Los clanes de la tierra helada (41 page)

BOOK: Los clanes de la tierra helada
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Los dos la miraron, estremecidos de terror. Thorgils se sintió mal de repente, como si la bestia del remordimiento agazapada en su interior manifestara por fin su existencia.

—No digas eso, Auln —susurró Hildi atemorizada—. Las criaturas te oirán y vendrán.

—¿Por qué no le va a gustar lo del niño a Arnkel, Hildi?

—preguntó de improviso Auln, abriendo los enfebrecidos ojos. Hildi se puso a llamar a las niñas, fingiendo no haberla oído, pero ella insistió—. ¿Por qué, Hildi? ¿Por qué le tendría que molestar? ¿Por qué tendría que importarle al
gothi
que mi hijo sea de Ulfar o de Thorgils?

Thorgils la encaró hacia sí y le inmovilizó la cara con las manos. Ella se zafó y lo apartó a palmetazos.

—No va a haber forma de mantener escondido para siempre al niño, estando tan cerca de Bolstathr —explicó Thorgils con tono sombrío y un rictus de amargura en los labios—. Un día el
gothi
lo verá y, con ese pelo, sabrá que Ulfar ha dejado un hijo, un hijo varón.

La cogió con fuerza por los brazos, pese a que ella oponía resistencia, mientras Hildi los miraba con tristeza.

—Me da igual que el
gothi
sepa que es de Ulfar —afirmó Auln, soltándose—. ¿Qué importancia tiene? Él ya tiene la propiedad de la tierra, ¿no? ¿Qué amenaza puede representar un niño?

Su pregunta sonó como una recitación, una vacilante profesión de fe. Después se volvió hacia la luz del sol, con las manos en la cara, y se puso a mover la boca de una manera extraña, como si intentara formular unas palabras que no cobraban forma.

—Arnkel no es la clase de persona que tú crees, Auln —señaló Thorgils titubeante—. Es un jefe. Ese tipo de personas ansían el poder por encima de todo, y el poder reside en la tierra.

Auln se acercó rápidamente a él y le propinó una bofetada. Thorgils guardó silencio mientras ella lo miraba con rabia, jadeante, para luego volver la mirada hacia Hildi.

—¡No! —gritó—. ¡Esta discusión es una necedad! El
gothi
es una persona honorable. Siempre me ha tratado con respeto, y también a Ulfar. —Miró a Hildi—. ¡Y te atreves a hablar así del
gothi
Arnkel en presencia de su esposa! Él no se dedica a matar niños como Thorbrand.

—¿Thorbrand? —inquirió Thorgils extrañado.

—¿Qué dices tú de eso, Hildi, esposa de Arnkel? —preguntó Auln con crudeza, sin hacerle caso.

Hildi siguió callada, con la cara surcada de lágrimas.

—Diría que el Cojo odiaba a Ulfar y que Arnkel aprovechó ese odio para sus propios fines —declaró Thorgils con voz monótona e inexpresiva—. Diría que Arnkel envió a Agalla Astuta a matar a Ulfar y después me mandó a mí para matarlo a él a fin de mantener para siempre el secreto.

Auln volvió a abofetearlo, con violencia, y se cortó la mano al chocar con sus dientes. Luego se apretó el corte y las gotas de sangre que surgieron fueron a parar al suelo.

—Perdóname, Auln —dijo Thorgils, con voz más gris que la ceniza, mientras la sangre afloraba en su labio—. Es un peso horrible que llevaba en el corazón. Esa es la verdad.

Las náuseas amenazaban con invadirlo. Apenas se sostenía en pie.

Auln se quedó quieta un rato, con la cara desencajada de horror y los labios trémulos. Después dio media vuelta y salió corriendo. El desfallecimiento la retenía, pero la rabia la impulsaba a seguir. Acabó desplomándose en el suelo, con una mueca de dolor, y después se levantó penosamente para echar de nuevo a correr.

