majestad, pero los guardias no me dejaron pasar sin permiso de Palthainon.

—¿Dónde ha llevado Medan a la reina madre? —inquirió Planchet—. ¿Que cargos hay contra ella?

—Se la acusa de dar refugio al hechicero Palin y de ayudarlo a huir con el ingenio mágico traído por el kender. Ignoro dónde ha llevado Medan a mi señora. Primero fui al cuartel general de los caballeros, pero si estaba retenida allí nadie quiso decírmelo. He tenido gente buscándola toda la noche, con orden de informar a Kalindas si descubren algo. Mi hermano se ofreció a quedarse en la casa por si llegaba alguna noticia. Por fin, uno de los guardias de palacio, que apoya nuestra causa, me ha dejado entrar y he venido directamente a veros. ¿Así que no sabíais nada? —Kellevandros observó con ansiedad al rey.

—No —repuso Gilthas. La palabra salió de sus labios sin emitir sonido alguno.

—Creo que estamos a punto de enterarnos de algo más —anunció Planchet, aguzando el oído—. Ésos son los fuertes pasos de Medan en la escalera. Resuenan en toda la casa, y viene con prisa.

Oyeron el ruido de los pies de los guardias al ponerse firmes, así como el golpe seco del extremo de las lanzas contra el suelo. Uno de los guardias llamó a la puerta, pero sólo tuvo tiempo de dar con los nudillos en la hoja de madera una vez. Medan, acompañado por uno de sus guardias personales —éste equipado con yelmo y armadura completa—, abrió bruscamente la puerta y entró en la habitación.

—Majestad...

Gilthas saltó de la silla y cubrió la distancia que lo separaba del gobernador en dos zancadas. Agarró a Medan por el cuello con tal ímpetu que el hombre chocó contra la pared. Por su parte, Planchet se encargó del guardia; asió el brazo del humano y se lo retorció hacia la espalda mientras le ponía un cuchillo en el cuello.

—¿Qué le habéis hecho a mi madre? —demandó el rey con voz dura y severa—. ¡Decídmelo! —Apretó más los dedos en torno al cuello de Medan—. ¡Hablad!

El repentino ataque del rey había cogido por sorpresa al gobernador, que no intentó resistirse. Los dedos del joven monarca eran excepcionalmente fuertes y, al parecer, Gilthas sabía exactamente dónde y cómo ejercer presión.

Empero, Medan no estaba asustado en absoluto. Tenía la mano en la empuñadura de su cuchillo y en cualquier momento podía sacar el arma y clavarla en el estómago del rey. Sin embargo, no era eso a lo que había ido el gobernador.

Miró fijamente a Gilthas durante unos larguísimos segundos, en silencio, y luego dijo, hablando lo mejor que pudo al tener oprimida la garganta:

—O el cachorro se ha convertido en un lobo o me hallo en presencia de un actor consumado. —Al reparar en la fiera determinación reflejada en los ojos del joven elfo, en el gesto resuelto de su mandíbula, en la firmeza de los dedos y la pericia de su presa en el cuello, Medan supo la respuesta—. Me inclino por lo segundo —jadeó.

—¡Mi madre, señor! —instó Gilthas con los dientes prietos—. ¿Dónde está?

—Aquí, hijo —contestó Laurana, cuya voz resonó dentro del yelmo de los Caballeros de Neraka.

—¡Reina madre! —exclamó, boquiabierto, Planchet, que tiró el cuchillo y se hincó de rodillas—. ¡Perdonadme! No tenía ni idea...

—Se supone que no debías tenerla, Planchet —dijo Laurana, que se quitó el yelmo—. Suelta al gobernador, Gilthas. Estoy a salvo. Por el momento. Tanto como cualquiera de nosotros.

Gilthas hizo lo que le mandaba su madre, y Medan se apartó de la pared mientras se frotaba la garganta.

—Madre ¿te encuentras bien? —demandó Gilthas—. ¿Te ha hecho daño? Porque si te lo ha hecho, juro que...

—¡No, hijo mío, no! —le aseguró Laurana—. El gobernador me ha tratado con todo respeto. Incluso con amabilidad. Me llevó a su casa anoche, y esta mañana me proporcionó este disfraz. El gobernador teme que mi vida corra peligro. Me tomó bajo su custodia por mi propia seguridad.

Gilthas frunció el entrecejo como si le costaba creer aquello.

—Madre, siéntate, pareces exhausta. Planchet, trae un poco de vino para mi madre.

