Los cañones de Navarone (4 page)

Read Los cañones de Navarone Online

Authors: Alistair MacLean

Tags: #Aventuras, Bélico

BOOK: Los cañones de Navarone
5.49Mb size Format: txt, pdf, ePub

¿O existía, quizás, una leve duda en contra de Stevens? Mallory lo meditó con detención mientras contemplaba la rubia figura de aspecto juvenil que miraba con avidez por debajo de la resplandeciente ala blanca del
Sunderland
. El teniente Andy Stevens, R.N.V.R., había sido elegido para aquella empresa por tres razones. Tenía que pilotar la embarcación que les había de llevar a Navarone; era un alpinista de primera, con varias escaladas importantes en su haber y era producto de la sección clásica de una moderna universidad, casi un fanático grecófilo con tanto dominio del griego antiguo como del moderno y había pasado sus dos últimas y largas vacaciones antes de la guerra como guía turístico en Atenas. Pero era joven, absurdamente joven, pensó Mallory al mirarle, y la juventud podía resultar peligrosa. Y con demasiada frecuencia había resultado fatal en aquella guerra de guerrillas isleñas. El entusiasmo, el fuego, el celo de la juventud no eran suficientes; mejor dicho, resultaban excesivos, una verdadera cortapisa. No era una guerra de toques de corneta y atronadoras máquinas, de lucha a pecho descubierto entre el clamor de la batalla, era una guerra de paciencia y de resistencia, de astucia, de habilidad y de cautela. Y no solían ser éstos los atributos de la juventud… Pero daba la impresión de que aprendería con rapidez.

Mallory volvió a mirar con disimulo a Miller. No cabía la menor duda de que Dusty Miller lo había aprendido todo hacía mucho, pero mucho tiempo. Vio a Dusty Miller sobre un blanco corcel, con la corneta en los labios… No, su imaginación rechazó tal incongruencia. No parecía un Sir Lancelot. Producía la impresión de tener muchas horas de vuelo y de carecer ya de ilusiones.

De hecho, hacía ya cuarenta años que el cabo Miller había llegado al mundo. Californiano de nacimiento y por descendencia tres partes irlandés y una centroeuropeo, había vivido, luchado y corrido más aventuras en el cuarto de siglo precedente que la mayoría de los hombres en una docena de vidas. Había trabajado en las minas de plata de Nevada, en los túneles del Canadá y en las prospecciones de petróleo de todo el mundo, y se hallaba en la Arabia Saudita cuando Hitler atacó a Polonia. Un remoto antepasado materno había vivido en Varsovia, a principios de siglo, pero aquélla había sido suficiente afrenta para la sangre irlandesa de Miller. Tomó el primer avión disponible para Inglaterra, y mintió para que lo admitiesen en el Ejército del Aire, en el que, para inmenso disgusto suyo, y a causa de su edad, fue relegado a la torreta posterior de un
Wellington
.

Su primer vuelo operacional fue el último. A los diez minutos de despegar del campo de Menidi, en las afueras de Atenas, en una noche de enero de 1941, un fallo de motor les había llevado a un final ignominioso en un arrozal situado a unas millas al noroeste de la ciudad. Y había pasado el resto del invierno hirviendo de cólera en una cocina de Menidi.

A principios de abril, Miller renunció a las Fuerzas Aéreas sin decírselo a nadie. Y se encaminaba hacia la frontera albanesa para tomar parte en la lucha en el Norte cuando tropezó con los alemanes que se dirigían al Sur. Tal como Miller lo contó más tarde, llegó a Nauplion, a dos manzanas de distancia de la división Panzer más cercana, fue evacuado por el transporte
Slamat
, hundido, recogido por el destructor
Wryneck
, y hundido nuevamente. Llegó por fin a Alejandría en un vetusto caique griego, con el firme propósito de no volver a volar ni a navegar en todo el resto de su vida. Unos meses más tarde operaba con unas fuerzas de largo radio de acción detrás de las líneas enemigas en Libia.

