Los Caballeros de Neraka (14 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: Los Caballeros de Neraka
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—Eres joven, estás en apuros y no me conoces. Por eso me muestro indulgente. Me llamo Rolan, y soy uno de los Kirath. Mis compañeros y yo te encontramos tendido en el fondo del barranco. Ésa es la verdad, y si conoces a los Kirath sabrás que no mentimos. Ignoro cómo conseguiste atravesar el escudo.

Silvan había oído hablar a sus padres sobre los Kirath, un cuerpo de exploradores elfos que patrullaban las fronteras de Silvanesti. Su misión era impedir el acceso de forasteros al reino. El joven suspiró y hundió el rostro en las manos.

—¡Les he fallado! ¡Y ahora morirán!

Rolan se acercó a él y le puso la mano en el hombro.

—Cuando te encontramos mencionaste tu nombre, pero te pido que vuelvas a decírmelo. No tienes que temer nada ni hay razón para que guardes tu identidad en secreto, a menos, claro, que lleves un nombre del que te sientes avergonzado —agregó con delicadeza.

Silvan levantó la cabeza, ofendido.

—Me siento muy orgulloso de él, y si llevar ese nombre me trae la muerte, que así sea. —Le falló la voz y, cuando volvió a hablar, ésta le temblaba—. El resto de mi gente habrá muerto a estas horas. O estará a punto de morir. ¿Por qué iba a salvarme yo? —Parpadeó para contener las lágrimas y miró a su captor.

»
Soy el hijo de los que llamáis "elfos oscuros", pero que en realidad son los únicos elfos que ven claramente la oscuridad que nos envuelve a todos. Soy hijo de Alhana Starbreeze y de Porthios de Qualinesti. Me llamó Silvanoshei.

Esperaba risas, y, desde luego, incredulidad.

—¿Y por qué creéis que vuestro nombre os traería la muerte, príncipe Silvanoshei de la Casa Caladon? —preguntó Rolan en tono sosegado, y cambiando al tratamiento de «vos».

—Porque mis padres son elfos oscuros. Porque asesinos elfos han intentado matarlos en más de una ocasión.

—Sin embargo, Alhana Starbreeze ha intentado penetrar el escudo muchas veces con su ejército, entrar en este reino, donde se la declaró proscrita. Yo mismo la he visto, y también mis compañeros que patrullan las fronteras.

—Creía que teníais prohibido pronunciar su nombre —murmuró, hosco, Silvanoshei.

—Tenemos prohibidas muchas cosas en Silvanesti —añadió Rolan—. Y al parecer la lista aumenta cada día. ¿Por qué Alhana Starbreeze desea regresar a un país donde no se la quiere?

—Es su hogar —respondió Silvan—. ¿A qué otro lugar podría ir?

—¿A qué otro lugar podría ir su hijo? —inquirió suavemente Rolan.

—Entonces ¿me crees?

—Conozco a vuestro padre y a vuestra madre, alteza —dijo Rolan—. Era uno de los jardineros del desdichado rey Lorac antes de la guerra. Conocí a la princesa Alhana de niña. Luché a las órdenes de vuestro padre para acabar con la pesadilla. Os parecéis mucho a él, pero hay algo de ella en vos que la trae a la memoria. Sólo los que no tienen fe no creen. El milagro ha ocurrido, habéis regresado a nosotros. No me sorprendería que el escudo se hubiese abierto ante vos, alteza.

—Pero no me deja salir —replicó Silvan, seco.

—Quizá sea porque estáis donde os corresponde. Vuestro pueblo os necesita.

—Si eso es cierto, entonces ¿por qué no levantáis el escudo y dejáis que mi madre regrese a su reino? —demandó el joven—. ¿Por qué se le impide entrar? ¿Por qué se le cierra el paso a nuestra gente? Los elfos que luchan por ella corren peligro. Mi madre no estaría combatiendo contra los ogros, no estaría atrapada si...

