—¿El temblor? Sí. Los vengo sintiendo desde hace un par de horas. Seguramente son los gullys, que amplían sus túneles. Les encanta excavar. En cuanto a lo que decías, no hay «quizás» en lo relativo a nuestra total destrucción —repuso resueltamente.
Su voz, con aquel acento que los elfos civilizados consideraban tosco, era como el canto de un pájaro, de una dulzura conmovedora con una nota de melancolía.
—Los qualinestis han dado al dragón todo lo que les ha exigido. Han sacrificado su libertad, su orgullo, su honor. En ciertos casos, incluso han sacrificado a su propia gente. Todo a cambio de que el dragón les permita vivir. Pero llegará un momento en que Beryl hará una demanda que los tuyos no podrán cumplir, y cuando llegue ese día y la Verde vea contrariada su voluntad, destruirá Qualinesti.
—A veces me pregunto por qué te preocupa —dijo Gilthas, que observaba seriamente a su esposa—. Los qualinestis te esclavizaron, te arrancaron a la fuerza de tu familia. Tienes todo el derecho a sentir rencor, a desaparecer en los bosques y dejar a quienes te hicieron daño a su suerte, que tienen tan merecida. Pero no lo haces. Arriesgas la vida a diario luchando para obligar a nuestro pueblo a que vea la verdad por desagradable e ingrata que sea.
—Ése es el problema —contestó ella—. Debemos dejar de pensar en los elfos como «los tuyos» y «los míos». Esas distinciones y exclusiones son las que nos han llevado donde hoy estamos, las que fortalecen a nuestros enemigos.
—No veo intenciones de que cambien las cosas —adujo Gilthas en tono sombrío—. No a menos que se abata sobre nosotros una calamidad y nos obligue a ello, y puede que ni siquiera entonces lo hagamos. La Guerra de Caos, que tendría que habernos unido, sólo tuvo por resultado que nuestro pueblo se fragmentara más. No pasa un solo día en que algún senador no pronuncie un discurso sobre cómo nuestros parientes de Silvanesti nos han dejado fuera de su seguro refugio, bajo el escudo, y que lo que quieren es que todos muramos para así ocupar nuestra tierra. O que alguien se lance a una diatriba contra los kalanestis, de cómo sus costumbres bárbaras acabarán con todo aquello para lo que hemos tardado siglos en construir. Y están los que aprueban que el dragón haya cerrado las calzadas porque, según ellos, será mejor no tener contacto con los humanos. Los Caballeros de Neraka los animan, desde luego. Les encantan tales peroratas, porque les facilitan la labor a ellos.
—Por lo que he oído, quizá los silvanestis descubran que su tan cacareado escudo mágico es en realidad una tumba.
Gilthas reaccionó con sorpresa y se sentó más erguido.
—¿Dónde oíste eso? No me habías contado nada.
—Hace un mes que no te veía —contestó Kerian con un dejo amargo—. Sólo hace unos días que me llegó el rumor, de boca del corredor Kellevandros, a quien tu madre envía de manera regular para mantener el contacto con tu tía Alhana Starbreeze. Alhana y sus fuerzas se han instalado en la frontera de Silvanesti, cerca del escudo. Se han aliado con los humanos que pertenecen a la Legión de Acero. Según Alhana, la tierra que rodea el escudo se ha quedado yerma, la vegetación ha muerto y un horrible polvo gris lo cubre todo. Teme que esa misma enfermedad esté infectando todo el país.
—Entonces, ¿por qué nuestros parientes mantienen levantado el escudo? —se preguntó Gilthas.
—Porque tienen miedo del mundo exterior. Por desgracia, tienen razón en ciertos casos. Alhana y sus tropas libraron una batalla campal contra ogros hace poco tiempo, la noche de aquella terrible tormenta. La Legión de Acero acudió en su ayuda justo a tiempo de evitar que los arrasaran. En cualquier caso, Silvanoshei, el hijo de Alhana, fue capturado por los ogros, al menos eso es lo que piensa ella. No pudieron encontrar rastro del muchacho cuando la batalla terminó. Alhana lo llora como si hubiese muerto.