Era, pensó Mallory, la antítesis absoluta del teniente Stevens. Stevens, joven, lozano, entusiasta, correcta e inmaculadamente vestido, y Miller, enjuto, fibroso, correoso y con una aversión casi patológica a eso de «escupir y frotar». ¡Qué bien le sentaba su apodo de «Dusty»! (Polvoriento). Difícilmente podría existir más fuerte contraste. Y al contrario de Stevens también, Miller jamás había escalado una montaña y las únicas palabras griegas que sabía no figuraban nunca en los diccionarios. Ambos hechos carecían de importancia. Miller había sido elegido por una sola razón. Siendo un genio en explosivos, mañoso y frío, exacto y mortal en la acción, era considerado por la Inteligencia del Oriente Medio en El Cairo como el más depurado saboteador de la Europa Meridional.

Detrás de Miller estaba sentado Casey Brown. Bajo, moreno y compacto, el telegrafista Brown era de Clydeside, y, en tiempo de paz, ingeniero de instalación y prueba de un famoso astillero de yates en el Gareloch. El hecho de que fuera un artífice de sala de máquinas, nato y hecho a confección, había resultado claro de un modo tan evidente que la Armada no había caído ni remotamente en ello y lo había encasillado en Comunicaciones. La mala suerte de Brown fue la suerte de Mallory. Brown sería el maquinista del barco que les había de llevar a Navarone y sostendría la comunicación radiofónica con la base. Aún tenía otro atributo: era un guerrillero de primera. Veterano del Servicio Especial de Barcos, estaba condecorado con la D. C. M. y la D. S. M por sus proezas en el mar Egeo y en la costa de Libia.

El quinto y último miembro del destacamento se hallaba sentado justamente detrás de Mallory. No era necesario que se volviera para verle. Ya le conocía, y mejor que a nadie en el mundo, mejor incluso que a su propia madre. Andrea, su teniente durante aquellos dieciocho interminables meses en Creta, el corpulento Andrea, el de la risa sonora y continua y trágico pasado, con quien había comido y dormido en las cavernas, cobijos rocosos y chozas de pastor abandonadas, mientras eran perseguidos sin cesar por patrullas y aviones alemanes; aquel Andrea se había convertido en su
alter ego
, en su
doppelganger
. Mirar a Andrea era como mirarse en el espejo para recordar cómo uno era… No cabía la menor duda del porqué les acompañaba Andrea. No estaba allí porque fuera griego, con un íntimo conocimiento del lenguaje de los isleños, de sus costumbres y modo de pensar, ni siquiera por entenderse a las mil maravillas con Mallory aunque todas estas cosas hubieran pesado de un modo decisivo en su elección. Se hallaba entre ellos por la protección y seguridad que proporcionaba. Con su paciencia ilimitada, tranquila y mortal, extraordinariamente ágil a pesar de su volumen, y con un paso felino que explotaba en acción, Andrea era la perfecta máquina de guerra. Era su póliza de seguros contra el fracaso.

Mallory volvió a mirar por la ventana, y luego movió la cabeza aprobando con imperceptible satisfacción. Jensen no hubiera podido elegir un equipo mejor aunque hubiera peinado todo el Mediterráneo. De pronto, se le ocurrió pensar que era eso precisamente lo que Jensen había hecho. Hacía casi un mes que Miller y Brown habían sido llamados a Alejandría. Y casi otro tanto que el relevo de Stevens había llegado a Malta a bordo de su crucero. Y si su máquina carga-baterías no se hubiera caído por aquel barranco en las Montañas Blancas, y el acosado correo del puesto de escucha más cercano no hubiera tardado una semana en recorrer cincuenta millas de montañas nevadas y patrulladas por el enemigo y otros cinco días para encontrarles, él y Andrea hubieran estado en Alejandría casi una quincena antes. La alta opinión que Mallory tenía ya de Jensen subió una muesca más. Hombre de gran perspicacia, y que proyectaba de modo perspicaz, era evidente que Jensen había tenido su plan dispuesto incluso antes del primero de los dos fracasados aterrizajes de paracaidistas en Navarone.

