El cuerpo de Magit emitía un fulgor rojizo bajo una oscura costra, semejando un trozo de carne demasiado hecho. Salía humo del oficial; el viento lo arrastró, junto con fragmentos de piel y carne calcinadas. El rostro del hombre estaba completamente achicharrado, en una espantosa mueca que mostraba todos los dientes.
—Me complace ver que todavía tenéis ganas de reír, jefe de garra —masculló Galdar—. Os lo advertí.
El minotauro se pegó aún más contra el suelo mientras maldecía a sus costillas por estorbarle.
La lluvia arreció, si es que tal cosa era posible. Galdar se preguntó cuánto podría durar la rugiente tormenta. Tenía la extraña sensación de que llevaba así toda la vida, que él había nacido con esa tormenta y que se haría viejo y moriría con ella. Una mano le agarró el brazo y lo sacudió.
—¡Señor, mirad allí! —Uno de los caballeros se había arrastrado sobre el suelo y se encontraba a su lado—. ¡Señor! —El hombre acercó la boca a su oreja y gritó a pleno pulmón para hacerse oír por encima del estruendo de la lluvia, del granizo, del trueno, de la salmodia de los muertos—. ¡He visto moverse algo en esa dirección!
Galdar alzó la cabeza y escudriñó hacia donde señalaba el caballero, al mismísimo corazón de Neraka.
—¡Esperad al siguiente relámpago! —gritó el hombre—. ¡Allí! ¡Allí está!
La siguiente descarga no fue un simple rayo sino un colosal desgarrón llameante que alumbró el cielo, el suelo y las montañas con un intenso resplandor purpúreo. Perfilada contra el horrendo fulgor, una figura avanzaba hacia ellos caminando tranquilamente a través de la rugiente tormenta, aparentemente inmune al temporal, indiferente a los rayos, sin miedo a los truenos.
—¿Es uno de los nuestros? —preguntó Galdar, pensando en un primer momento que uno de los hombres podría haberse vuelto loco y haber echado a correr como los caballos.
Pero en el instante que hizo la pregunta supo que no era ése el caso. La figura caminaba, no corría. Y no huía, sino que se aproximaba.
La luz de la descarga se extinguió; cayó la oscuridad y perdieron de vista a la figura. Galdar aguardó con impaciencia a que el siguiente relámpago le mostrase aquel ser demente que desafiaba la furia de la tormenta. El siguiente rayo alumbró el suelo, las montañas, el cielo; la persona seguía allí, moviéndose hacia el grupo, y Galdar tuvo la sensación de que la canción de los muertos se había transformado en un himno de celebración.
De nuevo la oscuridad. El viento encalmó. El aguacero perdió intensidad hasta reducirse a una lluvia constante que parecía llevar el ritmo del paso de la extraña figura que se encontraba más próxima con cada nuevo resplandor. La tormenta llevó la batalla al otro lado de las montañas, a otras partes del mundo. Galdar se puso de pie.
Calados hasta los huesos, los caballeros se limpiaron el agua y el barro de los ojos y miraron compungidos las mantas empapadas. El viento era frío y cortante, y todos tiritaban, excepto Galdar, cuya gruesa piel, cubierta por una espesa capa de pelo, lo protegía de todo salvo de una temperatura extrema. Se sacudió el agua de los cuernos y aguardó a que la figura llegase a una distancia prudencial para darle el alto.
Las estrellas, que brillaban frías y mortíferas como puntas de lanza, aparecieron por el oeste. Los irregulares bordes postreros del frente tormentoso parecían destaparlas a su paso. La única luna había salido como desafiando a la tronada. Ahora la figura se encontraba a menos de diez metros de distancia y Galdar pudo verla claramente a la plateada luz del satélite.