—Mi madre no me ha contado nada de todo esto —manifestó Gilthas, fruncido el entrecejo.
—Según Kellevandros, Laurana teme que el gobernador Medan incremente su vigilancia. Tu madre sólo se fía de quienes trabajan para ella; no se atreve a confiar en nadie de fuera. Cada vez que estáis juntos los dos, no le cabe duda de que se os espía y no quiere que los caballeros negros descubran que mantiene contacto con Alhana.
—Madre seguramente tiene razón —admitió Gilthas—. Mi sirviente, Planchet, es la única persona en que confío, y eso porque ha demostrado su lealtad hacia mí en infinidad de ocasiones. De modo que Silvanoshei ha muerto a manos de los ogros. Pobre muchacho. Debió de sufrir una muerte espantosa. Esperemos que fuera rápida.
—¿Llegaste a conocerlo?
—No. —Gilthas negó con la cabeza—. Nació en la posada El Último Hogar, en Solace, poco después de que Alhana fuese desterrada. No he vuelto a verla desde entonces. Mi madre me contó que el chico se parecía a mi tío Porthios.
—Su muerte te convierte en heredero de los dos reinos —observó Kerian—. En el Orador de los Soles y de las Estrellas.
—Lo que siempre quiso el senador Rashas —comentó en tono cáustico Gilthas—. En realidad, tal como van las cosas, no habrá más que el Orador de los Muertos.
—¡No pronuncies palabras de mal agüero! —instó Kerian al tiempo que hacía el signo contra el Mal, trazando con la mano un círculo en el aire con el que rodear la frase y dejarla encerrada en él—. Tú no... —empezó, pero se interrumpió y se volvió hacia un elfo que había entrado en el cuarto secreto—. ¿Sí, Ala de Plata, qué ocurre?
El elfo abrió la boca para decir algo, pero lo interrumpió un gully que parecía estar en un estado de gran excitación a juzgar por el olor.
—¡Mí dice! —gritó el gully, indignado, mientras apartaba al elfo de un empellón—. ¡Mí vigía! ¡Ella manda a mí! —Señaló a Kerian.
—Majestad. —El elfo hizo una precipitada reverencia a Gilthas antes de volverse hacia la mujer, su comandante, con la información—. El gran thane, rey de Thorbardin, ha llegado.
—Él aquí —anunció a voces el gully. Aunque no hablaba el idioma elfo, imaginó lo que el otro había dicho—. ¿Mí trae a él?
—Gracias, Padrote. —Kerian se puso de pie y se ajustó la espada a la cintura—. Saldré a recibirlo. Sería mejor que os quedaseis aquí, majestad —añadió. Su matrimonio era un secreto incluso para los elfos que estaban a su mando.
—Él, enano mucho quincalla hortera. ¡Llevar sombrero! —Padrote estaba impresionado—. ¡Llevar zapatos! —Añadió doblemente impresionado—. Mí nunca ve enano viste zapatos.
—El gran thane viene acompañado por cuatro guardias personales —informó el elfo a Kerian—. Como ordenaste, hemos vigilado sus movimientos desde que partieron de Thorbardin.
—Por su propia seguridad, así como por la nuestra, majestad —se apresuró a agregar Kerian al advertir que la expresión de Gilthas se ensombrecía.
—No se reunieron con nadie —dijo el elfo—, y nadie los siguió.
—Excepto nosotros —intervino Gilthas con sarcasmo.
—Nunca está de más ser precavido, majestad —adujo Kerian—. Tarn Granito Blanco es el nuevo gran thane, rey de los clanes de Thorbardin. Su gobierno no parece correr peligro, pero entre los enanos existen traidores, como ocurre entre los elfos.
—Ojalá llegue el día en que eso no sea así. —Gilthas exhaló un suspiro profundo—. Confío en que los enanos no hayan advertido que se los ha tenido bajo vigilancia.
—Vieron la luz de las estrellas, majestad —respondió el elfo, enorgullecido—. Oyeron el viento entre los árboles. Pero a nosotros no nos vieron ni nos oyeron.
