Los Caballeros de Neraka (11 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: Los Caballeros de Neraka
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Gerard metió la llave en la cancela de la verja, la giró y abrió. Propinó tal empujón al kender que éste dio de bruces en el suelo.

—Al único sitio adonde vas es a prisión. Ya has ocasionado demasiados problemas.

El kender se puso de pie animosamente, en absoluto enfadado o desconcertado.

—Muy amable de tu parte encontrarme un sitio para pasar la noche, aunque no voy a quedarme tanto tiempo. He venido a hablar en el... —Hizo una pausa y luego preguntó:— ¿He mencionado que soy Tasslehoff Burrfoot?

Gerard gruñó; no le interesaba en absoluto. Asió con firmeza al kender y esperó a que viniese alguien a quitarle de en medio al pequeño bastardo.

—El famoso Tasslehoff —insistió el kender.

Gerard dirigió una mirada de aburrimiento a la multitud y gritó:

—¡Los que se llamen Tasslehoff Burrfoot que levanten la mano!

Treinta y siete manos se alzaron en el aire, y dos perros ladraron.

—¡Caray! —exclamó el kender con evidente sorpresa.

—¿Ahora entiendes por qué no me siento impresionado? —instó Gerard y buscó esperanzado alguna señal de que el relevo venía de camino.

—Imagino que no cambiaría nada si te digo que soy el Tasslehoff original... No, supongo que no.

El kender suspiró y rebulló inquieto bajo el brillante sol. Su mano, por puro aburrimiento, encontró el camino hacia la bolsa de Gerard, pero éste se hallaba preparado para tal contingencia y le dio un rápido y malintencionado golpe en los nudillos. El kender se chupó la mano magullada.

—¿Qué es todo esto? —Miró en derredor a la multitud que se divertía y jugaba en el prado—. ¿Qué hace toda esa gente aquí? ¿Por qué no han asistido al funeral de Caramon? ¡Es el mayor acontecimiento habido en Solace!

—Seguramente porque Caramon Majere no ha muerto —replicó Gerard en tono cáustico—. ¿Dónde se ha metido ese inútil preboste?

—¿Que no ha muerto? —El kender lo miró de hito en hito—. ¿Estás seguro?

—Desayuné con él esta mañana —contestó Gerard.

—¡Oh, no! —El kender soltó un gemido desconsolado y se dio una palmada en la frente—. ¡He vuelto a meter la pata! Y ahora no sé si tendré tiempo para intentarlo por tercera vez, con lo del pie gigante y todo lo demás. Veamos, ¿dónde puse ese artilugio?

Gerard dirigió una mirada feroz alrededor y apretó los dedos cerrados sobre el cuello de la polvorienta camisa del prisionero. Los treinta y siete kenders llamados Tasslehoff se habían acercado para conocer al número treinta y ocho.

—¡Vosotros, alejaos! —El caballero agitó la mano como haría una granjera para espantar a las gallinas.

Ni que decir tiene que los kenders no le hicieron caso. Aunque muy desilusionados porque Tasslehoff no hubiese resultado ser un zombi, les interesaba saber dónde había estado, qué había visto y qué guardaba en sus bolsas y saquillos.

—¿Quieres un pastel del Día del Solsticio? —ofreció una bonita kender.

—Oh, sí, gracias. Está muy bueno. Yo... —Los ojos de Tas se abrieron como platos. Intentó decir algo, pero no pudo hablar con la boca llena de pastel y acabó atragantándose. Sus tocayos le palmearon la espalda, serviciales, y Tas expulsó el trozo de dulce a medio masticar, tosió e inhaló con ansia—. ¿Qué día has dicho que es?

—¡El Día del Solsticio Vernal! —gritaron al unísono.

—¡Entonces no me lo he perdido! —exclamó Tasslehoff—. ¡De hecho, así es muchísimo mejor, porque podré explicarle a Caramon lo que voy a decir en su funeral mañana! A buen seguro lo encontrará la mar de interesante.

