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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

Los Caballeros de Neraka (20 page)

BOOK: Los Caballeros de Neraka
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La Guerra de Caos finalizó y los dioses se marcharon. Los habitantes de Sanction acabaron comprendiendo que las deidades se habían ido. La magia —tal como la conocían— había desaparecido. Quienes sobrevivieron a la guerra se enfrentaron entonces a la muerte por asfixia a causa de los gases tóxicos. Huyeron de la ciudad hacia las playas para respirar el aire limpio del mar. Y así, durante un tiempo, Sanction volvió a sus comienzos.

Un hechicero extraño y misterioso, llamado Hogan Rada no sólo devolvió a Sanction su gloria pasada sino que consiguió que la ciudad se superase a sí misma. Hizo lo que ningún otro hechicero había sido capaz de lograr: limpió el aire y desvió el curso de los ríos de lava fuera de la urbe. El agua, fresca y pura, fluyó de las nevadas cumbres de las montañas. De hecho, era posible salir a la calle y respirar profundamente sin doblarse por la cintura, tosiendo y medio asfixiado.

Madura y más sabia, Sanction se volvió próspera, rica y respetable. Bajo la protección y el impulso de Rada, mercaderes honrados se trasladaron a la ciudad. Tanto los Caballeros de Solamnia como los Caballeros de Neraka entraron en contacto con Rada, cada bando ofreciendo instalarse en Sanction para protegerla del otro.

Rada no confiaba ni en unos ni en otros, de modo que se negó a permitir que entrara ninguno de los dos grupos. Furiosos, los Caballeros de Neraka argüyeron que Sanction era parte de las tierras que el Consejo les había entregado a cambio de sus servicios durante la Guerra de Caos. Los Caballeros de Solamnia no cejaron en su intento de negociar con Rada, que siguió rechazando todas sus ofertas de ayuda.

Entretanto, los caballeros negros, que ahora se llamaban a sí mismos Caballeros de Neraka, crecían en fuerza, riqueza y poder, ya que eran ellos quienes recaudaban los impuestos establecidos por los dragones y vigilaban Sanction del mismo modo que haría un gato con la madriguera de un ratón. Los Caballeros de Neraka codiciaban desde hacía mucho tiempo el puerto que les permitiría disponer de una base de operaciones desde la cual enviar sus naves y extender su dominio sobre todas las tierras costeras del Nuevo Mar. Al ver a los ratones muy ocupados mordiéndose y arañándose unos a otros, el gato se abalanzó sobre su presa.

Los Caballeros de Neraka pusieron sitio a Sanction; esperaban que fuera un asedio largo. Tan pronto como los caballeros negros atacaron la ciudad, las disensiones internas terminaron en favor de presentar una defensa común. No obstante, los caballeros eran pacientes. No podían rendir a la ciudad por el hambre, ya que se conseguía burlar el bloqueo para introducir suministros, pero sí estaba en sus manos cerrar todas las rutas terrestres de comercio. De ese modo, los Caballeros de Neraka estrangularon la economía de la ciudad de manera muy eficaz.

Presionado por las demandas de los ciudadanos, Hogan Rada accedió durante el transcurso del último año a permitir que los Caballeros de Solamnia enviaran una fuerza con la que reforzar las debilitadas defensas de la ciudad. Al principio, los caballeros fueron recibidos como salvadores; los vecinos de Sanction esperaban que los solámnicos pusieran fin de inmediato al cerco, pero los caballeros respondieron que debían estudiar la situación. Tras meses de ver a los solámnicos dedicados a lo mismo, la gente volvió a urgidos a romper el asedio. Los caballeros contestaron que sus tropas eran escasas para eso y que necesitaban refuerzos.