Era un humano, un joven a juzgar por el cuerpo esbelto y bien proporcionado y la tez lisa del rostro. Llevaba el cabello casi al rape, de manera que sólo una capa rojiza, casi una sombra, cubría su cráneo. La ausencia de cabello acentuaba los rasgos de la cara y marcaba los altos pómulos, la afilada barbilla, la boca perfilada como la curva de un arco. El joven vestía la camisa y la túnica de un soldado de a pie de los caballeros, calzaba botas de cuero y, por lo que Galdar veía, no portaba espada a la cadera ni ninguna otra clase de arma.
—¡Alto, identifícate! —gritó—. Párate ahí, al borde del campamento.
El joven se detuvo con las manos en alto, las palmas hacia adelante para mostrar que las tenía vacías.
Galdar desenvainó su espada. En aquella extraña noche no estaba dispuesto a correr ningún riesgo. Sostuvo el arma torpemente con la mano izquierda; en realidad apenas le era de utilidad. A diferencia de otros guerreros a los que les habían amputado un brazo, él nunca había aprendido a manejar la espada con la otra mano. Antes de sufrir el grave percance había sido un buen espadachín, pero ahora, con su torpeza e ineptitud, tenía tantas posibilidades de herirse a sí mismo como a un adversario. En no pocas ocasiones Ernst Magit había sido espectador de las prácticas del minotauro y había estallado en carcajadas al ver sus desmañados movimientos.
El oficial ya no se reiría más de él.
Galdar avanzó, espada en mano; sentía la empuñadura húmeda y resbaladiza, y rezó para no dejarla caer. El joven no podía saber que era un guerrero acabado, un venido a menos. Sabía que su aspecto imponía y, por consiguiente, al minotauro le sorprendió que el joven no se mostrara aterrado ante él, que ni siquiera pareciera impresionado en absoluto.
—No llevo armas —dijo el recién llegado con una voz profunda que no encajaba con su apariencia juvenil. Tenía un timbre dulce, musical, que le recordó a Galdar las voces que había oído en el canto, que ahora sonaba quedo, como un murmullo reverente. No era exactamente la voz de un varón.
Galdar observó con mayor detenimiento al joven; su cuello, grácil como el largo tallo de un lirio, sostenía un cráneo perfectamente formado, liso, bajo la rojiza sombra de pelo. Examinó atentamente el cuerpo esbelto; los brazos eran musculosos, igual que las piernas, enfundadas en calzas de lana. La camisa, mojada, demasiado grande, colgaba suelta, y bajo los húmedos pliegues Galdar no podía ver nada, no sabía con seguridad si el humano que tenía delante era varón o hembra.
Los otros caballeros se reunieron alrededor, mirando de hito en hito a aquella persona joven, húmeda y brillante como un recién nacido. Los hombres tenían fruncido el entrecejo en un gesto inquieto, desconfiado. No se los podía culpar por ello. Todos se hacían la misma pregunta que Galdar: en nombre del gran dios astado que había desaparecido, abandonando desprotegido a su pueblo, ¿qué hacía ese humano en aquel valle maldito en una noche tan atroz?
—¿Cómo te llamas? —demandó el minotauro.
—Mina.
Una chica. Más bien una muchachita. No podía tener mas de diecisiete años, si es que los tenía. No obstante, aunque había dicho su nombre, un patronímico femenino muy popular entre los humanos, aunque se veían indicios de su sexo en las suaves líneas de su cuello y en la gracia de sus movimientos, Galdar seguía dudando. Había algo en ella que no era femenino.
Mina esbozó una sonrisa, como si pudiese oír sus dudas no expresadas.
—Soy hembra. —Se encogió de hombros—. Aunque eso no tiene importancia.
—Acércate más —ordenó en tono brusco Galdar.
La muchacha obedeció y adelantó un paso.
El minotauro la miró a los ojos y casi se le cortó la respiración. Había visto humanos de todas las formas y tamaños a lo largo de su vida, pero jamás a ningún ser vivo con ojos como aquéllos.
