Los Caballeros de Neraka (51 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: Los Caballeros de Neraka
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El Caballero de Neraka se encontraba lejos, pero saltaba a la vista que estaba vigilando la casa. Gerard retrocedió al vano de la puerta, su paz idílica hecha añicos. Aguardó en tensión a que los caballeros negros llamaran a la puerta, pero pasaron las horas y nadie los molestó. Esperó que, al menos, no lo hubiesen visto, y después de aquello ya no se aventuró a salir al exterior hasta que cayó la noche, cuando se disponían a partir.

Gerard apenas había visto a Palin Majere, pero no lo lamentaba en absoluto. Deploraba la grosería con que el mago trataba a todo el mundo en la casa, pero en particular a Laurana. El caballero intentó ser indulgente; Palin Majere había sufrido mucho, se recordó a sí mismo. Empero, la actitud malhumorada y taciturna del mago arrojaba una sombra que oscurecía hasta la más radiante luz del sol. Incluso los dos sirvientes elfos caminaban de puntillas, temerosos de hacer cualquier ruido que desatara sobre ellos su ira irracional. Cuando Gerard le mencionó esto a Laurana e hizo comentarios sobre lo que consideraba un grosero comportamiento humano, la elfa sonrió y lo instó a tener paciencia.

—Estuve prisionera una vez —dijo, y sus ojos se ensombrecieron con el recuerdo—. Cautiva de la Reina Oscura. A menos que hayáis pasado por esa experiencia, señor caballero, hasta que no os hayan encerrado a oscuras, solo con vuestro dolor y vuestro miedo, dudo que podáis entenderlo.

Gerard aceptó el suave reproche y no dijo nada más. Tampoco había visto mucho al kender, por lo que daba las más fervientes gracias. Palin Majere se encerraba con él durante horas enteras para que le relatara con detalle sus ridículas historias, una y otra vez. Ninguna tortura ingeniada por el más cruel Caballero de Neraka igualaría la de verse forzado a soportar la vocecilla aguda del kender durante horas sin fin.

La noche que debían partir de Qualinesti llegó demasiado pronto. El mundo exterior, el mundo de los humanos, parecía un lugar sórdido en el que imperaban la prisa y la codicia, y Gerard lamentaba tener que regresar a él. Había llegado a entender por qué los elfos detestaban tener que viajar fuera de su hermoso y sosegado reino.

Su guía elfo los esperaba. Laurana besó a Tas, quien, al notar el ahogo precusor de un sollozo, permaneció callado durante tres minutos, nada menos. Después la elfa le agradeció gentilmente a Gerard su ayuda y le tendió la mano para que se la besara, cosa que el caballero hizo con respeto y admiración y una sincera sensación de pérdida. Por último se dirigió a Palin, que se había mantenido apartado de ellos, guardando las distancias. Resultaba obvia su impaciencia por emprender la marcha.

—Amigo mío —le dijo Laurana mientras posaba la mano en su brazo—, creo que sé lo que estás pensando, al menos en parte.

El comentario hizo que el mago frunciese el entrecejo y que sacudiese levemente la cabeza.

—Ten cuidado, Palin —continuó la elfa—. Piénsalo bien antes de actuar.

Él no contestó, pero la besó según la costumbre elfa entre viejos amigos, y le dijo, bastante cortante, que no se preocupara.

Mientras seguía al guía elfo hacia la oscuridad, Gerard volvió la vista a la casa del risco. Sus luces resplandecían como estrellas radiantes pero, al igual que las luminarias celestes, eran demasiado pequeñas para dispersar la negrura de la noche.

—No obstante, sin la oscuridad —dijo inopinadamente Palin—, no sabríamos que existen las estrellas.

«De modo que con una bonita frase racionaliza el Mal», pensó Gerard, si bien no lo comentó en voz alta, y Palin no volvió a hablar. El taciturno silencio del mago lo compensó con creces Tasslehoff.

