—Pero cosas ciertas —pedía—. No me inventes nada. A mí siempre me parece más interesante la verdad.
¿Qué tenía aquella mujer que hablaba de esta manera?
Ignacio le decía que tenía un padre de cabellos ya canosos, un as en el dominó, que ahora estaba disgustado porque se le había roto la radio y que probablemente en aquellos momentos se encontraba sentado en un café llamado el Neutral, o en una barbería de un tal Raimundo pensando en cualquiera de sus tres hijos.
La madre… era otro cantar… Un poco trágica. ¡Si los viera andar solos por aquellos acantilados! Si viera a Ana María con aquel
maillot
verde… Pero era una mujer magnífica. Se encontraría en el fondo del mar rodeada de peces agresivos y pensaría: «¡Dios mío, que la camisa de Ignacio está sin planchar!»
César… era un santo. Precisamente se lo había dicho a los maestros: era un santo. Afeitaba y tal. ¡Tenía unas orejas…! Trabajaba en un taller de imágenes. Había sobornado a uno de los operarios para que le fabricara una imagen de San Ignacio de Loyola. «Él cree que no lo sé; pero mi padre me lo ha escrito.»
En fin, sería cura y casaría a la gente…
—¿De veras…?
—Desde luego. Y supongo que a mí me hará un precio especial. O mejor, me dará una bendición especial.
—¿Y Pilar…?
—¡Ah…! Mi hermana… Me gustaría que conociera a una chica como tú. Es un poco… Pero tiene mucha gracia, desde luego. Ha empezado corte. Y se gana para sus gastos jugando a la Bolsa.
—¿A la Bolsa…?
—¡Sí, sí! Ya te he dicho que tiene mucha gracia.
Ana María se sentaba, con las manos en sus piernas entrelazadas por las tirillas de la alpargata.
—¿Y tú, Ignacio…? ¿Cómo eres en realidad?
Ignacio no lo sabía. Eran tan maravillosos aquellos días —y pasaban tan de prisa— que había perdido la conciencia de sí mismo. De noche, en la Colonia, dormía como un bendito, y se despertaba soñando que también buscaba algo, como los pájaros de la Atlántida. Debía de ser un sentimental. Eso es, un sentimental… Pero ¿cómo sabe uno como es cuando es feliz? ¡Por Dios, que no le preguntara detalles! Por desgracia la realidad volvería pronto. De momento allí estaba la barca, la bahía, el agua y el faro. Y Ana María, sentada en la arena con la falda desplegada, temblorosa a su alrededor. «Lo único qué puedo decirte es que quiero ser un hombre.»
—¿Y tus padres…? ¿Por qué no me hablas de los tuyos?
Los padres de Ana María… eran un poco absurdos. «Ya ves lo que son las cosas. Mi padre… tiene tres
smokings
, pero todavía no ha conseguido llevar uno con naturalidad.» Su madre, por lo que contó de ella, era exactamente lo que sería doña Amparo Campo de haberse realizado sus ambiciones.
—A mí me gustaría, de verdad, tener un padre que pudiera disgustarse porque se le ha roto la radio de galena.
Era una alegría ascendente, que debía una gran parte de su intensidad a la naturaleza que los circundaba. El pensar que aquellas rocas rojizas llevaban siglos allí, contemplando el mismo mar, bajo el mismo cielo azul, los emborrachaba. Pisoteaban fuerte la tierra y se reían de la impotencia de sus pies. ¡Qué duro aquello, qué granítico y eterno! ¡Qué débiles parecían las piernecillas humanas!
—¿Y el alma…? Tú crees en la existencia del alma, ¿verdad, Ana María?
