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Authors: Javier Arribas

Tags: #Intriga, #Histórico

Los círculos de Dante (29 page)

BOOK: Los círculos de Dante
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En esas vías sucias e insanas, los desechos comestibles se los llevaban los perros, las gallinas o los cerdos; sin embargo, había otros restos menos aprovechables, excrementos humanos que los ciudadanos evacuaban con la misma ligereza y despreocupación. Aunque en teoría cada ciudadano debía mantener limpio el espacio frente a su casa, en la práctica sólo la lluvia, cuando tenía la fuerza suficiente, evitaba que la ciudad se convirtiera en una enorme cloaca a cielo abierto. Por eso el Comune había decidido encargar esa tarea a miserables que le tenían más miedo al hambre que a la podredumbre o al contagio de enfermedades. Una de esas brigadillas de cuatro hombres cargados de palas y escobas, arrastrando dos carros de inmundicias, podía levantar más rechazo que verdadera curiosidad o sospecha. Eso mismo debió de sentir aquel desgraciado cuya última visión en este mundo terrenal había sido la de cuatro sucios desalmados capturándole y torturándole hasta la muerte. Todavía no había empezado a llover, no se había desatado el llanto desmesurado del cielo, cuando fue atacado en un tortuoso callejón cercano a la plaza de San Lorenzo, al norte de la ciudad. La explosión súbita de la tormenta enfurecida, finalmente, dio al traste con la impunidad y el éxito de los asesinos. Si la lluvia empezó a caer lánguida y desganada, unos poderosos truenos anunciaron un violento recrudecimiento de la tormenta.

Alguien desvelado o asustado por la furia desatada de los elementos se había asomado a la calle desde su morada y había tenido la inesperada visión de la atroz tortura que estaba sufriendo uno de sus conciudadanos. Sus gritos de aviso y recriminación habían atravesado incluso la densa cortina de agua y sorprendido a los asesinos. Puestos en fuga, comprobaron que su fortuna había terminado. Al menos para dos de ellos, porque toparon de bruces con una brigada de hombres de Lando que habían pasado parte de su ronda en la taberna. Ahora, tras incumplir con sus obligaciones, se encontraban con la inmerecida recompensa de capturar a unos delincuentes. Dos de ellos pudieron escapar; la sorpresa de los soldados no era menor que la de aquellos hombres en atropellada huida. Los otros dos fueron sólidamente aprehendidos por aquellos violentos mercenarios que, por si acaso, consideraron conveniente detener a quienes mostraban todas las trazas de huir de algo. Lo demás fue sencillo: seguir el rastro de los gritos, localizar el cadáver, acallar con amenazas al escandaloso testigo y a otros curiosos y volar en busca de su amo. Lando, sin grandes esfuerzos ni desvelos, había conseguido atrapar a los misteriosos diablos que tenían a la ciudad en jaque. Se debió de frotar las manos traduciendo a oro, en su ambiciosa imaginación, el previsible agradecimiento ciudadano. Por una vez fue cauteloso, precavido y discreto, virtudes que no solían adornar su personalidad. Hizo transportar en secreto a los dos prisioneros y a su víctima hasta su cuartel general. No quería que la ciudad se soliviantara aún con el conocimiento de este nuevo suceso, ni que los hombres del vicario le disputaran el mérito de la captura.

La noche y la madrugada habían debido de hacerse extremadamente largas y dolorosas para los dos reos. Humillados y torturados con saña, debían de haber deseado la muerte con la misma pasión con que se habían empleado en sus fechorías. Pero, seguramente, sus carceleros habrían puesto su mayor dedicación en asegurarse de que no abandonaran este mundo así como así. Dante se estremecía pensando en lo odiosa y despreciable que se le debe de volver la vida a alguien en semejante situación, cuando lucha contra el instinto mismo de supervivencia para rogar por su término. Había visto gentes podridas hasta los huesos por la enfermedad aferrándose a la existencia hasta el suspiro postrero; condenados a muerte que se negaban a renunciar a la esperanza hasta el último brillo en el filo del hacha o el último tirón de la soga alrededor de su cuello. Y, sin embargo, hombres sanos, plenos de vida e ilusiones apenas horas antes de iniciarse su tormento, imploraban, paradójicamente, al Dios de la vida que deshiciera con rapidez los hilos que les unían con el mundo de los vivos.

