El caique agonizaba, se deshacía por las junturas, las aguas lo batían a muerte, iba desintegrándose literalmente, bajo el constante azote del viento y del mar. Una vez tras otra se hundía la cubierta de popa en aquel hervidero de espuma, elevándose y bamboleándose en el castillo de proa, y dejando al descubierto el tajamar. Después la caída de la plomada, el estremecido impacto al chocar verticalmente la amplia proa contra el acantilado que castigaba de modo inaguantable las viejas planchas, y su astillado maderamen.
Ya la cosa se había presentado difícil cuando despejaron el río al oscurecer y fueron lanzados y revolcados con viento largo en dirección norte hacia Navarone. La dirección del ingobernable caique iba resultando de todo punto imposible. Con el oleaje a estribor había virado de un modo caprichoso e imprevisible a través de un arco de cincuenta grados. Pero al menos, entonces, las junturas estaban en buen estado, cogiéndolo las olas en formación regular, y el viento, fijo y continuo, del este por el sur. Pero aquello había acabado. Con media docena de planchas levantadas en el poste de proa y a punto de soltarse la contrarroda, tomando agua en abundancia por la estopada del eje de la hélice, tragaba más agua y con mayor rapidez que la anticuada bomba vertical de mano podía achicar. Las olas, cortadas por el viento, eran más fuertes, pero llegaban rotas y confusas, echándose sobre ellos por uno y otro lado. Y el mismo viento, redoblado su violento clamor, viraba y retrocedía locamente del sudoeste al sudeste. En aquel momento soplaba fijo del sur, empujando al ingobernable barco ciegamente hacia los férreos acantilados de Navarone, cercanos ya, que se elevaban invisibles delante de ellos, en algún lugar de aquella oscuridad que todo lo envolvía.
Durante unos instantes, Mallory se irguió, y trató de disminuir la tortura de las tenazas que se le clavaban en la parte posterior de la cintura. Durante más de dos horas no había hecho más que inclinarse y erguirse, inclinarse y erguirse, sacando mil cubos de agua que Dusty Miller llenaba, sin terminar jamás, en el pozo de la bodega. Sólo Dios sabía cómo se sentiría Miller. En todo caso, tenía la peor parte del trabajo y había permanecido continuamente mareado durante horas y horas. Estaba cadavérico, y debía sentirse como la misma muerte. El sostenido esfuerzo, la pura voluntad de hierro de seguir luchando en aquel estado de cosas, sobrepasaba los límites de la comprensión. Mallory movió la cabeza.
—¡Santo Dios, que fuerte es ese yanqui! —murmuró para sí.
Las palabras se formaron de un modo espontáneo en su imaginación, y sacudió la cabeza furioso, consciente de su espantosa inutilidad.
Respirando afanosamente, miró hacia popa para ver cómo se defendían los demás. A Casey Brown, por su parte, no podía verlo. Doblado por la mitad en los estrechos confines de la sala de máquinas, también él se hallaba constantemente mareado y aquejado de un terrible dolor de cabeza debido al humo del petróleo y a los escapes, que aún se producían, del tubo de repuesto, ya que ninguno de ambos elementos tenía salida posible en aquella sala de máquinas sin ventilación. Pero, agachado sobre el motor, no había abandonado ni una sola vez su puesto desde su salida de la desembocadura del río, atendiendo a la viejísima y renqueante Kelvin con el cariño, con la exquisita destreza de un hombre nacido en la prolongada y orgullosa tradición de la ingeniería. Si el motor fallaba una sola vez, un momento, el tiempo que una persona invierte en realizar una profunda inspiración, la rapidez del fin sólo admitía parangón con su violencia. Sus vidas dependían por completo del continuo girar del eje de la hélice, del trabajoso golpear del enmohecido dos-cilindros. Era el corazón del barco, y cuando dejara de latir, dejaría de hacerlo aquél, se tumbaría de costado y zozobraría en el abismo.
