Complacido de que la ocasión hubiese llegado, Silvan se abrochó el cinturón del arma a su esbelta cintura y regresó junto a los oficiales con la espada repicando contra su muslo.
Los corredores elfos seguían llegando con noticias. El fuego antinatural consumía la barricada a un ritmo alarmante; unos cuantos ogros habían intentado atravesarlo, pero, iluminados por las llamas, resultaron ser unos blancos perfectos para los arqueros. Por desgracia, cualquier flecha que en su trayectoria se acercaba al fuego se consumía antes de llegar a destino.
Una vez establecida la estrategia para la retirada —de la que Silvan apenas entendió algo sobre retroceder hacia el sur, donde se reunirían con una fuerza de la Legión de Acero—, los oficiales volvieron a sus puestos de mando. Samar y Alhana continuaron juntos, hablando en voz baja y timbre apremiante.
Silvan desenvainó la espada con mucho ruido, la blandió en el aire y estuvo a punto de cercenar el brazo a Samar.
—¿Qué demonios...? —El oficial elfo contempló iracundo el desgarro ensangrentado en la manga de su camisa y luego dirigió una mirada furiosa al joven—. ¡Trae eso! —Alargó la mano sin darle tiempo a reaccionar y le arrebató el arma.
—¡Silvanoshei! —Alhana estaba enfadada, más de lo que su hijo la había visto jamás—. ¡No es momento para tonterías! —Le dio la espalda mostrando así su disgusto con él.
—No es ninguna tontería, madre —replicó Silvan—. ¡No te vuelvas! Esta vez no te esconderás tras un muro de silencio. ¡Oirás lo que tengo que decirte!
Lentamente Alhana se dio media vuelta y lo miró fijamente; sus ojos parecían inmensos en su pálida tez.
Los otros elfos, estupefactos y turbados, no sabían dónde mirar. Nadie desafiaba a la reina ni la contradecía, ni siquiera su voluntarioso y testarudo hijo. El propio Silvan estaba asombrado de su arranque.
—Soy príncipe de Silvanesti y de Qualinesti —prosiguió—. Es mi privilegio y mi deber sumarme a la defensa de mi pueblo. ¡No tienes derecho a impedírmelo!
—Te equivocas, hijo mío. Me asiste todo el derecho —replicó Alhana, que lo agarró por la muñeca con tanta fuerza que le clavó las uñas—. Eres el heredero. El único heredero, todo cuanto tengo... —La elfa enmudeció, lamentando sus palabras—. Lo siento, no era eso lo que quería decir. Una reina no posee nada propio. Todo lo suyo pertenece al pueblo, de modo que tú eres todo cuanto tiene tu pueblo, Silvan. Ahora ve y recoge tus cosas —ordenó. Su voz sonaba tensa por el esfuerzo que hacía para mantener el control—. Los caballeros de mi guardia te conducirán hacia las profundidades del bosque...
—No, madre, no volveré a esconderme —manifestó Silvan, que puso gran cuidado en hablar firme, tranquila y respetuosamente. Su causa estaría perdida si actuaba como un chiquillo enfurruñado—. Durante toda mi vida, cada vez que amenazaba un peligro me alejabas de allí, me metías en alguna cueva o debajo de una cama. Así, no es de extrañar que nuestra gente sienta poco respeto por mí. —Sus ojos se desviaron hacia Samar que lo observaba con seria atención—. Para variar, quiero hacer la parte que me toca, madre.
—Bien dicho, príncipe Silvanoshei —intervino Samar—. Sin embargo, los elfos tenemos un dicho: «Una espada en la mano de un amigo inexperto es más peligrosa que la espada en la mano de un enemigo». No se aprende a luchar la víspera de la batalla, joven. Sin embargo, si ese propósito tuyo es realmente en serio, me sentiré muy complacido de instruirte más adelante. Mientras tanto, hay algo que sí está en tus manos hacer, una misión de la que puedes ocuparte.