Al amanecer, el secreto no era ya más que una moribunda pretensión. Florencia iba despertando entre rumores antes de llegar a un alborear gris y tenebroso. Los rumores se extendían, entre gritos de terror y protesta, carreras y algaradas que habían sacado a Dante de su lecho: el reguero veloz e inflamable del deseo de venganza. Para entonces, también el vicario de Roberto habría sido informado. El poeta imaginó su mole paseándose nerviosa, el rostro anguloso invadido de sombras y contrastes, crispado de rabia y desilusión. A Francesco le había sido encomendada la delicada misión de enfrentarse a cara descubierta en la guarida misma de su enemigo. Debía desplegar temerarias solicitudes de información ante los ojos malignos del envanecido y triunfante
bargello
; sin embargo, había encontrado ira y frustración. Francesco insistía en que ni con el tormento habían conseguido sacar nada de aquellos desgraciados. A Lando se le había esfumado el oro acuñado en su imaginación tan inevitablemente como ambos criminales habían expirado. Resultaba tan estéril poseer aquellos despojos que nada habían revelado sobre la identidad o escondite de sus compinches, que Francesco apenas encontró obstáculos en su negociación. Lando se desembarazó de los cadáveres. Si aquello no le iba a reportar la fortuna esperada, al menos no saldría con las manos vacías. De propina, el
bargello
le endosó también a una víctima incómoda de la que tampoco quería saber nada. Con similar discreción, portaron esos cuerpos no demasiado lejos, a Borgo San Remigio.

Los cuerpos reposaban dentro de una iglesia pequeña erigida en honor a los santos Proto y Jacinto, mártires de la persecución de Valeriano, que compartieron la muerte por el fuego y el descanso eterno de sus restos en el mismo sepulcro. El templo era ahora una ocasional capilla ardiente para los tres fallecidos. Hasta allí llegaron Dante y su acompañante, tras una rápida cabalgada entre la lluvia, aplastando los charcos, salpicando los muros con descuido. Arribaron cuando el sol aún se enfrentaba a las sombras de una doble batalla: las últimas tinieblas de la noche y la poderosa tela de araña de las nubes. Junto a la puerta, muy pegado al muro, intentando hacerse uno con su superficie irregular y esquivar así las gotas de la lluvia, un individuo fornido, cubierto con un grueso capote y capuchón hizo amago de salirles al paso. Un gesto de Francesco y volvió a aplastarse contra el muro de tosca mampostería dejándoles el paso libre.

Capítulo 44

E
l interior estaba mal iluminado; una luz escasa hasta para aquella nave no demasiado amplia que parecía más una cuadra que un templo. La triste claridad del incipiente día apenas aportaba más que una melancolía de crepúsculo al interior. Dante vio al fondo la cruz sencilla y el altar tosco, impregnados de aquella atmósfera gris, y se sintió furtivo. Un visitante ilegítimo, penetrando a hurtadillas, que pretendiera también esconderse a los ojos de un Dios desorientado entre las sombras. Junto a la entrada distinguió a otro de aquellos soldados del conde dormitando en una banqueta. La presencia de Francesco le impulsó a levantarse en señal de saludo. Al hacerlo, su arma, colgada al cinto, retumbó en un golpe seco contra aquello que le había servido de asiento. Dante miró con aprensión. Le inundaba la sobrecogedora sensación de estar participando con aquellos hombres, armados en la casa del Señor, en la profanación de un lugar sagrado. Empapó sus dedos en el agua bendita de la pileta situada junto a la puerta y se santiguó con verdadera devoción y esperanza.