Desmesuradamente grandes, hundidos, tenían el color del ámbar, las pupilas negras, los iris bordeados por un anillo oscuro. La ausencia de cabello los hacía parecer aún más grandes. Mina parecía ser toda ella ojos, y aquellos ojos absorbieron y atraparon a Galdar del mismo modo que el dorado ámbar aprisionaba los cadáveres de pequeños insectos atrapados en él.
—¿Eres el jefe? —preguntó la muchacha.
Galdar echó una fugaz vistazo al cuerpo carbonizado que yacía al pie del monolito.
—Ahora sí —contestó.
Mina siguió su mirada y contempló el cadáver con desapasionada indiferencia. Luego volvió a mirar a Galdar, quien habría jurado que, durante un instante, había visto el cuerpo de Magit atrapado en el interior de los ojos ambarinos de la muchacha.
—¿Qué estás haciendo aquí, muchacha? —preguntó el minotauro—. ¿Te perdiste en la tormenta?
—No. Encontré mi camino en ella —repuso Mina. Sus iris ambarinos eran luminosos en aquellos ojos que no parpadeaban—. Os he hallado. He sido llamada y he acudido. Sois Caballeros de Takhisis, ¿verdad?
—Lo fuimos antaño —replicó secamente Galdar—. Aguardamos mucho tiempo el regreso de Takhisis, pero ahora los comandantes admiten lo que la mayoría de nosotros sabíamos desde hacía mucho. No va a volver. En consecuencia, ahora nos llamamos los Caballeros de Neraka.
Mina escuchó atentamente y meditó sobre ello. Pareció gustarle, porque asintió con actitud seria.
—Lo entiendo. He venido a unirme a los Caballeros de Neraka.
En cualquier otro momento, en cualquier otro lugar, los caballeros se habrían burlado o habrían hecho comentarios groseros, pero los hombres no estaban para frivolidades. Y tampoco Galdar. La tormenta había sido espantosa, en nada parecida a ninguna de las que había visto en su vida, y llevaba cuarenta años en el mundo. El jefe de garra había muerto, y los aguardaba una larga caminata a menos que, por algún milagro, pudiesen recuperar los caballos. No tenían vituallas, pues los animales se las habían llevado en las alforjas al huir. Tampoco disponían de más agua que la que pudiesen obtener escurriendo las mantas empapadas.
—Que esa estúpida mocosa vuelva corriendo a casa con su mamá —rezongó uno de los caballeros—. ¿Qué hacemos, suboficial?
—Yo voto por que nos larguemos de aquí —dijo otro—. Caminaré toda la noche si hace falta.
Los demás mascullaron su conformidad con él.
Galdar alzó la vista al cielo, que se había quedado despejado. Retumbaba el trueno, pero en la distancia; a lo lejos, los relámpagos fulguraban purpúreos sobre el horizonte occidental. La luna irradiaba suficiente luz para viajar. Galdar estaba cansado, terriblemente cansado. Los hombres tenían los rostros demacrados; todos ellos se encontraban al borde del agotamiento, pero el minotauro sabía qué sentían.
—Nos marchamos —anunció—. Pero antes hemos de hacer algo con eso. —Señaló con el pulgar hacia el cadáver calcinado de Ernst Magit.
—Dejémoslo ahí —dijo uno de los caballeros.
Galdar sacudió la astada cabeza. Era muy consciente de que durante todo el tiempo la chica lo observaba atentamente con aquellos extraños ojos.
—¿Acaso quieres que su espíritu te persiga el resto de tu vida? —preguntó el minotauro.
Los otros se miraron entre sí y después al cadáver. El día anterior habrían reído a mandíbula batiente ante la idea de que el fantasma de Magit los rondara. Ya no.
—¿Qué hacemos con él? —inquirió uno, desalentado—. No podemos enterrar a ese bastardo, porque el suelo es demasiado duro, y tampoco tenemos leña para incinerarlo.
