Read Los clanes de la tierra helada Online
Authors: Jeff Janoda
Aunque ya no sangraban, las heridas eran profundas, dos aserrados cortes situados a un centímetro uno del otro justo en el nacimiento de la muñeca. Después de lavarlas, las volvió a vendar y luego le quitó el vestido empapado, sin que ella ofreciera resistencia, tratando de reprimir su instintiva reacción al verle los pechos.
Cuando la tapaba con las mantas, abrió los ojos.
—Acuéstate conmigo —susurró.
Él tragó saliva.
—Pero si estás agonizando casi.
—Acuéstate conmigo.
Le tiró débilmente de la camisa. Al cabo de un momento se encontraba desnudo con ella bajo las mantas, con el corazón desbocado de deseo. Tras un fogoso roce de sus cuerpos, él se situó encima y la penetró, con la boca aplicada contra la de ella.
—Estoy maldita —sollozó quedamente, en el momento álgido de la pasión, mientras él se movía frenéticamente en su interior.
—No —le dijo, horrorizado, sin poder dejar de poseerla, demasiado inmerso en su ardor.
—Todos a los que quiero, o que me quieren, mueren —susurró.
Las heridas de la mejilla de Thorgils se abrieron, dejando caer en el cuenco de su ojo unas gotas de sangre que luego le resbalaron por la cara.
Llegó a un amargo clímax, gritando como atormentado por el dolor.
Permanecieron tendidos largo rato abrazados y luego se durmieron.
Thorgils despertó al amanecer. Auln se despabiló al moverse él y se arrebujó en las mantas mientras se vestía. Tenía los oscuros ojos clavados en él.
—He soñado con mi madre —dijo.
Thorgils encendió el fuego, avivando un resto de brasas, para calentar la comida de la olla. El vacío del estómago acrecentaba su terrible dolor de cabeza. Tenía los dos ojos morados y tan hinchados que apenas alcanzaba a ver.
—¿Ha sido un buen sueño? —preguntó en voz baja, casi en un susurro.
No quería alterar el clima que la había impelido a pronunciar las primeras palabras que oía de su boca desde hacía meses.
—Los sueños buenos no existen —afirmó ella.
Parecía lúcida, pese a la debilidad de su voz. Thorgils advirtió su mirada fija en él, cuerda y humana de nuevo, aunque solo fuera por un momento.
—Thorgils, si te quedas aquí conmigo, nunca serás feliz. Y morirás.
—No.
—Ya tengo lo que necesitaba de ti, anidado en mi vientre. Está creciendo ya. —Sacó el brazo de debajo de las mantas, sin rastro de vendas, mostrando las horrendas heridas—. He forjado un pavoroso pacto. —Sus ojos recuperaron la frialdad y el extraviado brillo—. Y he visto lo que hiciste con Arnkel.
La miró con un rictus, como si lo aquejara un dolor, agobiado por el palpitante martilleo de las heridas de la cabeza.
—No hables de eso —le pidió con desesperación—. Ahora ha llegado la luz del día. —De repente corrió a su lado y se puso de rodillas—. Todavía tenemos una vida por delante —le rogó al oído—. En el mundo hay más lugares que este pequeño valle. Podemos irnos juntos. Olvidar el pasado e irnos juntos.
Auln sintió el contacto de sus brazos, pero tenía el pensamiento ocupado con el olor de su hijo, aquel nuevo ser tan limpio, tan perfecto. Oyó la voz de Ulfar que la llamaba y luego vio la cara de su madre, con su mirada implorante mientras se alejaba en el barco que la conducía a la muerte.
—No puedo abandonar a mi familia —susurró, colgando con lasitud en sus brazos.
—¿Cómo? —preguntó, desconcertado, apartándose un poco—. ¿Qué has dicho?
Entonces ella le apuntó el cuchillo a la garganta. Viendo de soslayo el brillo del metal, accionó instintivamente el brazo y le detuvo la mano cuando ya la punta comenzaba a deslizarse por el recio músculo del cuello. Conteniendo un grito de dolor, le echó la mano hacia atrás. Dada su debilidad, no le costó arrebatarle el cuchillo. Luego retrocedió, jadeante y horrorizado, y llevándose la mano a la herida, notó el cálido y rojo flujo en los dedos.
Auln pestañeó con apatía, como si estuviera drogada, y posó la cabeza en la almohada.
Thorgils salió con paso vacilante, vomitando, y cayó de rodillas fuera. El viento soplaba con fuerza, impulsando la carrera de nubarrones sobre el mundo, y en él oyó una voz que lo llamaba por su nombre, despertando un tenue eco en su recuerdo. Reconociendo la voz, echó la cabeza hacia atrás para mirar al cielo.
—¡Ulfar! —gritó—. ¡Ulfar!
Auln cerró los ojos y se quedó dormida.