Sabía la reacción que su comentario acarrearía y no se equivocaba. La ira de Alhana, punzante como una flecha, encontró otro blanco.
—Samar, quiero hablar contigo —dijo la elfa en un tono frío, mordiente e imperioso. Giró sobre sus talones y se alejó hacia la parte trasera de la cripta con la espalda muy recta y la barbilla levantada.
Samar fue en pos de ella en actitud deferente. Del exterior llegaban gritos, toques de cuerno, el canto de guerra, profundo y terrible, de los ogros que semejaba un redoble de tambores. La tormenta continuaba con toda su furia, favoreciendo al enemigo. Silvan se quedó cerca de la entrada del túmulo, sorprendido consigo mismo, orgulloso pero consternado, pesaroso aunque desafiante, audaz y al mismo tiempo aterrado. El cúmulo de emociones lo confundía. Intentó ver qué estaba ocurriendo, pero el humo del seto incendiado se había extendido por el claro, y los aullidos y los gritos se habían vuelto tenues, amortiguados. Habría querido escuchar a escondidas la conversación entre su madre y Samar, pero acercarse a ellos le pareció infantil, un acto que no admitía su dignidad. De todos modos, imaginaba de qué estaban hablando; había oído lo mismo demasiado a menudo.
En realidad, el joven no se equivocaba mucho.
—Samar, conoces bien mis deseos con respecto a Silvanoshei —dijo Alhana cuando estuvieron lo bastante apartados para que no los oyera nadie—, y sin embargo me desafías y lo animas en esa idea absurda. Me has decepcionado profundamente.
Sus palabras y su ira, afiladas como una cuchilla, se clavaron en el corazón del oficial elfo. No obstante, del mismo modo que Alhana, en su calidad de reina, era responsable de su pueblo, también él lo era como soldado. Tenía la obligación de dar a su gente un presente y un futuro, y en ese futuro las naciones élficas necesitarían un cabecilla fuerte, no un gallina como Gilthas, el hijo de Tanis el Semielfo que actualmente jugaba a gobernar Qualinesti. Con todo, Samar no manifestó en voz alta sus ideas, no contestó: «Majestad, ésta es la primera señal de carácter que he visto en vuestro hijo, y deberíamos alentarla». Además de soldado, también era diplomático.
—Señora, Silvan tiene treinta y ocho años... —empezó.
—Un chiquillo —lo interrumpió Alhana.
—Tal vez según los parámetros silvanestis, mi reina, pero no para los qualinestis. Según la ley qualinesti, habría entrado ya en la categoría de joven y estaría participando en el entrenamiento militar. Puede que Silvanoshei sea joven por su edad, Alhana —añadió, dejando de lado el tratamiento oficial como hacía en ocasiones, cuando estaban solos—, pero pensad en la extraordinaria vida que ha llevado. Sus canciones de cuna fueron cantos de guerra, y su cuna un escudo. Jamás ha conocido un hogar, y sólo en contadas ocasiones sus padres han estado en el mismo sitio al mismo tiempo desde que nació. Cuando llegaba el momento de entrar en batalla, lo besabais y partíais a la lucha, quizás hacia vuestra muerte. Él sabía que tal vez no regresaríais a su lado nunca, Alhana. ¡Lo veía en sus ojos!
—Intentaba protegerlo de todo eso —contestó ella mientras volvía la vista hacia el joven elfo. Se parecía tanto a su padre en ese momento que la atenazó un intenso dolor—. Si lo pierdo, Samar, ¿qué razón tendré para prologar esta vana e inútil existencia?
—No podéis protegerlo de la vida, Alhana —rebatió suavemente el oficial—. Ni del papel al que está destinado en la vida. El príncipe Silvanoshei lleva razón: tiene un deber para con su pueblo. Hemos de dejar que lleve a cabo ese deber
y —
puso énfasis en la palabra— evitar que sufra algún daño al mismo tiempo.