Alzó los ojos al cielo y, al localizar la posición del sol, que se encontraba hacia la mitad de su arco de descenso, camino del horizonte, manifestó:

—Oh, vaya, no dispongo de tanto tiempo. Si me disculpáis, será mejor que corra.

Y eso fue exactamente lo que hizo, dejando a Gerard plantado en el prado, con el chaleco en la mano.

El caballero perdió un instante preguntándose cómo demonios se las había ingeniado aquel pillo para desembarazarse del chaleco y seguir conservando bolsas y saquillos, que brincaban mientras él corría y derramaban el contenido para deleite de los otros treinta y siete Tasslehoff. Tras llegar a la conclusión de que aquél era un fenómeno que, al igual que la marcha de los dioses, jamás entendería, Gerard se disponía a ir en pos del kender cuando recordó que no podía abandonar su puesto de guardia.

Justo en ese momento apareció el preboste, acompañado por todo un destacamento de caballeros vestidos de gala para dar la bienvenida a los héroes que regresaban, ya que era eso lo que habían entendido que encontrarían al llegar al panteón.

—Sólo era un kender, señor —explicó Gerard—. Se las arregló de alguna manera para quedarse encerrado en la tumba, y también para salir de ella. Se me ha escapado, pero creo saber adonde se dirige.

El preboste, un hombre fornido al que le encantaba la cerveza, se puso rojo como la grana, en tanto que los caballeros parecían embarazados por lo ridículo de la situación —los kenders bailaban ahora en círculo alrededor— y todos miraban con aire sombrío a Gerard, a quien obviamente culpaban del incidente.

—Que piensen lo que quieran —masculló entre dientes el joven caballero, que acto seguido salió corriendo en pos de su prisionero.

El kender le sacaba bastante ventaja; era veloz y ágil y estaba acostumbrado a escapar de sus perseguidores. Gerard era fuerte y un corredor rápido, pero tenía en su contra la pesada armadura ceremonial, que entorpecía sus movimientos, resonando de manera escandalosa, y se le clavaba dolorosamente en algunas zonas delicadas del cuerpo. Casi con toda seguridad ni siquiera habría podido divisar al delincuente si éste no se hubiese detenido en varias intersecciones para mirar alrededor lleno de sorpresa y preguntar en voz alta:

—¿De dónde ha salido
esto? —
mientras contemplaba estupefacto la fortificación de los caballeros, y un poco más adelante—: ¿Qué hacen todas esas construcciones aquí? —refiriéndose a los alojamientos de refugiados, y un poco más allá—: ¿Quién ha puesto
eso? —
aludiendo al gran cartel que las autoridades habían ordenado colocar y en el que se proclamaba que Solace era una ciudad próspera y había pagado su tributo dragontino, por lo que era un lugar seguro para visitarlo. El kender parecía muy desconcertado con el cartel; se quedó plantado ante él y lo observó con el rostro serio—. Eso no puede dejarse ahí —manifestó en voz alta—. Obstruirá el paso del cortejo fúnebre.

Gerard creía que ya lo tenía en su poder, pero el kender dio un brinco y reanudó la carrera. El caballero no tuvo más remedio que detenerse para recobrar el aliento; correr con la pesada armadura bajo aquel calor lo había mareado y los ojos le hacían chiribitas. Sin embargo, se encontraba cerca de la posada, y tuvo la satisfacción de avistar al kender que remontaba el último tramo de la escalera y entraba por la puerta como una exhalación.

«Bien —pensó—. Ya lo tengo.»

Se quitó el yelmo, lo tiró al suelo y se recostó contra el poste del cartel hasta que el ritmo de su respiración volvió a ser normal, todo ello sin quitar ojo a la escalera por si el kender se marchaba. Actuando totalmente en contra del reglamento, Gerard se despojó de las piezas de la armadura que le habían hecho rozaduras, las envolvió en la capa y metió el fardo en un rincón oscuro de la leñera de la posada. Después se dirigió al barril comunal de agua y sumergió el cazo hasta donde daba el mango; el barril se encontraba en un lugar umbrío, debajo de un vallenwood, y el agua se mantenía fresca. Sin perder de vista la puerta de la posada, Gerard levantó el cazo y se lo volcó sobre la cabeza.