¡Cómo! ¿Cómo no creer en ella? ¿Qué sería de los pobres cuerpos sin el alma? Pobres ojos, pobres ojos… Pobres labios, ahora rojos y llenos de vida. Pobre frente, ahora noble… Todo se secaría. Todo se iría secando como el pequeño riachuelo que había delante de la iglesia. Sin el alma Ignacio no tendría la voz que tenía, ni ella al abrir por las noches la ventana del cuarto sentiría aquellas oleadas de ternura invadirle el pecho. Suponiendo que sin el alma se pudiera vivir, los cuerpos andarían por el mundo encorvados, decrépitos y horribles. Tal vez se arrastrarían por el suelo, y los hombres y las mujeres se vieran obligados a hablar y comer y trabajar en esta postura. Sin el alma nadie hubiera concebido jamás la vela de un balandro.
—¿Y la inmortalidad…? —¿Creía Ana María en la inmortalidad?
¡Cómo no creer en ella! ¿Cómo no creer que había cosas que durarían siempre, que no podían desaparecer? Ella no había dudado jamás de que llevaba en sí misma algo que sería inmortal. Ya antes de tener uso de razón —cuando de pequeña vio aquel pulpo en la playa— había sentido que la existencia del cielo era una verdad. Por eso quería tener hijos, porque un ser humano era lo único que uno podía crear con la seguridad de que viviría siempre, de que su muerte sería aparente y transitoria. Lo demás… ya era distinto. Por ejemplo, aquella muñeca, aquella malagueña de un moño a cada lado, moriría un día… Aunque, ¡quién sabe! Pero lo que ella quería era casarse un día y tener hijos.
Ignacio no la besó. No la besó nunca. Había cometido una torpeza: el segundo día, en la barca, le hizo un sermón de diecisiete minutos sobre la castidad… Le dijo que cuando un hombre respetaba verdaderamente a una mujer, no la besaba nunca antes de casarse: por lo menos en los labios. Y por eso, a pesar de tener los labios de Ana María muy próximos a los suyos, hablando de hijos y de inmortalidad, tenía que hacer honor a su sermón y aguantarse.
¡Válgame Dios, todo aquello era hermoso! E incluso existían fotógrafos ambulantes dispuestos a inmortalizar la excelente pareja que ellos hacían.
* * *
David y Olga le decían que se llevaría un disgusto, que Ana María no era para él. «Es una mujer rica, no es para ti. Va contigo de buena fe, pero es que a veces gusta cambiar de ambiente. Es una aventurera, ¿comprendes? También sus amigos del jersey en el cuello a modo de bufanda van a veces a beberse un vaso de vino en una taberna.»
Ignacio no contestaba. Ignacio tenía una ventaja: todo aquello ya lo sabía. Pero sabía que lo que le ocurría era humano. El propio José, su primo de Madrid, se lo había dicho: «A todos nos ocurre, soñamos con una princesa». Claro que él ya había soñado con tres… Ana María era la tercera.
Pero su divorcio con la realidad no era total, por desgracia. Cualquier detalle le recordaba, en el momento más impensado, que los días pasaban de prisa y que pronto tendría que regresar a Gerona…: una carta de sus padres, un limpiabotas conocido —Blasco, u otro— paseándose por San Feliu dispuesto a limpiar el blanco del calzado que la gente usaba en verano.
Había algo inoportuno en su felicidad: David y Olga no podían compartirla. San Feliu, pueblo de la costa, de imaginaciones esperantistas, había mandado a los maestros una ráfaga de recuerdos violentos y tristes: se había suicidado un artesano del corcho que ellos conocían. Un hombre extraño, que había construido en corcho una prodigiosa miniatura del monumento a Colón erigido en Barcelona. Vivía solo, y una noche, en el momento en que entraba en el puerto un barco japonés, fue al faro y se ahorcó. Al día siguiente le encontraron con los pies balanceándose y una nota en el bolsillo que ponía: «Me voy porque me da la real gana».
Aquel suicidio había impresionado profundamente a los dos maestros, recordándoles que eran hijos de suicida. David pensó en su padre, balazo en la sien; Olga en el suyo, petardo en los labios, encendido a modo de cigarro. Ignacio no podía hablarles de felicidad. Tal vez por eso David y Olga le dijeran: «Te llevarás un disgusto. Esto no es para ti».