Invierno
La batalla de Orlygstead
El invierno había llegado pronto, agresivo. La nieve se apilaba en torno a Bolstathr, acumulada en ventisqueros. El fiordo se había helado mucho antes de Navidad por espacio de dos días. El hielo y el agua de abajo se veían con toda claridad, de tal modo que cuando el sol estaba en su cénit parecía como si las personas que se movían sobre el hielo caminasen en el aire. En los bajíos se podían ver las evoluciones de los peces, fenómeno que los hombres aprovechaban para pescarlos a través de los agujeros practicados con las hachas. Los niños chillaban hollando la reluciente superficie por temor a que esta se quebrara, aunque en cuestión de una semana alcanzó el grosor del antebrazo de un adulto. Arnkel había fabricado patines de hielo para sus hijos con los huesos de las patas de una cabra. Al verlo, los hombres habían seguido su ejemplo y después se paseaban con los suyos impulsándose con las lanzas y prodigándose insultos cada vez que chocaban. En la granja reinaba un buen ambiente. Contemplando sus tierras y su gente, el
gothi
Arnkel pensaba que tal vez podría empezar a creer que la vida había llegado a ser tal como deseaba desde hacía mucho.
No obstante, pese a sus triunfos, lo corroía la inquietud.
Sus hombres pasaban buena parte del tiempo cazando y pescando, deseosos de evitar la expresión reprobadora que les dispensaba Arnkel al verlos sentados en la sala. El regreso con un simple pato o un salmón bastaba para justificar la jornada de alguien. Hafildi y Gizur se ausentaban durante tres o cuatro días, para cazar focas, cuando el mal humor del
gothi
empeoraba. Los esclavos trabajaban en el establo, quitando estiércol y dando de comer a los animales, y el
gothi
pasaba normalmente el tiempo allí, cuando no se iba a Orlygstead o a Hvammr a controlar la marcha de las granjas. Aparte, exploraba con frecuencia el Crowness. En más de una ocasión había quitado el cuenco de cuajada de las manos de uno de sus esclavos, aduciendo que solo quienes trabajaban tenían derecho a comer. La víctima siempre era Olaf, que, gruñendo por lo bajo, se refugiaba en el establo con el estómago vacío teniendo que soportar las risas de los demás.
Thorgils empezó a pasar más tiempo en Bolstathr, a petición de Arnkel.
Él aceptó, pues todo le daba igual. Ya no sentía ni rastro de rabia. Solamente se odiaba a sí mismo.
La primera vez que se encontraron se miraron de hito en hito, y después Arnkel se acercó, tocándose la cicatriz que le atravesaba la ceja.
—Das unos puñetazos que más bien parecen coces —le dijo con una leve sonrisa.
A partir de ahí fue como si el cielo se despejara después de la tormenta.
Más tarde, Hildi abrazó a Thorgils y le dijo que se alegraba de volverlo a ver, con calor y franqueza. La esposa de Arnkel había cambiado mucho desde la muerte de Gudrid, no cabía duda. Caminaba y hablaba con mucho más aplomo y en su trato con los hombres demostraba mucha más seguridad.
—Estoy harta de ese Hafildi —le confesó al oído—. Es una persona ruda y desconsiderada.
Hafildi puso mala cara al constatar su regreso y siempre procuraba burlarse de él. Aunque los demás no decían nada, por temor al mal genio de Hafildi, Gizur manifestaba su satisfacción por tenerlo entre ellos y los otros no tardaron en recobrar el hábito de deferir con él cuando el
gothi
no estaba presente.
Aun así, era mucho lo que había cambiado.
Era evidente que Arnkel había echado de menos la atención y la opinión de Thorgils. Ahora se trataban con más formalidad que antes, como si el
gothi
se hubiera dado cuenta de que Thorgils no era un accesorio de su vida que pudiera tratar con gratuito desdén. Por lo general hablaban de cuestiones prácticas, relacionadas con las granjas y el ganado.
Nunca más volvieron a hablar de Ulfar. En una ocasión, no obstante, la conversación derivó hacia temas más serios.
—¿De modo que tú no crees que el
gothi
Gudmund me respaldaría si decidiera atacar Helgafell? —dijo Arnkel al final de una larga charla mantenida una noche.
—Ningún
gothi
lo haría. Si hicieras algo así todos se aliarían contra ti, incluso aunque Snorri no levantara ni un dedo. Aunque él estuviera muerto, a ti te echarían de esta tierra.
Thorgils había ocultado el asombro que le produjo el mero hecho de que el
gothi
se planteara siquiera tal cosa. ¿Atacar a Snorri? ¿Para qué? Entonces comprendió que Arnkel veía el mundo como algo que había que conquistar. Sus victorias solo habían acentuado su ansia de posteriores triunfos.
—En ese caso él nunca vendrá aquí. Se quedará a resguardo en su madriguera. —Arnkel se frotó la barba con reflexiva actitud—. ¡El
gothi
Gudmund tiene más de quinientos hombres con los que puede contar! —señaló—. ¡Eso es poder! ¡Necesito más hombres!
—Los clientes de Gudmund son campesinos, como los tuyos, con tierras propias con las que se ganan el sustento. Solo tiene unos cuantos más dependiendo de su propia tierra que tú. Aquí no hay comida para alimentar a más. Esto no es Noruega —le recordó pacientemente Thorgils.
