Read Los clanes de la tierra helada Online
Authors: Jeff Janoda
Sus hombres se precipitaron tras él, empuñando las lanzas y gritando exclamaciones de apoyo a Snorri. Hromund extendió las manos, con las palmas encaradas hacia abajo, reclamando calma, y cuando hubo cesado el ruido, tomó la palabra.
—Lo que se ha postergado ha sido tu demanda contra Arnkel por la muerte de Falcón,
gothi
Snorri —especificó Hromund—. No obstante, el
gothi
Arnkel ha apelado a esta corte para presentar una querella en respuesta a la tuya, tal como tiene derecho a hacer, en la que afirma que tu cliente, Falcón, y tu hijo lo atacaron con intención de causarle la muerte, mientras ellos y otras personas a tu servicio talaban leña en sus terrenos de Crowness. Esa demanda no se ha postergado —concluyó, con mirada implacable, el anciano.
El mundo se puso a dar vueltas en torno a Snorri en una lenta danza. La última frase resonó como en una oquedad en sus oídos.
El juicio comenzó.
Arnkel expuso su posición con quejosa actitud, explicando que había tenido noticia de la presencia de ladrones en su bosque, la tierra que le pertenecía por haberla heredado de su padre, y que había acudido armado pensando en repeler y tal vez matar a los ladrones sorprendiéndolos en pleno robo, tal como se lo permitía la ley.
—Aun así, no era mi intención atacar a aquellos hombres, mucho más numerosos que yo. Mi deseo era solo avisarlos para que se fueran. Fue entonces cuando Falcón arremetió contra mí con la lanza y me infligió una leve herida.
Arnkel se quitó la camisa y, con el torso desnudo, señaló la somera cicatriz del hombro, girando sobre sí para que todos pudieran verla. Aunque no era grande, sí resultaba perceptible.
Él había dado muestras de moderación y clemencia al perdonar la vida del hijo de Snorri, prosiguió Arnkel, señalando con su recio dedo la cara marcada de Oreakja como prueba de su indulgencia. Ruborizado, el muchacho miró fieramente en derredor, lo cual le confirió tan solo una apariencia de granuja, de modo que Ketil le aconsejó en voz baja que moderase el genio.
Arnkel se sentó y se volvió a poner la camisa, mientras Gizur y Hafildi le golpeaban la espalda.
Snorri, que ya tenía previsto dirimir la cuestión de la propiedad del bosque, hizo declarar como testigos a Sam y Klaenger, quienes corroboraron que Thorolf había cedido en
handsal
la tierra a Snorri y recordaron a todos, con ponderado tono, que ellos mismos habían oído confirmarlo a Thorolf en la asamblea celebrada dos años atrás.
Arnkel replicó, gritando con vehemencia que aquel
handsal
había sido un
arfskot
, el robo de su herencia, y presentó varios testigos que respaldaron su afirmación de que él siempre se había opuesto a aquella transacción, asegurando que Arnkel se había enojado mucho al enterarse.
—¡Pero eso no necesitáis que os lo digan ellos! —tronó después de la comparecencia del último testigo, volviéndose para dirigirse a todos antes de encararse a los jueces—. Todos visteis la rabia que me embargaba cuando el
gothi
Snorri entregó a Thorolf mi plata y oí cuál fue el injusto pago que el
gothi
Snorri exigió a Thorolf. Esa rabia nunca se ha mitigado. ¡El Crowness es mío, por ley! —Se llevó con pasión una mano al corazón—. Yo fui a mi tierra para ordenar a los ladrones que se fueran y uno de ellos me atacó con lanza y escudo, y después de él vino otro. ¿Acaso debía quedarme quieto y dejar que me mataran, con los pies plantados en mi propia tierra? No, yo luché y me defendí. ¿Es un crimen que yo saliera vencedor?
El
gothi
Gudmund se puso en pie para intervenir, silenciando los murmullos.
—A mí, por lo que he oído, me parece que el
gothi
Arnkel ha hablado con sabiduría en este asunto —opinó—. Él nunca renunció a reivindicar la propiedad del Crowness en tanto que heredero de Thorolf, y además es de sobra sabido que hizo llegar más de una señal de advertencia al
gothi
Snorri para que evitara el bosque y no corriese peligro. También es sabido que el
gothi
Arnkel fue solo al encuentro de quienes talaban árboles, en un simple acto de propietario que reafirma sus derechos, y fue atacado. Si hubiera tenido malas intenciones, ¿no habría llevado a sus clientes consigo? La ley me parece clara en este asunto.
Tomó asiento, acomodando con cuidado los pliegues de su refinada túnica, y, posando un puño en el muslo, tendió la vista hacia el mar.
Entonces fue el
gothi
Snorri quien atrajo las miradas.
—¿Va a hablar alguien más a propósito de este asunto? —preguntó Hromund en medio del silencio general.
Todo el mundo siguió callado.
