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Authors: Paul Doherty

Tags: #Histórico, Intriga

Los crímenes de Anubis (6 page)

BOOK: Los crímenes de Anubis
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—¿Cómo conociste a Seli? —preguntó el magistrado lleno de curiosidad.

—A eso me refería. —El recién amnistiado exhaló un suspiro de alivio—. El padre de Seli traía muebles para que reparase los cierres. Sabía que provengo de una familia de muy buena posición y con los años acabé por ganarme su amistad.

—Y la de su hija —añadió Shufoy con aire pícaro.

—Entonces, el Cubil de las Hienas… —Amerotke retomó el hilo de la conversación.

—Se encuentra a poco más de un kilómetro de la aldea; es un crestón de roca en el que enterramos a nuestros muertos. Mis dos guías se encontraron allí conmigo. Me llevaron a una de las cuevas de las que está sembrado el lugar. Me vendaron los ojos y me llevaron a lo más profundo de la caverna. Entonces me di cuenta de que, fuera lo que fuese, lo que estaban planeando estaba al margen de la ley. Me ordenaron sentarme. Había empezado a refrescar, por lo que tenían un fuego encendido. El sitio aquel hedía a excremento de camello. Me dieron a beber buen vino. Recuerdo que la copa estaba resquebrajada, aunque, una vez que me bebí el contenido, me di cuenta de que los que habían llamado a mi puerta no eran de la aldea. Estuve un tiempo esperando en silencio. En el exterior comenzó a levantarse el viento. Uno de mis guías murmuró algo, tras lo cual oí los pasos que anunciaban a un tercer hombre. El recién llegado no pertenecía, ni mucho menos, a la aldea de los Rinocerontes. Nosotros tenemos nuestros propios olor, costumbres y modo de hablar. No se dirigió a mí por mi nombre, pero comenzó a alabar a mi familia y mi trabajo, en especial las complicadas cerraduras que sé hacer y la habilidad con que las abro.

—¿Qué quería ese hombre? —preguntó Amerotke.

—En primer lugar, me preguntó si conservaba las herramientas de mi padre, sus escoplos y sus mazos.

»—Señor —repuse—, en Tebas pueden comprarse útiles muy semejantes.

»—Claro que sí —respondió—, pero los que los usan no pueden ayudarnos. ¿Te gustaría ser rico? —siguió diciendo.

—¿Reconociste su voz?

—No, mi señor. Era áspera y amenazadora como el viento del desierto. Le pregunté para qué necesitaba a alguien con mi pericia.

»—Eso no es de tu incumbencia —se limitó a contestar.

»—¿Dónde queréis que vaya? —quise saber—. ¿Más allá de las fronteras de Egipto?

»El hombre se echó a reír.

»—Irás a un sitio en el que pocos han estado.

»Pregunté si era peligroso.

»—La vida es peligrosa —fue su respuesta.

Belet dio un sorbo a su jarra.

—No sabía qué hacer. Después de que me condenasen al exilio, no había hecho sino acatar la ley. Había evitado todo contacto con los alborotadores. Desde que conocí a Seli, no soñaba con nada más que con obtener el perdón.

—¿Qué ocurrió aquella noche? —preguntó el magistrado.

—Pregunté cuántos seríamos en total, pero tampoco quiso decírmelo. Me prometió que sería rico y podría dejar Egipto y llevar la vida de un próspero mercader allende sus fronteras.

Belet levantó la mirada y la fijó en los sirvientes que seguían congregados bajo el árbol. Éstos desviaron la suya de inmediato, pues se pensaba que era de mal agüero mirar de frente a alguien con el semblante desfigurado. El ex convicto hizo un gesto con la mano.

—Puedes imaginarte, mi señor, por qué me sentí tentado.

Amerotke apoyó la jarra de cerveza fría contra su mejilla para mitigar el calor. Ya que conocía a Belet, se revolvió en su interior un asomo de sospecha. El hombre tenía sin duda buenas intenciones, pero había accedido a reunirse con aquel misterioso extraño. Echó un breve vistazo al cerrajero y adoptó una expresión calculadora. Se preguntó si había hecho lo correcto, si aquel hombre se había comprometido de verdad con la senda de la luz. Entonces se volvió hacia su criado.

—Dime, Shufoy: ¿En qué podrían estar pensando unos extranjeros para acercarse a la aldea de los Rinocerontes y pedir ayuda a tu amigo?

El hombrecillo, que había estado observando a un apicultor que trabajaba al otro extremo del jardín, hizo una mueca y parpadeó.

—¿En un robo, amo?