Eran las ocho y en el avión reinaba casi la oscuridad. Mallory se levantó y se encaminó hacia la cabina de control. El capitán, con la cara envuelta en humo de tabaco, estaba tomando café. El copiloto saludó lánguidamente con la mano al verle acercarse.

—Buenas tardes —saludó Mallory, a su vez—. ¿Le importa que pase?

—Será siempre bienvenido a mi
oficina
—le aseguró el piloto—. No necesita pedir permiso.

—Temí que estuviera usted ocupado… —Mallory se detuvo y contempló de nuevo aquella escena de experta inactividad—. ¿Quién lleva este avión? —preguntó.

—George. El piloto automático. —Señaló con la taza de café hacia una caja negra y chata, cuyo borroso contorno apenas resultaba visible en la casi total oscuridad—. Un tipo trabajador, que comete muchas menos equivocaciones que el perezoso cancerbero que se supone está de guardia… ¿Desea usted algo, capitán?

—Sí. ¿Qué instrucciones tiene para esta noche?

—Tan sólo dejarles en Castelrosso cuando esté bien oscuro. —El piloto hizo una pausa y agregó con franqueza—: No lo entiendo. Un aparato de este tamaño sólo para cinco personas y unas doscientas libras de equipo. Especialmente para Castelrosso. Especialmente de noche. El último aparato que llegó aquí de noche, no hizo más que continuar bajando. Obstrucción submarina… no sé lo que fue. Dos supervivientes.

—Ya lo sé. Oí hablar de ello. Lo siento, pero yo también cumplo órdenes. En cuanto al resto, olvídelo. Y le digo en serio, olvídelo. Recuerde a su tripulación que nadie debe decir ni una sola palabra. No nos han visto nunca.

El piloto asintió malhumorado.

—Ya nos han amenazado a todos con someternos a consejo de guerra —dijo—. Cualquiera diría que tenemos entre manos una espantosa guerra.

—Y la tenemos… Dejaremos un par de cajas en el barco. Vamos a tierra con otra ropa. Habrá alguien esperando para recoger nuestra ropa vieja cuando usted regrese.

—De acuerdo. Y buena suerte, capitán. Se trate o no de secretos oficiales, tengo el presentimiento de que va a necesitarla.

—Si es así, procure obsequiarnos con una buena despedida. —Mallory sonrió—.

Deposítenos enteritos en tierra, ¿eh?

—Esté usted tranquilo, hermano —dijo el piloto firmemente—. Esté usted tranquilo. No olvide que yo también estoy en este hidro.

El estruendo de los grandes motores del
Sunderland
sonaba aún en sus oídos cuando la pequeña lancha de motor surgió bufando suavemente de la oscuridad y enfiló el costado del brillante casco del hidro. No se perdió tiempo ni se habló una palabra. Los cinco hombres y su equipo fueron transbordados en un minuto. Otro minuto y la lancha rozaba ya el áspero malecón de piedra de Castelrosso. Dos maromas salieron girando hacia la oscuridad, fueron cogidas en el aire y atadas rápidamente por manos expertas. En la mitad del barco la escalera de hierro cubierta de escamas de óxido, escondida en lo profundo de las piedras, se estiró hacia la estrellada oscuridad. Cuando Mallory llegó al final, una forma humana surgió de la penumbra.

—¿El capitán Mallory?

—Sí.

—Soy el capitán Briggs, de la Armada. Ordene a sus hombres que le esperen aquí, por favor. El coronel desea verle. —La voz nasal, perentoria, distaba mucho de ser cordial. En el interior de Mallory comenzó a agitarse una lenta irritación, pero no dijo nada. Briggs parecía un hombre a quien le gustaba la cama y la ginebra, y quizá la tardía visita le alejaba de ambas cosas. La guerra era un infierno.

A los diez minutos estaba de vuelta, y les seguía una tercera persona. Mallory miró a los tres hombres que se hallaban al final del embarcadero, los reconoció, y luego se volvió para escudriñar de nuevo.