El
gothi
optó pues por forzar aún más el ritmo de sus esclavos y criados, y él mismo trabajaba largas horas, incluso en invierno, esperando obtener más ganancias para poder mantener más hombres. Echaba de menos la fuerza de los Hermanos Pescadores.
Thorgils iba todas las noches al valle de Thorswater a ver a Auln. Arnkel le había permitido vivir allí sola, después de haber instalado a Hafildi y su esposa con todo su ganado en Hvammr para ponerlo de nuevo en producción. Ella pasaba la mayor parte del tiempo frente al telar de la casa abandonada de Agalla Astuta y pagaba a Arnkel el alquiler de la casa con el
vathmal
que tejía. De vez en cuando desaparecía durante un día o dos y luego regresaba sin dar ninguna explicación.
Nunca volvió a dirigir la palabra a Thorgils después de aquel terrible día.
Él se esforzó por acondicionar el lugar y convertirlo en un hogar acogedor para ella. Construyó una pared para las pocas cabras que tenía y la vaca que le había comprado a fin de que dispusiera de leche para el niño. Reparó el tepe de las paredes y el techo. Le llevó pieles de cordero y animales salvajes para recubrir el suelo, las paredes y los bancos, y también trasladó el pesado telar por el escabroso camino, para lo cual tomó prestados los bueyes y el trineo de Arnkel. Le llevó, cargada en ponis, turba que había sacado con sus propias manos de los pantanos. Ante todas aquellas atenciones, ella no le dedicaba ni siquiera una mirada. Era como si no existiera para ella.
En una ocasión se había quedado adormilado en el rincón de un banco mientras le arreglaba una escoba. Al despertar, ella se acercó empuñando un cuchillo, a tan solo unos pasos de distancia.
Era una existencia de locos. Lo sabía, pero el corazón no le permitía prescindir de ella. Un día Auln lo perdonaría. Aguardaría la llegada de ese día.
«Nadie puede odiar para siempre», pensaba.
Eso era lo que se decía, pero después miraba a Arnkel y su certidumbre vacilaba.
El vientre de Auln crecía semana tras semana.
Arnkel estaba al corriente del embarazo. Había encontrado a Hildi cosiendo una manta para el niño. No había podido esconderla a tiempo. Una vez estuvieron a solas, Thorgils le habló sin rodeos.
—Si el niño muere te mataré, Arnkel —le advirtió.
El
gothi
percibió en su mirada que no mentía. Luego, invadido por la rabia, avanzó con la espada en la mano.
—¿De modo que voy a estar a la merced de cualquier fiebre o enfriamiento que pueda llevarse la vida de un niño? ¡Puedes intentar matarme si puedes, Thorgils, pero serás tú quien muera! —Se miraron a los ojos un momento—. ¿Cómo sabrás que no son solo unas fiebres, o el garrotillo?
—Auln lo sabrá.
Arnkel no tuvo réplica que ofrecer a tal afirmación.
Pese a aquel conato de disputa, el día siguiente transcurrió con calma, como si el
gothi
hubiera olvidado la amenaza de Thorgils.
Planificaban juntos el trabajo y distribuían las tareas entre los hombres. Arnkel había alquilado Ulfarsfell a Gizur, que se encargaba de la granja junto con su mujer y sus hijos pagando un arriendo en especie y en monedas. La tierra seguía siendo, con todo, del
gothi
, que iba allí a menudo para inspeccionar su gestión. Orlygstead se lo había guardado para sí. Al estar tan cerca del estuario de Swan y de los hijos de Thorbrand, quería pasar el mayor tiempo posible allí para hacer notar su presencia. En más de una oportunidad había tenido que echar a Freystein y a Egil, y sabía que los hermanos y su padre Thorbrand tramaban algo en su contra.
A veces mandaba a Thorgils a Orlygstead con algunos esclavos y criados para ocuparse de los animales. En invierno, cuando las vacas y ovejas estaban cerca de la casa, exigían una atención constantemente. Uno de los carneros se había vuelto agresivo y no paraba de molestar y lastimar a los machos capados. Dado que el miedo y la tensión no eran convenientes para que engordaran, había que vigilarlo. En una ocasión, mientras perseguía al carnero, Thorgils encontró a Egil, el esclavo de Thorbrand, dormido en un recoveco entre rocas, tapado con una capa de plumas blancas.
¿Estaría solo holgazaneando, o bien espiando, tal como había hecho Freystein?
Todo aquello lo comentaba a Auln cuando se sentaba con ella. Había adoptado la costumbre de repasar las novedades del día delante de ella, pese a que nunca le respondía ni lo miraba tan solo, pero como el silencio lo ponía incómodo, hablaba.
Aquello también le servía para mantenerlo despierto.
El niño llegó justo antes de Navidad. Cuando encontró a Auln retorciéndose de dolor en la cama, con las mantas empapadas con el fluido del parto, se fue corriendo a Bolstathr a buscar a Hildi. Esta se había trasladado a caballo a la casita en compañía de Arnkel.
Al ver al
gothi
en el umbral, Auln se había puesto a gritar, apuntándolo con el dedo.