—¿Se te ocurrió eso? —preguntó el juez a Belet.

—Por supuesto.

Amerotke apuró la cerveza que quedaba en los bordes de la jarra. Los robos no eran extraños en Tebas: abundaban los mercaderes acomodados que guardaban en sus hogares cajas de caudales y cofres llenos de tesoros, bodegas y toneles atestados de ricos ropajes, piedras preciosas y especias.

—Vamos, Belet —insistió—. Deberías haberlo sonsacado.

—Se lo pregunté —repuso tembloroso— y le hice ver que las casas de los mercaderes y los acaudalados estaban bien guardadas.

—¿Y qué respondió?

—Además de reírse, me dijo que no habría guardas.

—¡Que no habría guardas!

Amerotke pensó de inmediato en la Necrópolis, la ciudad de los muertos, erigida tras el Nilo, con su colmena de tumbas llenas de objetos preciosos. Todos sabían de cuadrillas de forajidos que irrumpían en ella para saquearlas.

—¿Ladrones de tumbas? —inquirió.

Al rostro de Belet asomó una expresión avergonzada.

—También mencioné eso y él volvió a reírse. Esta vez sonaba más burlón.

»—¿De verdad crees —se mofó— que seríamos capaces de robar a las honestas gentes de Tebas?

»—Entonces, ¿dónde será? —pregunté yo.

»—En un lugar que pocos conocen. Bueno, ¿estás o no estás con nosotros?

»Le contesté que lo pensaría. El hombre me dio dos días y aseguró que regresaría.

Les distrajo un murmullo de voces de los sirvientes. Amerotke recorrió el lugar con la vista para descubrir que el revuelo se debía a la llegada del narrador que habían encontrado frente al templo. Había cubierto su piel bronceada con una toga de lino y llevaba el cabello negro recogido mediante una cinta dorada.

—Ya he hablado bastante —gritó jactancioso el recién llegado— y tengo la garganta tan seca como una arroyada del desierto.

El hombre gozaba a todas luces de una gran popularidad, según sugería la celeridad con que se afanaban los sirvientes por atenderlo. Shufoy alargó el cuello para mirarlo con envidia.

—Ojalá fuese yo capaz de contar historias como las suyas.

—Lo eres —contestó con sequedad Amerotke—. La diferencia es que las tuyas no se las cree nadie. Belet, continúa con tu relato.

—Dos días más tarde, volvieron a llevarme al Cubil de las Hienas después de anochecer. Me condujeron al interior de la cueva con los ojos vendados. Él me esperaba allí. Le dije que estaba nervioso y no tan hábil como debía. Lo presioné para que me diese detalles, pero lo di por imposible en cuanto comenzó a burlarse. Cuando pensé que había acabado, sentí una serpiente enroscándose en mi pierna.

»—¿Notas eso? —preguntó la voz.

»—Claro que sí, amo —respondí.

»—¿Guardarás silencio acerca de lo que te hemos pedido?

»—Amo, ¿cómo puedo contar lo que ignoro?

»—No seas idiota —repuso él—. Ya has perdido la nariz, y aún puedes quedarte sin orejas y sin lengua.

»Juré una y mil veces que mis labios permanecerían sellados. Entonces me sacaron de la cueva y me condujeron de nuevo a la aldea.

—¿Hablaron con alguien más? —preguntó Amerotke.

Belet sacudió la cabeza.

—No lo creo.

—¿Por qué me cuentas ahora todo esto?

—Porque yo me enteré —respondió Seli. Sentada con los hombros encorvados, había mantenido un gesto mohíno durante la confesión de su esposo—. No pude evitar regañarlo —sonrió—, ¡incluso antes de nuestros desposorios!

—Entonces fueron a buscarme —terció Shufoy— para que los aconsejara.

—Y les recomendaste que hablasen conmigo.

El magistrado cerró los ojos y se meció en el escabel. Le tentaba la idea de pasar por alto la información y considerarla una mera aventura descabellada, un proyecto de robo que nunca llegaría a hacerse realidad. Abrió los ojos y se quedó mirando a los novios.

—Pensáis que se trata de algo serio, ¿verdad? De algún sacrilegio, como, quizá, el saqueo de un templo.

—La Gloria de Anubis —intervino Shufoy—. La amatista sagrada que ha desaparecido.

Amerotke meneó la cabeza.

—No, no serían capaces de entrar en un santuario como el de Anubis. No sólo cuenta con la protección de los soldados del templo, sino que, debido a la presencia de los mitanni, también se beneficia de la proximidad de la guardia personal de la reina-faraón. Los bandidos no tardarían en ser reducidos tan pronto pisasen los dominios del templo.

