—Ahora vamos a trabajar —anunció.
Al cabo de dos horas, el minotauro no salía de su asombro ante los adelantos de su alumna.
—¿Seguro que nunca has recibido entrenamiento como soldado? —inquirió al hacer una pausa para recobrar el aliento.
—Nunca —contestó Mina—. Te lo demostraré. —Soltó el arma y le enseñó la mano con la que había sostenido la maza—. Juzga por ti mismo.
La suave palma estaba en carne viva y sangraba por las ampollas abiertas. Sin embargo no se había quejado una sola vez ni había vacilado al golpear aunque el dolor de las heridas tenía que ser intenso.
Galdar la observó con franca admiración. Si había una virtud que los minotauros valoraban era la entereza de soportar el dolor en silencio.
—El espíritu de un gran guerrero debe de morar en ti, Mina. Mi gente cree que una cosa así es posible. Cuando uno de nuestros guerreros muere valerosamente en batalla, es costumbre de mi tribu extraerle el corazón y comerlo con la esperanza de que su espíritu entre en el nuestro.
—Los únicos corazones que comeré yo serán los de mis enemigos —respondió Mina—. Mi fuerza y mi destreza me los han dado mi dios. —Se agachó para recoger la maza.
—No, se acabaron las prácticas por esta noche —manifestó Galdar, que asió la maza antes de que los dedos de la mujer llegaran a ella—. Hemos de curar esas rozaduras —dijo—. Me temo que ni siquiera podrás asir las riendas de tu caballo por la mañana, cuanto menos un arma. Quizá deberíamos esperar aquí unos pocos días hasta que se te hayan curado.
—Hemos de llegar a Sanction mañana —repitió Mina—. Así ha sido ordenado. Si nos retrasamos un solo día, la batalla habrá terminado y nuestras tropas habrán sufrido una terrible derrota.
—Sanction lleva mucho tiempo bajo asedio —comentó el minotauro, con aire incrédulo—. Desde que esos asquerosos solámnicos hicieron un pacto con el bastardo que gobierna la ciudad, Hogan Rada. Nosotros no podemos desalojarlos, y a ellos les es imposible rechazarnos, de modo que la batalla está en tablas. Atacamos las murallas a diario y ellos las defienden. Mueren civiles, algunas zonas de la ciudad se incendian. Acabarán cansándose de esa situación y se rendirán. El cerco dura ya más de un año, así que no veo qué importancia puede tener un día más. Quedémonos y descansa.
—No lo ves porque tus ojos no están completamente abiertos —adujo Mina—. Tráeme un poco de agua para lavarme las manos y un trapo para limpiar la sangre. No temas, podré cabalgar y luchar.
—¿Por qué no te curas tú misma, Mina? —sugirió el minotauro para ponerla a prueba, confiando en ser testigo de otro milagro—. Como hiciste conmigo.
Los ojos ambarinos captaron la luz del cercano amanecer, que empezaba a teñir el cielo. La mujer miró hacia el este, y a Galdar le vino a la cabeza la idea de que ella contemplaba ya el ocaso del día siguiente.
—Serán centenares los que morirán sufriendo horriblemente —musitó—. El dolor que soporto es un tributo a ellos, y lo brindo a mi dios como una ofrenda. Despierta a los otros, Galdar, es la hora.
El minotauro esperaba que más de la mitad de los soldados se marcharía, como había amenazado la noche anterior. Cuando regresó al campamento se encontró con que los hombres ya estaban despiertos y desperezándose. Su ánimo era excelente, y se mostraban seguros y excitados al hablar de las osadas hazañas que realizarían a lo largo del día; hazañas que, según ellos, habían vivido en unos sueños más reales que las horas de vigilia.
Mina apareció entre ellos asiendo el escudo y la maza; las manos le seguían sangrando y Galdar la observó con preocupación. Se encontraba cansada por el ejercicio y la dura cabalgada del día anterior. Allí, en mitad de la calzada, sola, de repente pareció una criatura mortal, frágil, con la cabeza gacha y los hombros hundidos. Las manos debían de arderle y, sin duda, sus músculos estarían acalambrados. Suspiró hondo y alzó la vista al cielo, como preguntándose si realmente tenía fuerza para seguir adelante.
