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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

Los Caballeros de Neraka (10 page)

BOOK: Los Caballeros de Neraka
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Laura se dirigió a la cocina para volver a llenar el plato de su padre. Caramon siguió con la mirada a su hija, estupefacto. Había desayunado con el joven todos los días durante los dos últimos meses y no tenía ni idea de todo eso. En ese tiempo había surgido entre ambos lo que él consideraba una estrecha relación, y ahora resultaba que Laura, quien no había hablado con el caballero más que para preguntarle si quería azúcar en el té, conocía la historia de su vida.

—Mujeres —rezongó el anciano entre dientes, disfrutando del cálido sol—. Soy más viejo que un carcamal y todavía me sorprenden como si tuviese dieciséis años. Nunca las entendí y sigo sin entenderlas.

Laura regresó con un plato a rebosar de huevos y patatas picantes, le dio otro beso a su padre y se marchó para seguir con sus tareas cotidianas.

—Ah, pero cuánto se parece a su madre —musitó cariñosamente Caramon, que atacó el segundo plato de huevos con entusiasmo.

* * *

Gerard Uth Mondor también pensaba en las mujeres mientras caminaba sobre el barrizal. El caballero se habría mostrado de acuerdo con Caramon en que las mujeres eran criaturas incomprensibles para los hombres. A Caramon, sin embargo, le gustaban, mientras que a Gerard no le agradaban ni confiaba en ellas. Una vez, cuando tenía catorce años y acababa de recuperarse de la enfermedad que había malogrado su apariencia, una muchacha de la vecindad se había reído de él y lo había llamado «cara picosa».

Cuando su madre lo sorprendió tragándose las lágrimas, lo consoló y le dijo: «No hagas caso a esa estúpida mocosa, hijo mío. Algún día las mujeres te amarán». Aunque luego había añadido distraídamente, como una coletilla: «Eres muy rico, después de todo».

Catorce años más tarde, seguía despertándose en plena noche oyendo la risa aguda y burlona de la chica, y su alma se encogía de vergüenza y humillación. Oía el consejo de su madre y el azoramiento daba paso a la rabia, una rabia que se volvía más ardiente porque las palabras de su madre habían resultado vaticinadoras. La «estúpida mocosa» se le había insinuado descaradamente cuando tenían dieciocho años y se había dado cuenta de que el dinero hacía que el hierbajo más feo pareciese bello como una rosa. Había disfrutado enormemente rechazándola con desprecio. Desde aquel día había sospechado que cualquier mujer que lo miraba con el mínimo interés calculaba para sus adentros su fortuna mientras enmascaraba su desagrado con sonrisas dulces y aleteos de pestañas.

Consciente de la máxima de que el mejor ataque es una buena defensa, Gerard había levantado alrededor de sí una excelente barrera, un parapeto repleto de erizadas estacas, bien surtido de calderos de comentarios corrosivos, con las torres ocultas en una nube de talante sombrío y rodeado por un foso de hosco resentimiento.

Su parapeto resultó extremadamente eficaz para mantener alejados a los nombres también. El comadreo de Laura se acercaba más a la realidad que la mayoría de los que corrían por la ciudad. Gerard pertenecía ciertamente a una de las familias más ricas de Palanthas, quizás incluso de todo Ansalon. Antes de la Guerra de Caos, el padre de Gerard, Mondor Uth Alfric, era el dueño de uno de los astilleros más prósperos de Palanthas. Previendo el aumento de poder e influencia de los caballeros negros, sir Mondor, con muy buen juicio, había convertido todas las propiedades que pudo en monedas de acero y se trasladó con su familia a Ergoth del Sur, donde volvió a empezar con su negocio de construcción y reparación de barcos, un negocio que empezaba a prosperar.

