* * *
La batalla acabó cerca del ocaso. Los Caballeros de Neraka resistieron y conservaron el dominio del valle. Los solámnicos y los soldados de Sanction se vieron obligados a retirarse hacia la ciudad amurallada, una ciudad conmocionada y asolada por la aplastante derrota. Habían sentido los laureles de la victoria sobre sus cabezas, y entonces se los habían quitado bruscamente para pisotearlos en el barro. Descorazonados, anonadados, los caballeros solámnicos atendieron sus heridas y quemaron en piras los cadáveres de sus compañeros muertos. Habían pasado meses proyectando el plan, considerándolo la única oportunidad que tenían de romper el asedio de Sanction. Se preguntaban una y otra vez cómo habían podido fracasar.
Un solámnico habló de un guerrero que había caído sobre él como la ira de los dioses ausentes. Otro también había visto a ese guerrero; y varios más lo confirmaron. Algunos aseguraban que era un joven, pero otros decían que no, que era una muchacha, una chica con un rostro por el que un hombre moriría. Había cabalgado al frente de la carga, cayendo como un rayo sobre sus filas, combatiendo sin yelmo ni escudo, con una maza como única arma, un lucero del alba que goteaba sangre. Desmontada de su caballo, luchó sola y a pie.
—Debe de haber muerto —manifestó uno de ellos, iracundo—. La vi caer.
—Cierto, cayó, pero su caballo la protegió —informó otro—, y descargaba coces a cualquiera que osara acercarse.
Sin embargo, nadie sabía a ciencia cierta si aquella hermosa destructora había perecido o había sobrevivido. Las tornas cambiaron en la batalla, el combate llegó hasta ella, la rodeó y se abalanzó sobre los solámnicos, quienes se vieron forzados a retirarse hacia la ciudad combatiendo por sus vidas.
* * *
—¡Mina! —llamó con voz ronca Galdar—. ¡Mina!
No hubo respuesta.
Desesperado, consternado, el minotauro siguió buscando.
El humo de las piras funerarias flotaba sobre el valle. Aún no había caído la noche, y el aire, cargado de humo y pavesas anaranjadas, pintaba de gris el ocaso. El minotauro se dirigió a las tiendas de los místicos oscuros, que se ocupaban de los heridos, y tampoco la encontró allí. Buscó entre los cadáveres alineados para ser incinerados en las piras; era una ardua tarea. Levantó un cuerpo y le dio la vuelta, miró el rostro, sacudió la cabeza y pasó al siguiente.
No se encontraba entre los muertos; al menos, entre los que habían llevado al campamento hasta ese momento. El trabajo de trasladar los cadáveres desde la quebrada empapada de sangre duraría toda la noche y parte del día siguiente. Los hombros del minotauro se hundieron. Estaba herido, exhausto, pero también decidido a seguir buscándola. Llevaba consigo, en la mano derecha, el estandarte de Mina, que había dejado de ser blanco; ahora tenía un color marrón rojizo y se había quedado tieso por la sangre reseca.
Galdar se culpaba de lo ocurrido. Debería haber estado a su lado. Entonces, aunque no hubiese podido protegerla, al menos habría muerto con ella. Había fracasado; lo golpearon por la espalda y cuando recobró la conciencia se encontró con que la batalla había terminado. Le dijeron que habían vencido.
Herido y mareado, Galdar se encaminó, tambaleándose, hacia donde la había visto por última vez. Los cuerpos de sus enemigos yacían amontonados en el suelo, pero ella no apareció.
No se encontraba entre los vivos; tampoco entre los muertos. Galdar empezaba a pensar que la había imaginado, que era producto de su propia ansia de creer en alguien o en algo, cuando sintió un leve roce en su brazo.
—Minotauro —dijo el hombre—. Lo siento, no recuerdo tu nombre.
Galdar no identificó de momento al soldado, que tenía el rostro casi tapado por un vendaje ensangrentado. Entonces reconoció al capitán de la compañía de arqueros.
—La estás buscando, ¿verdad? —preguntó Samuval—. A Mina.
¡Por Mina!
El eco del grito resonó en su corazón. Asintió en silencio. Se sentía demasiado cansado, demasiado abatido para hablar.
—Ven conmigo —le dijo Samuval—. Tengo que enseñarte algo.
Los dos cruzaron el valle hacia el campo de batalla. Los soldados que habían salido ilesos del combate se afanaban en reconstruir el campamento, que había quedado destrozado a causa de la caótica retirada. Los hombres trabajaban con un fervor insólito, sin el incentivo del látigo o de las amenazas de sus superiores. Galdar había visto a esos mismos hombres en anteriores batallas, acurrucados junto a las lumbres, con talante hosco, lamiéndose las heridas, consumiendo aguardiente enano, bravuconeando y alardeando de pasar por las armas a los heridos del enemigo.
Ahora, pasaba ante grupos de hombres que clavaban las estacas de las tiendas, o arreglaban a martillazos las abolladuras de petos y escudos, o recogían flechas tiradas en el suelo o se ocupaban de muchos otros quehaceres. Galdar escuchaba sus conversaciones. No hablaban sobre sí mismos, sino de ella, la bendecida, la elegida: Mina.
