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Antaño —dijo con voz tensa—, podría haber creado un artilugio tan maravilloso y poderoso como éste. Podría haber sido lo que tú afirmas que era: jefe de la Orden de los Túnicas Blancas. Podría haber tenido el futuro que mi tío previo para mí. Antaño habría podido ser un hechicero de gran talento, poderoso. Miro este artefacto, y eso es lo que veo. Pero miro un espejo y veo algo completamente distinto. —Abrió los dedos. Ni siquiera podía ver el objeto a causa de sus amargas lágrimas, sólo la luz de su magia, titilante, burlona—. Mi magia disminuye, mis poderes se debilitan día a día. Sin la magia, sólo nos queda una esperanza: ¡la de la muerte, que es mejor que esta vida deplorable!
—¡Palin, no digas eso! —lo reprendió Laurana con severidad—. Así pensábamos en los oscuros días anteriores a la Guerra de la Lanza. Recuerdo que Raistlin dijo algo acerca de que la esperanza era como una zanahoria que colgaba delante del hocico del caballo de tiro para engatusarlo a que siguiera caminando. Pues bien, seguimos adelante y, al final, tuvimos nuestra recompensa.
—Cierto —convino Tas—. Yo me comí la zanahoria.
—Ya lo creo que se nos recompensó —dijo el mago con sorna—. ¡Con este maldito mundo en que nos encontramos ahora!
El roce del artefacto resultaba doloroso; de hecho, lo había apretado tan fuerte que las aristas de las gemas le habían cortado la carne. Pero aun así siguió asiéndolo firmemente, con codicia. El dolor era preferible a la sensación de entumecimiento.
Gerard se aclaró la garganta; parecía azorado.
—¿He de entender, pues, que estaba en lo cierto? —dedujo, sin demasiada convicción—. ¿Es un artefacto poderoso de la Cuarta Era?
—Lo es —confirmó Palin.
Esperaron a que añadiese algo más, pero el mago se negó a ciarles ese gusto. Deseaba que se marcharan, que lo dejaran solo para ordenar sus ideas, que corrían de aquí para allá como ratas en una cueva cuando alguien enciende una antorcha, escabullándose en oscuros agujeros, colándose entre grietas y, algunas, observando fascinadas, con relucientes ojos, la cegadora luz de las llamas. Pero tenía que soportarlos; a ellos y a sus tonterías, a sus necias preguntas.
—Cuéntame qué ocurrió, Tas —pidió el mago—. Pero nada de tus historietas sobre mamuts lanudos. Esto es muy importante.
—Lo comprendo —musitó el kender, impresionado—. Te diré la verdad, lo prometo. Todo empezó un día, cuando asistía al funeral de una gran amiga kender a la que había conocido la víspera. Tuvo un desafortunado encuentro con un fantasma y le... eh... —Tas titubeó al advertir que Palin fruncía el entrecejo—. No importa, como les dijeron a los gnomos. Te contaré esa historia después. En fin, durante su funeral se me ocurrió que muy pocos kenders vivían el tiempo suficiente para llegar a lo que vosotros llamáis personas mayores. Para entonces ya había vivido mucho más que la mayoría de los kenders que conocía, y de repente comprendí que seguramente Caramon duraría muchos años más que yo. Lo que más deseaba hacer antes de morir era contarle a todo el mundo lo buen amigo que Caramon había sido para mí, y pensé que el mejor momento para hacerlo sería en su funeral. Sin embargo, si Caramon me sobrevivía, lo de acudir a su funeral sería un problema.
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La cuestión es que un día, cuando hablaba con Fizban, le expliqué esto, y él me dijo que lo que deseaba hacer era algo bueno y noble y que él podía arreglarlo, que hablaría en el funeral de Caramon viajando en el tiempo, cuando ese funeral se llevara a cabo. Me dio este artefacto y me explicó cómo funcionaba, además de darme instrucciones estrictas de saltar al futuro, hablar en el funeral y regresar de inmediato. "Nada de zascandilear", dijo. Por cierto, no crees que considerará este viaje como "zascandilear", ¿verdad? —preguntó, inquieto—. Porque resulta que realmente estoy disfrutando viendo otra vez a mis amigos. Es mucho más divertido que ser aplastado por el pie de un gigante.
