Esparció los restantes capullos. Luego, sintiéndose limpio, vacío de temores y de emociones, regresó al campamento.
Los elfos hicieron intención de levantarse, pero les pidió que siguieran sentados, que no interrumpieran su descanso por él. A los elfos pareció complacerles su modestia.
—Espero que mi larga ausencia no os haya preocupado —comentó, aunque sabía muy bien que sí. Resultaba evidente que habían estado hablando de él—. Todos estos cambios han sido tan drásticos, tan repentinos, que necesitaba reflexionar.
Los elfos asintieron en un gesto de conformidad.
—Hemos estado discutiendo el mejor modo de impulsar la causa de vuestra majestad —informó Rolan.
—Tenéis todo el apoyo de los Kirath, majestad —añadió Drinel.
Silvan agradeció sus palabras con una leve inclinación de cabeza. Se planteó hacia dónde quería conducir la conversación y el mejor modo de llevarla hasta allí.
—¿Quiénes son exactamente los Kirath? —inquirió suavemente—. Mi madre me habló sobre muchas cosas de su patria, pero no de ésa.
—No hay razón para que lo hiciese —contestó Rolan—. Vuestro padre creó nuestro cuerpo para luchar contra la pesadilla. Los Kirath éramos quienes entrábamos en el bosque y buscábamos las zonas que seguían bajo el influjo del sueño. Realizar esa labor se cobró sus víctimas, ya que teníamos que entrar en la pesadilla a fin de combatirla.
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La misión de otros Kirath era la defensa de los moldeadores de árboles y los clérigos que entraban en el bosque para curarlo. Durante veinte años luchamos juntos para recobrar nuestra patria y, finalmente, tuvimos éxito. Cuando la pesadilla fue derrotada, dejamos de ser necesarios, nos licenciamos y volvimos a las vidas que llevábamos antes de la guerra. Pero los que formamos parte de los Kirath habíamos desarrollado vínculos más estrechos que entre hermanos y hermanas, y seguimos en contacto, pasándonos información y noticias.
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Entonces aparecieron los caballeros negros, que intentaban conquistar Ansalon, y después estalló la Guerra de Caos. Fue por entonces cuando el general Konnal tomó el control de Silvanesti, argumentando que sólo los militares podían salvarnos de las fuerzas del Mal, desencadenantes de los acontecimientos.
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Vencimos en la Guerra de Caos, pero a un alto precio. Perdimos a los dioses, quienes, según se dice, realizaron el sacrificio supremo: marcharse del mundo para que así Krynn y sus gentes tuviesen un futuro. Con ellos se fue la magia de Solinari y sus poderes curativos. Lloramos largamente la partida de Paladine y Mishakal, pero debíamos seguir adelante con nuestras vidas.
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Trabajamos para seguir la reconstrucción de Silvanesti. La magia volvió a nosotros; una magia procedente de la tierra, de las cosas vivas. Aunque la guerra había acabado, el general Konnal no renunció al control del reino. Según él, existía otra amenaza, la de Alhana y Porthios, elfos oscuros que sólo deseaban vengarse de su gente.
—¿Creísteis tal cosa? —inquirió Silvan, indignado.
—Por supuesto que no. Conocíamos a Porthios y sabíamos los grandes sacrificios que había hecho por este país. Conocíamos a Alhana y sabíamos el gran amor que profesaba a su pueblo. No le creímos.
—¿Así que apoyabais la causa de mis padres? —preguntó el joven.
—En efecto —confirmó Rolan.
—Entonces, ¿por qué no los ayudasteis? —demandó Silvan en tono cortante—. Estabais armados y erais diestros en el uso de las armas. Seguíais, según tus propias palabras, en contacto los unos con los otros. Mis padres aguardaron en la frontera, esperando convencidos de que los silvanestis se alzarían y protestarían por la injusticia cometida contra ellos. No ocurrió así. No hicisteis nada. Mis padres esperaron en vano.
—Podría ofreceros muchas excusas que justificasen nuestra inhibición, majestad —susurró Rolan—. Que estábamos cansados de luchar. Que no queríamos iniciar una guerra civil. Que creíamos que con el tiempo ese agravio se enmendaría por medios pacíficos. O sea, que nos tapamos la cabeza con la manta y nos volvimos a dormir.
La luz se hizo de repente en la mente de Silvan, cegadora y conmocionante como el rayo que se descargó casi a sus pies. Todo había sido oscuridad un momento antes y, en una fracción de segundo, todo estaba tan claro como la luz del día, cada detalle definido con absoluta precisión, como marcado a fuego.
Su madre afirmaba odiar el escudo. En realidad, la barrera era su excusa para no lanzar a su ejército contra Silvanesti. Podría haberlo hecho en cualquier momento durante los años precedentes a la instalación del escudo. Su padre y ella podrían haber entrado en el reino con su ejército, habrían encontrado apoyo en el pueblo. ¿Por qué no lo habían hecho?
