El poeta llegó a la altura del más cercano, un hombre de mediana edad y barba clara. Se santiguó, porque nadie sino el demonio podía estar en aquellos momentos velando en las sombras a aquellos desalmados capaces de hacer algo como lo que acababa de ver. Tenía las manos atadas a la espalda y por eso su cuerpo adoptaba un extraño aspecto arqueado, tumbado como estaba sobre sus brazos y crispado por el rigor mortis. Aparte de las heridas infligidas durante la implacable tortura y algún que otro hueso roto que el ojo no era capaz de divisar, a Dante le quedó claro que su muerte había sido muy parecida a la de su víctima. Tenía la boca abierta, casi desencajada, en un intento desesperado de capturar oxígeno. Por este horrible boquete asomaban los pliegues de un paño, quizás una gasa. También había tenido los ojos abiertos. Al menos los párpados lo estaban; sin embargo, los globos oculares no estaban intactos. Habían sido reventados con algún objeto punzante. Ciego y desesperado había acabado purgando con su vida su terrible pecado. Otra cosa es que su alma hubiera sido o no acogida por Dios ante tan atroces culpas. Dante lo observó más atentamente y le extrañó su vientre desmesuradamente hinchado. A riesgo de parecer morboso y aunque detestaba conocer tal tipo de detalles, se dirigió a Francesco.
—¿Cómo…? —comenzó a preguntar tímidamente.
—¿Cómo le mataron? —le ayudó Francesco—. Es un suplicio que los hombres de Lando han tomado prestado de la Inquisición. Se mantiene abierta la boca del reo con un «bostezo» de hierro y se le va llenando la barriga con agua hasta que no puede más y revienta…
—¿Y ese paño? —preguntó Dante, estremecido, señalando los bordes de la tela que asomaban por su boca.
—Un refinamiento personal de los torturadores —contestó Francesco con ácida ironía—. Si se deja caer el agua a través de un lienzo de lino se aumenta la agonía. El líquido va arrastrando la tela cada vez más profundo y no deja respirar demasiado bien. Supongo que, al final, aunque después de mucho tiempo, acabaría por asfixiarse o por ahogarse en sus propios líquidos… Pero ¿qué importa? No deja de ser un asesino, ¿verdad?
Dante tembló ante la descripción del tormento y las palabras de Francesco. «Un asesino, pero a la vez un hijo de Dios, descarriado o no…», pensó, aunque era un pensamiento muy difícil de asumir para la mayoría. A su lado había vuelto a situarse aquel hombrecillo encapuchado, que asentía en silencio, con satisfacción.
—Aunque para obtener información —continuó Francesco—, en este caso, no haya servido para nada…
—¿Sigues defendiendo que no han dicho nada? —preguntó Dante, intrigado por la obcecación de Francesco. Le parecía imposible que un hombre pudiera aguantar semejantes padecimientos sin decir a sus agresores lo que quisieran escuchar—. ¿Cómo es posible?
—Observad el otro cadáver —se limitó a responder.
Dante se desplazó hasta donde estaba el segundo de los asesinos. También boca arriba, presentaba algunas diferencias. Había corrido la misma suerte previa a la muerte que su compañero. Los ojos eran dos amasijos sanguinolentos alojados en las cuencas. Era también de mediana edad, con una barba similar, aunque más oscura. Físicamente, ambos estaban bien formados, como personas habituadas al trabajo físico. Éste tenía los brazos colocados sobre el cuerpo, pero estaban retorcidos en una posición antinatural, descoyuntados, uno de ellos doblado por el codo a la inversa de lo humanamente posible. Heridas abiertas, señales de golpes y quemaduras por todo el cuerpo quedaban como marcas insignificantes en comparación con la profunda hendidura que le corría de oreja a oreja. Era el corte por donde se había esfumado la vida. Dante deslizó su vista hasta el rostro de Francesco; un interrogante mudo que éste entendió de inmediato.
—Otro tipo de tortura —dijo, señalando los brazos retorcidos—. Se les ata los brazos por detrás y se los eleva mediante una polea, dejándolos un rato suspendidos. Después, se les deja caer de golpe, con piedras atadas a los pies, sin que lleguen a alcanzar el suelo. Dicen que el dolor es atroz y los brazos quedan de esa manera. Como veis, cuando se cansaron lo degollaron.
—Y tampoco dijo ni una palabra, ¿verdad? —comentó Dante con desanimada ironía.
—Miradle la boca —dijo ahora Francesco.
Con diligencia y sin escrúpulos, el hombrecillo del manto negro introdujo en la boca del difunto una especie de pinzas que le permitieron abrirle las mandíbulas en una gran amplitud. Dante, con bastantes más escrúpulos que su acompañante, se inclinó sobre ese punto, examinando las fauces desencajadas.
—No tiene lengua —dijo el poeta, que se levantó y miró fijamente a Francesco—. Si le cortaron la lengua, ¿cómo esperaban que hablara?