—Creedme, alteza —dijo Rolan, cuyo rostro se había ensombrecido—. Si nosotros, los Kirath, pudiésemos echar abajo este maldito escudo, lo haríamos. Despierta el desaliento y la tristeza en quienes se aventuran cerca de él y los envuelve como un paño mortuorio. Mata todo lo vivo que toca. ¡Mirad! Mirad eso, alteza.

Rolan señalaba el cadáver de una ardilla en el suelo, con las crías muertas a su alrededor. Luego apuntó hacia unos pájaros dorados, medio enterrados en la ceniza, sus cantos silenciados para siempre.

—Y así muere lentamente nuestro pueblo —susurró, entristecido.

—¿Qué has dicho? —Silvan parecía consternado—. ¿Morir?

—Muchas personas, jóvenes y mayores, contraen una enfermedad para la que no hay cura. Su piel se vuelve gris, como estos pobres árboles, sus miembros se debilitan, sus ojos se tornan opacos. Al principio no pueden correr sin cansarse; después no pueden andar, y más adelante les es imposible sentarse o ponerse de pie. Se consumen poco a poco, hasta que les llega la muerte.

—Entonces, ¿por qué no quitáis el escudo? —demandó Silvan.

—Hemos intentando convencer a la gente para que se una y se enfrente al general Konnal y a los Cabezas de Casas, quienes decidieron levantar el escudo, pero la mayoría rehusó seguir nuestro consejo. Afirman que la enfermedad es una plaga venida de fuera, que el escudo es lo único que se interpone entre ellos y los males del mundo, y que si se quitara, todos moriríamos.

—Tal vez tengan razón —comentó Silvan mientras volvía la vista hacia atrás, al bosque entrevisto a través de la barrera mágica, y pensaba en los ogros atacando en mitad de la noche—. Fuera no hay ninguna plaga que acabe con los elfos, que yo sepa, pero sí existen otros enemigos. El mundo está amenazado por peligros y aquí, al menos, estáis a salvo.

—Vuestro padre decía que los elfos debíamos unirnos al mundo, convertirnos en parte de él —respondió Rolan con una sonrisa desganada—. En caso contrario nos consumiríamos y moriríamos como una rama desgajada del árbol o la...

—O la rosa arrancada del rosal —finalizó Silvan, que sonrió nostálgico al recordar a su padre—. No hemos tenido noticias de él desde hace mucho tiempo —añadió; bajó la vista a la ceniza y la alisó con la punta del pie—. Luchaba contra la gran hembra de Dragón Verde, Beryl, cerca de Qualinesti, al que tiene sometido. Algunos lo han dado por muerto, mi madre entre ellos, aunque no lo admita.

—Si es cierto que murió, lo hizo luchando por una causa en la que creía —manifestó Rolan—. Su muerte tendría un significado. Aunque ahora parezca que no tiene sentido, su sacrificio contribuirá a destruir la maldad y traer de nuevo la luz que aleje a la oscuridad. ¡Murió siendo un hombre lleno de vida, desafiante, valeroso! Cuando nuestra gente muere —prosiguió Rolan, cuya voz adquiría un timbre más y más amargo—, apenas si lo advierte. La pluma oscila levemente y cae inerme. —Miró a Silvan.

»
Sois joven, vehemente, vital. Siento la vida emanando de vos del mismo modo que antaño la sentía irradiar del sol. Comparaos conmigo. Lo notáis, ¿no es cierto? ¿Percibís cómo estoy consumiéndome? ¿Cómo todos nosotros perdemos poco a poco la vitalidad? Miradme, alteza, y me veréis muriendo.

Silvan no sabía qué decir. Ciertamente, el elfo tenía la tez más pálida de lo normal, con un matiz grisáceo, pero Silvan lo había achacado a la edad o, quizás, al polvo gris. Ahora recordaba que los otros elfos tenían el mismo aspecto demacrado, los ojos hundidos.

—Nuestro pueblo os contemplará y verá lo que ha perdido —prosiguió Rolan—. Ésa es la razón de que nos hayáis sido enviado: para demostrarles que no hay plaga en el mundo del exterior, que la única plaga está aquí dentro. —Se llevó la mano al corazón—. ¡En nuestro interior! Les diréis que si nos libramos de este escudo devolveremos la vida a nuestro reino y a nosotros mismos.