Desde el establo, Thorgils y Hildi observaron como llegaba a trompicones a la casa y desaparecía en su interior. Thorgils se tocó la sangre de la cara. Miró a Hildi, con intención de decirle que daba igual quién hubiera engendrado aquel niño, que todo hijo de Auln estaba condenado de antemano en tanto que el
gothi
Arnkel siguiera con vida.

Auln volvió a salir con el pequeño en brazos. Envuelto en pieles y lana, formaba un compacto paquete, que acurrucó cuidadosamente contra sí mientras montaba en el caballo, todavía ensillado, de Thorgils. Él salió al patio, sorprendido.

—Auln ¿adónde…?

En silencio espoleó el caballo, que salió disparado ante su insistencia. Thorgils echó a correr por el camino, manteniendo el paso de la montura. Auln, que no sabía montar bien, estuvo casi a punto de caer en la larga subida, pero luego aminoró la marcha y desapareció en lo alto de la loma. Thorgils seguía tras ella, creyendo que iba a Ulfarsfell, aunque al final se desvió por el sendero de Bolstathr.

—Auln —la llamó, alarmado—. No hagas eso.

Ella ni siquiera volvió la cabeza.

El camino se volvía más ancho y plano en las proximidades de Bolstathr, lo cual le permitió tomar la delantera. Los dos esclavos que trabajaban en los rediles la miraron con curiosidad. Thorgils se afanaba por no perder terreno caminando por el helado suelo, aunque sabía que no llegaría a tiempo para impedir que entrara en la sala.

Auln desapareció, en efecto, en el interior. Olvidando la precaución, se precipitó hacia delante y cayó pesadamente en una ocasión, pero al final llegó a la puerta.

Era la primera vez que Thorgils estaba en Bolstathr desde hacía casi medio año.

Gizur, que se encontraba de pie allí, lo miró pasar con asombro. De haber sido Hafildi, era posible que este hubiera intentado detenerlo; entonces Thorgils lo habría matado. Gizur, en cambio, había permanecido a sus órdenes durante demasiado tiempo y todavía le profesaba cierto respeto. Retrocedió un poco y le indicó que pasara con un ademán.

Auln se encontraba delante del sitial del
gothi
Arnkel. Tenía un cuchillo en la mano.

A corta distancia, Gudrid la miraba boquiabierta, al igual que varios clientes que allí había. Hafildi se interpuso entre ella y Arnkel cuando sacó el cuchillo. El
gothi
lo conminó a apartarse con un gesto y se adelantó en el asiento.

—¿Qué locura es esa, Auln? —preguntó—. ¿Por qué desenvainas un arma en mi sala?

—He venido a pedir el pago de la deuda que tienes contraída conmigo,
gothi
—exclamó, apuntándolo con el cuchillo—. La deuda que reconociste en voz bien alta cuando te ayudé a reclamar la tierra de Orlyg para Ulfar y para ti.

—Mi hijo no te debe nada, mujer… —replicó Gudrid.

Auln surcó el aire con el cuchillo en dirección a ella para hacerla callar, sin despegar la vista del
gothi.

Arnkel agitó la mano para ordenar a los clientes que abandonasen la sala. Mientras se iban de mala gana, decepcionados por perderse el espectáculo, observaron con curiosidad a Thorgils. Este los oyó concentrarse junto a la puerta para pegar los oídos a la madera. En el techo se oyó un arrastrar de pies, como de ratones, provocado por los que treparon por el tepe a fin de escuchar junto a los orificios de ventilación. Además de ellos tres, en la sala solo quedaron Hafildi, Gudrid y Gizur.

Arnkel posó la mirada en Thorgils.

—¿Cómo va mi propiedad de Ulfarsfell, Thorgils? —le preguntó—. ¿Todo está bien?

—Todo está bien,
gothi
—repuso Thorgils con incertidumbre.

—Perfecto. ¿Y mi propiedad de Hvammr, Auln? ¿Cómo va todo allí?