Sir Mondor era una figura de mucho peso en la Orden. Contribuía con más dinero que nadie al mantenimiento de la caballería, y se había ocupado de que su hijo se convirtiese en caballero y que se le destinase al puesto mejor y más seguro. Mondor nunca preguntó a Gerard qué esperaba de la vida; dio por sentado que deseaba entrar en la Orden, y también el hijo lo dio por sentado hasta la misma noche que velaba sus armas, horas antes de la ceremonia de investidura. Tuvo una visión, pero no una de gloria y honor ganados en batalla, sino de una espada oxidándose en su vaina, de llevar y traer mensajes y de ser destacado para hacer guardia sobre polvo y cenizas que no necesitaban custodia.

Demasiado tarde para dar marcha atrás. Hacerlo rompería la tradición familiar que, supuestamente, se remontaba a Vinas Solamnus. Su padre lo repudiaría y lo odiaría toda la vida. Su madre, que había enviado cientos de invitaciones para la fiesta de celebración, pasaría un mes en la cama, enferma. Así pues, Gerard había seguido adelante con la ceremonia, prestó juramento —un juramento que para él carecía de sentido— y se puso la armadura que se convirtió en su prisión.

Llevaba siete años de servicio en la caballería, el último de ellos montando «guardia de honor» para un puñado de cadáveres. Antes de eso, se había dedicado a preparar té oscuro y a escribir cartas para su oficial en Ergodi del Sur. Había solicitado ser destinado a Sanction y estaba a punto de marcharse cuando la ciudad fue atacada por el ejército de los Caballeros de Neraka, de modo que su padre se ocupó de que a su hijo lo enviasen a Solace. De vuelta en el fortín, Gerard se limpió el barro de las botas y se reunió con su compañero de servicio en ese turno, ocupando su detestado puesto de honor ante la Tumba de los Últimos Héroes.

El panteón era una estructura sencilla, de elegante diseño, construida por enanos con mármol blanco y obsidiana negra. Se hallaba rodeada de árboles plantados por los elfos, que tenían flores fragantes durante todo el año. Dentro yacían los cuerpos de Tanis el Semielfo, héroe caído en la batalla de la Torre del Sumo Sacerdote, y de Steel Brightblade, hijo de Sturm Brightblade y héroe de la batalla final contra Caos. También descansaban allí los caballeros caídos en aquel conflicto. Encima de la puerta había escrito un único nombre, el de un kender, héroe de la Guerra de Caos: Tasslehoff Burrfoot.

Los miembros de esa raza acudían desde todo Ansalon para rendir homenaje a su héroe. Merendaban en el prado, entonaban canciones sobre el «tío Tas» y contaban relatos sobre sus valerosas hazañas. Por desgracia, varios años después de ser construida la tumba, a los kenders se les ocurrió la idea de llevarse cada uno un trozo de ella, como amuleto de buena suerte. Con tal fin empezaron a atacar al panteón con cinceles y martillos, obligando a los caballeros solámnicos a levantar una verja de hierro forjado alrededor de la construcción, la cual comenzaba a tener la apariencia de un queso mordisqueado por ratones.

Con un sol de justicia cayéndole de plano y su armadura horneándolo lentamente del mismo modo que Laura horneaba su asado de vaca, Gerard caminó despacio y solemnemente los cien pasos que había desde el lateral izquierdo de la tumba hasta el centro de ella. Allí se encontró con su compañero, que había recorrido la misma distancia. Se saludaron, giraron de cara al panteón y repitieron el saludo a los héroes caídos. Dieron otro cuarto de vuelta y reemprendieron la marcha por donde habían venido, cada movimiento fiel reflejo del de su compañero.

Un centenar de pasos hacia atrás. Otro centenar hacia adelante. Una y otra vez.

Para algunos, como el caballero que hacía la guardia con Gerard, representaba un gran honor. Él se había ganado ese puesto con sangre, no con dinero. El caballero veterano caminaba con una leve cojera, pero lo hacía con orgullo. No se lo podía culpar si cada vez que se encontraba de frente con Gerard miraba a éste con los labios curvados en un gesto hostil.

