Los caracoles no saben que son caracoles (19 page)

BOOK: Los caracoles no saben que son caracoles
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María está sentada frente a mí en la habitación en la que dormíamos cuando éramos niñas. Otra vez el sueño. Nos miramos fijamente, nos acariciamos, estamos juntas. La música suena ahora más alta, más emocionante. Todo parece transcurrir a cámara lenta, hay una paz que lo inunda todo. Seguimos sin hablar porque si lo hacemos todo acabará bruscamente, como siempre, y yo me quedaré aterrada y sola en esta habitación. No seré yo quien hable para romper este instante. Me gustaría entrar en mi sueño para cambiarlo y voy a hacerlo. La música cada vez suena más fuerte y yo cada vez estoy más feliz. Me separo un poco de mi hermana y empiezo a bailar mientras me mira. Aquella minúscula habitación de niñas se convierte en el sueño en un grandioso escenario donde dedico mi baile a María. La música sigue sonando alta, instrumentos de cuerda, viento y percusión componen un sonido perfecto y yo bailo como si de mi cuerpo saliera aquella música maravillosa. Yo misma soy la música mientras mi hermana mira mi baile, mi regalo: la mejor forma de decirle te quiero sin hablar. Pero la música tiene que acabar, el baile tiene que parar, la habitación volverá a ser pequeña y yo me quedaré de nuevo sola. O no. Puedo cambiar las cosas con mi voluntad y voy a hacerlo. Hasta en el sueño. Según me muevo más despacio la música empieza a desaparecer, la habitación vuelve a su forma y María está frente a mí. Ella habla primero. Ya no nos interrumpimos.

—Gracias, Clara.

—Te echo de menos, María.

—No me dio tiempo a decirte cuánto te quiero.

—No quiero que te vuelvas a ir.

—Siempre estaré si no me olvidas.

—Si te olvido no estaré yo.

—Clara, no pares nunca de bailar.

—Te lo prometo.

María me besa y me acaricia un instante antes de que yo despierte tranquilamente, sin sobresaltos y sin miedo.

Capítulo 28

V
oy conduciendo con la música a todo volumen por esta interminable recta y vuelvo a estar nerviosa. Llevo un CD de Umberto Tozzi y canto tan fuerte que a él ni se le oye por los altavoces. Cualquiera diría que estoy contenta. Voy voceando
Yo caminaré
, una canción que está de las primeras en mi lista de preferidas para cantar muy alto. Esas que sólo puedes poner cuando vas sola y en carretera, porque en los semáforos la gente te mira mal: «Resistiré», del Dúo Dinámico; «Te amaré», de Miguel Bosé, y «Ya no puedo más», de Camilo Sesto, son otras con las que me transformo dentro del coche.

Son las diez de la mañana, pero las calles del pueblo están casi desiertas. Es la semana de fiestas aquí, así que la gente debió de trasnochar y saldrá a la calle más tarde. En la puerta de casa de mis suegros están Mateo y Pablo persiguiendo una lagartija. Corren a besarme con tanta fuerza que casi me tiran al suelo. Mientras les abrazo me cuentan a la vez que ayer echaron una vaquilla por las calles y que después estuvieron en los coches de choque con papá.

—¡Hija mía, qué guapísima estás! —me dice mi suegra desde la puerta.

—¡Hola, Elisa!

Los niños me acompañan dentro de la casa, donde mi suegro está reparando un flexo rojo.

—Pasa, hija, ¿cómo estás?

—¡Hola, Luis Mariano!

—He preparado croquetas —dice mi suegra— y he hecho bastantes para que te lleves unas pocas.

—Gracias, pero...

—¿Has visto, Luis Mariano, lo guapa que está Clara?

—¡Como siempre!

—¿Dónde está Luisma? —pregunto.

—¡Durmiendo! —dice mi suegro un poco desesperado—. ¡Luis Marianoooo!

—Vocea a continuación.

—¡Este niño!

El niño de cuarenta años sale por el pasillo en calzoncillos y despeinado. Tarda un rato en decir: «¡Hola, Clara!, ¿cómo estás?» porque él mismo se interrumpe una y otra vez con sus bostezos. Mateo y Pablo vuelven a la calle a seguir persiguiendo a la pobre lagartija, mi suegro sigue con el flexo y mi suegra se va a preparar el desayuno a su hijo: «¡Mama, hazme picatostes!».

Me voy toda la mañana con los niños a los columpios que hay cerca de la plaza del Ayuntamiento hasta la hora de comer. Mateo está bien conmigo, se nota que a pesar de nuestros últimos enfados me echa de menos durante toda la semana. Eso me pone muy contenta. Antes de regresar a casa para comer nos sentamos los tres en un banco. Vuelvo a estar nerviosa.

—¿Os gustaría tener un hermanito?

—¡Sí! —se adelanta Pablo.

—¿Vamos a tener un hermanito? —se sorprende Mateo.

—Seguramente.

—¿Está ya en la tripa?

—Me tenéis que prometer que no vais a contar nada hasta que yo os lo diga, ¿vale? Será nuestro secreto.