Más hacia proa, despatarrado y apoyado en el poste angular del astillado esqueleto que era cuanto quedaba de la timonera, Andrea trabajaba sin cesar en la bomba, sin levantar una vez la cabeza, sin preocuparse del violento cabecear del caique, y olvidado por igual del mordiente viento y de la rociada fría y cortante que entumecía los desnudos brazos y pegaba la empapada camisa a los encorvados y macizos hombros.
Sin un momento de reposo, sus brazos ascendían y descendían con la matemática regularidad de un pistón. Hacía ya tres horas que se hallaba allí, y parecía dispuesto a continuar por tiempo indefinido. Mallory, que le había cedido la bomba completamente exhausto después de menos de veinte minutos de trabajo agotador, se preguntaba si existía algún límite a la resistencia de aquel hombre.
¿Y Stevens? Durante horas y horas Andy Stevens había estado luchando con un timón que escapaba de sus manos y se debatía convulso como poseído de vida propia, como si hubiera empeñado toda su voluntad en escapar de las exhaustas manos del muchacho. Y Mallory pensaba que el chico había respondido de un modo soberbio, y que había gobernado el torpe barco de un modo insuperable. Le miró con atención, pero la espuma le azotaba con fuerza los ojos y se los llenaba de lágrimas, impidiéndole ver. Sólo pudo recoger la imagen fugaz de una boca fuertemente apretada, de unos ojos hundidos e insomnes, y de pequeñas manchas pálidas sobre la máscara de sangre que casi le cubría la cara por completo. La enorme ola encrestada que había hundido las regalas de la timonera y las ventanillas con tan espantosa fuerza, había llegado de un modo inesperado antes de que Stevens tuviera tiempo de protegerse. El corte sobre la sien derecha, sobre todo, era muy profundo. La sangre manaba aún de la herida y goteaba monótona sobre el agua que baldeaba sin cesar el suelo de la timonera. Completamente mareado, Mallory se volvió y cogió un nuevo cubo de agua. «¡Qué tripulación! —pensó—. ¡Qué fantástico equipo de… de…!», buscó el vocablo adecuado que le describiera a todos, a él mismo incluso, pero renunció a ello. Sabía que su imaginación se hallaba demasiado agotada. De todos modos, no importaba, pues no existía ninguna palabra capaz de calificar a hombres de este temple, capaz de hacerles justicia.
Casi podía notar la amargura en la boca, la amargura que impulsaba las olas a través de su mente cansada. ¡Señor, qué mal hecho estaba todo, qué terriblemente injusto! ¿Por qué tenían que morir hombres como éstos —se preguntaba enfurecido—, por que tenían que morir de un modo tan inútil? ¿O es que era necesario justificar a la muerte, aun cuando se muriera sin conseguir nada? ¿Era lícito morir por lo intangible, por lo abstracto, por un ideal? ¿Qué habían logrado los mártires quemados en la pira?
¿Qué significaba aquella vieja etiqueta…
dulce et decorum est pro patria morí
? Si se vive bien, ¿qué importa cómo se muere? Sus labios se contrajeron inconscientemente con repentina repugnancia y recordó las observaciones de Jensen respecto a que los Altos Mandos jugaban a «quién es el señor del castillo». Pues se hallaban ahora en medio de su terreno de juego, con unos peones más, deslizándose hacia el limbo. Y no importaba gran cosa, pues aún les quedaban miles y miles de peones para poner en juego.
Y, por primera vez, Mallory pensó en sí mismo. Sin amargura, sin lamentarse por el hecho de que todo tuviera un fin. Sólo pensó en sí mismo como jefe de su gente, por la responsabilidad de su actual situación.
—Es culpa mía —se decía una y otra vez—, todo es culpa mía. Yo los traje aquí, yo los hice venir.