Auln lo miró, confusa, con ojos febriles.

—¿Todo va bien? —insistió en voz baja Arnkel.

—No he venido a hablar de tu propiedad —espetó.

Arnkel se levantó de improviso, interrumpiendo sus palabras con autoritario ademán.

—Sí, mi propiedad, Auln. ¡Mi tierra, tal como lo reconocen todos! ¿Qué me importan a mí los precarios derechos que otros puedan esgrimir sobre ella? —Bajó del estrado y se acercó a ella, sin dejarse impresionar por el cuchillo. Luego tomó un mechón de cabello del pequeño entre los encallecidos dedos antes de que Auln lo apartase—. Dicen que aquí mismo vivían antes unos monjes irlandeses, cuando mi abuelo tomó posesión de esta tierra, y que los mató a la mayoría y al resto los expulsó a las montañas para que murieran de hambre allí. ¿Debería poner rumbo hacia Irlanda a fin de dar muerte a todos los monjes de ese lugar, para evitar sus reclamaciones?

Auln guardó silencio. Lloraba, escrutando los ojos del
gothi
en busca de la verdad.

—Yo no tengo necesidad de matar a este niño, Auln.

Ella le tendió el mango del cuchillo.

—Hazlo ahora —dijo, sollozando—. Si pretendes quitarle la vida a mi hijo, hazlo ahora y ahórrame el tormento de la espera. —Agitó el cuchillo, ofreciéndoselo—. ¡Hazlo! —gritó.

El
gothi
dio media vuelta y regresó a su asiento. Se instaló frente a ella, sin decir nada, apoyando las manazas en los brazos. Thorgils acudió tras ella y la tomó por los hombros. Auln se volvió y puso en acción el cuchillo. La punta le hizo un corte en la mano. Nadie dijo ni una palabra mientras salían de la sala. Auln, que iba delante, abrió con su mirada enloquecida un pasillo entre los hombres, como si de un rebaño de ovejas se tratara. Thorgils aguardó a que montara y después condujo el caballo hacia Hvammr.

Al doblar la loma se puso a amamantar al niño, arrullándolo en voz baja. Captó un movimiento a un lado y levantó la cabeza. Era Freystein, que miraba hacia Bolstathr, agachado detrás de una roca.

Thorgils también lo vio entonces. El hombre se enderezó, sonriendo como un niño sorprendido en el transcurso de un juego. Después de saludarlos con la mano, se fue corriendo por el sur, hacia el estuario de Swan.

—Están espiando —comentó Thorgils.

Auln no le habló. Para sus adentros se juró a sí misma no volver a hacerlo nunca más.

El
gothi
Arnkel salió afuera con su madre a la hora del crepúsculo, mientras los demás se sentaban a la mesa. Todos los miraron con los ojos muy abiertos, pues sabían qué iban a hacer. Después de subirla a su caballo, se fueron juntos por los estrechos senderos hasta que llegaron al linde del bosque de Crowness, donde los árboles no eran aún muy densos. En el poni de atrás, una cabra balaba con desconsuelo, protestando contra su indigna suerte, con las piernas trabadas encima de la silla.

—Sí, los veo —susurró la anciana—. Siempre por el rabillo del ojo.

—Hay que hacerlo —dijo quedamente Arnkel.

Del bolsillo sacó un paquete de tela que le tendió, antes de cogerla por el codo para guiar sus pasos. Dentro se encontraba el cabello que le había arrancado al niño, el mismo que había enseñado después a cada uno de sus clientes para que vieran que era negro como el carbón, igual que el pelo de Ulfar.

Se adentraron un poco en el bosque, hasta el altar de piedra que Einar había erigido para ella muchos años atrás. Un lugar como aquel nunca podía encontrarse cerca de la casa, a diferencia de los altares dedicados a Odín y Thor que destacaban en la colina próxima a Bolstathr. Era un sitio dominado por los elfos. Gudrid se estremeció mientras caminaban.

