Los cipreses creen en Dios (27 page)

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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Los cipreses creen en Dios
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A Ignacio toda aquella confusión no le asustaba. A gusto hubiera seguido paso a paso el curso de los acontecimientos con el fin de llegar a tener un criterio definido; pero no quería perder de vista sus problemas personales, especialmente el que le planteaban los estudios, obligado a encontrar profesores aptos para el sexto curso de bachillerato.

En el fondo, le hacía gracia la actitud del Responsable. Iba contra unos y contra otros y se desentendía de las elecciones. Como réplica a los mítines políticos, el jefe de la CNT movilizó dos veteranos del anarquismo, que subieron a los escenarios a exponer sus doctrinas higiénicas. Eran dos hombres muy conocidos por su austeridad de vida y por su desprecio absoluto de la civilización occidental. Hablaban con familiaridad de los yogas, de la respiración rítmica. Su aspecto era de cuarenta y cinco años y se calculaba que tenían sesenta. Alguien aseguraba que dormían sentados y que podrían permanecer enterrados días sin daño alguno para su organismo. Sus conferencias y demostraciones llamaron mucho la atención. Ni un atleta de la ciudad dejó de asistir a ellas. La Torre de Babel quedó muy impresionado y fue a consultarles algo con referencia a las posibles mejoras en su especialidad: triple salto. Los dos veteranos le contestaron que no había ninguna necesidad de saltar para ser feliz.

Matías consultó con Julio el problema de Ignacio y el policía, después de reflexionar, le preguntó:

—El programa es muy duro, ¿verdad?

Matías contestó:

—Eso dice el chico.

—Pues… —añadió el policía— a mí me parece que valdría la pena hacer un esfuerzo y que fuera a clase con el maestro que conocisteis, con David.

—Pero ¿David enseña bachillerato?

—¡Toma! ¿Crees que el sueldo de la escuela les basta? Él y su mujer dan clases particulares.

Matías movió la cabeza repetidas veces.

—¿Y por qué dices que valdría la pena hacer un esfuerzo?

—Porque creo que la mensualidad que cobran es bastante crecida.

—Ya. ¿Es… que son muy buenos? —se interesó Matías.

Julio dijo:

—Puedo darte un detalle: todavía no les han suspendido ningún alumno.

Matías alzó los hombros.

—Bueno. Eso… después de la experiencia de la Academia Cervantes…

—No, hombre, no. Son muy buenos. Su mujer es casi mejor que él. Son muy inteligentes. —Y luego añadió—: Pilar sabría algo más de lo que sabe si hubiese ido con ellos.

Ahí estaba el inconveniente, que Matías vio en seguida: las ideas de los maestros. Recordó que Julio le había hablado a Ignacio del socialismo de David, de su sistema pedagógico, de que en la clase mezclaba ex profeso chicos y chicas… A él todo eso le tenía sin cuidado, pues para enseñar Ciencias a Ignacio una hora diaria por la noche no hacía falta hablar de Largo Caballero; pero Carmen Elgazu… Desde luego su mujer no sabía nada de cuanto Julio había contado. Más bien estaba predispuesta en favor del muchacho de la herida en el mentón, pues le dio pena saber que él y su esposa eran hijos de suicidas.

A Ignacio la noticia de que David y su mujer enseñaban bachillerato le pilló de sorpresa. Se informó en el Banco y todos coincidieron en que tenían fama de excelentes maestros. El de Cupones sentenció: «Es muy sencillo. Son los mejores de la ciudad». Estos informes, unidos a la curiosidad que Ignacio sintió por David desde el primer momento, le habrían hecho aceptar en el acto, pero… también le daba miedo su madre. Ella no admitía distingos, ella estaba segura de que nada existía que fuera indiferente, de que la Física y el Cálculo integral tenían mucho que ver con la Religión, según la manera como fueran enseñados.

Matías dijo a Ignacio:

—Mira, lo primero vete a ver. Condiciones y demás. Luego pensaremos si le decimos una pequeña mentira a tu madre.

Dicho y hecho. El muchacho visitó a los maestros sin pérdida de tiempo. David abrió de par en par sus ojos, al reconocerle. Llamó a su mujer: «¡Olga, ven, tendrás una sorpresa!» La entrevista fue cordialísima. ¡Encantados de tenerle por alumno! La clase de sexto curso, diaria, de ocho a nueve de la noche, hora a propósito para los que trabajaban. Los honorarios, veinte pesetas mensuales. Un poco crecidos, ya lo sabían, pero su sueldo era exiguo —si se ganaban las elecciones les iban a aumentar— y entretanto tenían que vivir. Hablaron largo rato y la simpatía fue recíproca. Especialmente Olga pareció sentir un gran interés por Ignacio.

Éste salió de allá alegre como unas pascuas. ¡Al diablo los profesores autómatas de la Cervantes!

La pequeña mentira… Mejor que mentira fue omisión. Matías e Ignacio se confabularon para ocultar a Carmen Elgazu cuanto sabían sobre las ideas de David y Olga. Se limitaron a informarle de las referencias sobre su competencia, a explicarle, libros de texto en mano, lo terriblemente difícil del programa. Sabían que mosén Alberto pondría el grito en el cielo antes de una semana; pero… la cuestión era situarla ante el hecho consumado.