Incluso cuando su cerebro le decía que no había podido elegir, que le habían obligado, que si se hubiera quedado en el río hubieran sido barridos del mapa mucho antes del amanecer, continuaba culpándose irracionalmente. De entre todos los hombres, quizá sólo Ernest Shackleton podría haberles ayudado entonces. Pero nunca Keith Mallory. No podía hacer nada, y nunca más de lo que los demás estaban haciendo, y sólo aguardaba el fin. Pero él era el jefe, pensaba con obstinación, y hubiera sido obligación suya plantear algo, hacer algo por salvarles… Pero no podía hacer nada.
El sentido de culpabilidad, de insuficiencia se fue posesionando de él, arraigando a cada sacudida del castigado maderamen.
Dejó caer el cubo, y agarró el mástil para no ser arrastrado por una ola que barrió la cubierta. La espuma, al reventar, semejaba el azogue en su hirviente fosforescencia. Las aguas giraban hambrientas alrededor de sus piernas y de sus pies, pero no les hizo ningún caso y se limitó a contemplar la oscuridad. La oscuridad… lo peor de todo. El viejo caique se empinó, se bamboleó, hincó la proa… Parecía navegar en el vacío. Porque no podía ver nada, ni dónde había ido la ola, ni de dónde vendría la próxima. El mar era invisible y remoto, doblemente aterrador en su palpable proximidad.
Mallory miró hacia la bodega, y tuvo una vaga conciencia de la blanca mancha del rostro de Miller. Había tragado agua y experimentaba dolorosas arcadas: agua salada mezclada con sangre. Pero Mallory no hizo caso. Tenía su mente en otra parte, tratando de reducir alguna fugaz impresión, tan vaga como evanescente, de convertirla en una coherente realidad. Parecía necesario que así lo hiciera. Después, otra ola y aún otra más fuerte, se estrecharon en el costado y se le echaron encima.
¡El viento! El viento había disminuido, disminuía a cada minuto que pasaba. Fuertemente abrazado al mástil, del que intentó arrancarle la segunda ola, recordaba cuántas veces, en las altas colinas de su tierra, había estado al borde de un precipicio cuando el viento buscaba la línea de menor resistencia y se estrellaba en la superficie de piedra y, al deslizarse hacia arriba, le dejaba en medio de una bolsa de relativa inmunidad. Era un fenómeno montañero muy común. Y estas dos extrañas olas… ¡Era el rebote del agua! El significado se le impuso como un mazazo. ¡Los acantilados! ¡Estaban ante los acantilados de Navarone!
Con un ronco grito de advertencia, olvidando su propia seguridad, se lanzó hacia popa y se echó cuan largo era entre las revueltas aguas para asomarse a la escotilla de la sala de máquinas.
—¡Marcha atrás! —gritó. La asustada mancha blanca que era la cara de Casey Brown, se alzó hacia la suya en violenta postura—. ¡Por Dios, hombre, recula! ¡Marcha atrás! ¡Estamos enfilando el acantilado! ¡Retrocede!
Se puso de pie, alcanzó la timonera en dos zancadas, y agitó las manos desesperadamente en busca de la bolsa de bengalas.
—¡El acantilado, Stevens! ¡Casi estamos encima! ¡Andrea…, Miller aún continúa abajo!
Lanzó una rápida mirada a Stevens, vio la lenta señal de asentimiento de la cara ensangrentada, siguió la línea de visión de aquellos ojos sin expresión, y distinguió frente a ellos la blancuzca y fosforescente línea irregular, pero casi continua, apareciendo y esfumándose, alternativamente, al estrellarse las olas y alejarse del acantilado aún invisible en la absoluta oscuridad. Sus manos manejaron nerviosamente la bengala.
Y de repente la bengala se esfumó, silbante, a lo largo de la trayectoria casi horizontal de su vuelo. Por un momento Mallory creyó que se había apagado, y apretó los puños con impotente furia. Pero la bengala se estrelló contra la superficie rocosa, cayó en un saliente situado a una docena de pies sobre el nivel de las aguas, y permaneció allí humeante y ardiendo intermitentemente bajo la fuerte lluvia, bajo la incesante rociada que caía en cascada de los atronadores rompientes.