Mientras el sirviente iba a buscar el vino, el gobernador se dirigió a la puerta, la abrió bruscamente y salió al pasillo. Los guardias se pusieron firmes.

—Soldados, se ha informado que la fuerza rebelde se encuentra dentro de los límites de la ciudad. La vida de su majestad corre peligro. Haced que salga el personal de palacio, que todo el mundo vaya a sus casas. Todos. Que no quede nadie, ¿está claro? Quiero centinelas apostados en todas las entradas. Que no se deje pasar a nadie, con excepción de mi ayudante. Enviadlo de inmediato a los aposentos del rey en cuanto llegue. ¡Moveos!

Al cabo de un instante, en palacio reinaba un silencio fuera de lo normal, casi sepulcral. Medan entró de nuevo en la estancia.

—¿Dónde crees que vas? —increpó a Kellevandros cuando topó con él en la puerta, dispuesto a salir.

—He de informar de esto a mi hermano, milord —respondió el elfo—. Está muerto de preocupación y...

—No vas a informar ni a tu hermano ni a nadie. Siéntate y guarda silencio.

Laurana levantó rápidamente la vista al oír aquello y observó intensamente a Kellevandros. El elfo la miró con incertidumbre y luego hizo lo que le mandaban. Medan dejó abierta la puerta.

—Quiero oír qué pasa fuera —dijo—. ¿Os encontráis bien, señora?

—Sí, gracias, gobernador. ¿Queréis tomaros una copa de vino conmigo?

—Con el permiso de su majestad. —El gobernador hizo una ligera reverencia.

—Planchet, sirve una copa al gobernador —ordenó Gilthas, que permanecía al lado de su madre en actitud protectora, y seguía lanzando miradas fulminantes a Medan.

—Os felicito, majestad. —El general levantó la copa en un brindis—. Es la primera y única vez en mi vida que he sido embaucado. Esa actuación vuestra de una persona débil, vacilante, amante de la poesía, me ha engañado totalmente. Llevaba mucho tiempo preguntándome cómo y por qué se malograban tantos de mis mejores planes. Creo que ahora conozco la respuesta. A vuestra salud, majestad.

Medan bebió vino y Gilthas le dio la espalda al humano.

—Madre ¿qué está pasando aquí?

—Siéntate, Gilthas, y te lo contaré —contestó Laurana—. O, mejor aún, léelo tú mismo.

Miró a Medan, que buscó debajo de su armadura y sacó el pergamino enviado por la hembra de dragón. El general se lo tendió al rey con una nueva y notoria actitud de respeto.

Gilthas se acercó a la ventana y desenrolló el pergamino. Lo sostuvo a la media luz del amanecer y leyó lenta y detenidamente.

—Beryl no puede decir esto en serio —manifestó con voz tensa.

—Desde luego que sí —repuso sombríamente Medan—. No lo dudéis un solo momento, majestad. Beryl lleva mucho tiempo esperando tener cualquier excusa para destruir Qualinesti. Los ataques de los rebeldes se han vuelto más osados. La Verde cree que los elfos colaboran para impedirle descubrir la Torre de Wayreth. La infortunada coincidencia de que se descubriera a Palin Majere escondido en la casa de la reina madre simplemente ha confirmado sus sospechas de que los elfos y los hechiceros están en connivencia para robarle su magia.

—Le pagamos el tributo... —empezó Gilthas.

—¡Bah! ¿Qué le importa a ella el dinero? Exige el tributo sólo porque le complace pensar que así os ocasiona penurias. La magia es lo que ansia, la del mundo antiguo, la de los dioses. Es una lástima que ese maldito artilugio llegara a esta tierra. Y también que intentaseis ocultarme su existencia, señora. —La voz del gobernador sonaba severa—. Si me lo hubieseis entregado, tal vez esta tragedia se habría podido evitar.

Laurana bebió un sorbo de vino y no contestó. Medan se encogió de hombros antes de proseguir.

—Pero no lo hicisteis. Se ha levantado la liebre, como suele decirse, y ahora tendréis que recuperar ese artefacto. Debéis recobrarlo, señora —repitió—. He hecho todo lo posible para ganar tiempo, pero mi maniobra dilatoria sólo nos dará unos pocos días. Enviad a vuestro grifo mensajero a la Ciudadela. Dad instrucciones a Palin Majere para que devuelva el objeto y al kender que lo tiene en su poder. Se los llevaré personalmente al dragón. Tal vez pueda evitar la mortal amenaza que pende sobre nosotros.

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