Su nombre estaba en boca de los soldados; sus hazañas se contaban una y otra vez. Un nuevo espíritu reinaba en el campamento, como si la tormenta de la que había salido Mina hubiese soltado descargas de energía que pasaban de hombre a hombre.
Galdar escuchó y se maravilló, pero no dijo nada. Acompañó al capitán Samuval, que no parecía sentirse inclinado a hablar de nada y rehusó contestar a sus preguntas. En cualquier otro momento, el frustrado minotauro le habría atizado en la cabeza al humano, pero no ahora. Habían compartido un instante de triunfo y exaltación que jamás habían experimentado en ninguna batalla. Ambos habían llegado a trascenderse a sí mismos. Habían realizado actos de valor y heroísmo que jamás se creyeron capaces de acometer. Habían luchado por una causa y, contra todo pronóstico, habían vencido.
Cuando el capitán tropezó, Galdar alargó el brazo y sostuvo al humano. Cuando el minotauro resbaló en un charco de sangre, Samuval lo agarró para que no cayera. Los dos llegaron al extremo del campo de batalla; el humano escudriñó entre el humo que flotaba sobre el valle. El sol se había escondido tras las montañas y su arrebol teñía el cielo con una pincelada de color rojo desvaído.
—Allí —señaló el capitán.
El viento se había levantado con la puesta del sol y deshacía el humo en jirones que ondeaban como pañuelos de seda. De repente, dejaron a la vista un corcel y una figura arrodillada a unos cuantos pasos del animal.
—¡Mina! —exclamó Galdar. El alivio debilitó todos los músculos de su cuerpo. Unas lágrimas ardientes escocieron sus ojos; Galdar las atribuyó al humo, ya que los minotauros nunca lloran. Se las enjugó—. ¿Qué hace? —preguntó un instante después.
—Reza —contestó Samuval.
Mina se encontraba arrodillada junto al cadáver de un soldado. La flecha que lo había matado había traspasado limpiamente su pecho y lo había clavado al suelo. La mujer levantó una mano del muerto y la puso sobre su corazón mientras agachaba la cabeza. Si dijo algo. Galdar no la oyó, pero el minotauro sabía que Samuval tenía razón: estaba rezando a ese dios suyo, el único y verdadero dios. Aquel que había previsto la trampa y había conducido a la muchacha hasta allí para transformar la derrota en una gloriosa victoria.
Finalizada su plegaria, Mina dejó la mano del hombre sobre la terrible herida. Se inclinó sobre él, le besó la frente y se puso de pie.
Apenas tenía fuerza para caminar; estaba cubierta de sangre, suya en parte. Se detuvo, el cuerpo encorvado, gacha la cabeza. Entonces la levantó hacia el cielo, del que pareció sacar fuerzas ya que irguió los hombros y echó a andar con paso firme.
—Desde que el resultado de la batalla quedó claro, ha ido de un cadáver a otro —dijo Samuval—. En particular, aquellos que cayeron bajo nuestras flechas. Se para y se arrodilla en el fango ensangrentado y eleva una plegaria. Jamás había visto nada igual.
—Es justo que les rinda honores —manifestó Galdar en voz ronca—. Esos hombres nos dieron la victoria con su sangre.
—Ella
nos dio la victoria con la sangre de esos hombres —corrigió el capitán, enarcando la ceja que se veía bajo el vendaje.
Un sonido se alzó a espaldas de Galdar. Le recordó el
Gamashinock
el
Canto de los Muertos.
Sin embargo, esta salmodia provenía de gargantas de seres vivos; empezó muy bajo, entonada sólo por unos pocos. Más voces se unieron a las primeras, y se fue propagando más y más, del mismo modo que los hombres habían recogido las espadas tiradas en el suelo y se habían lanzado a la batalla.
—Mina... Mina...
La salmodia creció; aunque al principio tenía un aire reverente, ahora sonaba como una marcha triunfal, un himno festivo acompañado por el golpeteo de espadas contra escudos, de pies pateando el suelo y palmas marcando el ritmo.
—¡Mina! ¡Mina! ¡Mina!
Galdar se volvió y observó lo que quedaba del ejército reunido al borde del campo de batalla. Los heridos que no podían caminar por su propio pie eran sostenidos por aquellos que sí podían. Los soldados, andrajosos y ensangrentados, entonaban el nombre de la mujer.
El minotauro alzó la voz en un grito ensordecedor y levantó el estandarte de Mina. El cántico se convirtió en un vítor que retumbó en las montañas como un trueno e hizo que temblase el suelo en el que se apilaban los cadáveres.
Mina iba a arrodillarse de nuevo, pero el cántico la detuvo. Se volvió lentamente hacia la enfervorizada multitud. Tenía el rostro muy pálido, sus ojos aparecían bordeados por oscuras ojeras causadas por la fatiga, sus labios estaban secos y agrietados, manchados por los besos a los muertos. Recorrió con la mirada a los miles de vivos que gritaban y coreaban su nombre.