Alhana guardó silencio, pero su mirada le dio permiso para que siguiese hablando, aunque a regañadientes.
—Sólo uno de nuestros corredores ha regresado al campamento —prosiguió Samar—. Los demás han muerto o luchan para salvar la vida. Vos misma dijisteis que debemos informar de esto a la Legión de Acero, advertirles del ataque. Propongo que enviemos a Silvan para avisar a los caballeros de nuestra desesperada situación y que necesitamos ayuda. Hace poco que ha venido de la fortaleza, y conoce el camino. La calzada principal se encuentra cerca del campamento y es fácil encontrarla y seguirla.
»
El peligro que corre es mínimo, ya que los ogros no nos tienen rodeados. Estará más seguro fuera del campamento que en él. —Samar sonrió—. Si dependiese de mí, majestad, iríais a la fortaleza con él.
Alhana respondió con otra sonrisa; su ira se había disipado por completo.
—Mi sitio está junto a mis soldados, Samar. Yo los traje aquí. Combaten defendiendo mi causa. Perdería su respeto y su confianza si los abandonase. Sí, admito que tienes razón en cuanto a Silvan —añadió de mala gana—. No es menester que restriegues sal sobre mis muchas heridas.
—Mi reina, jamás fue mi intención...
—Sí que lo fue, Samar —lo interrumpió Alhana—, pero hablaste con el corazón en la mano y todo lo que dijiste es verdad. Enviaremos al príncipe en esa misión. Él llevará la noticia de nuestra difícil situación a la Legión de Acero.
—Alzaremos nuestras voces en alabanzas hacía él cuando regrese de la fortaleza —manifestó el oficial elfo—. Y le compraré una espada digna de un príncipe, no de un payaso.
—No, Samar. Podrá llevar mensajes, pero nunca portará una espada. El día que nació hice un juramento a los dioses de que jamás alzaría un arma contra su pueblo. En ningún momento se derramará sangre elfa por su causa.
El elfo inclinó la cabeza en gesto de aceptación y guardó silencio con muy buen criterio. Como experimentado comandante que era, sabía cuándo detener un avance, atrincherarse en la posición ganada y esperar. Alhana se encaminó con porte regio hacia la entrada de la cueva.
—Hijo mío —empezó, y en su voz no había emoción ni sentimiento—, he tomado una decisión.
Silvanoshei se volvió para mirar a su madre. Hija de Lorac, el infortunado rey de los silvanestis que casi había provocado la destrucción de su pueblo, Alhana Starbreeze había asumido la responsabilidad de enmendar los errores de su padre y redimir a su pueblo. Y por el hecho de haber procurado unirlo con sus parientes, los qualinestis, por haber respaldado alianzas con los humanos y los enanos, fue repudiada, desterrada por aquellos silvanestis que defendían que sólo manteniéndose desligados de todo y aislados del resto del mundo podrían salvarse ellos y su cultura.
Según los cómputos elfos, Alhana se encontraba en la madurez de la edad adulta, muy lejos todavía del inicio de la decadencia física, y otro tanto ocurría con su belleza; estaba increíblemente hermosa, más que en ningún otro momento de su vida. Su cabello era tan negro como las profundidades del océano, donde no llegan los rayos del sol. Sus ojos, antaño de color violeta, se habían vuelto más profundos y oscuros, como si los hubiesen matizado la desesperación y el dolor que veían de manera constante. Su belleza era un sufrimiento para quienes la contemplaban, no una bendición. Al igual que la legendaria Dragonlance, cuyo descubrimiento ayudó a alcanzar la victoria en un mundo atribulado, la elfa daba la impresión de encontrarse empotrada en un bloque de hielo. Si se rompía ese hielo, si se hacía añicos la barrera protectora que había erigido alrededor, también ella se quebraría.