—No le cortaron la lengua —exclamó Francesco para sorpresa de Dante—. Cuando le capturaron ya estaba mutilado. Y si os tomarais la desagradable molestia de sacar el paño de la garganta del otro encontraríais que tampoco tiene.
—Deslenguados… —exclamó el desagradable guardián en voz baja, acompañando la palabra con una risita contenida, como si hubiera descubierto un chiste.
—¡Y tú vas a perderla en el momento mismo en que yo pierda completamente la paciencia! —le soltó Francesco.
—Por eso estabas seguro de que no habían dicho ni una palabra… —murmuró Dante, aturdido.
—Ni sabían escribir para hacer algún tipo de confesión —continuó Francesco—. Así que los hombres del
bargello
saben lo mismo que nosotros…: nada.
—Mudos… —murmuró Dante, encerrado en uno de sus herméticos pensamientos.
El poeta, llevado por un presentimiento oculto para Francesco y dejando de lado los escrúpulos mostrados con anterioridad, agarró con ansiedad los brazos del cadáver. Los giró y se inclinó con avidez para examinar las manos.
—¡Santa Madre de Dios! —exclamó en voz baja, casi en un susurro.
Francesco observó intrigado cómo el poeta, de un salto, se desplazó hacia el otro cadáver. Con igual ansiedad trató de levantar de lado el cuerpo, pero la rigidez fue un obstáculo y volvió a caer. Francesco fue en su ayuda y entre los dos consiguieron ponerle de perfil. Así quedaban a la vista los dos brazos atados a la espalda. El poeta volvió a centrarse en las manos y después de un rápido examen se volvió hacia su acompañante.
—Tienen las uñas azules, Francesco —dijo con una voz que era más un temblor—. Los dos… Los demonios mudos de uñas azules…
—¿Qué estáis diciendo? —exclamó Francesco, sobresaltado por la actitud de Dante.
—Serán tintoreros… —murmuró el cojo.
—¡Cierra esa asquerosa boca de sapo de una puta vez o, por Dios, te juro que…! —empezó a gritar Francesco descargando su tensión, pero se vio interrumpido por Dante.
—¡No! Espera, Francesco —dijo, calmándole, para volverse después hacia el otro—. ¿Qué es lo que has dicho?
El aludido se echó un paso atrás, asustado, temiendo un castigo o algo peor.
—Que deben de ser tintoreros… —murmuró—. Se les quedan las uñas de ese color porque usan las manos para estirar los tejidos y deshacer los nudos que quedan en las lanas, y con los tintes que usan…
Dante y Francesco se miraron fijamente, al comprender lo que significaba aquello. El primero exclamó en un susurro: «Dios mío…»; el segundo cerró los puños con rabia y las uñas se le clavaron en las palmas de las manos.
F
lorencia era ya una ciudad desbocada. Ellos mismos, que habían salido precipitadamente de la iglesia de San Proto y San Jacinto, eran la imagen de una atropellada urgencia. Al fin amanecía: irregulares claros que quebraban la densa trama de las nubes y dejaban asomarse el sol sobre la tierra. Una imagen que le recordó, con aprensión, el ambiente de su pesadilla recurrente. La lluvia languidecía también; una lenta agonía que presagiaba su fin. La ciudad estaba presta a desperezarse del todo. Un día que no podía ser normal —Dante lo intuía—, porque no tardarían en contagiarse de rumores los que aún no lo habían hecho durante la noche. Un mal augurio que al poeta le hacía acentuar la celeridad que les impulsaba. Dante quería llegar cuanto antes a ese rincón que servía de escondrijo a los beguinos. Preguntar, indagar, saber por qué y con qué fin aquellos falsos penitentes habían ensuciado su fama y su trabajo. Estaba preocupado porque el aroma de motín y
vendetta
, la sucia justicia de la plebe, flotaba en la ciudad como densos vapores que se le pegaban al paladar. Cualquier concesión a la demora era una trágica ocasión perdida para el conocimiento; sin embargo, Francesco debía ir a palacio. Informar y recibir instrucciones del conde de Battifolle era una —de hecho, la principal— de sus obligaciones. Dante lo comprendía y no hubiera esperado o supuesto otro comportamiento; aun así, el ansia y la inquietante sensación de frustración le hacían imposible brindarle una explícita comprensión. Le había intentado convencer, aun a sabiendas de que sus argumentos partían derrotados. Se había mostrado incluso descortés, tanto como le había reprochado a su escolta en otras ocasiones. Francesco ni se había molestado en rebatir sus argumentos. Su disciplina se situaba simple y llanamente por encima de esas razones.
Dante trataba de asimilar los últimos acontecimientos, tan rápido como deseaba que le hubieran desplazado sus piernas. Había estado frente a aquellos beguinos, había sospechado algo, quizás había tenido la solución a los enigmas delante de sí mismo y no había sido capaz de atender a las señales. Tan fundamentadas eran las reticencias de aquel pobre loco que predicaba en Santa Croce, como atinadas las crípticas indicaciones que le había dado. Lamentablemente, éstas no habían sido suficientemente claras para él, que no había tomado en serio a aquel apasionado demente. Ni siquiera cuando había sido atacado, seguramente asesinado, había sido capaz de ver en ello una consecuencia a su curiosidad investigadora. Le había hablado de beguinos. Su desordenada y mística mente los había calificado como demonios mudos de uñas azules.