Mateo y Pablo me dan su palabra. Los dos se alegran y, como yo esperaba, se toman la noticia con mucha naturalidad. Mateo está contento porque ya no será menos que su amigo Mario, que también va a tener un hermanito nuevo. Pablo sigue fascinado con que de la tripa de mamá vaya a salir un bebé: «Si se ahoga lo sacamos ya, ¿eh, mamá?». Ninguno de los dos ha hecho ningún comentario sobre quién es el padre. O no les interesa o suponen que será Luisma. Yo no pienso preguntar.

Elisa será muy pesada, pero la verdad es que las croquetas las hace como nadie. En la mesa hay un hule de cuadros amarillos y azules y muy poca luz. Las persianas están bajadas casi del todo para que no entre el calor. Tres o cuatro moscas van de las croquetas a la tortilla y de la tortilla a la ensalada. Todos admitimos su presencia sin poder hacer nada. Mi suegro pela una manzana con una navajita diminuta que saca del bolsillo, los niños no terminan de comerse la pera, mi suegra recoge las migas y Luisma decide que ha terminado de comer: «¡Mama, ponme un cafetito!».

—¡Podías ponértelo tú! —reprocho a mi ex.

—¡No te preocupes, hija, si a mí no me importa! —se adelanta mi suegra.

—No me gusta que des ese ejemplo delante de los niños —le vuelvo a reprochar.

—¿Qué ejemplo? Sólo he pedido un café.

—Y además no se dice mama, se dice mamá: con acento en la a.

—¡Habló la lista!

—Mamá tiene un bebé en la tripa —interviene Pablo.

Mi suegro levanta la mirada, que tenía fija en su manzana, Elisa para de recoger las migas, Luisma abre los ojos como un búho y los niños se meten cada uno de ellos un trozo de pera en la boca. Alguien debería decir algo para romper este silencio. Está claro que soy yo la que debería decir algo porque todos están como estatuas mirándome fijamente.

—¡Pues sí! —acierto a decir.

Las moscas van de aquí para allá a gran velocidad mientras todos están esperando a que continúe. Siguen a la espera de saber si lo que acabo de decir es una buena noticia o no. Luisma se decide a intervenir.

—¿Quién es el padre?

—Niños, ¿por qué no vais a la calle a jugar?

—¡Mamá, hace mucho calor! —protestan.

—¡Vamos a cazar lagartijas! —se los lleva mi suegro.

—¿Soy yo?

—No. Es Miguel.

—¿Y quién coño es Miguel?

—Mi chico. Ya te hablé de él.

Mi suegra se marcha llorando a la cocina y Luisma me mira con desprecio cuando nos quedamos solos.

—¿Y para esto has venido?

—He venido a ver a los niños.

—¡Has venido a joder!

—¡Luisma, no te pongas así!

—¡Me pongo como quiero!

—Tarde o temprano tenías que enterarte.

—Pues me lo podías haber contado por teléfono y no venir aquí a fastidiarme las vacaciones.

—Tú siempre estás de vacaciones, así que no sé de qué te quejas.

—Clara, tú siempre ganas —dice Luisma, al que noto ya muy cerca del llanto.

—¡Parad ya, que os van a oír los niños! —interviene mi suegra saliendo de la cocina.

Mateo, Pablo y yo hemos pasado la tarde en la feria. Dos horas en las que me ha faltado valor para decirles que no a nada. Han subido en todas las atracciones, han comido helados, algodones de azúcar y palomitas de colores: una madre con mala conciencia es un chollo para un niño.

Son las diez de la noche y todavía no ha oscurecido cuando regreso a Madrid. Luisma no ha salido de su habitación para despedirme; mis suegros lo han hecho con poco entusiasmo y los niños, a los que me he pasado sobornando toda la tarde a base de caprichos, me han pedido que no me fuera. En el coche me pongo a llorar con la música otra vez a todo volumen retumbando en esta recta interminable. Canto y lloro al mismo tiempo sin saber realmente si estoy triste o alegre. Sólo sé que estoy sola y que este camino no va a ser fácil.

Capítulo 29

M
i madre está encantada con su nuevo nieto, pero mucho menos conmigo. Que yo no sepa quién es el padre es algo que le resulta imperdonable. O por lo menos eso dice. En un caso así, las madres ejercen de madres y deben castigar esas conductas. También yo saco la madre que llevo dentro para golpearme en la conciencia cada vez que pienso que mi niño puede tener dos padres y por eso se va a quedar sin ninguno. Mi madre no me dice directamente que no le gusta lo que está pasando. Eso sería mucho menos hiriente. Mi madre me muestra su desaprobación con gestos, con monosílabos, con una mirada que es capaz de dejarme sin aire. Siempre he preferido que pegue voces a que sólo utilice una frase.

—Mamá, he pensado en estudiar Márketing.

—Hija, cada uno hace lo que puede.

Muchas veces no puedo evitar ver a mi madre como alguien con un inmenso poder sobre mí. Es tan fuerte que cuando te protege no puede pasarte nada, pero que cuando te ataca sólo puedes rendirte.