—Cualquiera esperaría que un kender que sufre una maldición hablaría menos —rezongó el caballero.

—La maldición no me la echaron en la lengua —puntualizó Tas—, sino en las tripas. Hace que se me retuerzan. ¿Alguna vez ha sufrido una maldición así?

—Sí, en el momento que puse los ojos en ti —replicó Gerard.

—¡Vais haciendo tanto ruido como un gully borracho! —instó el guía elfo, irritado, hablando en Común.

Gerard ignoraba si era Kalindas o Kellevandros; no había conseguido distinguir a un hermano del otro. Eran tan iguales como gemelos, aunque uno era mayor que el otro, según le habían dicho. Sus nombres elfos, ambos empezando con «K», lo confundían aún más. Se lo habría podido preguntar a Palin, pero el mago no tenía ganas de hablar y parecía sumido en sus sombríos pensamientos.

—La cháchara del kender es como el piar de pájaros comparada con el escandaloso traqueteo de tu armadura, caballero —añadió el elfo—. Aunque tanto daría si estuvieses desnudo. Los humanos sois incapaces de respirar siquiera sin hacer ruido. Podría oír tus resoplidos a un kilómetro de distancia.

—Llevamos horas caminando a través del bosque —replicó Gerard—. ¿Falta mucho para llegar a nuestro punto de destino?

—Muy poco —contestó el guía—. El claro donde os reuniréis con los grifos se encuentra justo al final de esta vereda. Si tuvieses visión nocturna, como los elfos, podrías divisarlo desde aquí. De hecho, éste sería un buen lugar para detenerse, si queréis descansar. Nos conviene mantenernos a cubierto hasta el último momento posible.

—No te preocupes. No pienso ir a ningún sitio —dijo Gerard con alivio. Soltó la mochila, se sentó al pie de un alto álamo y recostó la espalda en el tronco, tras lo cual cerró los ojos y estiró las piernas—. ¿Cuánto queda para que amanezca?

—Una hora. Y ahora he de dejaros durante un rato para ir a cazar. Debemos tener preparada carne fresca para los grifos. Estarán hambrientos tras el largo vuelo y apreciarán el detalle. No corréis peligro aquí, siempre y cuando no deambuléis por el bosque. —El elfo miró al kender mientras decía esto último.

—Estaremos bien —intervino Palin; eran las primeras palabras que pronunciaba desde hacía horas. No se sentó, sino que empezó a pasear entre los árboles, impaciente—. No, Tas. Tú te quedas con nosotros. ¿Dónde está el ingenio? Lo tienes todavía ¿verdad? No, no lo saques. Sólo quiero saber que se encuentra a salvo.

—Oh, lo está —repuso el kender—. No podía ser de otra forma, ya sabes a qué me refiero.

—Qué momento más chocante ha elegido para ir a cazar —comentó Gerard, que seguía con la vista al elfo hasta que éste se perdió en la oscuridad.

—Sigue mis órdenes —explicó Palin—. Los grifos estarán de mucho mejor humor cuando hayan comido y nosotros disfrutaremos de un vuelo mucho más seguro. En cierta ocasión iba montado en una hembra de grifo que decidió que su estómago vacío era más importante que su jinete. Al divisar un venado en el suelo, se lanzó en picado sobre él y yo no pude hacer otra cosa que asirme con todas mis fuerzas, presa del pánico. Por suerte, todos salimos vivos del trance, incluido el venado, que oyó mis gritos al grifo para que se detuviera y se escabulló en el interior del bosque. Sin embargo, la hembra de grifo se puso de un humor de mil demonios y se negó a transportarme más lejos. Desde entonces, siempre me he asegurado de traerles comida de regalo.

—Entonces ¿por qué el elfo no lo hizo antes en lugar de esperar hasta ahora para cazar?

