Los clanes de la tierra helada (49 page)

BOOK: Los clanes de la tierra helada
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—¡Fuera! ¡Fuera, bellaco asesino! ¡Fuera, o todos tus hijos morirán!

Hildi había acudido a su lado, pero después había ordenado con autoritario ademán al
gothi
que saliera al frío de la noche, antes de asistirla. Thorgils permaneció con Arnkel, sintiendo como poco a poco se les entumecían los pies en contacto con la crujiente y dura nieve del patio.

—Lo sabe todo —dijo por fin Arnkel.

Con la tenue luz de las estrellas, Thorgils no alcanzó a verle la cara, pero la voz sonó suave, cargada de asombro.

—Ella es vidente —contestó Thorgils—. Todo el mundo lo sabe.

No pensaba hablarle nunca a Arnkel de la confesión que le hizo a Auln, y Hildi solo quería olvidar ese día, pensó mientras lo miraba con rostro inexpresivo. Era mejor que creyera que Auln era capaz de ver lo que había en su alma.

El parto discurrió deprisa, sin complicaciones, y al cabo de una hora oyeron el llanto del pequeño. Thorgils entró entonces, seguido de Arnkel. Luego se apresuraron a cerrar la puerta para conservar el calor de la oscura casa. Auln estaba dormida, con la cara reluciente de sudor, tapada con mantas.

Hildi permanecía de rodillas a su lado. La luz de la solitaria lámpara de aceite iluminaba solo a las dos mujeres, dejando oculto en las sombras el resto de la vivienda. Hildi sostenía al pequeño en los brazos, abrigado con un manto de lana, con visible tensión en el rostro.

—Es un varón —dijo, mirándolos. Hildi miró atemorizada en derredor, oyendo los susurros surgidos de los rincones—. Están dentro de la casa —musitó, apretando los dientes—, pero Auln no ha querido pronunciar las palabras para hacer que se vayan. Arnkel, tú que eres
gothi
y sacerdote, ¿no puedes echarlos de este lugar?

El
gothi
apenas la oyó. Acercándose, apartó con un dedo la tela que tapaba la cabecilla del niño.

—Se ve su parecido contigo, Thorgils —dijo.

Arnkel observaba con los ojos muy abiertos el bulto que tenía Hildi entre los brazos. Bajó la mano hasta cubrir la cara del pequeño, la cara, la nariz y los ojos.

—Siempre me ha asombrado lo frágil que es la cáscara que contiene la vida —comentó en voz baja, como si hablara solo—. Este cuerpo, que tan fácil resultaría borrar del mundo en este momento, podría convertirse en un criatura de hierro, llena de odio, ánimo de venganza y ambición.

—Gothi
—dijo Thorgils. Dio un paso adelante, llevando de improviso la mano al cuchillo, sin pensarlo.

Arnkel lo miró con ojos húmedos y apagados, y apartó la mano. Después salió afuera.

Thorgils se quedó a pasar la noche allí, para dar de comer a Auln y cuidarla. Aunque no quería dormir, hacia el amanecer lo venció el sueño. Cuando despertó ovillado en el suelo de tierra, con el frío metido en el cuerpo, Auln estaba sentada junto a un pequeño fuego, con el niño en el regazo, que gorjeaba satisfecho.

—Por fin despierto —dijo.

Por un momento, mientras parpadeaba liberándose del sueño, se sintió feliz. Aquellas eran las primeras palabras que le dirigía desde hacía meses. Después se quedó paralizado de espanto. Auln tenía un cuchillo en la mano, cerca de la garganta del niño.

—¿Ves cómo habría sido? —susurró—. Mi hijo y Ulfar asesinados, y así tu hijo moriría por ello. —Se puso a llorar y las lágrimas le rodaron por las mejillas hasta caer en la cara del pequeño—. Pero no puedo hacerlo. Cuando vi que Arnkel le ponía la mano encima, me sobrecogí de miedo y horror. Mi corazón no es tan duro como el suyo. —Lo miró, y hasta su odio le suscitó amor. Ella lo vio—. Todavía no. Es mi hijo, mi sangre.

