Los Caballeros de Neraka (40 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: Los Caballeros de Neraka
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El caballero se incorporó trabajosamente y echó a andar, renqueando. El cielo se aclaraba paulatinamente y ahora mostraba un tinte anaranjado intenso sobre un azul profundo. Gerard miró en derredor buscando a su compañero de aventura y vio los pies del kender asomando por la boca de un saco, encima de la silla de la yegua. El cabecilla humano se hallaba cerca de la entrada de la cueva, observando. Llevaba capa y embozo, pero Gerard captó fugazmente una oscura túnica debajo de la capa; el tipo de túnica que vestiría un hechicero. Cada vez se convencía más de que su plan estaba funcionando. Ahora sólo le quedaba esperar que los elfos no lo mataran antes de que tuviese oportunidad de explicarse.

La cueva se hallaba en un pequeño cerro, en una zona muy boscosa; sin embargo, Gerard tenía la sensación de que se encontraban cerca de una población, no en pleno territorio salvaje. La brisa le traía el lejano sonido de campaniles, las flores cuyas corolas producían un sonido musical cuando las agitaba el viento. También percibía el olor a pan recién cocido. Volvió la vista hacia el sol naciente y confirmó que habían viajado hacia el oeste durante la noche. Si no se encontraban en Qualinost, debían de estar muy cerca de la ciudad.

El humano entró en la caverna, seguido por dos elfos, uno de ellos cargado con el kender, que forcejeaba dentro del saco, y el otro escoltando a Gerard, al que azuzaba en la espalda con su espada. Los otros elfos que los habían acompañado no entraron en la gruta, sino que desaparecieron en la fronda con el caballo de Gerard y la yegua de Tas. El caballero vaciló un momento ante de meterse en la cueva, pero el elfo le propinó un empellón y entró dando traspiés.

Un angosto y oscuro túnel desembocaba en una pequeña cámara, iluminada por una lamparilla que flotaba en aceite aromático, dentro de un cuenco. El elfo que transportaba al kender dejó caer el saco al suelo; Tas empezó a emitir sonidos ahogados y a retorcerse. El elfo le dio un golpe suave con el pie y le dijo que se callara, que lo sacarían del saco a su debido tiempo y sólo si se comportaba como era debido. El elfo que vigilaba a Gerard volvió a azuzarlo en la espalda.

—De rodillas, cerdo —espetó.

El caballero hizo lo que le mandaba y alzó la cabeza. Entonces pudo ver bien el rostro del humano al mirar desde abajo. El hombre de la capa lo observaba con gesto severo.

—Palin Majere —dijo Gerard con un suspiro de alivio—. He viajado un largo trecho buscándoos.

Palin acercó una antorcha.

—Gerard Uth Mondor. Me pareció que eras tú. Pero ¿desde cuándo te has convertido en un Caballero de Neraka? Más vale que te expliques, y rápido. —Frunció el entrecejo—. Como sabes, no siento aprecio alguno por esa execrable Orden.

—Sí, señor. —Gerard dirigió una mirada inquieta a los elfos—. ¿Hablan el idioma humano, señor?

—Y el enano y el Común —respondió Palin—. Puedo ordenarles que te maten en varias lenguas. Te lo diré otra vez: explícate. Te doy un minuto para que lo hagas.

—Muy bien, señor. Visto esta armadura por necesidad, no por elección. Os traigo noticias importantes y, al saber a través de vuestra hermana Laura que os encontrabais en Qualinesti, me disfracé como un caballero del enemigo para poder llegar hasta vos.

—¿Qué noticias? —inquirió Palin Majere. No se había quitado la capucha y su voz salía de los holgados pliegues de la tela, profunda, severa y fría.

Gerard pensó en lo que los vecinos de Solace comentaban sobre Palin. Había cambiado desde que la Escuela fue destruida. Y no había sido un cambio para mejor; el mago se había desviado del camino de la luz a otro de oscuridad, el mismo que su tío Raistlin había recorrido antes que él.

