—¡Disparad a la izquierda! —bramó Samar.
Los arqueros tuvieron un instante de desconcierto, sin comprender cuáles era sus blancos, pero los oficiales se las ingeniaron para situarlos en la dirección correcta. La bola de fuego alcanzó otro trozo de la barrera, prendió fuego a los espinos y siguió rodando y sembrando llamas a su paso. Al principio Silvan creyó que los proyectiles eran mágicos y se preguntó qué podían hacer los arqueros contra eso, pero entonces vio que las bolas eran grandes balas de heno que los ogros empujaban colina abajo. Alcanzaba a divisar sus enormes corpachones perfilados contra las danzantes llamas. Los ogros manejaban largos palos que utilizaban para mover y empujar las enormes balas de paja prendidas.
—¡Esperad mi orden! —gritó Samar, pero los elfos estaban nerviosos y varias flechas surcaron el aire hacia el ardiente heno—. ¡No, maldita sea! —chilló, enfurecido, Samar—. ¡Todavía no están a tiro! ¡Esperad la orden!
Un trueno ahogó sus palabras, y los otros arqueros, al ver que sus compañeros disparaban, lanzaron la primera andanada. Las flechas surcaron el aire en un arco, a través de la noche impregnada de humo. Tres de los ogros que empujaban las balas de heno incendiadas cayeron, pero las restantes flechas se quedaron cortas.
—Sin embargo, pronto los detendrán —se dijo Silvan.
Un coro de aullidos, semejante al de un millar de lobos lanzándose sobre su presa, sonó en el bosque, cerca de los arqueros elfos. Silvan miró sobresaltado, creyendo que los propios árboles habían cobrado vida.
—¡Girad posición y disparad al frente! —bramó Samar, desesperado.
Los arqueros no lo oían con el rugido de las llamas. Demasiado tarde, los oficiales se percataron del repentino movimiento en los árboles, al pie de la colina. Una línea de ogros emergió en el claro y cargó contra la barrera de espino que cubría a los arqueros. Las llamas habían debilitado la protección, y los ogros se lanzaron en la ardiente masa de ramas y palos, abriéndose paso a empujones. Las chispas caían sobre sus enmarañadas matas de pelo y sus barbas, pero los ogros, en el frenesí de la batalla, no hicieron caso del dolor de las quemaduras y siguieron avanzando.
Atacados ahora por el frente y por la retaguardia, los arqueros elfos tantearon desesperadamente las aljabas para reponer las flechas e intentar disparar otra andanada antes de que los ogros se acercasen más, mientras las balas de paja ardientes se precipitaban sobre ellos. Los elfos no sabían a qué enemigo enfrentarse primero; algunos perdieron los nervios en medio del caos. Samar bramaba órdenes, y los oficiales bregaban para controlar a sus tropas. Por fin se disparó la segunda andanada de flechas, algunas contra las balas de paja y otras contra los ogros que cargaban por su flanco.
Cayó un gran número de atacantes, y Silvan creyó que se retirarían, pero se quedó estupefacto al ver que los ogros seguían avanzando, impertérritos.
—Samar, ¿y las tropas de reserva? —inquirió Alhana.
—Creo que les han cortado el camino —respondió el elfo con gesto sombrío—. No deberíais quedaros aquí, majestad. Regresad dentro, donde estaréis a salvo.
Silvan podía ver ahora a su madre, que había salido del túmulo funerario. Vestía una armadura plateada y llevaba la espada a la cintura.
—Yo dirijo a mi gente —replicó Alhana—. ¿Acaso quieres que me esconda en una cueva mientras los míos mueren, Samar?
—Sí —fue la concisa contestación.
Ella le sonrió; aun siendo un gesto tirante y algo forzado, no dejaba de ser una sonrisa. Asió la empuñadura de la espada.
—¿Crees que penetrarán las defensas?
—No veo qué podría detenerlos, majestad.
Los arqueros dispararon otra andanada; por suerte, los oficiales habían conseguido controlar por fin las tropas, y cada flecha dio en el blanco. Los ogros lanzados al ataque cayeron a montones y la mitad de la línea del frente desapareció. No obstante, no frenaron la carga, y los que seguían vivos pasaron sobre los cadáveres de sus compañeros. En cuestión de segundos habrían llegado a la posición de los arqueros.
—¡Lanzad el ataque! —bramó Samar.
Los espadachines elfos salieron de sus posiciones tras las barricadas que quedaban en pie, emitieron su grito de guerra y cargaron contra la línea de ogros. El choque de acero contra acero resonó; las balas de pajas ardientes penetraron en el centro del campamento, arrollando hombres y prendiendo fuego a árboles, hierba y ropas. De repente, sin previo aviso, la línea de ogros se volvió; uno de ellos había divisado la armadura plateada de Alhana, que reflejaba el resplandor de las llamas. Con aullidos guturales, señalaron a la elfa y cargaron hacia el túmulo funerario.
—¡Madre! —exclamó Silvan con el corazón en un puño. Tenía que llevarles ayuda. Contaban con él, pero se había quedado paralizado, como hipnotizado por el espantoso espectáculo. Era incapaz de correr hacia ella; era incapaz de salir huyendo. No podía moverse.