El cuchillo cayó al suelo y ella acercó el pequeño a su cara. Thorgils se acercó para abrazarla. Tuvo que retroceder precipitadamente para que no le arañara los ojos. Sobresaltado por la brusquedad del movimiento, el niño se puso a llorar. Los ojos de Auln estaban fríos y vidriosos cuando los enfocó en él. Después desvió para siempre la mirada de su persona y lo dejó plantado allí mientras acunaba y arrullaba al pequeño.

Así era su vida.

Las semanas del invierno se sucedían.

Después de Navidad, el tiempo mejoró un poco y el cielo permaneció despejado durante casi una semana. Era maravilloso ver lucir el sol, aun cuando solo fuera durante las breves horas del día. Los niños pasaban mucho tiempo en el hielo, deslizándose, y se quitaban los abrigos de piel pese a los regaños de sus madres. Halla estaba al cuidado de sus dos hermanas pequeñas y de los hijos menores de Hafildi y Gizur. Era una buena niñera, firme y cariñosa, aunque a veces podía demostrar el mismo mal genio que su abuela. Arnkel la encontró una vez gritando a Hafildi por aparejar su caballo preferido con la brida que no correspondía, y le sonrió con un sentimiento de orgullo, satisfecho de su carácter. Hafildi escupió al suelo soltando una maldición y luego replicó que él estaba al servicio de Arnkel y no de una mujer, lo cual solo sirvió para encolerizarla aún más. Al final Arnkel consiguió llevársela de allí para que se calmara.

—No puedes dar este trato a los hombres —le dijo pacientemente.

—¿Por qué no? —contestó, apartando de un manotazo la mano que él había posado en su mejilla—. Tú así lo haces.

Luego se fue hecha una furia, pero al cabo de un poco regresó para darle un abrazo mientras trabajaba en el establo.

—Perdona, padre —se disculpó con rigidez.

Él le tocó el hombro, intuyendo el origen de su mal humor. El estuario de Swan, tan cercano, quedaba ahora muy lejos.

—Esa boda no puede celebrarse tal como están las cosas —arguyó con tristeza—. Debes comprenderlo.

—¿Siempre va a tener que ser así? —preguntó—. Siempre con peleas. ¿Qué sentido tienen?

—El sentido es el poder, la tierra y la riqueza, donde reside nuestro futuro —afirmó—. Un día lo comprenderás.

Al día siguiente ocurrió algo horrible.

Halla jugaba con los niños en el hielo, paseándolos en un pequeño trineo con el que les hacía dar vueltas provocando gritos de entusiasmo. El hielo todavía era transparente como el vidrio, y grueso. Siguió tirando de la cuerda por una zona lisa y luego se detuvo y bajó la mirada hacia el hielo. Enseguida la desvió. Se encaminó a toda prisa a la orilla mientras los niños se quejaban de que el juego hubiera tenido tan abrupto final. Ella los mandó callar y volver a casa, y luego se fue en busca de Arnkel. Lo encontró en el establo con Thorgils, curando a una vaca enferma.

—Tienes que venir, padre. Hay algo bajo el hielo.

Viendo sus ojos desorbitados, los dos hombres la siguieron sin objeción.

El reluciente sol iluminaba hasta la arena del fondo del mar. Halla los condujo más allá, hacia la zona más profunda, donde el agua se volvía oscura como la noche, y después de buscar un momento, señaló un punto.

—Allí es. ¿Lo veis? Esa forma blanca. —Se enderezó, con la mano temblorosa.