Carmen Elgazu no sospechó ni por un momento. Los inconvenientes que veía eran muy otros.

—¿No es muy raro? ¿Y no tendrás que ir demasiado lejos, hijo? Bien, bien, si a vosotros os parece…

Matías fue al Neutral a tomarse una copa de coñac por lo que acababa de hacer. Y en cuanto a Ignacio, empezó las clases en seguida, David y Olga le presentaron los tres muchachos, hijos de familias humildes del barrio, que serían sus compañeros de curso.

Y pronto se dio cuenta de que, efectivamente, sus nuevos profesores se salían de lo vulgar. Olga llevaba peinado corto y liso, de cabellos muy negros, y tenía unos ojos muy grandes y muy hermosos. Delgada, pero de músculos desarrollados, daba la impresión de tener un cuerpo muy bien equilibrado, como si hubiera asimilado las lecciones de los dos veteranos del anarquismo. David era un poco más alto. Curada su herida de la barba, sus facciones parecían mucho más angulosas aún y desde luego aparentaba más edad de la que tenía.

David le pareció a Ignacio mucho más tímido y serio que cuando le conoció en el piso de la Rambla. Por lo visto, al hallarse entre una familia desconocida que le atendía con tanta amabilidad, se creyó en la obligación de decir cosas como: «¡Quién me manda a mí bailar sardanas!»

Las primeras lecciones transcurrieron con normalidad, sin una alusión a nada que no fueran las materias del curso. Sin embargo, Ignacio se enteró por sus compañeros de curso de que David y Olga no estaban casados por la Iglesia, a pesar de que Julio García lo creía así.

Ignacio no habló a solas con ellos hasta el primer sábado, día en que se quedó para pagarles la semana —preferían cobrar por semanas— y en que Olga le preparó un café. Entonces Ignacio, por un súbito e irresistible impulso y estimulado porque también ellos le habían hecho muchas preguntas, les preguntó sin rodeos si la información que le habían dado sus compañeros era verídica. «Ya sé que es un poco insolente preguntar eso, pero…»

Entonces Olga le contestó, con toda naturalidad, que no había nada de insolente en ello, que cada uno podía pensar y preguntar lo que quisiera. En cuanto a la información, era verídica. No estaban casados por la Iglesia. «En realidad —añadió—, hubieran considerado humillante confiar a un tercero la misión de bendecir un amor que nació libremente, y de establecer entre ambos, en virtud de unas frases en latín, lo que llamaban lazos perdurables.»

—Si estos lazos se rompen aquí, Ignacio —concluyó, señalándose el corazón—, no hay bendiciones que valgan; y si no se rompen, no hay ninguna necesidad de bendiciones.

El muchacho reflexionó mucho sobre ello, y halló reparos a la teoría de Olga. Reconoció que, efectivamente, aquella unión parecía sólida. Sin embargo, no se sabía hasta qué punto resistiría una dura prueba de celos, de ausencia prolongada, de nacimiento de un hijo anormal. En cambio, era evidente que el matrimonio Alvear-Elgazu lo resistiría todo, aunque cayeran sobre él las diez plagas de Egipto.

Aquel día fue el comienzo de periódicas conversaciones. Las cuales estuvieron a punto de quebrarse en seco cuando Carmen Elgazu llegó una noche sofocada exclamando: «Pero… ¡Dios mío! ¿Es que no sabíais quiénes eran esos maestros, o es que os habéis prestado al juego?» Mosén Alberto acababa de decirle textualmente: «Después de Julio García, son las dos personas más nefastas de la ciudad».

Matías e Ignacio fingieron una sorpresa absoluta, aunque por dentro uno y otro sentían cierto remordimiento. Sin embargo, la cosa no era como para dudar.

—Pero, mamá… ¡Yo qué sé qué ideas tienen! Lo que puedo decirte es que con ellos he aprendido más en un semana que en la Cervantes en un mes.

—¡Pero ni siquiera están casados!

Matías intervino:

—Pero, mujer, cálmate. Yo no sé si están casados o no, pero lo que sé es que tú y yo sí lo estamos y que somos nosotros los padres de Ignacio.

Carmen Elgazu no cedía y lloriqueaba. Presentía grandes catástrofes para la mentalidad de Ignacio.

—Le pervertirán, la pervertirán. No faltaba más que eso.

Ignacio acabó por reaccionar en serio.

—Pero ¿es que crees que sigo al primero que llega? Tengo mis ideas y se acabó. Y además, te repito que nunca se habla de eso. Somos cuatro en clase, y bastante trabajo hay.

Carmen Elgazu comprendía que si dejaba avanzar el curso luego ya no habría remedio. De modo que gastó toda su pólvora en aquella ocasión; pero Ignacio y Matías no cedieron. Matías terminó por decirle que su fanatismo se hacía insoportable a veces.

—No sé lo que quieres, francamente. Me parece que querrías que hasta yo me fuera al Seminario. ¡Caray con la caridad! Al que no piensa como vosotros le negaríais hasta el saludo. —Se levantó y añadió—: No se hable más del asunto.