—Señor, vuestro honorable padre ha muerto.

Palin no dijo nada. Su expresión no se alteró.

—No sufrió —se apresuró a asegurar el caballero—. Fue una muerte rápida. Salió de la posada, contempló el ocaso y pronunció el nombre de vuestra madre. Luego se llevó la mano al corazón y se desplomó. Me encontraba con él cuando expiró. Estaba tranquilo y no sintió dolor. Celebramos su funeral al día siguiente. Fue enterrado al lado de vuestra madre.

—¿Dijo algo? —preguntó finalmente Palin.

—Me hizo una petición, que os la comunicaré a su debido tiempo.

Palin contempló a Gerard en silencio durante unos segundos interminables.

—¿Y cómo va todo lo demás en Solace? —inquirió después.

—¿Señor? —Gerard estaba estupefacto.

El kender soltó un gemido plañidero dentro del saco, pero nadie le hizo caso.

—¿Es que no habéis oído que...? —empezó el caballero.

—¿Que mi padre ha muerto? Lo he oído, sí —replicó Palin, y se quitó la capucha. Su mirada, prendida en Gerard, era firme, impasible—. Tenía una edad muy avanzada, echaba de menos a mi madre, y la muerte forma parte de la vida. Algunos dirían que es la mejor parte —añadió, con la voz endurecida.

Gerard lo miró de hito en hito. Hacía unos cuantos meses que había visto a Palin, cuando asistió al funeral de su madre, Tika. Palin no se había quedado mucho tiempo en Solace. Se marchó casi de inmediato, en otra de sus búsquedas de artefactos mágicos. Con la Escuela destruida, Solace ya no tenía nada que ofrecerle. Además, cundía el rumor de que los hechiceros de todo el mundo estaban perdiendo sus poderes mágicos, y la gente suponía que el caso de Palin no era diferente. Se chismorreaba que la vida ya no tenía aliciente para él. Su matrimonio no era precisamente feliz. Se había vuelto descuidado, indiferente a su seguridad, en especial si surgía la más leve oportunidad de conseguir un artefacto mágico de la Cuarta Era, ya que estos objetos no habían perdido su poder y un mago experto podía absorber dicho poder.

En el funeral de Tika, al caballero le pareció que Palin no tenía buena cara. El siguiente viaje no había mejorado la salud del mago; antes bien, estaba más demacrado, más pálido, además de mostrarse más seco e irritable, y su mirada se había vuelto recelosa, desconfiada.

Gerard sabía muchas cosas sobre Palin, pues a Caramon le encantaba hablar del único hijo varón que le quedaba vivo, y había sido el tema de conversación en casi todos los desayunos.

Palin Majere, el menor de los hijos varones de Caramon y Tika, era un mago muy prometedor en su juventud, cuando los dioses abandonaron Krynn llevándose la magia con ellos. A pesar de lamentar la pérdida de la magia divina, Palin no se había dado por vencido, como tantos otros hechiceros de su generación. Reunió a magos de todo Ansalon en un intento de descubrir la magia que, en su opinión, persistía en Krynn, la magia en estado salvaje del propio mundo y que había formado parte de él antes de la llegada de los dioses, por lo que, suponía, tendría que seguir en él. Sus esfuerzos se habían visto recompensados. Estableció la Escuela de Hechicería en Solace, un centro de aprendizaje del arte. La Escuela había prosperado y crecido. Palin había hecho uso de sus habilidades para combatir a los grandes dragones y fue reconocido como un héroe en toda Abanasinia.

Entonces el tapiz de su vida empezó a deshilacharse.