«Aunque la mía haya terminado», pensó Silvan. La jaqueca volvió y el brazo roto le latía con dolorosas punzadas. Rolan lo miró preocupado.

—No tenéis buen aspecto, alteza. Deberíamos marcharnos de aquí. Hemos permanecido cerca del escudo demasiado tiempo. Debéis alejaros de él antes de que la enfermedad os ataque también a vos.

—Gracias, Rolan, pero no puedo marcharme —dijo, sacudiendo la cabeza—. Aún cabe la posibilidad de que el escudo se abra otra vez y me permita salir del mismo modo que me permitió entrar.

—Si os quedáis aquí, moriréis, alteza. Vuestra madre no querría que eso pasara, sino que vinieseis a Silvanost y reclamaseis el trono que os corresponde por derecho.

«Algún día te sentarás en el trono de las Naciones Elfas Unidas, Silvanoshei. Y ese día repararás los errores del pasado, purificarás a nuestro pueblo de los pecados cometidos por los elfos: el del orgullo, el del perjuicio, el del odio. Esos pecados han sido la causa de nuestra ruina. Tú serás nuestra redención.»

Palabras de su madre. Recordaba la primera vez que las había pronunciado. Por entonces él tenía cinco o seis años. Acampaban en la espesura, cerca de Qualinesti. Era de noche y él dormía. De repente un grito hizo añicos sus sueños y lo despertó de golpe. El fuego de la lumbre ardía bajo, pero a su luz pudo ver a su padre luchando con lo que parecía una sombra. Más sombras los rodeaban. No vio nada más porque su madre lo cubrió con su propio cuerpo, apretándolo contra el suelo. No sólo no podía ver; tampoco podía respirar, ni gritar. El miedo de su madre, el calor de su cuerpo, su peso, lo aplastaban, lo asfixiaban.

Y entonces todo terminó. El cálido y oscuro peso de su madre se alzó; Alhana lo tomó en sus brazos y lo acunó mientras lloraba, lo besaba y le decía que la perdonase si le había hecho daño. Ella tenía un corte en el muslo por el que sangraba; su padre había recibido una puñalada en el hombro, cerca del corazón. Los cadáveres de tres elfos, vestidos de negro, yacían alrededor de la lumbre. Años más tarde Silvanoshei se despertaría sobresaltado, con la certeza de que habían enviado a uno de aquellos asesinos para que acabase con él.

Se llevaron los cuerpos a rastras y los dejaron para los lobos al no considerarlos merecedores de los ritos de un funeral. Su madre lo acunó para que se durmiera y le dijo aquellas palabras a fin de confortarlo. Volvió a oírlas a menudo, una y otra vez.

Quizás ahora estuviese muerta. Quizá su padre estuviese muerto. Su sueño, sin embargo, seguía vivo en él. Le dio la espalda al escudo.

—Iré contigo —le dijo a Rolan, de los Kirath.

5

El fuego sagrado

En otro tiempo, un tiempo glorioso, antes de la Guerra de la Lanza, la calzada que conducía desde Neraka hasta la ciudad portuaria de Sanction se había conservado en buen estado, ya que era la única ruta a través de las montañas conocidas como la cordillera de la Muerte. La vía —llamada la calzada de Treinta Leguas, ya que ésa era su longitud, kilómetro arriba o abajo— se había pavimentado con grava en su totalidad. Millares de pies habían marchado por ese pavimento durante los años transcurridos: pies humanos calzados con botas, pies peludos goblins, pies draconianos con garras. Habían sido tantos y tantos miles los que la habían pisado que los guijarros se habían incrustado profundamente en la tierra.

En plena Guerra de la Lanza, la calzada de Treinta Leguas estuvo abarrotada de hombres, bestias y carretas de suministro. Si alguien tenía prisa viajaba por aire, a lomos de los veloces Dragones Azules o surcando el cielo en las ciudadelas flotantes. Los que no tenían más remedio que avanzar por la calzada, se retrasaban durante días al encontrar obstaculizado el camino por centenares de soldados de infantería que recorrían cansinamente la tortuosa ruta, ya fuera en dirección a Neraka o en sentido contrario, en tanto que las carretas traqueteaban y brincaban sobre el pavimento. La vía trazaba una pronunciada pendiente, ya que descendía desde la alta meseta de montaña hasta el nivel del mar, lo que convertía el viaje en una aventura peligrosa.