Gerard marchó de uno a otro lado; a medida que avanzaba el día, la multitud crecía en los alrededores, ya que muchas de aquellas personas habían viajado ex profeso a Solace para esa festividad. Los kenders llegaron a montones, extendieron los almuerzos en el prado, comieron, bebieron y jugaron a «la pelota goblin» y a «el kender fuera». Les encantaba contemplar a los caballeros y molestarlos. Bailaban alrededor, intentaban arrancarles una sonrisa, les hacían cosquillas, daban golpecitos en sus armaduras, los llamaban «cabeza de puchero» y «carne enlatada», les ofrecían comida, pensando que tendrían hambre.

A Gerard Uth Mondor no le gustaban los humanos; desconfiaba de los elfos; detestaba a los kenders. Los odiaba sin distinción, incluidos los conocidos como «aquejados», por quienes la mayoría senda lástima. Esos kenders eran los supervivientes de un ataque de la gran hembra Roja, Malys, a su tierra natal. Se decía que habían contemplado tales actos de violencia y crueldad que su naturaleza alegre y despreocupada se había alterado de manera definitiva, trastocándose en otra muy semejante a la de los humanos: desconfiada, cautelosa y vengativa. Gerard no creía en lo que consideraba una pamema de los «aquejados». A su modo de entender, no era más que otra artimaña de los kenders para meter sus sucias manos en los bolsillos de un hombre.

Eran como sabandijas; podían encoger sus pequeños cuerpos como si no tuviesen huesos y meterse en cualquier construcción hecha por hombres o enanos. De eso último no le cabía la menor duda, así que apenas se sorprendió cuando en cierto momento, cerca ya del final de su turno de guardia y a punto de anochecer, oyó una voz aguda llamando y chillando. Venía del interior de la tumba.

—¡En! —gritó la voz—. ¿Podría sacarme alguien de aquí? Está muy oscuro y no encuentro el pestillo de la puerta.

El compañero de guardia de Gerard llegó incluso a perder el paso. Se volvió para mirar de hito en hito en aquella dirección.

—¿Has oído eso? —preguntó, observando el panteón con el entrecejo fruncido en un gesto preocupado—. Parece que hay alguien dentro.

—¿Oír qué? —contestó Gerard a pesar de que también él lo había oído claramente—. Lo habrás imaginado.

Pero no eran imaginaciones. El sonido subió de tono, y a los gritos se añadieron unos golpes aporreando la puerta.

—¡Eh, he oído una voz dentro de la tumba! —chilló un niño kender que llegó corriendo para recoger una pelota que se había frenado contra la bota de Gerard. El pequeño pegó la cara a la verja y señaló las grandes puertas cerradas—. ¡Hay alguien atrapado en el panteón! ¡Y quiere salir!

La multitud de kenders y otros residentes de Solace que habían acudido a presentar sus respetos a los muertos bebiendo cerveza y comiendo pollo frío olvidaron sus meriendas y sus juegos. Boquiabiertos por la sorpresa, se apiñaron alrededor de la verja, a punto de arrollar a los caballeros.

—¡Han enterrado a alguien vivo! —chilló una niña.

El cerco de la multitud se cerró más.

—¡Atrás! —gritó Gerard al tiempo que desenvainaba la espada—. ¡Esto es suelo sagrado! ¡Cualquiera que lo profane será arrestado! ¡Randolph, ve y trae refuerzos! Hay que despejar la zona.

—Supongo que podría tratarse de un fantasma —sugirió su compañero, en cuyos ojos había un brillo de temor reverencial—. El espíritu de uno de los héroes caídos que regresa para advertirnos de algún peligro terrible.

—Has oído demasiados cuentos de bardos —resopló con desdén Gerard—. No es más que una de estas sucias sabandijas que se ha metido ahí dentro y ahora no puede salir. Tengo la llave de la verja, pero ignoro cómo abrir la tumba.