—Sigue con el relato, Tas —instó el mago, lacónico—. Hablaremos de eso después.
—Sí, de acuerdo. Bueno, pues utilicé el artilugio y salté hacia el futuro pero, en fin, ya sabes que Fizban lía un poco las cosas de vez en cuando. Siempre se le olvida cómo se llama o dónde tiene su sombrero, aunque lo lleva puesto en la cabeza, o cómo se realiza el conjuro de bola de fuego, así que imagino que se equivocó en sus cálculos, porque cuando salte hacia el futuro la primera vez, el funeral de Caramon había terminado. Me lo perdí. Llegué justo a tiempo del refrigerio. Y, a pesar de que disfruté charlando con todo el mundo y de que los pastelillos de hojaldre con crema de queso que Jenna había preparado estaban para chuparse los dedos, no pude hacer lo que quería y para lo que había ido en realidad. Recordé que había prometido a Fizban no zascandilear y regresé.
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Y, para ser sincero —Tas agachó la cabeza y movió los pies con nerviosismo—, después olvidé por completo lo de hablar en el funeral de Caramon. Pasé una época de lo más excitante. Estalló la Guerra de Caos y luchamos contra seres de sombras, y me encontré con Dougan y con Usha, tu esposa, ¿sabes, Palin? Todo era tremendamente interesante. Y ahora, en este otro tiempo, cuando el mundo está a punto de acabar y un pie de gigante va a espachurrarme dentro de unos instantes, es cuando he recordado que no había hablado en el funeral de Caramon. Así pues, activé el ingenio con toda rapidez y vine aquí para decir lo buen amigo que era Caramon antes de que el gigante me pise.
—Esto es ridículo —rezongó Gerard mientras sacudía la cabeza.
—Perdona —dijo Tas, muy serio—, pero es una falta de educación interrumpir. En fin, que vine aquí y aparecí en la tumba, y Gerard me cogió y me llevó a ver a Caramon. Y pude contarle lo que iba a decir de él en el funeral, y a él le gustó muchísimo. Sólo que nada era como recordaba de la primera vez. Se lo comenté a Caramon, y él se mostró muy preocupado, pero entonces cayó muerto, antes de que tuviese tiempo de hacer algo al respecto. Y entonces tampoco encontró a Raistlin, aunque sabía que su gemelo nunca pasaría a la siguiente vida sin él, que es la razón por la que creo que dijo que yo debía hablar con Dalamar. —Tas respiró profundamente, ya que casi se había quedado sin aire al soltar toda la parrafada—. Por eso estoy ahora aquí.
—¿Creéis esto, milady? —inquirió Gerard.
—No sé qué creer —respondió quedamente Laurana; volvió la vista hacia Palin, pero el mago esquivó los ojos y fingió estar absorto en la inspección del artilugio, casi como si esperara hallar las respuestas grabadas sobre el brillante metal.
—Tas —pidió Palin en tono inexpresivo para no revelar el curso que seguían sus ideas—, cuéntame todo lo que recuerdes sobre la primera vez que viniste al funeral de mi padre.
Tasslehoff así lo hizo; relató que habían asistido Dalamar, lady Crysania, Riverwind y Goldmoon, que los caballeros solámnicos habían enviado un representante que viajó desde la Torre del Sumo Sacerdote, que Gilthas acudió desde el reino elfo de Qualinesti, y Silvanoshei, de su reino de Silvanesti, y que Porthios y Alhana asistieron también y que la elfa estaba tan hermosa como siempre.
—Y tú estabas allí, Laurana, y te sentías muy feliz porque, en tu opinión habías vivido lo suficiente para ver hecho realidad tu sueño más querido: las naciones élficas unidas en paz y fraternidad.