—¿Dónde está Miller? —preguntó.

—Aquí, jefe. —Miller gimió, abandonó el apoyo del poste de madera y se puso en pie con trabajo—. Estaba descansando, jefe. Recuperándome, podría usted decir, de los rigores del viaje.

—Cuando esté
completamente
dispuesto —dijo Briggs con acritud—, Matthews le acompañará a su alojamiento. Matthews, te pondrás a disposición del capitán. Son órdenes del coronel. —El tono de Briggs sugería con toda claridad que las órdenes del coronel eran una solemne tontería—. Y no lo olvide, capitán: el coronel ha dicho dos horas.

—Lo sé, lo sé —dijo Mallory, fatigado—. Estaba presente cuando lo dijo. Y era a mí a quien se dirigía, ¿lo recuerda? Bueno, muchachos, si estáis listos…

—¿Y nuestro equipo, señor? —se aventuró a preguntar Stevens.

—Dejadlo ahí. ¿Quiere precedernos, Matthews?

Matthews les llevó a lo largo del embarcadero. Después subieron en fila india por una interminable serie de empinados y gastados peldaños, sin que sus suelas de goma produjeran el menor ruido. Al llegar arriba, se volvió, descendió por un callejón estrecho y tortuoso, que desembocaba en un pasadizo, subió por una crujiente escalera de madera y abrió la primera puerta del corredor superior.

—Aquí está, señor. Esperaré ahí fuera, en el corredor.

—Es mejor que espere abajo —aconsejó Mallory—. No quisiera ofenderle, Matthews, pero cuanto menos sepa de esto, mejor.

Siguió a los demás al interior de la habitación, y cerró la puerta tras de sí. Se encontraron en un cuarto pequeño, destartalado, con gruesas cortinas. Una mesa y media docena de sillas ocupaban la mayor parte del mismo. En el más apartado rincón gimieron los muelles de una cama al tumbarse gozosamente en ella el cabo Miller.

—¡Caray! —murmuró admirado, con las manos entrelazadas en el cogote—. ¡Una habitación de hotel! Como en casa. Algo desnuda, sin embargo. —Pareció ocurrírsele una idea—. ¿Dónde dormiréis vosotros?

—No dormiremos —contestó brevemente Mallory—. Ni tú tampoco. Antes de dos horas ya estaremos fuera. —Miller gimió—. ¡Vamos, recluta —continuó Mallory implacable—, ponte de pie!

Miller volvió a gruñir, pasó sus piernas sobre el borde la cama y miró con curiosidad a Andrea. El corpulento griego se hallaba inspeccionando la habitación. Sacó los cajones, dio vuelta a los cuadros, escudriñó detrás de las cortinas y debajo de la cama.

—¿Qué está haciendo ése? —inquirió Miller—. ¿Anda buscando polvo?

—Busca aparatos de escucha —aclaró Mallory con brevedad—. Es una de las razones por las que Andrea y yo hemos vivido tanto tiempo. —Se metió la mano en el bolsillo interior de la guerrera de su viejo y oscuro uniforme de batalla, sin galones ni insignias, extrajo una carta geográfica y el mapa que Vlachos le había dado, los desdobló y los extendió ante sí—. Poneos todos alrededor de la mesa. Sé que durante las dos últimas semanas, habéis estado reventando de curiosidad, haciéndoos un centenar de preguntas. Pues bien, aquí tenéis las respuestas. Espero que os satisfagan… Permitidme que os presente… la isla de Navarone.

El reloj de Mallory marcaba exactamente las once cuando se arrellanó en su asiento y dobló y guardó el mapa y la carta. Miró con expresión burlona a las cuatro caras pensativas que se hallaban alrededor de la mesa.

Other books

touch by Haag, Melissa
My Name Is Not Jacob Ramsay by Ben Trebilcook
In Forbidden Territory by Shawna Delacorte
Room 13 by Robert Swindells
It Takes a Village by Hillary Rodham Clinton
Tooth and Claw by Jo Walton