¿Era él egoísta habiéndoles de Ana María a pesar de todo, o lo eran ellos escuchándole con una sonrisa de amarga indulgencia? ¿Y por qué no cesaban, por quince días aunque fuera, de hablar de fascismo y revolución? Él no tenía la culpa de que «Gil Robles fuera frívolo», de que ellos creyeran que el socialismo conseguiría incluso pesca más abundante en el mar, ni de que el artesano del corcho se hubiera colgado de un faro. Por otra parte, Ana María hablando de la «revolución» le había dicho que sí, que ella presentía muchas injusticias en el mundo y que muchas veces se había preguntado si su padre en la fábrica no robaba el dinero de los que trabajaban para él. Pero… añadió que el terreno era peligroso… En Barcelona había conocido un chico socialista que la apabulló a discursos. Luego resultó que era un simple resentido. «¿Por qué mucha gente no hace como tú? —concluyó—. Trabajar y estudiar. Y llegar a ser abogado…»
Debía de ser una visión simplista del problema. Pero ¡lo decía con una seguridad!
Las alumnas, en cambio, le estimulaban a que fuera con Ana María. La chica les pareció a todas preciosa y muy simpática. Y a veces, en la playa, hacían una gran correría por el paseo para verlos a los dos, para verlos nadar en la zona de pago, o pasarse uno al otro el balón azul del comandante Martínez de Soria.
El comandante Martínez de Soria… Era cierto que daba clases de esgrima en el Casino. Era otro de los detalles que devolvían a Ignacio a la realidad. Porque la esposa y la hija del comandante estaban también allí, en San Feliu, aunque vestidas de negro. Siempre se sentaban en uno de los bancos del Paseo a leer de cara al mar. Ana María sentía una gran curiosidad por aquellas dos mujeres, de las que decía que tenían una gran personalidad. La madre era alta, y de un perfil sereno y grave; la hija, que se llamaba Marta, llevaba un flequillo hasta las cejas y los cabellos caídos a ambos lados de la cara. Era muy original. Algo menor que Ana María, debía de tener la edad de Pilar.
Un día, Ana María quiso acercárseles disimuladamente para ver lo que leían. Y se enteraron de que la madre leía «El Escándalo», de Alarcón y de que Marta leía el periódico de Falange Española, «Arriba», que salía en Madrid, y en cuya portada se veía el retrato de José Antonio Primo de Rivera.
A Ana María pareció impresionarla mucho el detalle; Ignacio se mordió los labios y no supo qué comentario hacer.
Otra de las personas que se paseaban por San Feliu era Julio…
Julio había acudido en el acto al saberse lo del suicidio. Con su sombrero, su boquilla, su carpeta. ¿Sería verdad que era especialista…? Carmen Elgazu aseguraba que tenía un fichero particular de suicidas. Ignacio se preguntaba por qué su madre terminaba siempre por tener razón.
Julio se había encontrado a Ignacio en el Paseo y le había saludado con su cordialidad de siempre. «¡Hombre! Tu padre me dijo ayer que te diera recuerdos. Hubiera subido a la Colonia a verte, pero así me ahorro la caminata.»
Había señalado al barco japonés, embarrancado, y había dicho: «Se está bien aquí… Ya lo ves, ni siquiera los japoneses se quieren marchar…» La hélice del barco decapitaba a los peces, que llegaban a la playa muertos.
Ana María había comentado:
—Es inteligente ese hombre. ¿A qué ha venido aquí?
—No sé. Es experto en suicidios.
Al despedirse, Julio le había dicho a Ignacio:
—Los del Banco te esperan. Les han denegado la paga extraordinaria que habían pedido.