—Probablemente porque no quería caminar kilómetros cargado con un venado al hombro —repuso el mago, sarcástico—. Debes tener en cuenta que el olor de un animal recién muerto revuelve el estómago a muchos elfos.

Gerard no comentó nada, temeroso de haber hablado demasiado ya. Por el tono del mago, éste lo consideraba un necio. Tal vez no lo había hecho a propósito, pero al caballero le dio esa impresión.

—Por cierto, Gerard —empezó Palin en actitud estirada—, quiero que sepas que considero cumplida tu parte en cuanto al compromiso adquirido de realizar la última voluntad de mi padre. Yo me encargaré del asunto a partir de ahora, así que no tienes que preocuparte más por ello.

—Como gustéis, señor.

—Quiero agradecerte lo que has hecho —añadió Palin tras una pausa, durante la cual el helor del ambiente podría haber hecho nevar en pleno verano—. Has realizado un gran servicio a riesgo de tu propia vida. Un gran servicio —repitió quedamente—. Te recomendaré a lord Vivar para una mención de honor.

—Gracias, señor, pero sólo cumplo mi deber para con vuestro padre, un hombre al que admiraba mucho.

—Todo lo contrario que su hijo, ¿no es así? —inquinó el mago. Se dio media vuelta y caminó unos pocos pasos con la cabeza gacha y los brazos enlazados bajo las mangas de la oscura túnica. Obviamente había dado por terminada la conversación.

Tasslehoff se acomodó al lado de Gerard y, como las manos de un kender nunca pueden estar inactivas, dio la vuelta a todos los bolsillos que había convencido a Laurana para que le cosiera en la nueva camisa. La prenda era un derroche de colores y a Gerard le dolían los ojos sólo con verla. A la tenue luz de la media luna y de incontables estrellas, Tas repasó todas las cosas interesantes que había ido reuniendo en casa de Laurana.

Desde luego, para Gerard sería una gran satisfacción dejar al mago y al kender en Solace y no tener que tratar más con ninguno de los dos.

En lo alto, el cielo empezaba a clarear gradualmente, haciendo que las estrellas se desdibujaran y la luna palideciera, pero el elfo no regresaba.

* * *

El gobernador Medan y su escolta llegaron al punto de encuentro establecido por el elfo media hora antes del amanecer. Él y los dos caballeros que lo acompañaban frenaron sus caballos. Medan no desmontó; se sabía que elfos rebeldes habitaban en esa parte del bosque. Escudriñó atentamente las sombras y la neblina arremolinada, y pensó que aquél sería un lugar excelente para una emboscada.

—Subcomandante —llamó Medan—. Ve a ver si encuentras a nuestro traidor. Dijo que estaría esperando junto a aquellas tres rocas blancas que hay allí.

El oficial desmontó; con la mano en la empuñadura de la espada, que llevaba desenvainada a medias, avanzó lentamente y haciendo el menor ruido posible. Sólo llevaba el peto y ninguna otra pieza metálica de armadura.

El caballo del gobernador se mostraba inquieto. El animal resopló y levantó las orejas. Medan le palmeó el cuello.

—¿Qué pasa, chico? —inquirió en voz queda—. ¿Qué hay ahí fuera?

El subcomandante desapareció en las sombras para reaparecer como una oscura silueta recortada contra los tres grandes peñascos blancos. Medan alcanzó a oír el áspero susurro del hombre; no oyó respuesta alguna pero dedujo que tuvo que haberla, ya que el oficial asintió y regresó para informar.

—El traidor dice que los tres se encuentran cerca de aquí, próximos a un claro donde deben reunirse con los grifos. Nos conducirá hasta allí, pero hemos de ir a pie, según él, porque los caballos hacen demasiado ruido.

El gobernador desmontó, soltó las riendas y pronunció una única palabra de mando. El caballo no se movería de donde estaba hasta que le ordenara lo contrario. El otro caballero también desmontó y cogió de la silla un arco corto y una aljaba con flechas.