El agua se escurrió por su cuello y su torso, maravillosamente refrescante. Bebió un largo trago, se retiró el cabello mojado, enjugó la cara y recogió el yelmo, que sujetó debajo del brazo, antes de emprender el ascenso a la posada. Podía oír hablar al kender; a juzgar por su tono formal y el forzado timbre profundo, estaba haciendo un discurso.

—«Caramon Majere fue un héroe extraordinario. Combatió dragones, muertos vivientes, goblins, hobgoblins, ogros, draconianos y montones de seres más que ahora no recuerdo. Viajó en el tiempo con este mismo artilugio que ahora sostengo en la mano.» —El kender recobró su tono de voz normal un instante para decir:— Entonces mostraré el artilugio a la multitud, Caramon. Me gustaría enseñarte esa parte, pero en este momento no consigo encontrarlo. No te preocupes, que no dejaré que nadie lo toque. Bien, ¿dónde estaba?

Hubo una pausa y en el silencio se oyó el ruido de papeles.

Gerard continuó subiendo la escalera. Nunca se había fijado en la gran cantidad de escalones que había. Sus piernas, doloridas y agarrotadas ya por la carrera, le ardían, y además le faltaba el aliento. Ojalá se hubiese quitado la armadura antes. Le disgustó comprobar hasta qué punto se había abandonado; su cuerpo, antes atlético, estaba ahora blando como el de una damisela. Se detuvo en el rellano para descansar y oyó al kender lanzarse de nuevo a su discurso.

—«Caramon Majere viajó al pasado. Salvó a lady Crysania del Abismo.» Ella estará aquí, Caramon. Volará hasta Solace a lomos de un Dragón Dorado. Y también vendrán Goldmoon y Riverwind, y sus preciosas hijas, y Silvanoshei, rey de las Naciones Elfas Unidas, así como Gilthas, el nuevo embajador de las Naciones Humanas Unidas, y, por supuesto, Laurana. ¡Incluso Dalamar se hallará presente! ¡Figúrate, Caramon! El jefe del Cónclave asistiendo a tu funeral. Se pondrá exactamente ahí, junto a Palin, que es cabeza de los Túnicas Blancas, aunque supongo que eso ya lo sabes, tratándose de tu hijo y todo lo demás. Al menos creo que era ahí donde se pusieron. La última vez que vine para tu funeral llegué cuando todo había terminado y todos regresaban a sus casas. Palin me lo contó después, y dijo que lamentaban que no hubiese llegado a tiempo, que si hubiesen sabido que venía habrían esperado. Me sentí un poco insultado, pero Palin dijo que todos creían que había muerto, cosa que es cierta, desde luego, sólo que no es ese momento. Y como me perdí tu funeral la primera vez, tenía que intentarlo una segunda.

Gerard gimió. Como si vérselas con un kender no fuera bastante, éste, además, estaba loco. Seguramente se trataba de uno de esos que firmaba ser un «aquejado». Lo lamentaba mucho por Caramon, y confiaba en que el incidente no hubiese molestado mucho al anciano. A buen seguro lo entendería. Por alguna razón que escapaba a la comprensión del joven caballero, Caramon parecía sentir debilidad por esos pequeños incordios.

