Sobre la sólida roca de un acantilado de la isla de Navarone, en el mar Egeo, se alza la inexpugnable fortaleza del Ejército Nazi. Sus cañones, famosos por su mortal precisión, son lo único que impide el rescate de dos mil soldados británicos aislados en la pequeña isla de Kheros, cerca de la costa de Turquía. Sobre el capitán Keith Mallory, habilidoso saboteador y experimentado escalador, recae la misión de liderar a un pequeño grupo de hombres para escalar el peligroso precipicio de Navarone y silenciar de una vez por todas sus cañones.
«Difícilmente podría ser mejor.» S
UNDAY
T
IMES
Alistair MacLean
Los cañones de Navarone
ePUB v1.1
Himali28.03.11
Título original:
The Guns of Navarone
Alistair MacLean, 1957
Traducción: A. Rivero
Retoque portada: Himali
Páginas: 263
Editor original: deor67 (v1.0)
Segundo editor: Himali (v1.1)
Corrección de erratas: Himali
ePub base v2.0
A mi madre
De la 1 a las 9 horas
La cerilla raspó ásperamente el metal oxidado del cobertizo de hierro acanalado, prendió y estalló, chisporroteando, en una lagunilla de luz. Tanto su áspero roce como la repentina brillantez resultaron inauditamente extraños en la tremenda quietud de la noche del desierto. Los ojos de Mallory siguieron el rastro luminoso que, acompañado por la mano en pantalla, dejaba la cerilla encendida en su movimiento hacia el cigarrillo que sobresalía bajo el recortado bigote del capitán del grupo, vieron detenerse la luz a unas pulgadas de la cara, y contemplaron la repentina y expectante quietud del rostro, la desenfocada vacuidad de los ojos de un hombre que permanecía abstraído en la escucha. Luego, la cerilla desapareció, restregada por un pie contra la arena del perímetro del aeródromo.
—Los oigo —dijo el capitán de grupo en voz baja—. Los oigo venir. Cinco minutos nada más. Esta noche no hay viento. Aterrizarán en la pista número dos. Vamos, les esperaremos en el cuarto de interrogatorios. —Hizo una pausa, miró a Mallory con aire burlón y pareció sonreír. Sin embargo, la oscuridad era engañosa. Su voz no traslucía la sonrisa—. Frene sus impaciencias, joven. Sólo un ratito más. Esta noche las cosas no han ido excesivamente bien. Va a oír usted las respuestas, y me temo que demasiado pronto.
El capitán giró bruscamente sobre sus talones y se dirigió hacia los chatos edificios que apenas se recortaban contra la pálida oscuridad que daba cima al horizonte raso.
Mallory se encogió de hombros y le siguió más lentamente, poniéndose al paso con el tercer miembro del grupo, un tipo ancho y rechoncho que andaba con un balanceo lateral muy pronunciado. Mallory se preguntó con acritud cuánto tiempo de práctica habría necesitado Jensen para adquirir aquel efecto marinero. Treinta años de mar, sin duda —y Jensen los había hecho día por día— eran garantía suficiente para que un hombre anduviese con aquel balanceo; pero la cosa no era así.
Como brillante Jefe de Operaciones Subversivas en El Cairo, lo que llenaba la vida para el capitán James Jensen, D. S. O. y R. N., eran la intriga, la imitación y la simulación. Como estibador y agitador levantino, se había ganado el temeroso respeto de los obreros portuarios desde Alejandreta a Alejandría. Como camellero había dejado atrás a toda la competencia beduina, y jamás había exhibido más patético pordiosero tan auténticas llagas en los bazares y mercados de Oriente. Esta noche, sin embargo, representaba tan sólo a un franco y sencillo marinero. Iba vestido de blanco de pies a cabeza y la luz de las estrellas arrancaba suaves destellos de los dorados galones de las charreteras y de la visera.
Sus pasos crujían al unísono sobre la endurecida arena y sonaron con fuerza al pisar la pista de hormigón. La apresurada silueta del capitán del grupo ya casi se había esfumado. Mallory respiró profundamente, y se volvió hacia Jensen.