—Él mucho gusta nuestro aguardiente —informó Padrote dándose importancia y con el rostro resplandeciendo de satisfacción, aunque también podría deberse a que lo llevaba pringado de la grasa con la que había untado el pato que cocinaba—. Decir que nosotros hace aguardiente mucho bueno. ¿Tú gusta probar? —le ofreció a Gilthas—. Hacer salir pelo sobre nariz.
Kerian y el elfo se marcharon y se llevaron al gully con ellos. Gilthas se quedó sentado, con la mirada fija en la llamita titilante de la vela. De nuevo sintió el extraño tremor del suelo bajo sus pies, como si el mundo temblara. Alrededor todo era oscuridad; la vela era la única fuente de luz y podía extinguirse con un soplido. Eran tantas las cosas que podían salir mal. Incluso en ese momento, el gobernador Medan podría estar entrando en el dormitorio del Orador, descubrir el truco de las almohadas, mandar que arrestasen a Planchet y exigir que se le informara del paradero del rey.
De repente se sintió muy cansado. Cansado de llevar una doble vida, de las mentiras y los engaños, de tener que interpretar un papel constantemente. Siempre se encontraba en el escenario, sin disponer de un solo momento de descanso. Ni siquiera dormía bien de noche, por miedo a decir algo en sueños que provocara su caída.
Y no porque él fuera a sufrir las consecuencias. El prefecto Palthainon se encargaría de eso. Y Medan. Ambos lo necesitaban en el trono, tirando de las cuerdas que manejaban. Si descubrían que había cortado esas cuerdas, se limitarían a atarlas de nuevo. Continuaría en el trono. Seguiría vivo. Planchet moriría, sometido a tortura hasta que revelara todo cuanto sabía. Es posible que a Laurana no la ejecutaran, pero sería exiliada, condenada a ser una elfa oscura, como su hermano. A Kerian podrían capturarla, y Medan había manifestado públicamente la terrible muerte que reservaba a
La Leona
si caía en sus manos.
A él no le causarían daño, pero se vería obligado a presenciar cómo sufrían las personas a las que más amaba en el mundo, consciente de que no podría hacer nada para ayudarlas. Y eso, quizá, sería el mayor tormento de todos.
De la oscuridad salieron sus viejos compañeros: el miedo, la falta de confianza en sí mismo, el odio y el desprecio hacia su persona. Sintió que ponían sus frías manos sobre él, que penetraban en su interior, le retorcían las entrañas y hacían que un sudor helado cubriera su cuerpo. Percibió sus voces gemebundas gritándole advertencias de perdición y muerte, aullando profecías de destrucción. No estaba a la altura de la tarea que tenía asignada. No se atrevía a seguir aquel curso de acción. Era una imprudencia. Estaba poniendo en peligro a su pueblo. No le cabía duda que había sido descubierto. Medan lo sabía todo. Quizá si regresaba ahora aún tuviese tiempo de arreglarlo. Se metería en la cama y jamás se enterarían de que se había ausentado...
—Gilthas —llamó una voz severa.
El joven monarca sufrió un sobresalto; miró con expresión acorralada un rostro que le era desconocido.
—Esposo —musitó quedamente Kerian.
Gilthas cerró los ojos y un estremecimiento lo sacudió de pies a cabeza. Lentamente aflojó los puños que había estado apretando sin darse cuenta. Se obligó a relajarse, a que su cuerpo agarrotado aflojara la tensión y dejara de temblar. La oscuridad que lo había cegado momentáneamente se retiró y la llama de la vela que era Kerian resplandeció radiante, con fuerza. Inhaló profunda, temblorosamente.
—Ya me encuentro bien —dijo.
—¿Seguro? El gran thane aguarda en el cuarto adyacente. ¿Lo entretengo para ganar tiempo?
—No, el ataque ha pasado —insistió Gilthas; tragó saliva para librarse del amargo sabor a bilis que tenía en la boca—. Alejaste a los demonios. Concédeme un momento para estar presentable. ¿Qué aspecto tengo?