—Bien, sigo con el discurso —dijo el kender—. «Caramon Majere hizo todas esas cosas y más. Fue un gran héroe y un gran guerrero, pero ¿sabéis lo que hacía mejor? —La voz del kender adquirió un timbre suave—. Ser un gran amigo. Para mí, el mejor del mundo. He vuelto, o, mejor dicho, he viajado al futuro, para decir esto porque creo que es importante, y Fizban también lo cree así y por eso me ha dejado venir. En mi opinión, ser un gran amigo es más importante que ser un gran héroe o un gran guerrero. Es lo más importante de todo. Pensad que si todos los seres del mundo fuesen amigos no habría enemigos tan terribles. Algunos de los que estáis aquí sois enemigos irreconciliables ahora...» En este punto miro a Dalamar, Caramon. Lo miro con severidad porque ha hecho cosas que no están nada bien, y luego continúo y digo: «Pero hoy os encontráis aquí porque fuisteis amigos de este hombre y él lo fue de vosotros, como lo era mío. Así que quizá, cuando demos sepultura a Caramon Majere, todos nosotros dejemos su tumba abrigando sentimientos más amistosos hacia los demás. Y tal vez ése sea el principio de la paz». Y entonces hago una reverencia y termino. ¿Qué te parece?

Gerard llegó a la puerta a tiempo de ver al kender bajar de un salto de una mesa en la que se había encaramado para hacer el discurso y correr hasta llegar frente a Caramon. Laura se limpiaba los ojos con la punta del delantal, su sirviente gully lloraba a moco tendido sin recato, mientras los parroquianos de la posada aplaudían a más no poder y golpeaban con sus jarras las mesas mientras gritaban:

—¡Bien dicho!

Caramon Majere estaba sentado en uno de los bancos de respaldo alto; sonreía, con el rostro iluminado por los últimos rayos dorados del sol, que parecían haberse colado en la posada a propósito para dar las buenas noches.

—Lamento que haya ocurrido esto, señor —dijo Gerard al tiempo que entraba—. No sabía que iba a molestaros. Me lo llevaré ahora mismo.

El viejo posadero alargó la mano y acarició el copete del kender, que estaba despeinado y de punta como el pelo de un gato asustado.

—No me molesta. Me alegro de volver a verlo. Esa parte sobre la amistad era preciosa, Tas. Verdaderamente bonita. Gracias. —Caramon frunció el entrecejo y sacudió la cabeza—. Pero no entiendo el resto de lo que has dicho. Todo eso sobre las Naciones Elfas Unidas y que Riverwind acude a la posada, cuando lleva muerto tantos años. Aquí pasa algo raro. Tendré que meditarlo. —Se puso de pie y se dirigió hacia la puerta—. Voy a dar mi paseo de la tarde, Laura.

—Tendrás la cena esperándote cuando regreses, padre —contestó la mujer, que se colocó el delantal, sacudió al gully y le ordenó que se tranquilizara y volviera al trabajo.

—No lo pienses mucho, Caramon —gritó Tas—, porque... en fin, tú ya sabes. —Alzó la vista hacia Gerard, que había plantado la mano sobre su hombro con firmeza, esta vez asiendo carne y hueso—. Es porque morirá muy pronto —aclaró Tas en un susurro audible—. Pero no quise mencionarlo, ya que habría sido poco delicado, ¿no te parece?

—Lo que me parece es que vas a pasarte el próximo año en prisión —respondió severamente el caballero.

Caramon se había detenido en el rellano, al borde de los peldaños.

—Sí, Tika, querida, ya voy —musitó. Se llevó la mano al corazón y se derrumbó hacia adelante, de cabeza.

El kender se soltó de un tirón de la mano de Gerard y se tiró al suelo, rompiendo a llorar desconsoladamente.

El caballero reaccionó con rapidez, pero era demasiado tarde para frenar la caída de Caramon. El anciano hombretón rodó escaleras abajo desde lo alto de su amada posada. Laura chilló, los parroquianos gritaron asustados y la gente que caminaba por las calles, al ver caer a Caramon, echaron a correr hacia la posada.

Gerard descendió los escalones lo más rápido posible y fue el primero en llegar junto al anciano. Temía encontrarlo en un grito de dolor, ya que debía de haberse roto todos los huesos. Sin embargo, Caramon no parecía sufrir; había dejado atrás el dolor y las preocupaciones del mundo, y su espíritu demoraba la partida sólo lo suficiente para despedirse. Laura se arrodilló a su lado, tomó su mano entre las suyas y la apretó contra sus labios.

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