Al verla, los caballeros levantaron sus espadas y golpearon con ellas los escudos a guisa de saludo.
—¡Mina! ¡Mina! —clamaron, y sus voces resonaron en las montañas, que devolvieron el eco creando un sonido enardecedor como la llamada de las trompetas.
Mina irguió la cabeza. El saludo fue como vino para su ánimo, y alejó el desfallecimiento. Entreabrió los labios y bebió hasta apurarlo. El cansancio desapareció como quien se quita unas ropas andrajosas. Su armadura brilló rojiza con la refulgente luz del sol saliente.
—Cabalguemos a galope tendido. En este día marchamos hacia la gloria —les dijo, y los caballeros vitorearon con entusiasmo.
Fuego Fatuo
acudió a su llamada. La mujer montó y asió las riendas firmemente con las manos sangrantes y heridas. Fue entonces cuando Galdar, que había ocupado su sitio junto a ella para correr al lado de su estribo, advirtió que Mina llevaba en el cuello un medallón plateado colgado de una cadena también de plata. Lo observó detenidamente para ver qué tenía grabado en la superficie.
No había nada. La plata aparecía intacta, sin marca alguna. Le pareció raro. ¿Por qué llevar un medallón sin símbolos? No tuvo oportunidad de preguntarle, ya que en ese instante Mina clavó los talones en los flancos de su montura.
Fuego Fatuo
emprendió galope calzada adelante.
Los caballeros de Mina marcharon detrás de ella.
El funeral de Caramon Majere
Con la salida del sol —un espléndido amanecer dorado y púrpura con intensos matices rojos— las gentes de Solace se reunieron en torno a la posada El Último Hogar en silenciosa vigilia, ofreciendo su cariño y su respeto al hombre valeroso, bueno y afable que yacía muerto dentro.
Apenas se hablaba. La gente callaba presagiando el gran silencio que antes o después nos llega a todos. Las madres tranquilizaban a los inquietos niños, que contemplaban la posada iluminada sin entender qué había ocurrido, sólo percibiendo que era algo importante y horrible, una sensación que dejaría impronta en sus mentes inmaduras y que recordarían hasta el fin de sus días.
—Lo siento muchísimo, Laura —le dijo Tas en la queda hora que precede al alba.
La mujer se encontraba al lado del banco donde Caramon acostumbraba tomar su desayuno, sin hacer nada, mirando al vacío, con el rostro pálido y demacrado.
—Caramon era mi amigo, el mejor del mundo —añadió Tas.
—Gracias. —Laura sonrió, aunque fue una sonrisa temblorosa. Tenía los ojos colorados de llorar.
—Tasslehoff —le recordó el kender, pensando que había olvidado su nombre.
—Sí. —Laura parecía inquieta—. Eh... Tasslehoff.
—Soy
Tasslehoff Burrfoot. El original —agregó el kender al recordar a sus treinta y siete tocayos; treinta y nueve, contando los perros—. Caramon me reconoció. Me dio un abrazo y dijo que se alegraba de verme.
—Ciertamente pareces Tasslehoff —comentó Laura, que lo miraba con incertidumbre—. Claro que sólo era una niña la última vez que te vi, y todos los kenders se parecen, al fin y al cabo. ¡Y no tiene sentido! ¡Tasslehoff Burrfoot murió en la Guerra de Caos!
Tas le habría explicado todo sobre el artilugio para viajar en el tiempo y que Fizban lo había manipulado mal la primera vez, de modo que él había llegado tarde al primer funeral de Caramon para poder hacer su discurso, pero tenía un nudo en la garganta; un nudo tan grande que impedía que salieran las palabras.
Laura dirigió la vista hacia las escaleras de la posada, con los ojos llenos de lágrimas otra vez, y hundió la cara en las manos.