El otro día fui a buscarla a su casa y me la encontré en el portal con José, el relojero. En la misma puerta me lo presentó y fue él el que propuso ir los tres a tomar un café. Igual que me pasa con mi madre cuando pienso en Maite, también me acordé en ese momento de mi padre. Sin embargo, con José no tuve que hacer ningún esfuerzo para no montar un numerito. El novio de mi madre es un seductor con una mirada que crea adicción.

—Te pareces mucho a tu madre.

—No sé qué opinará ella de eso.

—Es ella la que más lo dice.

Mi madre no interviene en la conversación, prefiere escuchar y dejarme sola frente a su novio.

—¡Venga, eso sí que no me lo creo!

—¡Pero si salta a la vista! ¡Hasta os llamáis igual!

José me desconcierta. No para de piropear a mi madre ni de reconocer lo enamorado que está de ella. Me lo dice mirándome a los ojos y de vez en cuando tengo que retirarle la mirada para aliviarme. José es un hombre muy guapo. Y lo sabe. Y mi madre también lo sabe y disfruta que yo también lo sepa. Cuando estoy definitivamente entregada al novio de mi madre, ésta decide hacerse presente y José se reclina en el respaldo de la silla.

—¿Cómo están los niños?

—Bien, ya sabes que en el pueblo se lo pasan de maravilla.

—¿Cuándo vienen? Estoy loca por verlos.

—A finales de mes. Yo iré todos los fines de semana.

—¿Cómo está Luisma?

—Como siempre.

—¿Cómo se ha tomado lo tuyo?

—Ya te contaré.

—Yo, si no os importa, os voy a dejar —dice José, que además de guapo es listo.

—Nos vamos todos —aclara mi madre, que también prefiere que se lo cuente otro día.

Los tres salimos de la cafetería y vamos caminando en dirección a casa de mi madre.

—José, ¿subes?

—Claro, cariño.

—Hasta mañana, hija.

—Encantado de haberte conocido.

Mi madre subió a su casa con un señor muy guapo que está loquito por ella y yo regresé a la mía para dormir sola. Por el camino no pude evitar pensar en mi madre con su amante y me avergoncé un poco. Esas son cosas para las que una no puede estar preparada por muy mayor que se vaya haciendo. Mi madre es feliz con su relojero y yo me alegro, aunque prefiera no imaginarme según qué cosas.

He decidido llamar a mi padre para invitarle a un café a él y a Maite. ¿Por qué no? Además, creo que les debo una disculpa por el comportamiento que tuve el día que conocí a la amante pelirroja de mi padre. No quiero que esta cita sea nada parecido a un acontecimiento, ni que nadie tenga demasiadas expectativas. Ya se lo he advertido a mi padre. Es sólo un café, una manera de mostrarles respeto, pero no será el principio de nada.

Se nota que Maite se ha tomado su tiempo para arreglarse antes de nuestra cita. Llega acompañada de mi padre, que se sienta a su lado, los dos enfrente de mí. Dicen que ya se me nota la tripa, que estoy muy guapa, como todas las mujeres embarazadas, y que si necesito algo. Maite es amable, pero sabe muchas cosas de mí, demasiadas para mi gusto. Sabe lo del embargo de mi casa, cada uno de los fracasos empresariales de Luisma, que me han ascendido en la productora y que fotografío bragas de oferta. Sabe que tengo tendencia a engordar, que bailo bien y que siempre me he sentido un poco acomplejada frente a mi hermana. Debe de ser normal que esta señora tenga tanta información sobre mí porque mi padre se la habrá contado, pero a mí no me hace ninguna gracia. Maite habla como si perteneciera a la familia y eso me saca de quicio. Y eso no es lo peor: lo que más me molesta es su empeño en ser amable conmigo.

—¿Y cómo se va a llamar?

—No lo sé.

—La verdad es que estás guapísima.

—Gracias.

—En los otros embarazos lo pasaste peor, ¿no?

—Sí.

—Ya me dijo tu padre.

—Mi padre te dice muchas cosas, me parece.

—Claro.

—Pues de mí prefiero que le cuentes menos.

—Ya empiezas otra vez —interviene mi padre.

—Es que no sé quién es esta tía para saber tantas cosas de mí.

—No le hables así a Maite.

—No te preocupes, Fermín —apacigua Maite—. Es normal que Clara esté algo nerviosa.

—Yo no estoy nerviosa. Tú me pones nerviosa.

—Esto es el colmo —se indigna mi padre.

—¿Sabes lo que te digo, Clara? —me pregunta Maite amablemente.

—¿Qué?

—¡Que eres una niñata!

—¿¡Cómo!?

—¡Ni-ña-ta!

—¡Pero, Maite! —se sorprende mi padre.

—¿Tú quién te crees que eres para humillarme así? —me pregunta mirándome fijamente a los ojos.

—Yo no te... —intento rehacerme sin éxito.

—¡Mira, niña! Yo quiero a tu padre más de lo que te imaginas y lo único que pretendo es que las cosas sean sencillas para él...

—Ya, pero...

—¡Todavía no he terminado! —me interrumpe levantando un poco la voz—. A quien estás haciendo daño con tu actitud es a él, no a mí.

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