El derramamiento de sangre elfa. Ésa era la excusa que dieron entonces. No querían ver elfos matando elfos. La verdad era que Alhana había confiado en que sus súbditos irían hacia ella y le pondrían la corona de Silvanesti a sus pies. No lo hicieron. Como había dicho Rolan, sólo deseaban dormir de nuevo, olvidar la pesadilla de Lorac con otros sueños mas placenteros. Y Alhana había sido el gato que maullaba debajo de su ventana, interrumpiendo su descanso.
Su madre se había negado a admitirlo y, en consecuencia, aunque clamaba contra la instalación del escudo, en realidad la barrera había sido un gran alivio para ella. Cierto, había intentado con todos los medios a su alcance destruirlo, para demostrarse a sí misma que deseaba desesperadamente penetrarlo; había lanzado a su ejército —y a sí misma— contra él. Pero mientras tanto, en secreto, en el fondo de su corazón, no quería entrar y quizás ésa era la razón de que el escudo hubiese tenido éxito en resistírsele.
Drinel, Rolan y los demás elfos se hallaban atrapados dentro por la misma razón: el escudo estaba puesto, existía, porque los elfos así lo querían. Los silvanestis siempre habían anhelado hallarse a salvo del mundo, de la contaminación de los rudos e indisciplinados humanos, de los peligros de ogros, goblins y minotauros, de los dragones; a salvo en una existencia cómoda, rodeados de lujo y belleza. Por eso su madre había intentado hallar un modo de entrar: para así también dormir envuelta en la calidez de la seguridad, en lugar de en túmulos funerarios.
No dijo nada, pero ahora sabía lo que tenía que hacer.
—Me habéis jurado fidelidad. ¿Cómo sé que cuando el camino se torne oscuro no me abandonaréis como hicisteis con mis padres?
Rolan palideció; los ojos de Drinel chispearon de ira. Iba a hablar, pero su compañero le puso la mano en el brazo para apaciguarlo.
—Su majestad tiene razón al hacernos esa pregunta, amigo mío. —Rolan se volvió para mirar a Silvan a la cara—. Juro solemnemente, en mi nombre y en el de mi familia, defender vuestra causa. Que mi alma quede atrapada en este plano de existencia si falto a lo prometido.
Silvan asintió gravemente. Era un juramento terrible. Volvió la vista hacia Drinel y los otros dos miembros de los Kirath. Drinel se mostraba vacilante.
—Sois muy joven —dijo en voz ronca—. ¿Cuántos años tenéis? ¿Casi cuarenta? Para nuestro pueblo sois un adolescente.
—Pero no para los qualinestis —replicó Silvanoshei—. Y te pido que pienses lo que te voy a decir —añadió, consciente de que a los silvanestis no les impresionaba la comparación con sus parientes más abiertos al mundo y, por lo tanto, más contaminados—. No me he criado en un hogar silvanesti, protegido y rodeado de mimos. He crecido en cuevas o en chozas, dondequiera que mis padres encontraban un refugio seguro. Puedo contar con los dedos de las manos las noches que he dormido en un cuarto, en una cama. Me han herido dos veces en batalla. Llevo las cicatrices en mi cuerpo.
Silvan no añadió que no había recibido aquellas heridas mientras luchaba, sino mientras su guardia personal se lo llevaba a un lugar seguro. Se dijo que habría combatido si le hubiesen dado la oportunidad de hacerlo. Ahora estaba preparado para luchar.
—No os pido un compromiso mayor del que yo estoy dispuesto a contraer —proclamó orgullosamente Silvan—. Juro solemnemente que haré cuanto esté en mi mano para recuperar el trono que me pertenece por derecho. Juro devolver la paz, la prosperidad y la riqueza a nuestro pueblo. Que mi alma quede atrapada en este plano de existencia si falto a lo prometido.
Los ojos de Drinel lo escudriñaron como para vislumbrar el alma que había puesto en prenda. Al parecer le satisfizo lo que vio.
—Juro fidelidad a vuestra causa, Silvanoshei, hijo de Porthios y Alhana. Que ayudaros a vos sirva para enmendar la culpa de nuestro incumplimiento con ellos.
—Y ahora —intervino Rolan—, hemos de hacer planes, leñemos que encontrar un escondrijo adecuado para su majestad...
—No —lo interrumpió firmemente Silvan—. Se acabó el esconderse. Soy el heredero legítimo del trono. Estoy en mi derecho a reclamarlo y no tengo nada que temer. Si me escondo y actúo en la clandestinidad como un delincuente, se me considerará un delincuente. Si llego a Silvanost como un rey, se me considerará un rey.
—Sin embargo, el peligro... —empezó Rolan.
—Su majestad tiene razón, amigo mío —dijo Drinel, que miraba a Silvan con gran respeto—. Correrá menos peligro causando un gran revuelo con su entrada que si anda ocultándose. A fin de apaciguar a quienes ponen en tela de juicio su derecho a gobernar, Konnal ha manifestado muchas veces que vería con gran satisfacción que el hijo de Alhana ocupara el trono que le pertenece por derecho. Podía asegurar tal cosa sin arriesgarse porque sabía, o creía saber, que con el escudo era imposible que el heredero entrara en Silvanesti.