Todas las noches el ejército sitiador castigaba la ciudad lanzando piedras y balas de heno prendidas con catapultas. Las balas de heno provocaban incendios y las piedras abrían agujeros en los edificios. Murió gente, se destruyeron propiedades. Nadie podía dormir bien. Como los altos mandos de los Caballeros de Neraka habían previsto, el fervor y el entusiasmo puestos inicialmente por los residentes de la ciudad en su defensa contra el enemigo se enfriaron a medida que el asedio se prolongaba mes tras mes. Culparon a los solámnicos, a quienes acusaron de cobardía. Los caballeros replicaron que los ciudadanos eran unos exaltados que querían que murieran en vano. Informados por sus espías de que la unidad de la ciudad empezaba a resquebrajarse, los Caballeros de Neraka comenzaron a aumentar el número de sus efectivos con vistas a lanzar un ataque general. Los mandos sólo aguardaban la señal de que las fisuras habían llegado al corazón del enemigo.

* * *

Al este de Sanction existía una gran cañada conocida como valle de Zhakar. Poco después de establecerse el asedio, los Caballeros de Neraka se había apoderado de ese valle y de todos los pasos que conducían hasta él desde la ciudad. Situado en las estribaciones de las montañas Zhakar, los caballeros lo habían utilizado como puesto de parada para sus ejércitos.

—El valle de Zhakar es nuestro punto de destino —comunicó Mina a sus caballeros, aunque cuando le preguntaron el motivo y qué harían allí, la única respuesta de la mujer fue que allí habían sido convocados.

Mina y sus tropas llegaron a mediodía; el sol, alto en el despejado cielo, parecía observar cuanto ocurría debajo de él con ávida expectación; una expectación tal que no se movía el menor soplo de aire y la atmósfera estaba cargada, bochornosa.

Mina hizo que su pequeño grupo se detuviera a la entrada del valle. Justo enfrente de ellos, al otro lado del valle, había un paso conocido como tajo de Beckard. A través de la quebrada el grupo podía divisar la ciudad asediada, un pequeño tramo de la muralla que rodeaba Sanction. Entre ellos y la urbe se encontraba su propio ejército. En la cañada había crecido otra ciudad de tiendas, con lumbres, carretas, animales de tiro, soldados y la gente variopinta que sigue a los ejércitos.

Mina y sus caballeros habían llegado en un momento propicio, al parecer. En el campamento retumbaban los vítores, sonaba el toque de trompetas, los oficiales bramaban órdenes y las compañías formaban en la calzada. De hecho, las tropas de cabeza marchaban ya a través de la quebrada, hacia Sanction, y otras unidades las siguieron sin demora.

—Bien, hemos llegado a tiempo —dijo Mina.

Hizo que su corcel descendiera a galope la empinada calzada, con sus tropas detrás. Los hombres oían en las trompetas la melodía del cántico que habían percibido en sus sueños; sus corazones latieron con fuerza y su pulso se aceleró sin que supiesen el motivo.

—Entérate de qué ocurre —instruyó Mina a Galdar.

El minotauro abordó al primer oficial que encontró y le preguntó. Después regresó donde aguardaba Mina, sonriente y frotándose las manos.

—¡Los malditos solámnicos han abandonado la ciudad! —informó—. El hechicero que dirige Sanction los ha echado de una patada. Han hecho el equipaje. Si miras hacia allí —Galdar se giró para señalar hacia el tajo de Beckard—, verás sus barcos, aquellos puntitos blancos en el horizonte.

Los caballeros que estaban a las órdenes de Mina comenzaron a vitorear. La mujer observó los lejanos navios, pero no sonrió.
Fuego Fatuo
rebulló intranquilo, sacudió la crin y pateó el suelo.

—Nos has traído aquí en un buen momento, Mina —prosiguió Galdar, entusiasmado—. Se preparan para lanzar el ataque final. Hoy beberemos la sangre de Sanction. ¡Y esta noche beberemos su cerveza!