—Tienes hombres a tu disposición —susurró—. Envía a uno a hacer lo que hay que hacer.

El frío se le había metido en los pulmones, provocándole un acceso de tos que la hizo plegarse.

—¿Qué nombre me darían entonces en las historias que cuenta la gente alrededor del fuego, madre? Cuando me haya convertido en polvo y solo mi reputación perviva en forma de canción, ¿qué nombre me darán? No el Gran Jefe
Gothi
Arnkel, el que mató a Falcón, el que humilló a Snorri. No, entonces sería Arnkel, el que mató al niño. Aunque tenga cierta fama de despiadado, no es esa la manera en que quiero ser recordado. Pero si los elfos se encargan de ello, entonces me veré libre de tales acusaciones.

Gudrid asintió con pesar.

Llegaron al hito de piedras. Las desnudas ramas de los árboles que lo rodeaban salpicaban con manchas más oscuras la escasa luz que quedaba. Hacía frío y las hojas corrían por el suelo impulsadas por el cortante viento.

La anciana miró a Arnkel. Su fornido hijo permanecía impasible, sin percibir las sombras que se movían a su alrededor.

—Puede que no acepten tu sacrificio, Arnkel. Saben que no los quieres, que tu corazón está entregado a Odín.

—Eso no es verdad.

—Sí, hijo. Tú no entiendes nada de las cosas de ese otro mundo. Tienes demasiada vida en ti, como todas las personas provistas de fuerza. Los elfos son antiguos, forman parte de la Tierra desde un tiempo anterior al de los dioses. Son mucho más reales que estos, que no pasan de ser hombres y mujeres, con lujuria y deseos magnificados de manera disparatada.

El
gothi
Arnkel torció el gesto y dirigió una cautelosa mirada al cielo.

—¡Silencio, mujer!

Ella lo miró, convencida de la verdad de lo que decía. Aun así allí estaban, en el bosque. El
gothi
Arnkel se había asegurado de que todo el personal de su casa los viera cuando se iban a efectuar el sacrificio.

—¿Qué? —inquirió.

—Debes jurarme que concederás a los elfos el tiempo suficiente para hacer esto, si yo se lo pido —pidió ella.

—¿Jurártelo? ¿Por qué?

—¡Júralo!

Acabó jurando, por Odín.

—Ahora —continuó ella, sabiendo que de todas maneras no creía—, debes jurar que no pondrás reparo en el precio que te vaya a costar.

—¿Más juramentos? —Lanzó un suspiro—. Puedes coger una vaca, o dos, lo que sea. —Ella seguía con la vista clavada en él—. Lo juro —gruñó Arnkel.

Gudrid asintió, satisfecha.

Fue una ceremonia breve: unas cuantas palabras dirigidas a los seres que pululaban justo fuera de su campo de visión, la tela depositada con el cabello y la emisión de sangre por el cuello de la cabra, cuyo cuerpo dejaron encima de la piedra al marcharse.

Cuando se iban, Arnkel volvió la cabeza para mirar algo en la oscuridad.

—Me ha parecido ver…

—¡Vamos! —urgió Gudrid, agarrando a su hijo del brazo. No era conveniente ver con claridad a los elfos.

Regresaron a Bolstathr.

Gudrid se fue a la cama, temblando, atormentada por la tos. Con ella escupía sangre, como le venía ocurriendo desde hacía unos meses, en forma de pequeños gránulos negros. No había querido que se enterasen ni Arnkel ni los otros, pero sabía que no iba a vivir otro invierno más.

Arnkel se sentó en su sitial, y esa noche bebió muchos cuernos de cerveza y durmió con un sueño pesado, tratando de olvidar el trémulo brillo de unos ojos del inframundo que miraban a través de una rendija del suelo.

Gudrid permaneció despierta mucho rato, aguardando a que todos los de la casa estuvieran dormidos.

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