Arnkel y Thorgils se alejaron despacio, escrutando el hielo. Ambos llevaban una lanza para equilibrar la marcha, pero entonces aferraban el asta con ambas manos como si se dispusieran a luchar. Un bulto hinchado se movía despacio bajo la superficie, a lomos de las corrientes que lo impulsaban desde el fondo. Arnkel se arrodilló y la mancha subió desde las profundidades hasta chocar contra la capa de hielo.

—¿El Pueblo del Mar? —musitó Thorgils.

Arnkel no dijo nada.

Era Agalla Astuta.

El cadáver estaba boca arriba, mantenido a flote por la obscena panza donde se acumulaban los gases. Las leves corrientes le movían los brazos, plegándolos y estirándolos, inflando las mangas de la camisa. Parecía como si el muerto los animara a irse con él a su fría y húmeda tumba. La cara era apenas reconocible, abotargada y mordida por los peces, sin ojos, con la carne gelatinosa.

Mientras lo contemplaban, horrorizados, Arnkel oyó que Halla se acercaba y la detuvo con el brazo.

—Vuelve, hija —le susurró.

Ella se agachó, esquivando su brazo, y miró.

Un remolino pareció animar el cadáver, que se movió hasta debajo de donde se encontraban Halla y Arnkel. Las manos rozaron el hielo, con gesto afanoso, como si quisieran agarrar algo.

Echaron a correr. Arnkel llevaba a Halla del brazo.

—¡Que nadie vuelva a salir allá al hielo! —ordenó sin resuello Arnkel, una vez que hubieron llegado, casi a trompicones, a la orilla.

Después, por la tarde, se congregaron en la sala. Halla había contado el incidente a todos y nadie quería salir afuera cuando la luz comenzó a menguar. Arnkel se puso a beber, con la mirada extraviada, y los hombres comentaron entre murmullos que era muy extraño ver al
gothi
tan preocupado. Ellos, por su parte, estaban contentos de encontrarse en el interior, cuando el
gothi
normalmente se llevaba al menos a varios de ellos a trabajar en una de las granjas incluso cuando ya casi no quedaba luz y a veces hasta después de anochecer. Comenzaron a comer y a beber, y los esclavos tomaron un cuerno de cerveza también viendo al
gothi
tan distraído. Olaf engullía un cuerno tras otro, con expresión alelada.

Thorgils optó al final por hablar del trabajo del día siguiente, aunque solo fuera para sacar al
gothi
de su sombrío ensimismamiento. Arnkel respondió con escuetas palabras al principio, pero al poco dejó la cerveza a un lado.

—En los almiares de aquí en Bolstathr queda poco heno —dijo a Thorgils, esforzándose por hablar a través del sopor provocado por la cerveza—. Tenía intención de ir a Orlygstead hoy con los bueyes y el trineo para traer reservas.

En la sala sonó un coro de carcajadas, y entonces el
gothi
reparó en los rostros enrojecidos de sus hombres.

—Nunca es demasiado tarde para trabajar, ¿eh? —vociferó hacia Thorgils con un guiño, antes de levantarse—. ¡Hildi, tráeme una buena cena y otra para Thorgils! ¡Esta noche me iré con la luna llena a Orlygstead, a trabajar como corresponde a un hombre! —Las risas cesaron de manera abrupta cuando abarcó con un ademán a los presentes—. ¡Olaf! Tú y Dim me acompañaréis. Los demás han trabajado duro hoy, pero vosotros debéis ganaros toda esa cerveza que habéis trasegado. La luna no saldrá hasta más tarde, así que tendréis un tiempo para dormir y descansar. Después nos iremos.

Los esclavos quedaron demudados y cabizbajos, aterrorizados por tener que salir de noche habiendo fantasmas que rondaban. Hildi salió de la zona privada de la casa con una fuente de cuajada y pescado ahumado.

—Marido, ¿qué desvarío es ese de ir a trabajar en plena noche?

—Ten por seguro que los hijos de Thorbrand están durmiendo mientras yo trabajo cerca de sus tierras, esposa —respondió él, tocándole la mejilla.

