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Authors: Javier Arribas

Tags: #Intriga, #Histórico

Los círculos de Dante (13 page)

BOOK: Los círculos de Dante
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—¡Estáis ciegos! Zafios ignorantes, no abriréis los ojos hasta que el demonio mismo os venga a visitar y seáis víctimas de uno de esos crímenes dantescos…

Dante se aproximó lentamente, con un renacido interés.

—Esos beguinos de Satanás —prosiguió apasionadamente el anciano—, esos herejes con los que no os importa convivir os exterminarán a todos como ratas cobardes…

Un abucheo de protesta se alzó entre la concurrencia.

—… porque no sois lo suficientemente hombres como para achicharrarlos en esta misma plaza, como se hizo a gloria de Dios con esos criminales cátaros…

Arreciaron las burlas y las expresiones de incredulidad en los presentes, firmemente convencidos, según todas las apariencias, de la imposibilidad de que eso sucediera en Florencia.

—Cuéntanos otra vez eso de que fornican después de muertos —gritó uno de los presentes, un hombre de aspecto zafio que roía una manzana.

Dante supuso que el predicador les habría hablado más de una vez de una de las más peregrinas creencias de los heréticos seguidores del Libre Espíritu, la promiscuidad sexual de las almas tras el fallecimiento de los cuerpos.

—Eso es lo que más le interesa a Carlotto —respondió entre risas otra voz emanada del grupo—. Follar algo más en la otra vida de lo que lo hace en ésta.

Todos rieron con ganas y complicidad, hasta el aludido, que no dio muestra alguna de enfadarse. El predicador redobló su temblor de indignación, ahogado entre tanta incomprensión, y replicó con el rostro congestionado de ira.

—¡Preocúpate más bien de que esos herejes no vayan a tu propia casa a fornicar con tu hembra y preñarla con la semilla del mismo Belcebú!

Las carcajadas resonaron con fuerza en toda la plaza y, esta vez, el sorprendido Carlotto sí que se mostró ofendido. Sin pensarlo, lanzó la manzana contra el anciano mientras decía: «¡Será cabrón!». La fruta le impactó en plena cara, aunque el predicador se mantuvo a pie firme en un alarde de dignidad. La respuesta generalizada fue un tanto ambigua, pues, aunque se mofaban abiertamente del orador, no aprobaron la reacción de su compañero. Incluso alguno llegó a recordarle, con palabras difíciles de distinguir entre la sinceridad o la burla, que aquél era un «hombre de Dios». Carlotto, encogiéndose de hombros con indiferencia, decidió marcharse y dar por finalizada aquella diversión que, al fin y al cabo, le había costado una manzana a medio comer.

—¡Sigue, viejo! —gritaron otros que no parecían dispuestos a que el espectáculo finalizara para ellos.

El anciano se inflamó de orgullo ante tales muestras de interés y rápidamente encontró una nueva vía abierta para sus desvaríos.

—Alejaos de todas las obras de Satanás —continuó con ímpetu—. No caigáis, como hacéis a menudo, en la impía práctica de la usura…

Un murmullo amplio, salpicado de expresiones obscenas, acogió el cambio de argumentos. Las cuestiones del préstamo y de la usura eran asuntos controvertidos y delicados. La Iglesia condenaba esta práctica, sin paliativos o atenuantes, pero en la realidad terrenal pocos eran los que podían sobrevivir con sus escasos salarios sin recurrir a algún usurero. Por eso, la sociedad civil lo consentía y, como su práctica no era de buen cristiano, permitía que ejercieran esa función los judíos. Éstos se enriquecían y, a la vez, concentraban el odio de los que se empeñaban a su costa. Por eso, era un tema que siempre aseguraba la atención a los predicadores que lo comentaban.

—Yo os digo que es un pecado grandísimo; y aunque algunos se crean que Dios ni ve ni entiende y lo llaman de muchas maneras, como donación temporal o interés, la usura está en la obra, no en el nombre —predicó el viejo, con la frente elevada y la altivez que le permitían sus andrajos—. ¡No prestéis! ¡Guardaos de dejar vuestro dinero para enriqueceros!

Volvieron a aflorar las risas y burlas. No parecía el auditorio adecuado para tales consejos y eso se hizo sentir.

—¿Prestar? —dijo uno en tono de admiración—. ¡Como no prestemos piojos o chinches!

Pero no todo eran risas. Algunos se mostraban ofuscados, seriamente enfadados por la cuestión y sus comentarios resultaban más agresivos.

—¡Eso díselo a los putos judíos! —gritó uno con violencia—. ¡Ellos son los usureros!

—¡Mataron a Cristo y ahora quieren acabar con nosotros! —mostró otro su acuerdo.

—¿Y qué me dices de los que consienten que nos maten de hambre? —preguntó otro con un aire claramente subversivo.

El fermento del odio cuajaba fácilmente en la población disgustada cada vez que se reunían unos pocos ciudadanos. Dante comprendió que el discurso ya iba a deslizarse definitivamente por otros derroteros. Así pues, aunque algo intrigado por las palabras del peculiar predicador, optó por reemprender su marcha hacia el templo franciscano que se alzaba cerca de él.