La luz era débil, pero suficiente. El acantilado se hallaba a menos de cincuenta yardas de distancia, negro, brillante por efecto del agua bajo el vacilante resplandor de la bengala; una luz, que iluminaba un círculo vertical de menos de cinco yardas de radio, y dejaba la parte del acantilado bajo el saliente envuelta en una traidora oscuridad. Y enfrente mismo de ellos, a quince o veinte yardas de la orilla, se estiraba la maligna largura de un arrecife, con sus dientes y puntas afiladas, desvaneciéndose en la oscuridad circundante a ambos extremos.
—¿Puedes pasar el barco? —gritó a Stevens.
—¡Sabe Dios! Lo intentaré. —Gritó algo más acerca de la «estela» o «surco», pero ya Mallory se hallaba a mitad del camino hacia el camarote de proa. Como siempre en caso de emergencia, su imaginación iba muy por delante, con aquella seguridad y claridad de pensamiento anormales de las que no podía dar cuenta después.
Al cabo de unos segundos ya estaba de vuelta en la cubierta con los estribos, clavos, un martillo y la cuerda con alma metálica. Permaneció inmóvil, en una inaguantable tensión, contemplando la imponente roca que parecía echárseles encima, por la proa, a estribor, una roca que casi llegaba a la timonera. El choque del barco fue tan fuerte que Mallory cayó de rodillas, y rozó ruidosamente las abolladas y astilladas bordas. Luego el caique se inclinó de babor y pasó el estrecho, mientras Stevens giraba la rueda del timón desesperadamente, y pedía marcha atrás a gritos.
Mallory dejó escapar la respiración en un profundo suspiro de alivio y se enrolló rápidamente la cuerda al cuello pasándosela por debajo del hombro izquierdo, y colgó los estribos y el martillo del cinturón. El caique se hundía pesadamente, de babor, y bailando con violencia al comenzar a caer de flanco entre ola y ola, olas más cortas y más altas que nunca bajo el doble azote del viento y del rebote del agua contra el acantilado. Pero el barco aún se hallaba bajo las garras del mar y abandonado a su propio ímpetu, y la distancia se acortaba con aterradora velocidad… Mallory se repetía sin cesar: «Es un riesgo que tengo que correr.» Pero aquel pequeño saliente, remoto e inaccesible, era el último refinamiento de crueldad del destino, la sal en la herida mortal, y sabía en lo más íntimo de su ser que ni siquiera se trataba de un riesgo, sino de un gesto suicida. Andrea había echado al costado la última de las defensas —unos viejos neumáticos de camión— y se alzaba sobre Mallory con su amplísima sonrisa. Y de pronto Mallory ya no estuvo tan seguro de que fuera el fin.
—¿El saliente? —preguntó Andrea poniendo su enorme y tranquilizadora mano en su hombro.
Mallory asintió, con las rodillas dobladas y los pies clavados en el resbaladizo puente.
—¡Salta! —rugió Andrea—. Y luego mantén las piernas rígidas.
No había un minuto que perder. El caique se balanceaba y se retorcía en la cresta de una ola, a la máxima altura que podía subir, y Mallory sabía que tenía que ser entonces o nunca. Echó los brazos hacia atrás, dobló las rodillas un poco más y luego ascendió, con un salto convulsivo, y sus dedos pugnando por aferrarse a la mojada roca del acantilado, alcanzaron el borde del saliente. Durante un instante permaneció colgando, sin poder moverse. Se estremeció al oír el choque del trinquete contra el saliente y el ruido que hizo al partirse en dos. Luego, sus dedos abandonaron el saliente sin querer, y se encontró casi encima, impelido por un tremendo empujón que provenía de abajo.