Sólo su hijo tenía el poder de derretir el hielo, de llegar al interior y tocar la calidez de la mujer que era madre, no reina. Pero ahora la primera había desaparecido y únicamente quedaba la segunda. La mujer que se encontraba ante él, fría y severa, era su soberana. Sobrecogido, humilde, consciente de su estúpido comportamiento, se hincó de rodillas a sus pies.
—La siento, madre —dijo—. Te obedeceré. Dejaré...
—Príncipe Silvanoshei —lo interrumpió la reina en un tono que el joven reconoció como el que utilizaba en la corte y que jamás había usado con él. No supo si alegrarse por ello o llorar por algo perdido irrevocablemente—. El comandante Samar necesita un mensajero que corra hasta el puesto avanzado de la Legión de Acero. Irás tú y les informarás de nuestra situación desesperada. Dile al caballero coronel que planeamos retirarnos luchando, y que debería reunir a sus tropas y cabalgar hasta el cruce de caminos para encontrarse allí con nosotros, atacando a los ogros por el flanco derecho. En el momento en que sus caballeros ataquen, interrumpiremos la retirada y defenderemos nuestra posición. Tendrás que viajar deprisa a través de la noche y la tormenta. Que nada te detenga, Silvan, pues este mensaje debe llegar a su destino.
—Lo entiendo, mi reina —contestó Silvan. El joven se puso de pie, el rostro encendido de orgullo, la emoción por el peligro enardeciendo su sangre—. No os fallaré ni a ti ni a mi pueblo. Y te doy las gracias por confiar en mí.
Alhana tomó la cara del joven entre sus manos; estaban tan frías que Silvan no pudo reprimir un escalofrío. Luego lo besó en la frente. Sus labios quemaban como el hielo, y la sensación le llegó hasta el corazón. A partir de aquel instante, siempre sentiría ese beso. Se preguntó si los pálidos labios no habrían dejado una marca indeleble en su piel.
El profesionalismo escueto de Samar llegó como un alivio.
—Conoces la ruta, príncipe Silvan —dijo el oficial elfo—. Viniste por ella hace sólo dos días. La calzada se encuentra a un par de kilómetros hacia el sur, y aunque no habrá estrellas que te guíen, el viento sopla del norte, así que mantén el viento a tu espalda e irás en la dirección correcta. La calzada corre de este a oeste, en línea recta, de modo que inevitablemente se cruzará en tu camino. Cuando llegues a ella, dirígete hacia el oeste. La tormenta quedará a tu derecha. Deberías hacer el recorrido en un buen tiempo, ya que no es necesario el sigilo porque el sonido de la batalla ocultará tus movimientos. Buena suerte, príncipe Silvanoshei.
—Gracias, Samar —contestó Silvan, conmovido y complacido. Por primera vez en su vida el oficial elfo le había hablado como a un igual, incluso con un ligero respeto—. No os fallaré ni a ti ni a mi madre.
—No le falles a tu pueblo —repuso Samar.
Tras dirigir una última mirada y una sonrisa a su madre —una sonrisa que ella no devolvió—, Silvan giró sobre sus talones y salió de la cripta, encaminándose hacia los árboles. No había llegado muy lejos cuando oyó la voz de Samar gritando una orden.
—¡General Aranoshah! ¡Situad dos formaciones de espadachines a la izquierda y otras dos a la derecha! Hay que mantener en reserva nuestras unidades aquí, con su majestad, en caso de que abran brecha en las líneas.
¡Abrir brecha! Eso era imposible. Las líneas aguantarían. Tenían que aguantar. Silvan se detuvo y miró hacia atrás. Los elfos habían empezado a entonar su canto de guerra, una música dulce e inspiradora que sonó por encima del brutal cántico de los ogros. Aquello lo animó, y acababa de reanudar la marcha cuando una bola de fuego, de un color blanco azulado y cegadora, estalló a la izquierda de la colina. El proyectil rodó ladera abajo, en dirección a los túmulos funerarios.