Sin detenerse de nuevo, sintiendo como un coro cada vez más lejano las risas y gritos emanados de aquella reunión, se plantó ante la fachada misma de Santa Croce. Tosca, sin apenas ornamentación, contrastaba con la grandiosidad espacial del interior. Dante penetró sin oposición en la basílica, y advirtió la presencia de varios fieles diseminados por el templo. Eran almas solitarias, pues no había ningún servicio religioso en aquel preciso momento. Por dentro, la iglesia impresionaba tanto por su longitud, como por la amplitud de sus tres naves y los enormes pilares octogonales. Santa Croce parecía un inmenso establo a la primera impresión, cuando la vista reparaba en los techos lisos cubiertos de modillones de madera y en la escasa iluminación.

Dante se dirigió hacia el fondo de la iglesia y ojeó el interior de las capillitas que se distribuían a ambos lados de la capilla central, hasta que encontró aquella que adoptaba el nombre de sus acaudalados financiadores, los Bardi. Desde la semioscuridad, divisó el interior de la estancia rectangular y no demasiado grande. Dentro de ella, la iluminación natural, filtrada a través del ventanal de la pared del fondo, era ya notablemente escasa. Las pinturas de las paredes representaban algunos episodios de la vida de san Francisco. Giotto era un maestro en aquella técnica complicada y costosa de la pintura al fresco. Nadie como él era capaz de obrar el milagro de encerrar tan hermosa gama de colores dentro de una delicada lámina de cristal, cuando los muros se secaban. Siempre que había tenido ocasión de observar sus pinturas, Dante había sentido un profundo estremecimiento ante ese desfile de figuras y rostros de apariencia tan cotidiana articulados de todos los modos posibles. Aparecían incluso de perfil, después de siglos de representación frontal, con la cabeza girada, con actitudes y expresiones tan cuidadas como habituales. Los pliegues de sus ropajes caían con la mayor naturalidad; sus sentimientos y emociones estaban representados a flor de piel hasta llegar al corazón del espectador. Absorto en la contemplación, sólo reaccionó al ser consciente de la velocidad con la que se escapaba la luz del día. La misma celeridad con que a él mismo se le agotaba el margen para tomar una decisión difícil. Era hora de retornar al palacio, sopesar sin más demora cuántas y qué cosas valía la pena arriesgar, y a cuántas otras se vería obligado a renunciar según cuál fuera su decisión.

Capítulo 23

D
ante atravesó precipitadamente la nave central de Santa Croce acompañado solamente por el eco de sus pisadas. Al cruzar el umbral de la entrada lamentó haberse demorado tanto en su retorno, porque las sombras le habían ganado casi definitivamente la batalla al día y el crepúsculo caminaba deprisa hacia una noche con una luna tímida. La torre Volognana y el mismo campanario de la abadía eran ya referentes confusos que se difuminaban en el cielo cuando comenzó a cruzar a buen paso la plaza de Santa Croce. Ni veía ni escuchaba vestigio de presencia alguna a su alrededor, hasta que tropezó con algo que casi le hizo caer de bruces, a la vez que oía una expresión de queja. Observó que su traspié había sido con una de las piernas, extendidas en el suelo, del estrafalario predicador. El resto de su cuerpo estaba acurrucado entre las mismas rocas que de día le servían como púlpito. Dante sintió verdadera lástima por aquel pobre diablo tirado a la intemperie que ni siquiera disponía de un techo para cobijar su locura. Se agachó hasta una altura que le permitiera distinguir sus facciones y dio un respingo cuando advirtió que el viejo le miraba con los ojos muy abiertos y la boca contraída en una horrible mueca.

—¡No tengo dinero ni nada que pueda satisfacerte! —le escupió de repente—. Y mi muerte no te daría mayor recompensa que una eternidad de horribles sufrimientos en el Infierno…

—Nada de eso quiero de ti —replicó Dante, algo fastidiado por ser confundido con un ladrón o un asesino.

El viejo alargó una de sus manos huesudas y, asiendo al poeta de su vestido, le atrajo algo más hacia su rostro escrutándole sin disimulo.

—Sois algún mercader extranjero, ¿verdad? —le dijo con esfuerzo.

Dante no pudo reprimir un mohín de asco por el olor que emanaba, al tiempo que se desprendía bruscamente de su presa. Loco y borracho; la perfecta combinación para que alguien no merezca ser tomado demasiado en cuenta. Sin embargo, la curiosidad, más que la auténtica esperanza de sacar algo en claro, mantuvo a Dante acuclillado frente al viejo.

—Venís todos con la esperanza de enriqueceros, engañados por el mismo demonio que está llenando Florencia de gente impía… —continuó el viejo, dando rienda suelta a su obsesión.

—He oído con gran interés parte del sermón —atajó Dante.

—¿De veras? —preguntó el hombre con ilusión en su voz—. En verdad no soy más que un humilde siervo de Dios —completó con complacencia y falsa modestia.