Medan y sus escoltas se deslizaron sigilosamente por el bosque.

—A esto me veo reducido —rezongó Medan entre dientes mientras apartaba ramas de árboles y pisaba con cuidado entre la maleza. Apenas distinguía al hombre que iba delante; sólo los tres peñascos blancos resaltaban claramente en la oscuridad, e incluso ellos quedaban envueltos a veces en la borrosa neblina—. Caminando a hurtadillas por el bosque de noche, como un maldito ladrón. Dependiendo de la palabra de un elfo para el que no tenía la menor importancia traicionar a su señora por un puñado de monedas de acero. ¿Y todo para qué? ¡Para emboscar a un condenado hechicero!

—¿Decíais algo, señor? —susurró el subcomandante.

—Sí. Decía que preferiría encontrarme en el campo de batalla, con una lanza atravesándome el corazón, que estar aquí en este momento. ¿Y tú, subcomandante?

—¿Señor? —El oficial lo miró de hito en hito, sin tener la menor idea de a qué se refería su superior.

—Bah, olvídalo —gruñó Medan—. Sigue caminando —ordenó, haciendo un gesto con la mano.

El elfo traidor apareció, su rostro como un pálido reflejo en la oscuridad. Levantó una mano e indicó por señas a Medan que se reuniera con él. El gobernador se adelantó y miró severamente al elfo.

—¿Y bien? ¿Dónde están? —instó, sin utilizar el nombre del elfo. A su modo de ver, no se lo merecía.

—Allí —señaló el traidor—. Debajo de aquel árbol. No podéis verlo desde aquí, pero hay un claro cien pasos más allá. Planean reunirse con los grifos en él.

El cielo mostraba el tono grisáceo que precede al amanecer. Medan no alcanzó a ver nada al principio, pero después la niebla se apartó en remolinos y dejó al descubierto tres figuras oscuras. Una de ellas parecía llevar armadura, pues aunque el gobernador no la veía con claridad sí oía el ruido metálico.

—Señor —dijo el traidor, que parecía nervioso—. ¿Necesitáis algo más de mí? Si no, debería marcharme. Podría notarse mi ausencia.

—Vete, no faltaba más.

El elfo se escabulló en las sombras del bosque.

El gobernador Medan indicó por señas al caballero que tenía el arco que se acercara.

—Recuerda que el dragón los quiere vivos —advirtió—. Apunta alto, para lesionar. Y dispara cuando yo dé la orden, no antes.

El caballero asintió y ocupó su puesto entre los arbustos. Encajó una flecha en la cuerda del arco y miró al gobernador.

Medan observó y esperó.

* * *

Gerard oyó un ruido, como el aleteo de inmensas alas. Nunca había visto un grifo, pero aquello sonaba como él suponía que haría uno de esos animales. Se incorporó de un brinco.

—¿Qué ocurre? —Palin levantó la cabeza, sobresaltado por el brusco movimiento del caballero.

—Creo que he oído a los grifos, señor —contestó Gerard.

Palin se retiró un poco la capucha para oír mejor y miró hacia el claro. Todavía no se veía al grifo, ya que la bestia aún estaba entre las copas de los árboles, pero el viento causado por sus alas empezaba a arremolinar hojas secas y a levantar polvo.

—¿Dónde? ¿Dónde? —gritó Tasslehoff mientras se apresuraba a recoger todas sus valiosas pertenencias y las guardaba en cualquier hueco que encontraba en la camisa.

El grifo apareció, ahora con las enormes alas inmóviles, flotando en las corrientes de aire para hacer un suave aterrizaje. Gerard olvidó su irritación con el mago y su enojo con el kender, maravillado ante la presencia de la extraña bestia. Los elfos montaban grifos como los humanos montaban caballos, pero pocos humanos volaban en esas criaturas. Los grifos siempre habían sentido desconfianza hacia los humanos, que los cazaban y mataban.

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