Extraordinariamente sensible a la magia salvaje, había sido uno de los primeros, tres años antes, en percibir que sus poderes empezaban a debilitarse. Al principio, Palin pensó que podría tratarse simplemente de un síntoma de envejecimiento; en fin de cuentas, era un cincuentón. Pero más adelante sus alumnos comenzaron a informar sobre problemas similares. Incluso a los jóvenes les resultaba cada vez más difícil realizar hechizos. Obviamente, la edad no era la causa.

Los hechizos funcionaban, pero su ejecución requería más y más esfuerzo por parte del mago. En cierta ocasión, Palin comparó el problema con el hecho de poner un jarro sobre una vela encendida: la llama ardería mientras quedase aire dentro del jarro. Cuando el aire se agotara, la llama titilaría y moriría.

¿Era finita la magia, como algunos afirmaban? ¿Podía secarse como un pozo del desierto? Palin no lo creía así. La magia estaba allí, podía sentirla, verla. Pero era como si el pozo del desierto se estuviese agotando al beber de él una ingente multitud.

¿Qué o quién estaba consumiendo la magia? Palin sospechaba que eran los grandes dragones. Se vio obligado a cambiar de opinión cuando la gran Verde, Beryl, se volvió más amenazadora, más agresiva, y envió a sus ejércitos a apoderarse de más territorios. Los espías qualinestis informaban que eso ocurría porque la Verde sentía que sus propios poderes mágicos menguaban. Beryl llevaba mucho tiempo luchando por encontrar la Torre de la Alta Hechicería de Wayreth. El mágico bosque había mantenido oculta la Torre a ella y a los Caballeros de la Espina que la buscaban. Su necesidad de hallar la Torre y su magia se tornó más urgente. Furiosa e inquieta, empezó a extender sus dominios por Abanasinia todo lo posible sin atraer sobre sí la ira de su pariente, Malys.

Los Caballeros de la Espina, el brazo mágico armado de los Caballeros de Neraka, también notaban la disminución de sus poderes arcanos. Culpaban a Palin y a sus discípulos de la Escuela de Hechicería. En un osado ataque a la Escuela, secuestraron a Palin mientras los esbirros de Beryl la destruían.

Tras meses de «interrogatorios», los Túnicas Grises liberaron a Palin. Caramon no había querido entrar en detalles sobre los tormentos que su hijo tuvo que soportar, y Gerard no insistió. Sin embargo, los residentes de Solace hablaron extensamente sobre el tema. En su opinión, el enemigo no sólo había deformado sus dedos, sino también su espíritu.

El semblante de Palin estaba demacrado, con las mejillas hundidas y oscuras ojeras, como si apenas hubiera dormido. Apenas se le marcaban arrugas; la piel se estiraba, tirante, sobre los finos huesos. Los profundos pliegues gestuales alrededor de la boca, resultado de frecuentes sonrisas, empezaban a borrarse por la ausencia de ese gesto. Su cabello castaño rojizo se había vuelto totalmente gris. Los dedos, antaño esbeltos y ágiles, ahora estaban retorcidos, cruelmente deformados.

—Cortad sus ataduras —ordenó el mago a los elfos—. Es un caballero solámnico, como afirma.

Los dos elfos no parecían muy convencidos, pero obedecieron, aunque siguieron vigilando estrechamente al hombre. Gerard, ahora de pie, flexionó los brazos y estiró los agarrotados músculos.

—Así que has hecho todo el camino disfrazado, arriesgando la vida para traerme esa noticia —dijo Palin—. He de confesar que no veo la necesidad de la presencia del kender. A menos que lo que me han contado sea cierto, que el kender robó un poderoso artefacto mágico. Echémosle un vistazo.

El mago se arrodilló junto al saco, dentro del cual se retorcía el kender. Extendió la mano e intentó deshacer los nudos, pero sus dedos deformados no lo consiguieron. Gerard los miró y apartó rápidamente la vista para evitar que el mago pensara que le tenía lástima.

—¿Su aspecto te causa malestar? —inquirió Palin, mordaz. Se puso de pie y se cubrió las manos con las mangas de la túnica—. Tendré cuidado para no incomodarte.