—Oh sí, eso es cierto —reconoció ella, sonriendo, contenta de advertir prudencia en su arrojado esposo.

Cuando se hubo ido, Arnkel se inclinó hacia Thorgils.

—Vivo o muerto, no merece la pena preocuparse por Agalla Astuta. Le voy a escupir a los ojos de ese bellaco si lo veo.

—Algo parecido dije yo una vez —convino Thorgils.

Se quedó un rato callado, mirando comer al
gothi
. Luego se puso en pie.

—Voy a aprovechar lo que queda de luz para ir al valle de Thorswater, si no tienes inconveniente,
gothi
—dijo.

Arnkel acabó de masticar y engulló, sorprendido.

—¿No vas a comer?

—Quiero asegurarme de que Auln está bien —respondió.

Cabía la posibilidad de que Agalla Astuta saliera del agua para atacar a Auln, sabiendo la importancia que tenía para él, explicó. Por eso quería estar con ella.

—Esa bruja no tiene nada que temer de los espectros,
bondi
—espetó Arnkel con una agria mueca—. Haz lo que quieras, de todas maneras. —El
gothi
posó la mano en el brazo de Thorgils cuando se volvía para marcharse—. Me alegro de que volvamos a trabajar juntos, viejo amigo —le dijo, mirándolo a la cara—. Nunca debimos habernos distanciado.

Thorgils lo observó durante un momento y luego asintió, antes de irse.

Tomó la lanza y el escudo y mientras ensillaba el caballo en el establo, pensó en las palabras del
gothi
, preguntándose si aún tenían un significado para él.

El sendero era una desgastada serpiente de hielo y roca que el caballo se mostraba remiso a seguir. Al menos podría efectuar buena parte del trayecto con luz. A ambos lados había una profunda capa de nieve endurecida capaz de infligir terribles cortes a las patas del animal si este se apartaba del camino. Al final de la subida la luz era mejor gracias a la puesta de sol. Justo en la pared que antes separaba las dos mitades de prado de Thorolf y Ulfar percibió un movimiento. Iba acompañado de demasiado ruido para que fueran elfos. Oyendo el roce de metal en la roca dedujo que era alguien que intentaba esconderse, sorprendido por la llegada de un jinete. Thorgils se felicitó de ir armado, pero siguió adelante, como si no se hubiera percatado de nada.

Auln tenía echado el cerrojo. Llamó tres veces, como hacía siempre, y este se descorrió desde dentro. Siempre descorría el cerrojo, pero nunca le abría la puerta.

Tras apoyar la lanza y el escudo contra la puerta, se agachó junto al fuego de turba, alargando las manos hacia el calor.

—Hace frío fuera —comentó.

No hubo respuesta. Tampoco la esperaba.

Luego se puso a hablar, como de costumbre, y lo primero que se le ocurrió fue contar lo de Agalla Astuta. Puso un final abrupto a la explicación, cayendo en la cuenta de que aquello le recordaría a Ulfar. Mientras tanto ella trabajaba en el telar y el niño dormía junto a ella en la cunita. El tableteo mantuvo, no obstante, un ritmo regular, como si la idea de alguien asesinado que regresaba al mundo fuera algo que ocurría todos los días. Después le habló de la intención del
gothi
de ir a trabajar en Orlygstead con los dos esclavos esa noche con la luna llena y de la persona que había oído junto a la pared del prado.

—Seguramente era Freystein, o ese Egil —apuntó.

El ruido del telar se prolongó un poco después de que hubiera callado. No sabía qué más decir para disipar el silencio. Siguió allí, frotándose la mano junto al fuego y añadiendo un retal de turba. Después el telar paró y Auln se puso en pie. Fue hasta la lanza y el escudo de Thorgils y los cogió. A continuación abrió la puerta, dejando entrar una helada ráfaga, y arrojó las armas a la nieve, como basura, antes de regresar frente al telar dejando la puerta entreabierta.

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