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Si vuestra majestad llega triunfalmente a la capital, con la gente aclamándoos, Konnal se verá obligado a aparentar que cumple lo prometido. Le resultará muy difícil hacer que el legítimo heredero desaparezca, como les ocurrió a otros en el pasado. El pueblo no lo admitiría.
—Lo que dices tiene sentido. Sin embargo, no debemos subestimar a Konnal —advirtió Rolan—. Algunos creen que está loco, pero si es así, la suya es una locura astuta, calculadora. Es peligroso.
—También lo soy yo —dijo Silvan—. Y no tardará en comprobarlo.
Les expuso su plan a grandes rasgos. Los otros escucharon, manifestaron su aprobación y sugirieron cambios que el joven aceptó, ya que ellos conocían mejor a su pueblo. Escuchó con actitud grave la discusión sobre el posible peligro, pero a decir verdad, apenas le prestó atención.
Silvanoshei era joven, y los jóvenes saben que vivirán para siempre.
Zascandileando
La misma noche que Silvanoshei aceptaba el gobierno de Silvanesti, Tasslehoff Burrfoot dormía profunda y tranquilamente... para su gran desilusión.
El kender fue ingresado a buen recaudo en una habitación del fortín solámnico de Solace. Tas se había ofrecido a regresar a la maravillosa prisión a prueba de kenders de la ciudad, pero su petición fue firmemente denegada. El cuarto del fortín estaba limpio y ordenado, no tenía ventanas ni muebles, salvo un catre de aspecto severo, con el armazón de hierro, y un colchón tan duro y rígido que habría podido ponerse firme sin tener nada que envidiar a los mejores caballeros. No había cerradura en la puerta, cosa que habría proporcionado cierto entretenimiento al kender; se cerraba por la parte exterior con una sólida tranca atravesada.
—En resumen —se dijo Tas a sí mismo, desconsolado, mientras tomaba asiento en la cama, daba talonazos en el lateral del armazón y miraba en derredor—, que esta habitación es el sitio más aburrido que he visto en mi vida, con la posible excepción del Abismo.
Gerard se había llevado incluso la vela, dejando a Tas solo en la oscuridad. Al parecer no se podía hacer nada aparte de dormir.
Años atrás, a Tas se le había ocurrido que alguien podría hacer un gran servicio a la humanidad aboliendo el sueño, y se lo había mencionado a Raistlin en una ocasión, comentando que un hechicero de su categoría seguramente podría hallar un modo de eludir el sueño, que consumía gran parte del tiempo de una persona con escaso beneficio, a su entender. Raistlin le había contestado que debería estar agradecido de que alguien hubiese inventado el dormir, ya que eso significaba que Tasslehoff se quedaba callado y grogui durante ocho horas al día, y ésa era la única razón de que no lo hubiese estrangulado ya.
Dormir tenía una parte positiva: los sueños. Pero ese beneficio quedaba invalidado casi por completo por el hecho de que cuando uno se despertaba se enfrentaba a la aplastante desilusión de que todo había sido un sueño, que el dragón que lo perseguía con la intención de arrancarle la cabeza de un bocado no era un dragón de verdad, o que el ogro que trataba de hacerlo papilla con un garrote no era un ogro de verdad. Para acabar de estropearlo, casi siempre uno se despertaba en la parte más interesante del sueño, cuando el dragón tenía la cabeza de uno en sus fauces, por ejemplo, o el ogro lo había agarrado por el cuello de la camisa. Dormir, en lo que a Tas concernía, era una absoluta pérdida de tiempo. Cada noche lo sorprendía decidido a combatir el sueño, y cada mañana lo encontraba despertándose para descubrir que el sueño se había colado a hurtadillas en él, cogiéndolo desprevenido.
Tasslehoff no presentó demasiada resistencia al sueño aquella noche. Agotado por los rigores del viaje y la excitación y los llantos ocasionados por el funeral de Caramon, Tas perdió la batalla sin apenas luchar. Se despertó y descubrió que no sólo lo había sorprendido el sueño, sino también Gerard. El caballero se encontraba junto a la cama, contemplándolo con su habitual expresión severa, que lo parecía mucho más con la luz del farol.
—Levántate —ordenó el caballero—. Y ponte esto.
Gerard le tendió unas ropas limpias, bien confeccionadas pero sin gracia, de colores apagados y —Tas se estremeció— prácticas.
—Gracias —dijo mientras se frotaba los ojos—. Sé que tu intención es buena, pero tengo mi propia ropa...
—No pienso viajar con alguien cuyo aspecto es más llamativo que los adornos de un mayo —replicó Gerard—. Hasta un gully ciego te vería a diez kilómetros. Póntelas y date prisa.
—Más llamativo que un mayo —rió con ganas Tas—. De hecho vi un palo de ésos en una ocasión. Creo que fue en una fiesta en Solace, Caramon se disfrazó con peluca y refajo y se fue a bailar con las jóvenes vírgenes, sólo que la peluca se le escurrió sobre los ojos y...
—Regla número uno. —Gerard alzó un dedo en actitud severa—. No hablar.