—No es su aspecto lo que me incomoda, señor —manifestó en voz queda Gerard—. Me desazona ver sufrir a cualquier hombre bueno, como os ocurrió a vos.

—¡Sufrir, sí! Fui prisionero de los Caballeros de la Espina durante tres meses. ¡Tres meses! Y no hubo un solo día en que no me atormentaran de un modo u otro. ¿Sabes por qué? ¿Imaginas lo que perseguían? ¡Querían saber la razón de que el poder mágico estuviera disminuyendo! ¡Creían que
yo
tenía algo que ver en ello! —Palin soltó una amarga risa—. ¿Y sabes por qué me dejaron marchar? ¡Porque se dieron cuenta de que no representaba amenaza alguna! Que no era más que un viejo destrozado que no podía causarles ningún perjuicio ni ser un obstáculo para ellos.

—Podrían haberos matado, señor —apuntó el caballero.

—Habría sido mejor para mí que lo hicieran —replicó Palin.

Los dos guardaron silencio; Gerard bajó la vista al suelo. Incluso el kender se había callado, abatido.

Palin dejó escapar un ligero suspiro. Alargó su mano destrozada y la posó en el brazo de Gerard.

—Discúlpame, caballero —dijo, casi en un susurro—. No tengas en cuenta lo que he dicho. Últimamente me doy por ofendido enseguida. Y todavía no te he dado las gracias por traerme la noticia del fallecimiento de mi padre. Gracias. Lamento su muerte, pero no lloro su pérdida. Como he dicho, se ha ido a un lugar mejor.

»
Pero —añadió, dirigiendo una mirada perspicaz al joven caballero—, empiezo a pensar que no es sólo esa triste nueva la que te ha traído tan lejos. Llevar ese disfraz te pone en gran peligro, Gerard. Si los caballeros negros descubriesen la verdad, sufrirías un tormento mayor aún que el que yo padecí, y después te ejecutarían. —Los finos labios de Palin esbozaron una amarga sonrisa—. ¿Qué otras nuevas me traes? Malas, deduzco. Nadie arriesgaría la vida para darme una buena noticia. ¿Y cómo sabías que me encontrarías?

—Yo no os encontré, señor. Vos me encontrasteis a mí —contestó el caballero.

Palin pareció desconcertado en un primer momento, pero después asintió con la cabeza.

—Ah, ya entiendo. Por eso mencionaste el artefacto que antaño perteneció a mi tío Raistlin. Sabías que despertaría mi interés.

—Confiaba en eso, señor —admitió Gerard—. Imaginé que o bien el elfo destacado en el puente formaría parte de la resistencia o bien que el propio puente estaría bajo vigilancia. Esperaba que la mención del artefacto, asociado al nombre de Majere, llegaría hasta vos.

—Corriste un gran riesgo al facilitar que te capturaran los elfos. Como habrás observado, los hay que no tendrían ningún reparo en matar a alguien como tú.

Gerard miró a los dos elfos, Kalindas y Kellevandros, si había entendido bien sus nombres. No le habían quitado los ojos de encima un solo momento ni habían retirado las manos de las empuñaduras de sus espadas.

—Soy consciente de ello, señor —dijo—. Pero parecía que ése era el único modo de llegar hasta vos.

—¿He de entender, pues, que no existe tal artefacto? —inquirió Palin con un dejo de desilusión—. ¿Que todo era una artimaña?

—En absoluto, señor. El artefacto existe. Es en parte el motivo de que haya venido.

En ese momento los chillidos ahogados del kender se reanudaron, más agudos e insistentes. También empezó a patalear contra el suelo y a retorcerse violentamente dentro del saco.

—Por los dioses benditos, haced que se calle —ordenó, irritado, Palin—. Sus gritos atraerán a todos los caballeros negros de Qualinesti. Llevadlo dentro.

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