—Dígame, señor, ¿qué significa todo esto? ¿A qué viene tanto secreto? ¿Y por qué me meten a mí en el enredo? ¡Santo Dios, ayer mismo me sacaron de Creta, relevado con aviso de ocho horas! Me dijeron que tenía un mes de permiso, ¿y qué ocurrió?
—Bien —murmuró Jensen—, ¿qué ocurrió?
—Que no hay tal permiso —aclaró Mallory amargamente—. Ni siquiera una noche. Sólo horas enteras en el Cuartel General del S. O. E. contestando a una serie de preguntas idiotas sobre la escalada de los Alpes Meridionales. Luego me sacan de la cama a medianoche, me dicen que tengo que encontrarme con usted, y me hacen atravesar el maldito desierto durante horas y horas, llevado por un escocés loco que canta canciones de borracho y me hace otro montón de preguntas más idiotas aún.
—Uno de mis más eficaces disfraces, siempre lo he creído así —aclaró Jensen presuntuoso—. Yo encontré el viaje de lo más entretenido.
—Uno de sus… —Mallory se detuvo consternado por el recuerdo de lo que había dicho al viejo y patilludo capitán escocés que conducía el vehículo oficial—. Lo lamento de veras, señor. No me di cuenta de…
—¡Claro que no! —le interrumpió Jensen vivamente—. Era de esperar que no. Sólo pretendía asegurarme de si era usted la persona adecuada para la misión. Estoy seguro de que lo es. Lo estaba ya antes de sacarle de Creta. Pero lo que no entiendo es de dónde sacó la idea del permiso. La cordura del S. O. E. se ha puesto en tela de juicio con frecuencia, pero ni siquiera a nosotros se nos ocurre enviar un hidro para que un oficial pase un mes de diversión en los tugurios de El Cairo —terminó diciendo secamente.
—Aún no sé…
—Paciencia, amigo, paciencia… como acaba de aconsejar nuestro capitán de grupo. El tiempo es infinito. Esperar y seguir esperando… es el ser del Oriente.
—Pero un total de cuatro horas de descanso en tres días no lo es —protestó Mallory con calor—. Y es todo el descanso que he tenido… ¡Ahí llegan!
Obedeciendo al reflejo automático producido por el brutal resplandor de los focos de aterrizaje, ambos hombres levantaron la vista. El sendero de luz se perdía en flecha en la lejana oscuridad. En menos de un minuto el primer bombardero había aterrizado pesada y torpemente, y había rodado hasta detenerse junto a ellos. La pintura gris del fuselaje posterior y de las aletas aparecía acribillada por los balazos y la metralla; un alerón estaba hecho jirones y el motor exterior del lado de babor, averiado, embadurnado de aceite. El cristal de la cabina se veía astillado en una docena de sitios.
Durante largo tiempo, Jensen contempló los orificios y cicatrices del averiado avión. Luego movió la cabeza de un lado a otro repetidas veces, y apartó la vista.
—Cuatro horas de descanso, capitán Mallory —dijo Jensen con suavidad—. Cuatro horas. Empiezo a pensar que puede considerarse afortunado con haber descansado tanto.
El cuarto de interrogatorios, intensamente iluminado por dos potentes luces sin pantalla, era incómodo y carecía de ventilación. El mobiliario consistía en varios mapas y cartas geográficas muy deteriorados, unas veintitantas sillas muy usadas también y una mesa corriente sin barnizar. El capitán de grupo, flanqueado por Jensen y Mallory, se hallaba sentado ante ella cuando la puerta se abrió y entró la primera tripulación, pestañeando ante la inusitada potencia de la luz. Les conducía un piloto fuerte, de cabellos oscuros, con casco y traje de vuelo en la mano izquierda. Llevaba embutido en la nuca un gorro típico de los bosques antípodas, y la palabra «Australia» destacaba en esmalte blanco sobre las hombreras caqui. Con el ceño fruncido, sin pronunciar palabra ni pedir permiso alguno, se sentó ante ellos, sacó una cajetilla y rascó una cerilla en la superficie de la mesa. Mallory miró furtivamente al capitán de grupo. Éste pareció resignarse. Incluso
sonaba
a resignado.