Apenas hubo empezado a mirar en derredor, su vista y atención se fijaron en un individuo de baja estatura que caminaba apresurado hacia ellos desde la parte más alejada de la nave. Cojeaba levemente y sus pasos —los pies calzados en unas bastas sandalias de suela de madera— resonaban con un curioso ritmo irregular tamizado por el murmullo de la lluvia constante sobre la techumbre. Al llegar a su altura, sonrió con la boca abierta y desplegó una reverencia que a Dante le recordó la exagerada genuflexión de aquel artero Filippone de los «secaderos de los bueyes». Iba cubierto por completo con un manto negro y un capuchón. Su rostro feo y mal afeitado se recortaba de manera desagradable contra su silueta y podía ubicarse lo mismo en un mendigo que en un carcelero o un verdugo. Después de presentarles sus respetos les habló, despidiendo un aliento de vino barato. Mostraba un desagradable tic que le estiraba en oblicuo el labio inferior, mostrando a un tiempo las encías. Dante dedujo que debía de tratarse de un sacristán o un guardián de aquel templo; mejor aún, algún empleado de la morgue, porque parecía sentirse verdaderamente en su salsa al cuidado de cadáveres.

—Los cuerpos os están esperando —dijo con satisfacción profesional.

La paradoja de su comentario creaba una inapropiada situación cómica que no pasó desapercibida para un Francesco muy sensibilizado y aún incómodo tras su reciente conversación con Dante. Respondió a esas palabras con suma brusquedad.

—¿Qué otra cosa podrían hacer sino esperar, imbécil? ¡Vamos a ver esos cuerpos!

El hombre, sumiso, indicó con una mano en dirección a la izquierda del recinto. Desde su posición, Dante observó el resplandor de varias velas que podían confundirse con habituales ofrendas de los fieles. Se encaminaron hacia ese objetivo acompañados, a su espalda, por el traqueteo irregular de los pasos de aquel siniestro personaje. A medida que se iban aproximando, Dante pudo distinguir el lugar donde habían colocado uno de aquellos cuerpos: un improvisado catafalco frente a una capilla dedicada a los santos Proto y Jacinto. Estaba adornada con una tablilla mal pintada y peor conservada que representaba la terrible muerte de los dos mártires. Las velas, que alguien había colocado en honor a los santos, servían también para velar al difunto. Como una violenta bofetada, percibió un hediondo aroma de cloaca que alcanzaba mayor intensidad según se acercaban a aquel bulto. Apenas a tres pasos del lugar, la fetidez se hacía insoportable. Todas las moscas que, huyendo del aguacero, habían encontrado aquel refugio sagrado, habían localizado a la vez un rincón perfecto para su subsistencia y revoloteaban enloquecidas alrededor del cuerpo. Dante se detuvo, alzó el embozo húmedo de su capa para resguardarse la nariz y la boca y echó una mirada a Francesco, cuyo rostro hierático tampoco podía disimular las contracciones del asco. Como el poeta, cubrió su cara, y ambos retomaron la marcha, alejando moscas a manotazos, hasta la vera misma de los restos.