Los hombres rieron. Mina no dijo nada, pero su expresión no indicaba exaltación ni júbilo. Sus iris ambarinos recorrieron el campamento buscando algo sin, al parecer, encontrar lo que fuera, ya que una fina arruga se marcó entre sus cejas y sus labios se fruncieron en un gesto de desagrado. Finalmente su expresión cambió; la mujer asintió y dio unas palmadas en el cuello de
Fuego Fatuo
para calmar al animal.

—Galdar, ¿ves aquella compañía de arqueros? —preguntó. El minotauro miró hacia donde señalaba y respondió afirmativamente—. No visten el uniforme de los Caballeros de Neraka —comentó Mina.

—Son mercenarios —explicó Galdar—. Les pagamos nosotros, pero luchan al mando de sus propios oficiales.

—Excelente. Tráeme a su superior.

—Pero, Mina ¿por qué...?

—Haz lo que te he ordenado, Galdar.

Sus caballeros, agrupados detrás de ella, intercambiaron miradas sorprendidas y se encogieron de hombros, desconcertados. El minotauro iba a discutir, a pedirle que lo dejara unirse al ataque final y a la victoria, en lugar de enviarlo con un absurdo recado, pero una sensación dolorosa, una especie de hormigueo, le dejó insensible el brazo derecho, como si se hubiese dado un golpe en el hueso del codo. Durante un instante terrible fue incapaz de mover los dedos; los nervios se le agarrotaron. La sensación desapareció al momento y lo dejó tembloroso. Seguramente sólo había sido un pellizco en algún nervio, pero bastó para recordarle su deuda con la mujer. Galdar se tragó sus argumentos y partió a cumplir la orden.

Regresó con el oficial superior de la compañía de arqueros, un humano que rondaba los cuarenta, con los brazos extraordinariamente fuertes de los que manejan el arco. La expresión del hombre era hosca, hostil. No habría ido, pero resultaba muy difícil decirle que no a un minotauro que le sacaba dos palmos de altura, sin contar los cuernos, y que insistía en que lo acompañara.

Mina llevaba el yelmo con la visera echada; un gesto inteligente, pensó Galdar, ya que ocultaba su rostro de muchachita.

—¿Cuáles son tus órdenes, jefe de garra? —inquirió la mujer. Su voz resonaba dentro del yelmo, fría y dura como el metal.

El hombre le dirigió una mirada en la que se advertía un atisbo de desdén, y sin asomo alguno de sentirse intimidado.

—No soy ningún maldito «jefe de garra», señor caballero —replicó con un énfasis sarcástico en el término «señor»—. Mi rango es el de capitán y no sigo órdenes de los de vuestra clase. Sólo cojo el dinero. Hacemos lo que nos parece bien.

—Habla con respeto al jefe de garra —gruñó Galdar, asestando un empellón al hombre que lo hizo tambalearse.

El tipo giró sobre sus talones, furioso, y llevó la mano a la espada corta. Galdar asió la empuñadura de la suya, y sus compañeros lo imitaron en medio de un sonido metálico. Mina no movió un músculo.

—¿Cuáles son tus órdenes, capitán? —volvió a preguntar.

Viéndose superado con creces, el oficial deslizó de nuevo la espada en la vaina; sus movimientos fueron deliberadamente lentos para demostrar que no se había achicado, sólo que no era estúpido.

—Esperar hasta que se lance el asalto y entonces disparar a los guardias de la muralla, señor —añadió hosco, en tono sombrío—. Seremos los últimos en entrar a la ciudad, lo que significa que sólo nos quedarán los despojos del saqueo.

—Sientes poco respeto por los Caballeros de Neraka o por nuestra causa —comentó Mina, dirigiéndole una mirada calculadora.

—¿Qué causa? —El oficial soltó una corta y seca carcajada—. ¿Llenar vuestros propios cofres? Es lo único que os importa. Vosotros y vuestras estúpidas visiones. —Escupió en el suelo.