A Ignacio todo aquello le causó pena, sobre todo porque en el fondo tenía la sensación de que estaban jugando un poco sucio. Y por lo demás, era cierto que David y Olga le atraían con fuerza… Sus teorías le atraían menos, o por mejor decirlo, las conocía muy poco. Pero, como siempre, su manera de vivir, la gran seguridad de sus personas le influían poderosamente.

El muchacho no se arredraba hablando con ellos y no negó que creía en todos los Misterios habidos y por haber. Los maestros, oyéndole, reaccionaban en forma distinta a la de Julio. Julio sonreía, y a lo máximo se ponía a acariciar la tortuga; por el contrario, David y Olga parecían tomárselo muy en serio y muchas veces se miraban como indicando: «Ya ves hasta dónde puede conducir la educación que ha recibido…»

Con frecuencia Olga encendía un pitillo, en cuyo momento Ignacio no podía menos de pensar en el padre de la muchacha cuando se voló a sí mismo, con un petardo en los labios, frente al mar. David acababa poniéndole la mano en el hombro y diciéndole: «En el fondo yo creo que estamos bastante próximos. Nos falta ponernos de acuerdo sobre el valor de las palabras».

Por de pronto, la experiencia era importante e Ignacio no perdía detalle de cuanto le rodeaba. Desde el tamaño de los mapas en la clase —el de Cataluña mucho mayor que el de la URSS—, hasta el empaque de varias gallinas que se paseaban como grandes señoras por el jardín anexo a la vivienda de que disponía la escuela.

De los tres compañeros de curso, dos llegaban siempre leyendo
Claridad
. Oyéndolos, hubiera podido creerse que vivían muy exaltados con las elecciones y que acogían con entusiasmo las noticias que llegaban de todas partes referentes al malestar reinante. Sin embargo, en el fondo se quedaban tan frescos cuando David les decía que aquel clima de inseguridad era fatal en época de elecciones, y que con ello no se conseguiría sino unir a los adversarios. Los tres muchachos hablaban de socialismo por rebeldía oscura, a la vez que por escalofriante frivolidad juvenil. A veces empleaban un vocabulario parecido al de José, pero que en sus labios perdía la mitad de la fuerza.

A Ignacio le dieron un poco de pena porque los veía obsesionados por el problema sexual. Y le parecía entender que las raíces de su gozosa adhesión a la revolución proletaria estaban ahí: más conmoción sísmica, más facilidades para la vida desordenada y, sobre todo, más impunidad. Ignacio admiraba el esfuerzo de David y Olga para, entre lección y lección, elevar su entendimiento. En algunas ocasiones lo conseguían, pero al salir a la calle se veía que todo había quedado lo mismo.

Los maestros se movían en su mundo con un aplomo que era muy difícil no admirar. A sus alumnos de enseñanza primaria —veinte niños y quince niñas— los tenían absolutamente embebidos, por lo menos durante las clases. Lo mismo que lo estaba Ignacio, cuando David, sin dejar de hablar, se paseaba de un extremo a otro de la clase con las manos a la espalda o cuando Olga le miraba con una sonrisa apretada, alisándose lentamente los cortos cabellos.

Continuamente los comparaba con Julio y le parecían mucho más sinceros, o por lo menos más espontáneos. Al igual que el subdirector, los maestros también encarnaban su doctrina. Ante ellos uno no sólo veía la escalera, sino que la vivía, y la respiraba. Claro que Julio decía siempre: «Los jóvenes confundís la ingenuidad con la sinceridad». Pero era innegable que David y Olga adaptaron sus actos a sus convicciones. Siempre iban juntos, todo lo hacían juntos, no se separaban jamás, como ejemplo vivo de la solidaridad humana que preconizaban.

La escuela estaba situada casi en las afueras, siguiendo la calle en que vivía el Responsable y remontando el Oñar. Los muros eran blancos lo mismo los de la escuela que los de la vivienda, y el jardín cuidado con esmero. Era conocida por Escuela Libre. Las chicas del barrio imitaban a Olga y se ponían jersey alto y en verano sandalias. Algún domingo, los maestros entraban a su casa, bailaban un par de piezas, se tomaban una gaseosa y se volvían a estudiar. Los alumnos, al verlos por la calle, acudían a saludarlos.

David y Olga parecían preferir la amistad de la gente humilde a la de personas de importancia con las que sin duda alguna hubieran podido codearse. Sólo de vez en cuando se relacionaban con el catedrático Morales, hombre extraño que vivía solo en un quinto piso; y luego con los arquitectos Massana y Ribas, en Estat Català. David y Olga pertenecían a Estat Català. Y allá iban todos los sábados por la noche, a oír tocar el piano o a hablar de arquitectura o de libros.

«A nosotros nos gusta la gente normal, la gente que tiene defectos», le decía David a Ignacio. Olga añadió un día que las personas capaces de dejarla plantada a mitad de la conversación y empezar a elevarse del suelo con un círculo luminoso alrededor de la cabeza, le inspiraban gran recelo.

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