El sol se hallaba ya muy bajo en el cielo, de manera que quienes se encontraban encarados al noroeste se protegían los ojos con la mano de su resplandor. La mayoría de los asistentes estaban cansados de la rígida formalidad respetada durante el día y ansiaban reunirse en torno al fuego a beber y a reír. Con la perspectiva de disfrutar de aquellos otros aspectos de la asamblea, nadie quería añadir nada que prolongara el caso. De todas maneras, parecía bien claro quién tenía la razón.
—Que los jueces decidan, entonces —dijo Hromund.
Los presentes se pusieron a comentar con sus vecinos lo que acababan de oír, mientras los jueces pegaban las cabezas escuchando las opiniones de cada cual.
La decisión no tardó en llegar.
El representante del tribunal anunció que el
gothi
Arnkel merecía compensación por el ataque. No obstante, puesto que había salido ileso y que uno de los atacantes había resultado muerto y otro aquejado de una herida de consideración, su honor quedaba a recaudo.
De ambos bandos brotó un clamor de protestas. Los hombres de Arnkel se levantaron y reclamaron a gritos algún tipo de pago, mientas los de Snorri replicaban que la cuestión de la tierra no quedaba resuelta. Unos y otros comenzaron a agitar las lanzas con aire amenazador. Aun cuando los partidarios de Snorri sumaban más de cien, los de Gudmund y Arnkel juntos los superaban con creces. Ambos grupos comenzaron a juntarse, como charcos de sangre que brotan del suelo para acabar confundiéndose. Los más arrojados o los más borrachos se precipitaban hacia delante, mientras los demás se apiñaban tras ellos, contentándose con hacer ruido cumpliendo con su papel de figurantes. Viendo, apostado desde lo alto de una roca, que entre las filas de delante los gritos adoptaban un carácter más personal, virando al insulto y la amenaza, Hromund mandó a sus hijos y clientes a interponerse entre ambas facciones.
El ruido cedió un poco con la intervención de la gente de Hromund. Los hombres del
gothi
Arnkel fueron los primeros en sentarse, obedeciendo al gesto pacificador de su jefe. Luego este se volvió hacia la asistencia, levantando los brazos para indicar que deseaba hablar.
—El tribunal ha tomado su decisión. Aunque no me complace que un hombre que defiende su honor no reciba ninguna excusa, ni recompensa ni nada, aparte de la satisfacción de haber mantenido la sangre fría y haber segado la vida de otro, aceptaré el fallo. —Endureció la expresión—. Yo había pensado que al
gothi
Snorri se le exigiría reconocer que el Crowness es terreno mío, por derecho de herencia, pero no hay necesidad. —Se volvió hacia los suyos—. No hay la más mínima necesidad —reiteró, girando la cabeza.
En torno al fuego de Snorri reinó un ambiente triste y silencioso esa noche. Fueron pocos los que bebieron, por el recelo de lo que pudiera ocurrir. Hrafn estuvo sentado un rato junto al jefe, pero en vistas de que este permanecía cabizbajo, con la barbilla reclinada en la mano y la mirada fija en las rojas brasas de turba, sin decir nada, se fue a merodear alrededor de otras hogueras, llevando sus mercancías al hombro, acompañado de dos ayudantes suyos provistos también de su correspondiente carga de artículos. El mejor momento para vender baratijas de hojalata y vidrio era con la penumbra de la noche, cuando los hombres estaban borrachos y el fuego hacía brillar cualquier clase de metal. Así lo había reconocido en alguna otra ocasión. Las sonoras risotadas y gritos provenientes de la cercana zona de acampada del
gothi
Arnkel se prolongaron hasta entrada la noche, cuando otros les reclamaron que callaran también a gritos.
Snorri no durmió nada.
Al amanecer se trasladó al campamento de Olaf. No había querido ir antes, temiendo no poder controlar la rabia y hacer o decir algo que más tarde pudiera lamentar. En aquel momento, que exigía un especial tino y sagacidad, no podía actuar de una manera precipitada e impulsiva.
Olaf estaba enfermo en cama. Tenía la cara más blanca que Snorri había visto nunca, con una palidez de muerte bajo la piel curtida por el viento. El curandero que se encontraba a su lado aseguraba, con todo, que lo peor había pasado. La tienda apestaba a vómito.
—Fue el vino,
gothi
—explicó con atiplada voz el hombre, al tiempo que levantaba el barrilete vacío con sus arrugadas manos—. Era una gran cantidad. Demasiado fuerte, demasiado fuerte. Yo nunca he bebido vino, pero las pocas gotas que he probado, que quedaban en el fondo, me han parecido amargas. ¿Es ese es el sabor que tiene? Quizá sea así esa bebida.
—¿Amargas? —preguntó Snorri extrañado.
Tocó con el dedo el húmedo interior del barril y se lo llevó a la boca. Sí, había algo, aunque era difícil identificar qué era solo a partir de lo que quedaba adherido a la madera.
—Una gran cantidad para bebería una sola persona —repitió el curandero, sacudiendo la cabeza.