—Señores, les presento al jefe de escuadrilla Torrance. —Y añadió sin que fuera necesario—: Es australiano.
Mallory tuvo la impresión de que el capitán de grupo casi esperaba que esto explicara ciertas cosas, incluso la presencia del jefe de escuadrilla Torrance.
—Ha dirigido el ataque de esta noche sobre Navarone. Bill, estos caballeros aquí presentes —el capitán Jensen, de la Real Armada, el capitán Mallory, del grupo de Largo Alcance del Desierto— tienen un interés especial en Navarone. ¿Cómo fueron las cosas esta noche?
¡Navarone! Y Mallory se explicó entonces por qué sé hallaba allí aquella noche. Navarone. Lo conocía ya, o, por decirlo mejor, lo conocía de oídas, lo mismo que todos los que habían servido en el Mediterráneo oriental; una inexpugnable fortaleza de hierro, frente a la costa turca, fuertemente defendida —según se creía— por una guarnición de alemanes e italianos; una de las pocas islas del Egeo en la que los aliados no habían podido establecer una misión, y menos aún volver a capturar, en el transcurso de la guerra…
—Sangrientas, señor —dijo Torrance. El encono aumentaba el acento australiano de su voz—. Un verdadero suicidio. —Bruscamente dejó de hablar, y permaneció contemplando el vacío, con los labios apretados, a través del humo de su cigarro—. Pero a los chicos y a mí nos gustaría volver allí otra vez —prosiguió—. Sólo una vez más. Estuvimos hablando de ello al regresar. —Mallory percibió un murmullo de voces en el fondo, una especie de gruñido de aprobación—. Nos gustaría llevar al tipo que ideó la cosa y echarlo por la borda a diez mil pies de altura, sobre Navarone, sin la ayuda de paracaídas.
—¿Tan mal fue la cosa, Bill?
—Tanto, señor. No teníamos nada a favor nuestro. En primer lugar tuvimos el tiempo en contra. Los tipos del servicio meteorológico estuvieron tan acertados como de costumbre.
—¿Os anunciaron buen tiempo?
—Sí. Buen tiempo. A diez décimas sobre el blanco —dijo Torrance amargamente—. Tuvimos que descender a mil quinientos pies. Pero eso carece de importancia. Hubiéramos tenido que bajar más aún, de todos modos, a unos tres mil pies bajo el nivel del mar, y luego enfilar el cielo. Aquel acantilado oculta el blanco por completo. Igual hubiéramos podido tirar una lluvia de folletos pidiéndoles que clavasen sus malditos cañones… Además, tienen la mitad de los cañones antiaéreos del sur de Europa, concentrados en ese estrecho sector de 50 grados, el único por donde es posible acercarse al blanco. A Russ y Conroy les zumbaron de lo lindo al entrar. No pudieron llegar ni a la mitad del camino hacia los muelles… No tuvieron la menor posibilidad.
—Ya sé, ya sé. —El capitán de grupo asintió gravemente—. Ya hemos oído eso. La recepción de la radio era buena… ¿Y McIleveen? ¿Fue derribado al norte de Alejandría?
—Sí, pero no le pasará nada. El viejo cascarón estaba aún a flor de agua cuando pasamos por encima. La falúa estaba a flote, y el mar parecía una balsa. Saldrá bien de ésa —repitió Torrance.
El capitán de grupo asintió de nuevo, y Jensen le tiró de la manga.
—¿Puedo hacer unas preguntas al jefe de escuadrilla?
—Naturalmente, capitán. No necesita pedir permiso.
—Gracias.
Jensen miró al corpulento australiano, y esbozó una sonrisa.
—Sólo una preguntita. ¿No pensará usted en volver allí otra vez?
—¡Claro que no! —gruñó Torrance.