Todo aquello le devolvía un poco a la realidad. Y contar las horas que faltaban para regresar a Gerona le desazonaba. Ahora al llegar la noche se reía de la gente que decía: «Me voy al mar a descansar». Lo cierto era que el mar era agotador, enervaba. Las imágenes que imprimía en la retina, el sol, el aire salitre y el yodo que hacía temblar las ventanas de la nariz.
Ello resultaba evidente no sólo viendo a los maestros, nerviosos, desplegando todos los días
El Demócrata
con una especial inquietud, sino observando a los alumnos. Los chicos habían avanzado enormemente en insolencia durante aquellos días. Se llamaban unos a otros con frases alusivas, gesticulaban groseramente, sobre todo Santi, y varias veces, después de cenar, Ignacio había sorprendido a algunos de ellos sentados en la misma cama, fumando y escondiendo revistas bajo la almohada al menor ruido. En cuanto a las chicas, Olga tenía que reprenderlas porque no se peinaban. Les gustaba llevar el pelo mojado, pegado al cráneo, y provocar. A veces salían todas con los labios horriblemente pintados o con una raya negra que les prolongaba los ojos. Todo aquello daba un poco de miedo. El escote de Olga, y su cuerpo en la playa era el punto de mira de los muchachos; las chicas miraban a Ignacio con descaro y en la cama éste se encontró varias cartas firmadas colectivamente por medio de garabatos, algunos de ellos parecidos al palo de la firma del notario Noguer.
Por otra parte, David y Olga habían tenido una peregrina idea: llevarlos a todos, en comunidad, al cementerio, a visitar la fosa del suicida. Una suerte de acto de desagravio porque el párroco del pueblo se había negado a darle sepultura cristiana. Compusieron un ramo de flores silvestres y lo depositaron sobre el montón de tierra, en un rectángulo adyacente al cementerio común, abandonado y triste, reservado a los no bautizados y a los suicidas. David les hizo allí un pequeño discurso, y una hermana del suicida, que había acudido a rezar un Padrenuestro, se echó a llorar, tan grande fue su agradecimiento.
Los niños recorrieron luego el cementerio y terminaron por reírse ante las caprichosas inscripciones. «¿Dónde está la sala de autopsias? —preguntaban—. A Santi le hubiera gustado presenciar una autopsia.»
Ignacio comprendía que el nerviosismo de los niños tenía un origen idéntico al suyo: el yodo del mar, el sol y la proximidad del regreso a Gerona. Querían exprimir cada instante que pasaba. Les horrorizaba la perspectiva de la Escuela, del nuevo curso, aunque pudieran comprar un acuario.
Ana María le decía que verdaderamente era muy triste tener que separarse. «¿Qué haremos, Ignacio, separados uno del otro? ¿Qué haré yo aquí, con Loli, con esos chicos vanidosos? Cada banco del Paseo me recordará tu persona. Y aunque me maten no miraré esas barcas de la playa. —Luego añadía—: Tendremos que escribirnos, tendremos que escribirnos todos los días.»
Un día Ignacio no pudo más y la besó. La besó con una fuerza inaudita. Ella quedó totalmente desconcertada y apenas si pudo recordar los diecisiete minutos de sermón sobre la castidad.
—Pero…
Miraba a Ignacio y le veía unos ojos un poco encendidos, unos ojos que no eran los suyos habituales. ¿Cómo podía un rostro cambiar de expresión de tal suerte, tan bruscamente?
Ana María se levantó y echó a andar… No, aquello no estaba bien, no era bueno. Ignacio hubiera debido de contenerse. Se había roto algo… Tal vez ella fuera exagerada y aquello resultara lo normal. De acuerdo, de acuerdo… pero que no mirara de aquella manera.
Ignacio comprendió que a Ana María no le daban vértigo los acantilados, pero sí el encuentro con la pasión. ¡Pero es que él era un hombre! También el escote de Olga le ponía nervioso. ¡Cuántas veces se había echado al agua para serenarse!