Carros cargados de oro, plata, acero y cajas de joyas robadas, el botín saqueado a los pueblos conquistados por los ejércitos, iban tirados por bestias asustadizas conocidas como mamuts, los únicos animales con fuerza suficiente para arrastrar montaña arriba las pesadas carretas cargadas hasta el tope. De vez en cuando uno de los carros volcaba y esparcía el contenido o perdía una rueda, o uno de los mamuts enloquecía y arrollaba a sus cuidadores y a cualquiera que tuviese la desgracia de encontrarse en su camino. Cuando ocurría tal cosa, la calzada se cerraba completamente, el tránsito se interrumpía y los oficiales intentaban mantener el orden en sus tropas mientras echaban pestes, contrariados por el retraso.

Ya no quedaban mamuts; se habían extinguido. También habían desaparecido aquellos hombres, la mayoría de ellos viejos actualmente, algunos ya muertos, y todos ellos olvidados. La calzada se encontraba vacía, desierta. Sólo el silbante soplo del viento recorría la pulida superficie de grava incrustada, a la que se consideraba una de las maravillas de Krynn hecha por la mano del hombre.

El aire soplaba a la espalda de los caballeros negros mientras galopaban por la sinuosa culebra que era la calzada de Treinta Leguas. Aquel viento, un resto de la tormenta, aullaba entre las cumbres como el eco del
Canto de los Muertos
que habían escuchado en Neraka, pero sólo un eco, no tan terrible, tan pavoroso. Los caballeros marchaban a galope tendido, aturdidos, sin tener una idea clara de por qué cabalgaban o adonde se dirigían. Los embargaba una especie de éxtasis, un entusiasmo como jamás habían experimentado antes.

Galdar, ciertamente, nunca había sentido nada igual. Corría junto a Mina, impulsado por una fuerza recién descubierta. Habría sido capaz de correr desde allí hasta el Muro de Hielo sin parar. Podría haber achacado tal energía al inmenso gozo de haber recuperado su brazo, pero veía su sobrecogimiento y su fervor reflejados en los semblantes de los hombres que realizaban aquella marcha excitante y desenfrenada junto a él. Era como si llevasen consigo la tormenta: los cascos resonando con estruendo en las vertientes de las montañas, las herraduras haciendo saltar chispas en la rocosa calzada.

Mina cabalgaba a la cabeza, instándolos cuando empezaba a vencerlos la fatiga, obligándolos a mirar en su interior para hallar un poco más de la fuerza que eran conscientes de poseer. Cabalgaron a lo largo de la noche, su camino alumbrado por los relámpagos. Cabalgaron a lo largo del día, deteniéndose sólo para dar de beber a los caballos y tomar rápidamente un bocado, de pie.

Cuando los caballos parecían a punto de reventar, Mina ordenó hacer un alto. Para entonces habían recorrido más de la mitad del trayecto. El corcel rojo de la mujer,
Fuego Fatuo,
habría seguido adelante; de hecho, daba la impresión de que le molestara la parada, ya que pateaba y relinchaba con desagrado; sus irritadas protestas hendieron el aire y rebotaron en las cumbres montañosas.

Fuego Fatuo
era extremadamente fiel a su ama y sólo a ella. No toleraba a ningún otro ser. Durante el primer alto breve que habían hecho para descansar, Galdar cometió el error de aproximarse al caballo para sujetar el estribo mientras Mina desmontaba, como se le había entrenado que hiciera con su oficial y con mucha más cortesía de la empleada con Ernst Magit. El belfo de
Fuego Fatuo
se retiró, enseñando los dientes, y sus ojos brillaron con una luz salvaje y siniestra que le dio a Galdar cierta idea de cómo se había ganado su nombre el animal. El minotauro se apartó precipitadamente.

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