—Sólo es un cuento que se ha inventado —comentó Gerard, impaciente—. Una de esas historias de «lo que podría haber sido».
—Lo que podría haber sido —repitió Palin, que observaba los destellos del sol en las gemas del artefacto—. Mi padre sabía una de esas historias. —Miró a Tas—. Mi padre y tú viajasteis al futuro una vez, ¿verdad?
—No fue culpa mía —respondió precipitadamente el kender—. Nos pasamos de la fecha. Verás, intentábamos regresar a nuestro propio tiempo, que era el año 356, pero por un error de cálculo aparecimos en el 358. No en nuestro 358, sino en un 358 realmente espantoso, donde encontramos la tumba de Tika y a la pobre Bupu muerta sobre las cenizas que cubrían la tierra, y el cadáver de Caramon. Un 358 que, gracias a los dioses, nunca ocurrió porque Caramon y yo viajamos hacia el pasado para asegurarnos de que Raistlin no se convirtiera en un dios.
—Caramon me contó eso una vez —dijo Gerard—. Pensé que... En fin, que se estaba haciendo viejo y que le gustaba relatar cuentos, así que no lo tomé en serio.
—Mi padre creía firmemente que así había ocurrido —adujo el mago, y no añadió nada más.
—¿Lo crees tú, Palin? —inquirió Laurana—. Y, más importante aún, ¿crees la historia de Tasslehoff? ¿Es eso lo que piensas?
—Lo que pienso es que necesito saber mucho más sobre este artilugio —contestó él—. Motivo por el que, naturalmente, mi padre pidió que se lo llevaran a Dalamar. Es la única persona en este mundo que se hallaba presente en la época en que mi padre accionó la magia del ingenio.
—¡Yo también estaba! —les recordó Tas—. Y ahora me encuentro aquí.
—Sí —convino Palin con una mirada impasible y calculadora—. Así es.
Una idea empezaba a cobrar forma en su mente. No era más que una chispa, una minúscula llamita en un negro vacío. Sin embargo, había bastado para hacer que las ratas se escabulleran a todo correr.
—Pero no puedes preguntarle a Dalamar —razonó Laurana con sentido práctico—. Nadie lo ha visto desde su regreso de la Guerra de Caos.
—No, Laurana, te equivocas. Una persona lo vio antes de su misteriosa desaparición: su amante, Jenna. Esa mujer insiste en que ignora adonde fue, pero jamás la he creído. Y ella es la persona que podría saber algo sobre este artefacto.
—¿Dónde vive la tal Jenna? —inquirió Gerard—. Vuestro padre me encomendó la misión de llevar al kender y el artilugio mágico a Dalamar. Tal vez no pueda hacer eso, pero al menos podría escoltaros a vos, señor, y al kender...
—Imposible, caballero —dijo Palin mientras sacudía la cabeza—. Jenna vive en Palanthas, una ciudad bajo el control de los caballeros negros.
—Lo mismo que Qualinesti, señor —apuntó Gerard, esbozando una leve sonrisa.
—Una cosa es cruzar las fronteras boscosas de Qualinesti pasando inadvertido —señaló el mago—. Entrar en una ciudad amurallada y estrechamente vigilada es muy distinto. Además, el viaje nos llevaría mucho tiempo. Sería más fácil encontrarnos con Jenna a mitad de camino. Quizás en Solace.
—Pero ¿puede Jenna salir de Palanthas? —preguntó Laurana—. Creía que los caballeros negros habían restringido los viajes desde Palanthas tanto como el acceso a la ciudad.
—Tales restricciones serán aplicables para la gente normal, pero no para Jenna —repuso secamente Palin—. Consiguió que su negocio siguiera funcionando bien cuando los caballeros ocuparon la ciudad. Muy bien, a decir verdad. Ha dejado atrás la juventud, pero aún es una mujer atractiva. Y también la más rica de Solamnia, así como una de las hechiceras más poderosas. No, Laurana, Jenna no tendrá dificultades para viajar a Solace. —Se puso de pie. Necesitaba quedarse solo, reflexionar.
