Para Dante, sin embargo, estas palabras supusieron un impacto que ni hubiera soñado su interlocutor. La referencia al Infierno le había trasladado con brusquedad a su verdadera situación en Florencia. En la extensa perorata de Chiaccherino parecía abrirse, de repente, una nueva vía de información.
—¿Cómo dices? —preguntó súbitamente Dante, con tal pasión que sobresaltó a Chiaccherino.
El hombre volvió a interrumpirse en una actividad condenada a eternizarse.
—Bueno… —dijo tímidamente, algo confuso—. Vos hablabais de un infierno particular y…
—Ya sé lo que dije yo —interrumpió Dante intentando disimular su ansiedad—, pero tú hablabas de infiernos en Florencia.
—Sí… —titubeó el sirviente, que miró al huésped con aturdimiento y el gesto desorientado de quien sospecha haber dicho algo inconveniente sin saber muy bien lo que ha sido—. Bueno…, en realidad, yo estaba recordando una cosa que pasó cuando…
En ese preciso e inoportuno momento, sonaron en la puerta tres golpes apresurados y firmes que les sobresaltaron a ambos y cortaron de raíz la intervención del viejo criado.
L
a puerta se abrió y el torso de un hombre de gesto recio y adusto invadió el espacio. Miró fijamente a Dante y se inclinó con un respeto profesional, dirigiéndose hacia él con cortesía.
—Disculpadme,
messer
Benedetto.
Dante recibió su acordado nombre ficticio con la extrañeza que le producía ser nombrado de ese modo. Dedujo que este nuevo personaje también era un criado, pero superior jerárquico de Chiaccherino. Éste, súbitamente, se había afanado en una desenfrenada actividad de golpes sobre el colchón. Acto seguido, el recién aparecido se encaró con el viejo sirviente.
—¡Aquí te escondes Chiaccherino del demonio! ¿Cómo te atreves a importunar a los huéspedes del conde? ¡Deja esa vara antes de que te la rompa en los lomos y vete a continuar con tu trabajo!
Dante comprendió los motivos que habían impulsado al criado a remolonear en su estancia y a hacerle una petición tan inusual. Chiaccherino era un viejo curtido en mil lides en las labores del servicio y, sin duda, había adquirido una especial habilidad para esquivar las tareas más duras, escondiendo sus doloridos huesos en cualquier lugar que le permitiera estar alejado de ellas. De un vistazo, creyó ver miedo en los ojos miopes de Chiaccherino y, vencido por una creciente simpatía hacia él y por las ganas de seguir escuchando sus explicaciones, decidió echarle una mano.
—Disculpa —atajó, dirigiéndose al recién llegado—. Es culpa mía, no de Chiaccherino. Yo he sido quien le ha entretenido pidiéndole expresamente que arreglara mi colchón. Está todo bien, puedes retirarte.
—Pero… —intentó una débil protesta.
—Gracias —interrumpió tajante Dante con visible impaciencia—. Puedes retirarte.
El recién llegado completó una nueva reverencia, obediente y disciplinado. Pero por la última mirada que lanzó al viejo y el brillo que desprendían sus pupilas, Dante se dio cuenta de que no se iba especialmente satisfecho y que, seguramente, a partir de ahora, le iban a quedar pocas oportunidades de hablar con Chiaccherino. Éste, sin embargo, parecía sinceramente agradecido y con una resignada convicción de que iba a recibir algún castigo por su comportamiento.
—Os lo agradezco,
messer
—dijo con cierto asomo de vergüenza por haber sido cogido en falta—. Quizá debería retirarme ya. Es cierto que os estoy importunando. Soy un viejo necio y pesado…, demasiado viejo, me temo, para cambiar.
—De ningún modo —replicó Dante con una sonrisa tranquilizadora—. No te irás hasta que me cuentes algo sobre ese infierno.
Por su gesto de satisfacción, el criado demostró que, a su edad y con su experiencia, bien poco le afectaban las recriminaciones si alguien estaba sinceramente dispuesto a escuchar alguna de sus historias.
—Pues os hablaba de un extraño y terrible suceso que conmovió a Florencia hace algunos años —comenzó con tono misterioso; a Dante esas primeras palabras no le parecieron buenos augurios, porque los acontecimientos que le habían traído de nuevo a Florencia no tenían, ni mucho menos, tanta antigüedad—. En un día de
Calendimaggio
de hará más de diez años. A los florentinos nos gusta pasárnoslo bien y en esas fechas se hacen siempre fiestas, bailes y juegos por toda la ciudad, deberíais verlos. Cada uno hace lo que mejor sabe y puede para ser mejor que los demás. Y los del borgo San Frediano son desde antiguo los que hacen los juegos más nuevos y raros. Y aquel año, desde luego que se superaron.
Dante ya era consciente, con atemperada desilusión, de que la historia no tenía nada que ver con los acontecimientos que realmente le preocupaban. Sin embargo, permaneció callado sin hacer ademán alguno de interrumpir. Ni siquiera cuando Chiaccherino hizo una pausa para tomar aire.