Ahora recordaba con claridad, con la lógica de quien encaja hechos consumados, el encuentro que había mantenido frente a la misteriosa puerta verde de su
domus paupertatis
. Ahora se justificaba esa sensación de clandestinidad que todo ello transpiraba, la extrañeza mudez de algunos de ellos. Pero él mismo había estado hablando con otro, ese a quien siempre había imaginado en el papel de líder. ¿Cómo sospechar entonces la causa del silencio de los otros? Rememoró también aquel gesto que había puesto en guardia a Francesco; ese esconder las manos entre las ropas, gesto que Dante había supuesto meramente ritual y que ahora identificaba como un afán de ocultar esas uñas que delataban las trazas de su antigua profesión. Recordó la actitud claramente elusiva del bribón Filippone, sin duda al tanto de bastantes más cosas de las que había estado dispuesto a relatar.
De todos modos, la nueva luz de sus pensamientos arrojaba claridad sobre un hecho aún más perturbador. Aquellos «demonios» esperaban un mensaje, sin duda las instrucciones de alguien. Y ese alguien, que no formaba parte del beguinato y a quien por tanto no se podía destruir arrasándolo, era la cima y objetivo que obsesionaba a Dante. Miró de reojo a Francesco y trató de deducir qué estaría pensando, aunque su rostro era tan serio e impenetrable como habitualmente. Quizás estuviese molesto con él. Al fin y al cabo, su escolta le había propuesto atacar a los beguinos apenas asomaron las primeras sospechas del poeta y él se había negado. Sus escrúpulos apenas habían servido de aparente utilidad. Una nueva vida segada no era una carga despreciable para su conciencia castigada. No había reparación, pero Dante esperaba que, al menos, hubiera un final lo más satisfactorio posible para todos y, ¿por qué no?, también para él mismo; un final en el que se llegara hasta la cabeza pensante de la trama y no simplemente a conformarse con cortar las pequeñas testas de esa hidra pestilente de mercenarios del crimen que se habían prestado a llevar todo a cabo.
L
a parada en palacio se le hizo eterna. Como un gato enjaulado, dio vueltas por los pasillos, sin cambiarse siquiera de ropa, sufriendo a cada paso los efectos negativos del retraso. Habría querido ver al conde, escupirle en medio de su ceremoniosa charla la urgencia del asunto. Pero Guido Simón de Battifolle no le era accesible. El enviado de Roberto sólo lo parecía cuando realmente él estaba interesado en ello. Dante estaba cada vez más convencido de que el vicario no concedía una entrevista sin haber preparado minuciosamente el escenario y la trampa en la que enredar a su interlocutor. De todos modos, a Francesco no podía acusársele de pereza, pues concluidas sus gestiones, el poeta lo vio aparecer con aires de premura.
—Quizá no deberíais venir… —le dijo, casi obligado y sin gran convicción.
—No podrías impedirlo —replicó con firmeza Dante.
Sin más, partieron con similar presteza y con varios soldados del conde que se unieron a la comitiva. El día ya había abierto y en las calles hervían movimientos de una actividad extraña. Grupos y corros que hablaban, gentes que se movían de uno a otro lado, explicando, gesticulando, a veces gritando, resistían indolentes al paso de los caballos, sin mostrarse como dóciles y amables ciudadanos que cedieran el paso a apresurados jinetes. Estos tampoco se deshacían en contemplaciones: empujaban con la fuerza de sus monturas, abriéndose paso sin miramientos con los pies y las rodillas separados. Penetraron con toda la rapidez que les fue posible en el corazón mismo de Santa Croce. Allí ya se había desbordado el ansia de rebelión. Una masa infecta, que parecía salida de las cloacas del mal, ocupaba estas calles: puro lumpen, cínicos delincuentes que se atrevían a pedir justicia. Ese noble ideal violado y mancillado en la boca de quien huye a diario de ella. La palabra precisa utilizada para camuflar la sed de sangre sin más.
Dante imploró que retornara la lluvia, que cayera a cántaros para que vaciara las calles y arrastrara como inmundicias esa sucia y peligrosa plebe, pero el sol había ganado, temporalmente, la batalla. Estaba claro que el destino no iba a conceder treguas; si las nubes habían anegado las calles poco tiempo atrás, ahora no parecían dispuestas a impedir que el fuego gozara de su propia oportunidad, pues literalmente, fuego es lo que vislumbraron desde antes de llegar al lugar en que cuatro días atrás Dante y su compañero se habían encontrado con aquellos beguinos. Una columna de humo y el olor a chamusquina reafirmaron los malos augurios de esas señales poco antes de llegar a su destino. El placer animal de la violencia, agazapada bajo el sacro manto de la indignación, había alcanzado su fin. Los otrora temerosos ciudadanos de Florencia ahuyentaban su miedo atacando como lobos en manada.