Los golpes contra las hojas metálicas se hicieron más sonoros. El otro caballero dirigió una mirada de desprecio a Gerard.

—Iré a buscar al preboste. Él sabrá qué hacer.

Randolph se marchó a todo correr, sujetando la espada contra la cadera para que no repicara con la armadura.

—¡Apartaos! ¡Fuera de aquí! —ordenó Gerard en tono firme.

Sacó la llave y, de espaldas a la cancela para no perder de vista a la muchedumbre, manipuló con torpeza hasta encajar la llave en la cerradura. Al oír el chasquido, abrió la cancela con gran deleite de los que allí se apiñaban, y hubo algunos que intentaron por todos los medios meterse. Gerard golpeó sin miramientos a lo más osados con la parte plana de la hoja de su espada, consiguiendo que se retiraran unos segundos, que aprovechó para meterse rápidamente por la puerta de la verja y cerrarla de golpe tras él.

El gentío de humanos y kenders se pegó contra la verja; algunos niños metieron la cabeza entre los barrotes, con el resultado de quedarse atascados, y se pusieron a chillar. Otros treparon por los hierros en un vano intento de saltar la verja, mientras otros metían manos, brazos y piernas entre los barrotes sin razón lógica aparente para Gerard, lo cual confirmó lo que el joven caballero sospechaba desde hacía tiempo: sus semejantes eran tontos de remate.

El caballero se aseguró de que la cancela quedara cerrada a cal y canto y después se dirigió a la tumba con el propósito de apostarse a la entrada hasta que el preboste llegara con los medios necesarios para romper el precinto.

Subía los peldaños de mármol y obsidiana cuando oyó que la voz exclamaba alegremente:

—Oh, ya no importa. ¡Lo tengo!

Sonó un seco chasquido, como al engranarse el mecanismo de una cerradura, y las puertas del panteón empezaron a abrirse en medio de chirridos.

La multitud respingó, asustada, y se apelotonó más aún contra la verja, cada cual intentando ver lo mejor posible cómo el caballero acababa hecho trizas por hordas de guerreros esqueléticos.

De la tumba salió una figura, una criatura polvorienta, sucia, desgreñada, con las ropas descolocadas y chamuscadas, y un montón de bolsas y saquillos enredados entre sí. Pero no se trataba de un esqueleto ni de un vampiro chupador de sangre ni de un descarnado demonio necrófago.

Era un kender.

El gentío soltó un gruñido de desilusión.

El kender oteó el cielo azul y parpadeó, medio cegado.

—Hola —saludó—. Soy... —Le interrumpió un estornudo—. Lo siento, hay mucho polvo ahí dentro. Alguien debería hacer algo al respecto. ¿Tienes un pañuelo? Creo que he perdido el mío. Bueno, en realidad era de Tanis, pero supongo que no querrá que se lo devuelva, ahora que ha muerto. ¿Dónde estoy?

—Estás arrestado —anunció Gerard. Plantó firmemente las manos sobre el kender y le hizo bajar los escalones casi en volandas.

Comprensiblemente desilusionado porque no iba a presenciar una batalla entre el caballero y unos muertos vivientes, el gentío regresó a sus meriendas y a jugar a la pelota goblin.

—Conozco este sitio —dijo el kender, que iba observando a su alrededor en lugar de mirar dónde ponía los pies, con lo que tropezó—. Es Solace. ¡Estupendo! Justo donde quería llegar. Me llamo Tasslehoff Burrfoot y he venido para decir unas palabras en el funeral de Caramon Majere, así que si haces el favor de llevarme a la posada cuanto antes, te lo agradeceré. He de volver enseguida. Verás, está el pie de ese gigante a punto de caer sobre mí, y eso es algo que no quiero perderme, en fin que...

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