Dante entrevió entre las sombras el brillo mortecino de algún diente aislado en la boca abierta, sucia y despoblada, que esbozaba una sonrisa.

—Y decías algo de unos beguinos… —atacó Dante sin más preámbulos.

El viejo cerró la boca bruscamente y escupió con desprecio.

—¡Hijos de Satanás! —contestó con violencia—. Acabad con todos y expulsaréis al Maligno igual que el santo Francisco hizo volar a los demonios de Arezzo…

—Pero dicen que algunos de ellos llevan una vida de sincera santidad… —replicó Dante con intención, intrigado por el origen del odio visceral del viejo.

—¿Santidad? —vociferó el tipo, fuera de sí—. ¡Putas, ladrones, asesinos, herejes, malnacidos…! Viven juntos para cometer actos impuros. Andan desnudos como animales, gozan en orgías incalificables, planean horrendos crímenes… Rechazan la Santa Madre Iglesia, los sacramentos y las Sagradas Escrituras. Se oponen al correcto orden social bendecido por Dios… —Tomó aire para proseguir con una nueva bocanada—. Veneran la figura de ese mago descreído de Federico, conspiran con los gibelinos… ¿Dónde veis la santidad?

Dante iba consolidando la idea de que el rencor de aquel predicador furioso se basaba sin más en una serie de presunciones y habladurías, prejuicios populares oídos aquí y allá que iban arraigando cada vez con más fuerza contra esos hombres y mujeres apartados del mundo. Todo ello mezclado en un demencial
totum revolutum
con las acusaciones de herejía y epicureísmo formuladas contra la memoria del emperador Federico II y sus protegidos, los «patarinos» milaneses, o los temidos seguidores del Libre Espíritu, una secta con rasgos más míticos que reales y en cualquier caso, con muchos menos seguidores potenciales que lo que estas habladurías pretendían.

—Tal vez no sean todos así… —insistió maliciosamente Dante—. Se dice que el propio papa Juan está preparando una encíclica en la que defiende a los buenos beguinos, a los que llevan una vida estable y no se meten en discusiones teológicas sobre…

—¡Mentiras del demonio! —atajó el viejo hecho un energúmeno—. ¡La Santa Madre Iglesia ya se ha posicionado en el último concilio contra esa secta abominable del Libre Espíritu! ¡Blasfemos libertinos que se creen dioses y anidan entre esos otros hipócritas! ¿Acaso no era una beguina esa puta francesa, la Porete? —añadió santiguándose con superstición al mismo tiempo—. Esa que ardió en París hace pocos años…

El caso de Margarita Porete no era desconocido para Dante. Era una beguina de Hainault que había escrito un libro llamado
Espejo de las almas sencillas
. Fue acusada de misticismo herético y de difundir la herejía entre el pueblo sencillo y los begardos. Acabó en la hoguera en 1310. El episodio de Margarita Porete había hecho daño al movimiento beguino, que había entrado en los primeros años del siglo con la reputación muy dañada, aunque no hubiera ninguna imputación concreta de herejía. Por lo demás, el concilio de Vienne —al que hacía referencia el viejo—, en su ataque contra el Libre Espíritu, había dejado cierto matiz de sospecha que tampoco obraba a favor de estas personas. Eran acusaciones un tanto peregrinas, pero no se podía negar la existencia de auténticas herejías violentas, si bien muy localizadas, como los picardos de Bohemia, instalados entre los tejedores flamencos, verdaderos anarquistas portavoces de una revolución social, o la sangrienta rebelión armada promovida por Dolcino al frente de la Hermandad Apostólica que había fundado Gerardo Segarelli inspirándose en las frecuentes distorsiones de la idea franciscana. Por eso, Dante siguió la conversación con aquel exaltado.

—Y hablabas algo de unos crímenes… —dejó caer con fingida tranquilidad—, ¿cómo los llamabas?… ¿Dantescos?

—Dios nos ampare… —murmuró sobrecogido el viejo—. Esa es la peor muestra de cómo la iniquidad y la mierda nos llegan ya hasta el cuello en Florencia.

—¿Sospechas quiénes son los autores? —preguntó directamente Dante.

—¡El mismo Satanás! ¿Quién si no? —replicó el hombre con miedo y la voz quebrada—. Por causa de esos bastardos y sus horribles pecados, el Arno se convertirá en sangre y los peces que hay en el río morirán, y el río criará ranas, las cuales subirán y entrarán en tu casa y…

—¿Quiénes son esos bastardos que dices? —urgió Dante con precipitación.

—… y El hará llover granizo muy fuerte que matará a todo hombre o animal que se hallare en el campo —continuó aquel individuo, ensimismado, como si se encontrara en medio de una de sus predicaciones—, y traerá la langosta cubriendo la faz de la Tierra y comiéndose todo lo que quedó a salvo…

Dante, convencido de la inoportunidad de repasar en tal momento todas las plagas bíblicas, intentó hacer retornar al otro de su fantasía.

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