—Envolved el cuerpo en una de las tiendas —intervino Mina—. Coged piedras y haced un túmulo sobre él. No es el primero que muere en el valle de Neraka —agregó fríamente—. Ni será el último.
Galdar miró hacia atrás. La tienda que habían atado a los monolitos permanecía intacta, aunque se hundía bajo el peso del agua de la lluvia.
—La idea de la chica es buena —manifestó—. Cortad la tienda para preparar una mortaja. Y daos prisa. Cuanto antes hayamos acabado, antes nos iremos. Quitadle la armadura —añadió—. Hemos de llevarla de vuelta al cuartel general como prueba de su muerte.
—¿Cómo lo hacemos? —preguntó uno de los caballeros al tiempo que hacía un gesto de repugnancia—. Su carne está pegada al metal como un filete sobre una parrilla.
—Cortadla —indicó Galdar—. Y limpiadla lo mejor que podáis. No le tenía tanto aprecio como para llevar trocitos suyos de un lado para otro.
Los hombres emprendieron la desagradable tarea azuzados por el ansia de marcharse cuanto antes de allí. Galdar se volvió hacia Mina y se encontró con aquellos ojos ambarinos, inmensos, clavados en él.
—Será mejor que regreses con tu familia, muchacha —rezongó—. Viajaremos a marchas forzadas, y no tendremos tiempo para ocuparnos de ti ni andar con mimos. Además, eres hembra, y esos hombres no son muy respetuosos con las virtudes de una mujer. Vuelve a casa.
—Estoy en ella —repuso Mina mientras miraba en derredor al valle. Los negros monolitos reflejaban la fría luz de las estrellas, como llamándolas para que brillasen, pálidas y gélidas, entre ellos—. Y he encontrado a mi familia. Me convertiré en uno de los Caballeros de Neraka. Ésa es mi vocación.
Galdar la miró exasperado, sin saber qué decir. Sólo le faltaba que aquella fantasiosa chiquilla viajara con ellos. No obstante, la muchacha se mostraba serena, tan segura de sí misma, controlando tan bien la situación que no se le ocurrió ningún argumento razonable.
Mientras reflexionaba sobre la situación hizo intención de envainar la espada. La empuñadura seguía mojada y resbaladiza, y no la sujetaba con firmeza. La manoseó torpemente, a punto de dejarla caer, y sólo consiguió asirla con un denodado esfuerzo. Alzó la mirada, furioso, ceñudo, como retando a la chica a que se atreviese siquiera a sonreír, ya fuera con desprecio o con lástima.
Mina observó sus esfuerzos sin decir nada, el rostro inexpresivo. Galdar metió la espada en la vaina.
—En cuanto a lo de unirte a la caballería, lo mejor que puedes hacer es presentarte en el cuartel de tu población y dar tu nombre.
Continuó recitando los procedimientos de reclutamiento, y siguió con los entrenamientos que conllevaba. Se lanzó a hacer un discurso sobre los años de dedicación y sacrificio, todo el tiempo sin dejar de pensar en Ernst Magit, que había comprado su ingreso en la caballería. De repente se dio cuenta de que la chica no lo escuchaba. Parecía prestar oídos a otra voz, una que él no podía oír. Su mirada era abstraída, y su semblante aparecía relajado, inexpresivo. Dejó de hablar sin acabar la frase.
—¿Te resulta difícil luchar con una sola mano? —preguntó ella, y el minotauro le asestó una mirada sombría.
—Puede que sea torpe —replicó bruscamente—, pero todavía puedo manejar una espada lo bastante bien para decapitarte de un tajo.
—¿Cómo te llamas? —inquinó la muchacha, sonriendo.
El minotauro le dio la espalda. Se acabó la conversación. Entonces reparó en que los hombres se las habían arreglado para separar a Magit de su armadura y ahora enrollaban el bulto informe del cadáver, todavía humeante, en la tienda.