Resultaba muy difícil reprimir la náusea. No sólo por el olor, sino por el propio aspecto del cadáver. Era la imagen fiel de la estampa más horrible de la muerte. Ya sabía de antemano qué parte de su obra habían querido envilecer los asesinos y se había preguntado cómo la habrían reproducido. La respuesta, ante sus ojos, era más horrible y detestable que cualquier imagen mental que pudiera haberse forjado. El desgraciado, que involuntariamente había entregado su vida para este juego macabro, era un hombre de edad y condición indefinible, porque su figura y vestimenta estaban completamente pringadas de excrementos. Los autores de tal atrocidad habían sido generosos en la aplicación de esos desechos en apariencia humanos. Estaba boca arriba, con las manos atadas por delante, con una cuerda tan apretada que se le había incrustado en las muñecas. Prendido del cordel, a modo de etiqueta, colgaba un pequeño pergamino sucio y arrugado. Sin necesidad de leerlo, Dante supo lo que era. No obstante, Francesco, con la punta de su daga, en un movimiento cauteloso provocado por el asco, dio vuelta a aquel cartel. Quedaron visibles, entre manchas irregulares de estiércol, los rasgos de tinta que alguien había estampado previamente. Las frases no eran completamente legibles, pero lo que se distinguía era más que suficiente para el entendimiento del poeta: «[…] en el foso / vi gente sumergida en estiércol / que de letrinas humanas […] / […] el ojo atento / vi a uno tan de mierda enlodado / […] laico o clérigo».
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De todos modos, lo peor estaba en el rostro, cuajado de moscas. Los ojos muy abiertos, fijos en ninguna parte, parecían seguir contemplando con horror los inmisericordes rasgos de sus asesinos. La boca también estaba desmesuradamente abierta; quizá trató infructuosamente de capturar una bocanada de aire que le hubiera mantenido ligado a la vida, porque, de manera brutal, le habían llenado la boca con aquella materia repugnante. El poeta tembló al imaginar los espantosos sufrimientos, la lucha mortal e impotente para respirar y, a un tiempo, soportar el sabor y el olor de esas inmundicias que le bajaban por la garganta. El cuello estaba hinchado, desmesuradamente abultado hasta unirse con la barbilla y Dante sospechaba con náuseas cuál era su contenido. Aquellas bestias habían debido de encontrar un método, quizás un perverso instrumento diseñado para la ocasión, como en el atroz crimen de Bertoldo de Corbinelli, para empujar más y más profundo aquella asquerosa carga durante su espantoso crimen.

—Es repugnante… —murmuró Dante sobrecogido.

—Es mierda —aclaró innecesariamente el hombrecillo del capuchón, que se había plantado de improviso a la izquierda del poeta, el cual dio un respingo y observó con incredulidad que aquel tipo era capaz de soportar sin un gesto o recelo, a cara descubierta, las pestilentes emanaciones del cadáver—. Me insistieron en que los dejara como estaban, por eso no los he lavado —añadió preocupado por una posible acusación de negligencia.

—¡Cierra el pico, bastardo! —vociferó Francesco, haciendo alarde de la poca simpatía que sentía hacia aquel sujeto.

—Bien —dijo Dante en voz baja, aún más amortiguada por la mordaza que él mismo se había impuesto—. Ésta es la víctima. ¿Dónde están los asesinos?

El hombrecillo señaló con un dedo en sentido opuesto, al otro lado de la nave central de la iglesia.

—Allí os esperan —dijo sin pensarlo, en un tono servil.

Aun sin decir nada, la mirada que le dedicó Francesco tenía la intensidad y el desprecio suficientes como para congelar la sangre a cualquiera. A pesar de lo cómico del asunto, Dante imploró para que no se olvidara del lugar en que se encontraban y controlara su ira. No quería añadir un salvaje sacrilegio a sus preocupaciones. El rincón señalado era muy distinto al anterior: ni capilla ni velas, sino una sucia esquina con trastos viejos e inservibles. Resultaba una última muestra de desprecio y diferenciación en el trato entre víctima y verdugos. Según se aproximaban, con el omnipresente traqueteo del cojo por detrás, Dante se liberó del embozo comprobando que la atmósfera era algo más respirable y observó de reojo cómo Francesco hacía lo mismo. Ambos cuerpos, desnudos y retorcidos, habían sido colocados en otro par de provisionales catafalcos. Su aspecto era más limpio, aunque estuvieran marcados por heridas y cuajarones de sangre seca. De todos modos, no resultaba mucho menos horrible: espejo de la acción despiadada de la tortura sobre un ser humano.

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