—Se les ocurrió mandar un bando por todos los rincones de la ciudad avisando de que cualquiera que quisiera tener noticias del otro mundo debería estar ese día sobre el puente de la Carraia y sus alrededores —continuó Chiaccherino—. Colocaron en el Arno barcas y balsas adornadas de tal forma que eran ¡una figuración del mismísimo Infierno! En verdad que era algo horrible, con esos fuegos, penas y martirios que no pueden ser muy diferentes allí mismo. Había hombres disfrazados de demonios, horrorosos de ver, que chillaban y daban ladridos como de perro y otras figuras de ánimas desnudas que estaban puestas en terribles martirios. Y daba miedo de verdad oír, entre el humo, gritos grandísimos y ruido como de tempestad; no sé cómo lo harían, pero era todo espantoso. Tan bien hecho estaba que se corrió la voz por todas partes y allí fuimos todos a verlo. Los que llegamos tarde, como yo, tuvimos que ponernos alrededor del río, porque el puente estaba lleno de gente. Y luego tuvimos que dar gracias a Dios por ello. Porque, como era de madera, no pudo con tanto peso y se rompió haciendo un ruido horrible y cayéndose al agua con quienes estaban encima. ¡Se ahogaron muchos! —dijo conmovido—. Todos lloraban y gritaban porque les parecía que entre los muertos podía estar su hijo, su hermano, su padre, amigos, qué sé yo…
Dante había respetado en silencio la narración de los pormenores de ese accidente que había acabado en 1304 con uno de los puentes de la ciudad y, al mismo tiempo, con un buen puñado de ciudadanos. Ahora se debatía en una nueva duda. O bien dejaba pasar la ocasión de recoger opiniones sobre los odiosos crímenes que debía investigar, provenientes de alguien tan bien enterado en acontecimientos ciudadanos, o bien mostraba un interés claro y directo por tales sucesos. Adoptó la segunda opción, aun a sabiendas de que ignoraba en quién podía realmente confiar y de los riesgos que suponía dar cualquier paso sin extremar la prudencia. Carraspeó e intentó adoptar cierto aire de indiferencia para cambiar de tema.
—Cuando mencionaste la palabra «infierno» pensé que te referías a otros tristes sucesos… muy recientes, de los que han llegado noticias hasta Bolonia —tanteó Dante con cautela, pero el criado permaneció mirándole fijamente, sin tomar la palabra, lo que le obligó a ser más explícito—. Me refiero a unos abominables asesinatos… «Crímenes dantescos» creo que los llaman —completó Dante, resignado a recurrir a este indignante calificativo que tanto le repugnaba.
—¡Dios santo! —exclamó Chiaccherino con cara de terror mientras se santiguaba—. ¡Hasta tan lejos han llegado tan horrorosas nuevas! Quiera el Creador en su inmensa bondad guardarnos de tales cosas. ¡Pero es mejor no hablar de eso,
messer
! Es todo obra directa del demonio.
El criado miró de reojo, como si temiera verdaderamente que toda la corte infernal apareciera en cualquier rincón de aquella habitación.
Dante confirmó, al menos, que había auténtico pánico en Florencia. Aquellos compatriotas suyos trataban de olvidar las penas que les atormentaban no hablando de ellas, como si eso las hiciera menos reales. Pero apenas se las sacaba a la luz, reaccionaban como conejos asustados, temerosos e impotentes.
—¿No crees que los asesinos sean hombres como nosotros? —preguntó Dante, un tanto burlón, evocando los delirios del predicador de Santa Croce.
—¡Como nosotros, desde luego que no! Y si son hombres —respondió Chiaccherino sin perder su gesto compungido—, tienen su alma tan perdida que en poco se diferencian de los demonios…
—Y se dice que los crímenes siguen fielmente escenas del libro que escribió uno de vuestros más afamados poetas —continuó tenaz Dante, con un oculto matiz de orgullo y sin hacer caso de aspavientos y mojigaterías.
El poeta reparó con ánimo burlón en todo lo que podría decir de sí mismo desde su anonimato, así como todo lo que podría escuchar. Nunca le había parecido muestra de excesiva virtud en un hombre hablar de sí mismo. Quizás ahora tendría utilidad para conseguir información.
—Sí…, las de un ilustre poeta desterrado entre los blancos —contestó Chiaccherino, que se mostraba un tanto nervioso—. Pero yo no soy hombre de letras… Poco sé de esas cosas…, lo que oigo y poco más.
—¿Y qué has oído sobre eso concretamente? —insistió Dante, que ya metido en materia estaba poco dispuesto a abandonar su presa.
—Pues se dice que aparecieron junto a esos desgraciados notas escritas por ese poeta… —dijo Chiaccherino con desgana—. Pero, ¿sabéis?, ¡es que lleva años a millas de distancia, si es que aún sigue vivo! No le deis vueltas a esto
messer
—completó con su característico cabeceo melancólico—. No es una cosa buena, no.