—Vamos, vamos —la consoló Tas mientras le daba palmaditas en el hombro—. Palin vendrá pronto. Él me conoce y podrá explicarlo todo.
—Palin no vendrá —sollozó Laura—. Me fue imposible enviarle un mensaje. ¡Es demasiado peligroso! Su padre ha muerto y no podrá acudir al funeral. Su esposa y mi querida hermana se hallan atrapadas en Haven, desde que el dragón cerró las calzadas. Sólo estoy yo para decirle adiós. ¡Es muy duro, demasiado para soportarlo!
—Pues claro que Palin vendrá —manifestó Tas mientras se preguntaba qué dragón había cerrado las calzadas y por qué. Tenía intención de preguntarlo, pero con tantas ideas que bullían en su mente, ésta no pudo abrirse paso para situarse por delante de las demás—. Está ese joven mago que se hospeda aquí, en la habitación diecisiete. Se llama... Bueno, lo he olvidado, pero le pedirás que vaya a la Torre de la Alta Hechicería de Wayreth, donde Palin es el jefe de la Orden de los Túnicas Blancas.
—¿Qué torre de Wayreth? —inquirió Laura, que había dejado de llorar y parecía desconcertada—. Desapareció, igual que la de Palanthas. Palin era el jefe de la Escuela de Hechicería, pero ni siquiera eso le queda ya. Beryl, la gran Verde, la destruyó hace un año, casi por estas mismas fechas. Y no hay habitación diecisiete en la posada. No desde que se reconstruyó por segunda vez.
Tas, muy ocupado recordando, no la escuchó.
—Palin vendrá pronto y traerá a Dalamar, y también a Jenna. Palin enviará mensajes a lady Crysania, en el Templo de Paladine, y a Goldmoon y a Riverwind, en Que-shu, y a Laurana y a Gilthas y a Silvanoshei, en Silvanesti. Todos llegarán pronto, y entonces empezaremos...
Tas enmudeció. Laura lo miraba como si de repente le hubiesen crecido dos cabezas. Tas lo sabía porque había notado esa misma expresión en su propia cara cuando se hallaba frente a un troll al que le había pasado exactamente eso. Despacio, sin quitar ojo a Tas, Laura se apartó de él.
—Quédate sentado aquí —le dijo con una voz muy suave y amable—. Aquí mismo, y yo... te traeré un plato de...
—¿Patatas picantes? —acabó Tas, alegre. Si había algo que podía deshacer el nudo que tenía en la garganta, eran las patatas picantes de Otik.
—Sí, un gran plato rebosante de patatas picantes. Aún no hemos encendido los fogones esta mañana, y Guisa, la cocinera, estaba tan alterada que le di el día libre, así que quizá tarde un poco. Tú siéntate y prométeme que no irás a ninguna parte —dijo Laura al tiempo que se apartaba de la mesa y ponía una silla entre el kender y ella.
—Oh, no pienso ir a ningún sitio —prometió Tas mientras tomaba asiento—. Tengo que hablar en el funeral, ya sabes.
—Sí, claro. —Laura apretó los labios, sin decir nada durante unos instantes. Tras respirar hondo, añadió—: Tienes que hablar en el funeral. Quédate aquí, como un buen kender.
«Buen» y «kender» eran términos que rara vez, por no decir nunca, iban unidos, y Tasslehoff pasó el tiempo sentado a la mesa pensando qué podría ser un «buen kender» y preguntándose si él lo sería. Llegó a la conclusión de que probablemente sí, ya que era un héroe y todo lo demás. Tras resolver satisfactoriamente la cuestión, sacó sus notas y repasó el discurso mientras tarareaba entre dientes para hacerse compañía y ayudar a que la triste tarea le pasara por la garganta sin atascársele.
Oyó a Laura hablar con un hombre joven, tal vez el hechicero de la habitación diecisiete, pero no prestó mucha atención a lo que decía, ya que al parecer tenía que ver con una pobre persona «aquejada», alguien que se había vuelto loco y que tal vez podría ser peligroso. En cualquier otro momento, Tas habría sentido interés en ver a una persona peligrosa, aquejada y demente, pero tenía que ocuparse del discurso y, puesto que era la principal razón de su viaje —el segundo viaje, para ser exactos— se concentró en su tarea.