—¿Dónde se han metido las tropas de reserva? —gritó furioso Samar—. ¡Aranoshah, bastardo! ¿Y los espadachines de su majestad?
—¡Aquí, Samar! —llamó un guerrero—. ¡Tuvimos que abrirnos paso a golpe de espada, pero ya estamos aquí!
—Condúcelos allí abajo, Samar —instruyó sosegadamente Alhana.
—¡Majestad! —empezó a protestar él—. No os dejaré sin una guardia.
—Si no frenamos ese avance, Samar, poco importará si tengo guardia o no. Ve. ¡Deprisa!
El elfo quería discutir su decisión, pero por el gesto distante y resuelto de su reina sabía que perdería el tiempo. Reunió a las tropas de reserva y cargó contra los ogros que seguían su avance.
Alhana se quedó sola; su armadura plateada relucía con el resplandor del fuego.
—Apresúrate, Silvan, hijo mío. Apresúrate. Nuestras vidas dependen de ti.
Habló para sí misma pero, sin saberlo, lo hizo para su hijo. Sus palabras impelieron al joven a ponerse en movimiento. Había recibido una orden y la llevaría a cabo. Reprochándose amargamente haber perdido tiempo, con el corazón rebosando temor por su madre, giró sobre sus talones y se metió en el bosque a toda carrera.
La adrenalina bombeaba en las venas de Silvan. El joven se abría paso a través del sotobosque, apartando ramas de árboles, pisoteando pimpollos. Las ramas chascaban bajo sus pies. El viento frío azotaba su costado derecho, pero no sentía la punzante lluvia y agradecía los relámpagos que alumbraban su camino.
Con todo, era lo bastante prudente para mantenerse alerta ante cualquier señal del enemigo y no dejaba de husmear el aire, ya que a un ogro mugriento y carnívoro por lo general se lo podía oler mucho antes de verlo. También aguzaba el oído, porque a pesar de que él mismo hacía ruido, desmesurado tratándose de un elfo, todavía podría pasar por un ciervo deslizándose sigiloso por el bosque en comparación con un escandaloso ogro.
Silvan avanzó rápidamente, sin encontrarse siquiera con un animal nocturno que estuviese de caza, y muy pronto los ruidos de la batalla se perdieron a su espalda. Fue entonces cuando se dio cuenta de que estaba solo en el bosque, en la noche y en la tormenta. El torrente de adrenalina empezó a menguar y los temores hicieron acto de presencia. ¿Y si llegaba demasiado tarde? ¿Y si los humanos —conocidos por su naturaleza caprichosa y variable— se negaban a actuar? ¿Y si su gente era superada por el ataque? ¿Y si los mataban y no volvía a verlos? Nada de cuanto había alrededor le resultaba conocido. Tal vez se había equivocado al cambiar de dirección una de las veces y se había perdido...
A pesar de las dudas, Silvan siguió corriendo a través del bosque con la facilidad de quien ha nacido y crecido en la espesura. Se alegró al divisar un barranco a su izquierda; lo recordaba de sus anteriores viajes a la fortaleza. El miedo de haberse perdido se desvaneció. Puso buen cuidado en mantenerse apartado del borde del rocoso terraplén, que abría un profundo tajo en el suelo del bosque.
Era joven, fuerte; desechó las dudas, que sólo lastraban su ánimo, y se concentró en la misión encomendada. El destello de un relámpago le mostró la calzada al frente, un poco más adelante, y la confirmación de que iba por buen camino reforzó su determinación y redobló sus fuerzas. Una vez que llegase a la calzada podría incrementar el ritmo. Era un corredor excelente y a menudo recorría largas distancias por el puro placer de sentir la extensión y la contracción de los músculos, el sudor en el cuerpo, el aire en el rostro y la agradable oleada de calor que lo invadía y aliviaba todas las molestias.
Se imaginó hablando con el caballero coronel, suplicándole su ayuda, instándolo a darse prisa. Se veía a la cabeza de las fuerzas de rescate y el rostro de su madre trasluciendo orgullo...
En la realidad, lo que Silvan vio fue su camino obstruido. Irritado, se frenó deslizándose en el embarrado terreno para estudiar el obstáculo.
Una rama enorme, desgajada de un añoso roble, yacía atravesada en el sendero; las hojas y las ramas secundarias le cerraban el paso. Tendría que rodearlas, lo que lo obligaría a acercarse al borde del barranco. Sin embargo, gracias a la luz de los relámpagos veía sin dificultad dónde ponía los pies. Avanzó pegado a la rama partida, con varios palmos de terreno firme entre él y el precipicio. Trepaba sobre una rama secundaria, alargando la mano para sujetarse en un pino cercano, cuando un rayo se descargó sobre aquel pino.
El árbol estalló en una bola de fuego y la fuerza de la onda expansiva lanzó a Silvan por el borde del despeñadero. El joven cayó rodando y dando tumbos por la pendiente sembrada de rocas y chocó contra el tocón de un árbol en el fondo del barranco.