Dante desvió la vista, un tanto desolado, hacia el gran espacio abierto que marcaba el ventanal. Ya debería haber supuesto que para la mayoría esas notas habían salido de su puño y letra y su implicación debía de parecer más que evidente a los ojos de los florentinos sencillos.
—Cuatro misteriosos asesinatos… —dijo Dante, con la mirada perdida en el rectángulo de luz por el que penetraban los consabidos rumores urbanos y como si en realidad estuviera pensando en voz alta.
—Tres… ¡Y quiera Dios que no haya un cuarto! —puntualizó Chiaccherino.
—¿Tres? —preguntó Dante, con súbita extrañeza, volviendo a mirar al otro.
—Sí,
messer
—respondió éste, serio y con una incomodidad cada vez más visible—. A no ser que mi memoria me falle tanto como mi vista, así es.
—Vaya…, me habían hablado de cuatro —insistió Dante, algo intrigado por la omisión.
Chiaccherino miró hacia el techo y su gesto parecía delatar un recuento mental de cierta dificultad matemática. Tras un instante de pensativo silencio, volvió a tomar la palabra.
—Tres,
messer
—se reafirmó—.
Messer
Baldasarre de Cortigiani, el de los halcones. Ese otro…, un tal
messer
Bertoldo, y el mercader extranjero aplastado entre los escombros de la nueva Santa Reparata. Eso hacen tres, ni más ni menos… ¡Demasiados, diría yo!
—Y todos con sus correspondientes notas escritas —comentó Dante.
—Los tres —respondió el criado, más lacónico de lo usual y visiblemente molesto con los derroteros de la conversación.
Dante no quería aludir de modo directo al espantoso martirio de Doffo Carnesecchi, que no entraba en las cuentas de Chiaccherino. Una cosa era interesarse en unos sucesos tan notables que habían podido trascender más allá de las fronteras de Florencia, pero otra muy distinta era indagar sobre hechos cuyo conocimiento pormenorizado requería una familiaridad con la ciudad, impropia en un extranjero de visita. Y menos ante un chismoso como aquél, dispuesto a divulgar todas sus experiencias a cualquiera que le prestara oídos. Por eso el poeta se encerró en sí mismo recapacitando en silencio, casi olvidándose de la presencia de un Chiaccherino sorprendido por su actitud. Para Dante, el parecido de la escena del crimen del desdichado Doffo con su obra era tan evidente como en los otros tres casos. Claro que para llegar a esa conclusión se debía haber leído el «Infierno», algo que, obviamente, no estaba al alcance de Chiaccherino, de quien incluso dudaba que supiera leer. Otra opción era contar con un eficaz indicador externo que despejara las dudas incluso de los iletrados: las notas escritas. Si el criado no había incluido ese crimen concreto dentro de la infame serie era, entonces, porque no se había hablado en su ciudad de esa prueba consustancial a los hechos. En el caso de Chiaccherino, el desconocimiento de un evento público y notorio era un factor que tener poco en cuenta. Pero lo cierto es que las actas notariales recogían en los pormenores de este suceso la existencia de una nota escrita, aunque lo hicieran con una letra diferente y en una posición formalmente insólita. Decididamente, algo no encajaba; el poeta intuyó, abatido, que las dificultades iban a ser inseparables compañeras en cualquier paso que diera en sus investigaciones.
Dante salió de su ensimismamiento temporal en el mismo momento en que se produjo la tercera visita de la mañana. Ahora fueron dos golpes secos y rápidos en la puerta los que les sobresaltaron. Después, el visitante penetró con resolución en la estancia, sin pedir permiso y murmurando apenas un «saludos, poeta». Con ligereza, Francesco de Cafferelli se situó al otro lado de la mesa, justo frente a Dante, que le miró con la inquietud que siempre le producía la presencia de aquel joven. Permaneció de pie, tomando un par de uvas del frutero del que Dante aún no había probado nada. El poeta se fijó en la venda de su mano izquierda y recordó la desagradable escena con el difunto Birbante. Sin mirarle, mientras mordisqueaba una uva, se dirigió al criado con firmeza señalándole el camino con un dedo extendido.
—Vete.
Chiaccherino, no menos sorprendido por la extemporánea aparición de Francesco, tardó un poco en reaccionar, embelesado, con la boca abierta, en la contemplación del joven caballero.
—¡Fuera! —rugió de repente Francesco.
Ahora sí que el sirviente reaccionó. Dejó caer la vara sobre la cama y de un salto se puso a la carrera camino de la salida, mostrando una agilidad sorprendente e insospechada para Dante en los momentos previos a la llegada de Francesco. Poco antes de que atravesara el umbral, Dante recordó algo y fue capaz de llamarle antes de que desapareciera definitivamente.
—¡Chiaccherino!
El sirviente frenó en seco, con un respingo y medio cuerpo ya fuera de la estancia. Se volvió dejando ver un rostro pálido y descompuesto.
—¿Sabes dónde están los «secaderos de los bueyes»? —le preguntó Dante.