Alzó las manos y las voces callaron al instante. Incluso los gemidos de los heridos cesaron. El único sonido era el eco de su nombre repetido por las montañas, y también eso acabó desapareciendo a medida que el silencio se adueñaba del valle.
Mina montó en su caballo para que la multitud que se había reunido al borde del campo de batalla, llamado ahora Gloria de Mina, pudiese verla y oírla bien.
—¡Hacéis mal en honrarme! —les dijo—. Yo sólo soy un instrumento. El honor y la gloria de este día pertenecen al dios que me guía a lo largo del camino que recorro.
—¡El camino de Mina es el nuestro! —gritó alguien.
Las aclamaciones comenzaron de nuevo.
—¡Escuchadme! —gritó la mujer, cuya voz sonó con autoridad y poder—. ¡Los antiguos dioses se marcharon! Os abandonaron. Jamás volverán. Un dios ha acudido en su lugar. Un dios para gobernar el mundo. Un único dios. ¡A ese dios único es al que debemos tributo y lealtad!
—¿Cuál es su nombre? —inquirió alguien.
—No lo pronunciaré —respondió Mina—. Es demasiado sagrado, demasiado poderoso.
—¡Mina! —clamó un soldado—. ¡Mina, Mina!
La muchedumbre se unió al cántico y, una vez que empezó, no hubo modo de detenerlo.
La mujer pareció exasperada un momento, incluso furiosa. Alzó la mano y cerró los dedos sobre el medallón que llevaba al cuello. Su expresión se suavizó.
—¡Está bien! ¡Pronunciad mi nombre! —gritó—. ¡Pero sabed que lo hacéis en nombre de mi dios!
El clamor era tan intenso que parecía que resquebrajaría las rocas de las montañas. Olvidado su propio dolor, Galdar la aclamó con entusiasmo. Reparó entonces en que su compañero guardaba silencio, con el gesto sombrío y la mirada enfocada hacia otra parte.
—¿Qué pasa? —inquirió a voz en cuello Galdar para hacerse oír sobre el tumulto—. ¿Ocurre algo?
—Mira allí —indicó el capitán—. La tienda del comandante.
No todo el mundo en el campamento vitoreaba. Un grupo de Caballeros de Neraka se agrupaba alrededor de su cabecilla, un Señor de la Calavera. Sus gestos eran ceñudos y tenían cruzados los brazos sobre el pecho.
—¿Quién es ése? —preguntó el minotauro.
—Lord Aceñas —contestó Samuval—. El que ordenó ese desastre. Como verás salió bien de la refriega. Ni una mota de sangre en su excelente y brillante armadura.
Lord Aceñas intentaba atraer la atención de sus soldados. Agitaba los brazos y gritaba algo que nadie podía oír. Ni un solo hombre le hacía caso. Finalmente se dio por vencido. El minotauro esbozó una mueca.
—Me pregunto cómo se tomará el tal Aceñas que su mando se va por el agujero de la letrina.
—Supongo que mal —dijo el capitán.
—Él y los otros caballeros consideran que se han quitado de encima a los dioses, cosa que les complace —comentó Galdar—. Ha pasado mucho tiempo desde que dejaron de hablar del regreso de Takhisis. Hace dos años, el Señor de la Noche, Targonne, cambió el nombre oficial de la Orden por el de Caballeros de Neraka. Antaño, cuando un caballero recibía la Visión, se le daba a conocer su puesto y su misión en el gran plan de la diosa. Después de que Takhisis abandonase el mundo, los mandos intentaron durante algún tiempo mantener la Visión mediante diversos medios místicos. Los caballeros todavía se someten al rito de la Visión, pero ahora sólo pueden estar seguros de lo que Targonne y los de su ralea les inculcan.
—Una de las razones por las que me marché —comentó Samuval—. Targonne y oficiales como ese Aceñas disfrutan de ser los que están al mando, para variar, y no les gustará la idea de que los derriben de la cumbre a la que se han encaramado. Puedes tener por seguro que Aceñas enviará noticias al cuartel general sobre esta advenediza.
Mina desmontó y condujo a
Fuego Fatuo
por las riendas fuera del campo de batalla, hasta el interior del campamento. Los hombres vitoreaban y aclamaban hasta que Mina se hallaba cerca; entonces, movidos por un impulso que no entendían, callaban y caían de hinojos ante la mujer. Algunos alargaban la mano para tocarla cuando pasaba ante ellos, otros le pedían que los mirara y les diera la bendición.
Lord Aceñas contempló la marcha triunfal de la mujer con el rostro torcido en un gesto de desagrado. Giró sobre sus talones y entró en la tienda de mando.
—¡Bah! ¡Que maquinen y acechen en la sombra! —dijo Galdar, eufórico—. Ahora ella tiene un ejército. ¿Qué pueden hacerle?
—Algo traicionero y poco limpio, no te quepa duda —contestó Samuval, que dirigió una fugaz ojeada al cielo—. Tal vez sea verdad que haya alguien velando por ella desde arriba, pero necesita amigos que la protejan aquí abajo.
—Dices bien —convino Galdar—. ¿Estás, pues, con ella, capitán?