—Sin embargo, antaño eras uno de los nuestros, capitán Samuval. Fuiste un Caballero de Takhisis —dijo Mina—. Renunciaste porque la causa por la que te uniste a nuestras filas había desaparecido. Renunciaste porque habías perdido la fe.

Los ojos del capitán se abrieron como platos.

—¿Cómo...? —Cerró la boca de golpe—. ¿Y qué, si así fuera? —gruñó—. No deserté, si es eso lo que piensas. Pagué para ser licenciado. Tengo papeles que...

—Si no crees en nuestra causa, ¿por qué sigues luchando para nosotros, capitán? —lo interrumpió Mina.

—Oh, pues claro que creo en vuestra causa —repuso el hombre con sorna—. Creo en el dinero, como todos vosotros.

Mina permanecía inmóvil sobre su montura, que estaba tranquila bajo la caricia de su mano, y escudriñó a través del tajo de Beckard la ciudad de Sanction. Galdar tuvo la repentina sensación de que la mujer podía ver a través de las murallas, de la armadura de sus defensores, de su carne y de sus huesos hasta llegar a sus corazones y a sus mentes, igual que lo había visto a él mismo y al capitán.

—Nadie entrará hoy en Sanction, capitán Samuval —anunció en voz queda Mina—. Serán las aves carroñeras las que tendrán despojos de sobra. Los barcos que ves navegando mar adentro no llevan Caballeros de Solamnia. Las tropas alineadas en sus cubiertas son simples muñecos de paja vestidos con las armaduras solámnicas. Todo es una trampa.

Galdar se quedó estupefacto. La creía; la creía como si hubiese mirado en los barcos, como si hubiese visto al enemigo oculto detrás de las murallas, listo para contraatacar.

—¿Cómo lo sabes? —demandó el capitán.

—¿Y si te diera algo en lo que creer, capitán Samuval? —preguntó ella a su vez, en lugar de contestar—. ¿Y si te convirtiera en el héroe de esta batalla? ¿Me jurarías lealtad? —Esbozó una sonrisa—. No tengo dinero que ofrecerte. Sólo tengo este conocimiento irrefutable que comparto libremente contigo: combate para mí y a partir de hoy conocerás al único y verdadero dios.

El capitán la contempló mudo de asombro. Parecía aturdido, como si lo hubiese alcanzado un rayo. Mina extendió las manos con las palmas desolladas hacia arriba.

—Se te ofrece una elección, capitán Samuval. En una mano está la muerte. En la otra, la gloria. ¿Cuál escogerás?

—Eres muy peculiar, jefe de garra. —Samuval se rascó la barba—. No te pareces a ninguno de los de tu clase. —Dirigió de nuevo la vista hacia el tajo de Beckard.

—Se ha corrido el rumor entre los hombres de que la ciudad ha sido abandonada —dijo Mina—. Han oído que abrirá sus puertas para rendirse. Se han convertido en una turba. Corren hacia su propia destrucción.

Decía la verdad. Haciendo caso omiso de los gritos de los oficiales, que se esforzaban en vano para mantener cierta apariencia de orden, los soldados de infantería habían roto filas. Galdar observó cómo se desintegraba el ejército y en un instante pasaba a ser una horda indisciplinada que corría enloquecida a lo largo de la quebrada, ansiosa por matar, por saquear. El capitán Samuval escupió de nuevo, asqueado. Volvió el rostro, sombrío, hacia Mina.

—¿Qué quieres que haga, jefe de garra?

—Conduce a tu compañía de arqueros hacia aquel risco y os apostáis allí. ¿Ves dónde te digo? —Mina señaló una estribación que se asomaba sobre el tajo de Beckard.

—Lo veo —contestó el hombre—. ¿Y qué hacemos cuando lleguemos allí?

—Mis caballeros y yo tomaremos posiciones en ese lugar. Cuando lleguéis, esperarás mis órdenes —explicó Mina—. Y cuando dé esas órdenes, las obedecerás sin discusión.

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