Snorri habló con el cliente principal de Olaf y le dijo que tomaría las disposiciones para que este pudiera volver a su casa en el barco de Hrafn, lo cual le ahorraría el brutal desplazamiento tirado por una yunta de bueyes. El hombre le tomó la mano agradecido, expresando un inmenso alivio. Resultaba extraño ver inquieto a un individuo tan fornido, pero la eventual pérdida de un
gothi
era siempre una temible catástrofe.
El día siguiente fue una imprecisa sucesión de casos de poca importancia, en algunos de los cuales se solicitó la intervención de Snorri. Los demás no tomaban en cuenta sus propios problemas. Tenía muchas obligaciones para con sus clientes y otras personas y se las tomaba en serio. Debía pensar en el futuro y tener presente que la gente no recurriría a él como amigo y abogado si no lo tenían por una persona digna de fiar. Él y el
gothi
Arnkel no se saludaron, ni ese día ni el siguiente.
Snorri retiró discretamente su demanda contra Arnkel. Era inútil seguir adelante.
El último día de celebración de los juicios, Hrafn levó anclas llevándose a Olaf. Snorri bajó a la orilla a despedirlo. Thorleif lo acompañó. Aunque sus hermanos habían acampado entre la comitiva de Snorri, él se había mantenido apartado, sin fuego, contemplando el cielo y contando con sus perros para detectar un posible ruido de pasos. Muchos hombres de Snorri lo consideraban tan culpable de la muerte de Falcón como Arnkel y entre ellos había unos cuantos exaltados, como Sam el pescador, que parecía especialmente enfurecido con él. Sam había desenvainado el cuchillo cuando Thorleif había aparecido en la asamblea, y solo lo había vuelto a guardar conminado por los gritos de sus hermanos y la tajante orden de Snorri.
Los dos hombres se encaminaban a la playa sorteando las grandes rocas diseminadas en el camino. Sam se había empeñado en entregar su hacha al
gothi
al ver llegar a Thorleif a su tienda aquella mañana. Snorri la utilizaba entonces a modo de bastón. Olaf, al que habían trasladado ya en una balsa hasta el barco, yacía en cubierta, dormido todavía, rodeado de media docena de clientes. Hrafn acudió a la barandilla al verlos y haciendo bocina con las manos les informó de que regresaría al cabo de una semana. Había aceptado encantado llevar a Olaf a su casa, previendo que su generosidad se vería compensada con un buen precio por el aceite de foca que pensaba comprarle.
—Yo también me he cansado de tanto borracho como hay aquí —les había dicho, al tiempo que mostraba sonriente sus nudillos pelados—. Ciertos individuos creen que, solo porque les sonríe, un mercader es una criatura débil e indefensa cuyas mercancías pueden coger sin más.
Observaron como la embarcación salía, remolcada, hacia las aguas profundas barridas por el viento. Las velas se desplegaron y al cabo de poco se deslizaba ya sobre las olas, dejando un surco de espuma.
—La libertad —exclamó Thorleif, sin despegar la vista del barco.
—Sí —asintió Snorri—. Aunque nosotros debemos quedarnos aquí para afrontar nuestra suerte.
Se miraron a los ojos.
—Has cambiado mucho, Thorleif hijo de Thorbrand —observó entonces Snorri—. Ahora percibo algo distinto en tu mirada. —Snorri esbozó una amarga sonrisa al ver el inexpresivo semblante de Thorleif—. No tenía ni idea de que Arnkel fuera capaz de una sutileza tal como para volver a un poderoso
gothi
contra su mejor aliado, o como para ocurrírsele siquiera.
Thorleif tuvo que efectuar un supremo esfuerzo para mantenerse en silencio. Mientras tanto recordó las palabras de su padre: «La venganza no precisa aderezarse con regodeos, salvo en el caso de los niños. Ya es bastante dulce de por sí».
Aun así, le costó vencer las ganas de relatarle al
gothi
los detalles de la larga noche que había pasado en compañía de Gudmund. Había cabalgado con el mensajero de este hasta el linde del campo de Bolstathr, desde donde lo había observado descender hasta la granja de Arnkel.
—Quizá lo tentaron los cien árboles que no logró conseguir —se permitió comentar tan solo—. Arnkel puede proporcionárselos ahora fácilmente, y a Gudmund le llama mucho la riqueza.
Se volvieron, atraídos por unos gritos, y vieron que eran los hermanos de Thorleif, que descendían a toda prisa sorteando las rocas.
—¡Maldita sea, se ha ido! —exclamó sin resuello Illugi, observando el punto a que se había reducido el barco—. ¡Quería despedirme!
Thorodd y Thorfinn llegaron corriendo y miraron con curiosidad a Thorleif y al
gothi
, sin dejar de reparar en el hacha que este asía. Freystein se llevó la mano a su inseparable garrote, creyendo que había una riña.
—¿Todo va bien? —inquirió Thorodd con cautela, escrutándolos.
—Estábamos hablando de la libertad —repuso el
gothi
Snorri—. Como todas las buenas cosas de la vida, hay que pagar un precio por ella. —Levantó el hacha y la tendió a Thorleif—. El precio es el valor, Thorleif. Toma esta hacha.