Seguía en ello, al tiempo que daba buena cuenta de las patatas y una jarra de cerveza, cuando advirtió que una persona alta se hallaba plantada a su lado, con expresión sombría.
—Ah, hola —saludó Tas, al comprobar con alegría que era su gran amigo, el caballero que lo había arrestado el día anterior. Y siendo el caballero un buen amigo, era una lástima que Tas no recordase su nombre—. Siéntate, por favor. ¿Te apetecen unas patatas? ¿O tal vez huevos?
El caballero rehusó sus ofertas y cualquier otra cosa de comer o de beber. Tomó asiento enfrente de Tas y lo contempló con expresión muy seria.
—Tengo entendido que estás ocasionando problemas —dijo el caballero en un frío y desagradable tono de voz.
Justo cuando Tasslehoff se sentía muy orgulloso de sí mismo por no causar ningún problema. Había permanecido sentado a la mesa, en silencio, pensando ideas tristes sobre la marcha de Caramon y evocando otras alegres de los tiempos maravillosos que pasaron juntos. No había mirado siquiera si había algo interesante en la leñera. Había pasado por alto su habitual inspección del arcón de plata, y sólo había conseguido una bolsa de dinero que no conocía, y que a pesar de no recordar cómo había llegado a su poder, daba por sentado que se le había caído a alguien. Se aseguraría de devolvérsela a su dueño después del funeral.
En consecuencia, Tas se sintió ofendido con toda razón por el comentario del caballero, en el que clavó una mirada severa; puesto que el hombre mantenía la suya fija en Tas, el resultado fue un duelo de miradas.
—Estoy seguro de que no eres desagradable a propósito —dijo el kender—. Estás alterado, y lo comprendo.
El semblante del joven caballero adquirió un color peculiar, tan rojo que casi era púrpura. Intentó decir algo, pero su rabia era tal que cuando abrió la boca sólo logró farfullar.
—Oh, ya veo cuál es el problema —se corrigió Tas—. No me has entendido. Al decir «desagradable» me refería a tu talante, no a tu cara, que por cierto es bastante fea. Pero sé que eso no puedes arreglarlo, y que tal vez tampoco puedas hacer nada con respecto al carácter, siendo como eres un Caballero de Solamnia y todo lo demás, pero te equivocas. No he ocasionado problemas. He permanecido sentado a esta mesa todo el tiempo, comiendo patatas. Por cierto, están muy ricas, ¿seguro que no te apetece probarlas? En fin, si no quieres, las terminaré yo. ¿De qué hablábamos? Ah, sí. Que he estado aquí sentado, comiendo y trabajando en mi discurso. Para el funeral, ya sabes.
Cuando por fin el caballero fue capaz de hablar sin farfullar, su tono sonó aún más frío y desagradable que antes, si tal cosa era posible:
—La señora Laura me mandó recado con uno de los clientes de que la estabas asustando con tus comentarios irracionales y descabellados. Mis superiores me envían para que te lleve a prisión de nuevo. Y también les gustaría saber —agregó con un tono severo—, cómo te las arreglaste para escapar de la celda esta mañana.
—Me encantará volver contigo a la prisión. Es muy bonita —contestó Tas, cortés—. Nunca había visto una que fuera a prueba de kenders. Regresaré contigo nada más acabar el funeral. Me lo perdí una vez, ¿comprendes?, así que no puedo perdérmelo de nuevo. ¡Anda...! Lo había olvidado. —Tas suspiró—. No puedo ir contigo a la prisión. —Ojalá recordase el nombre del caballero. No quería preguntárselo, porque sería una falta de educación—. He de volver a mi propio tiempo enseguida. Le prometí a Fizban que no zascandilearía por ahí. Quizá tenga oportunidad de visitar vuestra cárcel en otro momento.