—¿Acaso sus poderes no están menguando como te ocurre a ti? —le preguntó la elfa.
Palin apretó los labios en un gesto de fastidio. No le gustaba hablar de eso, como no le gustaría a ninguna persona referirse a la enfermedad incurable que la está consumiendo.
—Jenna posee ciertos artefactos que siguen trabajando en su favor, al igual que yo poseo otros que me ayudan a mí. No es gran cosa —añadió cáusticamente—, pero vamos tirando.
—Tal vez sea el mejor plan —convino Laurana—. Pero ¿cómo regresarás a Solace? Las calzadas están cerradas...
Palin se mordió el labio inferior para reprimir una respuesta cortante. ¿Es que nunca iban a dejar de enjuiciar sus decisiones y de ponerle inconvenientes?
—No para un caballero negro —intervino Gerard—. Me ofrezco como escolta, señor. Vine con un prisionero kender, y partiré con un prisionero humano.
—Sí, sí, buena idea, caballero —contestó con impaciencia Palin—. Encárgate de concretar los detalles. —Echó a andar, ansioso por escapar al silencio de su cuarto, pero se le ocurrió otra pregunta importante, así que se detuvo y se volvió para plantearla—. ¿Conoce alguien más el descubrimiento de este artefacto?
—A estas alturas, probablemente la mitad de la población de Solace, señor —respondió adustamente Gerard—. El kender no fue muy discreto al respecto.
—En tal caso no debemos perder tiempo —concluyó el mago en tono seco—. Me pondré en contacto con Jenna.
—¿Y cómo lo harás? —quiso saber Laurana.
—Tengo mis recursos —respondió él, esbozando una mueca amarga—. No demasiados, pero me las arreglaré con lo que dispongo.
Salió de la estancia sin mirar atrás. No necesitaba hacerlo. Percibía su pesadumbre y su dolor acompañándolo como una presencia intangible. Se sintió momentáneamente avergonzado por haberle hablado con brusquedad y casi se dio la vuelta para pedirle disculpas. Después de todo, era su invitado, y al albergarlo estaba poniendo en peligro su propia vida. Vaciló y luego siguió caminando.
«No —pensó, sombrío—. Laurana no puede entenderlo. Ni Usha. Ni ese arrogante caballero con tanto desparpajo. Ninguno de ellos puede entenderlo. No tienen ni idea de lo que he pasado, lo que he sufrido. Lo que he perdido. ¡Antaño llegué a tocar la mente de los dioses!», se lamentó en un callado grito de infinita angustia.
Se detuvo para escuchar el silencio, para ver si, por casualidad, oía una débil voz respondiendo a su dolido lamento.
Sólo oyó, como siempre, el eco vacío.
«Creen que he sido liberado de la prisión, que mi tormento ha acabado. Se equivocan. Mi reclusión perdura día tras día, en monótona sucesión. La tortura prosigue indefinidamente. Me rodean muros grises. Me siento en cuclillas entre mi propia inmundicia. Tengo los huesos del alma rotos, astillados. Mi hambre es tan grande que me devoro a mí mismo. Mi sed tan inmensa que bebo mis propios desechos. En eso me he convertido.»
Llegó al refugio de su habitación, cerró la puerta y arrastró una silla para apoyarla contra la hoja y atrancarla. A ningún elfo se le ocurriría invadir la intimidad de alguien que se hubiese aislado, pero Palin no se fiaba de ellos. No se fiaba de nadie.
Tomó asiento ante el escritorio, pero no escribió a Jenna. Se llevó la mano a un pequeño pendiente de plata que llevaba en el lóbulo de la oreja, pronunció la fórmula del conjuro, unas palabras que quizá ya no importaba si se decían o no, puesto que no había nadie para escucharlas. A veces los artefactos funcionaban sin las palabras rituales, y otras veces no funcionaban en absoluto en ninguna circunstancia. En la actualidad, eso último ocurría con mayor frecuencia.