El dolor físico fue intensísimo, pero aún mayor fue el que atenazó su corazón. Había fracasado. No conseguiría llegar a la fortaleza y los caballeros no recibirían el mensaje. Su gente no podía combatir sola contra los ogros. Morirían todos. Su madre moriría creyendo que le había fallado.
Intentó moverse, incorporarse, pero el dolor le recorrió todo el cuerpo como una descarga al rojo vivo, tan espantoso que notó que perdía la conciencia. Se alegró al pensar que iba a morir, que se uniría a los suyos en el más allá puesto que nada podía hacer por ellos.
La desesperación y la pena crecieron como una inmensa y negra ola que rompió sobre Silvan y lo arrastró al fondo.
Un visitante inesperado
La tormenta desapareció. La extraña tempestad se había desencadenado sobre Ansalon como un ejército invasor, castigando al mismo tiempo todas las zonas del vasto continente a lo largo de la noche para retirarse con la llegada del amanecer. El sol salió tras el oscuro banco de nubes surcado de relámpagos e irradió con triunfal intensidad en el cielo azul. La luz y el calor levantaron el ánimo de los habitantes de Solace, que salieron de sus casas para ver la destrucción ocasionada por la tormenta.
Solace no salió tan mal parada como otras partes de Ansalon, aunque la turbonada pareció centrar su ataque sobre esa villa con particular saña. Los poderosos vallenwoods demostraron ser tenazmente resistentes a los devastadores rayos que los golpearon una y otra vez. Las copas de los árboles se prendieron fuego y ardieron, pero las llamas no se propagaron a las ramas inferiores. Los fuertes brazos de los vallenwoods se zarandearon con el vendaval, pero sostuvieron con firmeza los hogares construidos entre ellos y que estaban a su cuidado. Los arroyos crecieron y se desbordaron por los campos, pero las inundaciones no afectaron a casas y graneros.
La Tumba de los Últimos Héroes, una hermosa construcción de piedra blanca y negra que se alzaba en un claro a las afueras de la villa, sufrió grandes daños. El rayo había alcanzado uno de los chapiteles, que se hizo pedazos y sembró de grandes fragmentos de mármol el prado.
Pero los peores daños se registraron en las toscas e improvisadas casas de los refugiados de las tierras del sur y del oeste, las cuales habían sido liberadas hacía sólo un año pero que ahora empezaban a caer bajo el dominio de la gran hembra de Dragón Verde, Beryl.
Años atrás, los grandes dragones que habían luchado para hacerse con el control de Ansalon habían llegado a una precaria tregua. Al caer en la cuenta de que las batallas los estaban debilitando, los reptiles acordaron conformarse con el territorio que cada uno de ellos había conquistado y no combatir entre sí para apoderarse de más. El pacto se había mantenido durante años, pero en los últimos tres Beryl había notado que sus poderes mágicos empezaban a declinar. Al principio, creyó que se lo imaginaba pero, a medida que pasaba el tiempo, se convenció de que algo iba mal.
Beryl culpó a la hembra Roja, Malys, de la pérdida de su magia, dando por sentado que se trataba de una intriga perpetrada por su congénere, más grande y poderosa que ella. También echó la culpa a los magos humanos, que se escondían en la Torre de la Alta Hechicería de Wayreth. En consecuencia, Beryl había empezado a expandir su control sobre las tierras de los humanos de manera gradual. Avanzaba despacio para no atraer sobre sí la atención de Malys, a quien no le importaría si algunos pueblos o ciudades ardían o eran saqueados. La ciudad de Haven era una de las que habían caído en poder de Beryl recientemente. Solace permanecía indemne, por el momento, aunque la Verde tenía puestos los ojos en ella. Había ordenado cerrar las vías principales que conducían a la villa para que los habitantes sintiesen su presión mientras ella ganaba tiempo.
Los refugiados que habían conseguido escapar de Haven y de las tierras colindantes antes de que las calzadas fuesen cerradas habían multiplicado por tres la población de Solace. Llegaron con sus pertenencias envueltas en fardos cargados a la espalda o amontonadas en carros, y fueron alojados en lo que los padres de la villa designaban como «alojamientos temporales». Las casuchas sólo servían realmente para una temporada, pero la avalancha de refugiados se había convertido, por desgracia, en población permanente.
La primera persona en llegar al campamento de refugiados la mañana siguiente a la tormenta fue Caramon Majere, que conducía una carreta cargada con comida, madera para reparaciones, leña para el fuego y mantas.
Caramon era un hombre muy anciano; nadie sabía cuántos años tenía exactamente, pues él mismo había perdido la cuenta. Era lo que en Solamnia llamaban un «respetable mayor». La edad le había llegado como un enemigo honorable, de frente y saludándolo, no acercándose sigilosa para apuñalarlo por la espalda o robarle las entendederas. Saludable y campechano, el corpachón orondo pero aún erguido («Es imposible que me encorve. La barriga no me lo permite», solía decir con una estruendosa carcajada), Caramon era el primero de su casa en levantarse y salía cada mañana a cortar leña para los fogones o a subir los pesados barriles de cerveza escaleras arriba.