—Como si acabases de ver a un espectro —respondió Kerian—. Pero el enano no advertirá nada raro. A ellos todos los elfos les parecemos pálidos y demacrados.
Gilthas cogió a su esposa y la estrechó contra sí.
—¡Quieto! —protestó ella, medio en serio medio en broma—. No hay tiempo para eso ahora. ¿Y si nos ve alguien?
—Pues que nos vea —repuso él, dejando a un lado las precauciones—. Estoy harto de mentirle al mundo. Tú eres mi fuerza, mi salvación. Y no sólo salvaste mi vida, sino mi cordura. Cuando recuerdo lo que era, un prisionero de esos mismos demonios, me pregunto cómo pudiste enamorarte de mí.
—Miré a través de las rejas de la celda y vi al hombre encerrado tras ellas —contestó Kerian, que se abandonó al abrazo de su esposo aunque fuera sólo un momento—. Vi su amor por su pueblo. Vi cómo sufría con su sufrimiento y cómo se sentía incapaz de aliviar su dolor. El amor era la llave. Lo único que hice fue meterla en la cerradura y abrir la puerta. Tú hiciste el resto. —Se escabulló de entre sus brazos y, de nuevo, volvió a ser la reina guerrera—. ¿Estás dispuesto? No debemos hacer esperar más al gran thane.
—Lo estoy.
Hizo otra profunda inhalación, se echó el cabello hacia atrás sacudiendo la cabeza y entró en el otro cuarto caminando muy erguido.
—Su majestad, el Orador de los Soles, Gilthas de la Casa Solostaran —anunció formalmente Kerian.
El enano, que bebía con agrado una jarra de aguardiente, dejó el recipiente sobre la mesa e inclinó la cabeza en un gesto de respeto. Era alto para ser enano y parecía mucho mayor de lo que correspondía a su edad, ya que su cabello había encanecido prematuramente y en su barba había mechones blancos. Sin embargo, sus ojos poseían el brillo y la viveza de la juventud y su mirada era intensa y sagaz; la mantuvo fija en Gilthas y pareció penetrar a través del esternón del elfo, como si pudiese ver dentro de su corazón.
«Ha oído rumores sobre mí —se dijo Gilthas—. Se pregunta qué ha de creer, si soy una bayeta que cualquiera puede exprimir o si en realidad soy el dirigente de mi pueblo como él lo es del suyo.»
—El gran thane Tarn Granito Blanco, Rey Supremo de los Ocho Clanes —dijo Kerian.
El enano era mestizo; así como Gilthas tenía parte de ascendencia humana, Tarn era el resultado de una unión entre un hylar —la nobleza entre la raza enana— y una daergar, los enanos oscuros. Tras la Guerra de Caos, los enanos de Thorbardin habían trabajado con los humanos para reconstruir la fortaleza de Pax Tharkas. Parecía que por fin los Enanos de las Montañas volverían a mantener relaciones con otras razas, incluidos sus parientes, los Enanos de las Colinas, a quienes, a causa de una enemistad que se remontaba al Cataclismo, les habían cerrado las puertas del reino subterráneo.
Pero poco después, con la llegada de los grandes dragones y la muerte y destrucción que trajeron consigo, los enanos habían vuelto a encerrarse bajo la montaña. De nuevo sellaron las puertas de Thorbardin y el mundo perdió contacto con ellos. Los daergars habían aprovechado el tumulto desatado por Caos para intentar hacerse con el gobierno del reino, y habían provocado una sangrienta guerra civil. Tarn Granito Blanco fue un héroe en dicho conflicto, y cuando llegó el momento de recoger los pedazos, los thanes recurrieron a él buscando su liderazgo. Tarn se había encontrado con los clanes divididos y un reino al borde de la ruina cuando tomó el mando, pero había asentado el reino sobre unas bases sólidas, empezando por unir bajo su jefatura a los clanes enfrentados. Ahora estaba a punto de plantearse dar un nuevo paso que sería algo nuevo en los anales de los enanos de Thorbardin.