El juez se quedó mirando una abeja que volaba de flor en flor.

—Te lo he contado —aseguró Belet— porque quiero tener la conciencia limpia y puros mis labios y mi corazón. La soberana se ha mostrado muy piadosa conmigo y, si tuviese lugar un robo abominable, no podría quedar en paz conmigo mismo… —Concluyó con una voz temblorosa.

—Sin duda debe de tratarse de un latrocinio misterioso —admitió Amerotke—. En la ribera y los barrios bajos, no es difícil contratar los servicios de criminales y matones a cambio de un teben de cobre. ¿Qué puede haber llevado al cabecilla de esos ladrones a buscar ayuda en la aldea de los Rinocerontes? Sin duda, pretende que sean pocos los que conozcan su plan una vez que lo haya llevado a cabo. Si el robo no tiene lugar aquí, en Tebas… —el juez se rascó una ceja—, ¿dónde podría ser? ¿En las minas de plata?

—¡Señor!

Amerotke recorrió el establecimiento con la vista. Asural los había localizado y los estaba mirando. El magistrado dio las gracias a Belet y se levantó.

—Si te enteras de algo más… —Alargó la mano para estrechar las del novio y su desposada—. Os deseo una vida pacífica.

Dicho esto, se alejó para encontrarse con Asural. Shufoy los alcanzó cuando tomaron el sendero que los había llevado allí.

—Gran señor —exclamó altisonante—, tu piedad y tu sabiduría son dignas de alabanza. Belet vuelve a gozar del favor del faraón, al igual que su padre. Él…

—Gracias, Shufoy.

Amerotke se detuvo y apoyó la mano en el hombro de Asural.

—Si yo estuviera planeando cometer un robo para hacerme con un objeto precioso que me volviera más rico de lo que pudiese imaginar en mis sueños más descabellados, ¿adónde debería dirigirme?

Asural se encogió de hombros.

—¿A las casas de Tebas?

El magistrado pensó en su propio hogar, una mansión aislada de cualquier otro edificio por amplios jardines. Norfret no se cansaba de advertirlo de la necesidad de contratar a un número mayor de guardias y centinelas. Se preguntó si el lugar que estaba buscando sería parecido. Se hallaba alejado de Tebas y representaba una presa fácil para un grupo de asesinos y bandidos desesperados. Pero ¿para qué iban a necesitar a un cerrajero?

—Los heraldos esperan —insistió Asural.

Amerotke dio unos golpecitos en el hombro de Shufoy.

—He oído lo que me ha dicho tu amigo, aunque de momento no le encuentro demasiado sentido. Vamos, ahora tenemos otros asuntos de que ocuparnos.

En el jardín, el narrador devoraba un ganso asado y daba grandes tragos a una jarra de cerveza al tiempo que reía, charlaba con los sirvientes y coqueteaba con las criadas. De cuando en cuando, dirigía la mirada al lugar en el que estaban sentados Belet y su esposa, con las manos entrelazadas y las cabezas juntas, planeando su futuro. Los miró de hito en hito. Por el momento, no le preocupaban: no eran más que un par de desgraciados. No, determinó mientras daba un sonoro sorbo a la cerveza y lanzaba un guiño a una de las sirvientas: no le preocupaban. Sin embargo, habían hablado con Amerotke, el juez de la Sala de las Dos Verdades, y ésa era una historia que debía referir a su amo.

Avanzado el día, en el Oasis de las Palmeras, situado en las Tierras Rojas, al este de Tebas, Tushratta, rey del pueblo de Mitanni, se bañaba en una laguna rodeada de datileras. Los sirvientes que la circundaban no perdían detalle de cada uno de los movimientos del monarca. Éste exhibía su cuerpo de tal manera que sus criados pudiesen observar las heridas de guerra que había sufrido su belicoso soberano en la defensa y expansión de su imperio.

Tushratta se puso boca arriba y, a través de las palmeras, fijó su mirada en el cielo azul brillante, que se mostraba vacío a excepción de un buitre suspendido en la brisa con las plumosas alas extendidas. No pudo menos de preguntarse si no se trataría de una señal, un augurio del futuro.

Se dirigió al escriba que, sentado sobre un escabel, con un rollo de papiro en el regazo, un cuerno de tinta sujeto al cinturón y un cálamo en la mano, se encontraba como siempre alerta para recoger por escrito las palabras que pudiese dictarle su amo.

—¿Cómo llaman los egipcios a los buitres?

—Gallinas del faraón —repuso el escriba.

Tushratta cerró los ojos. Evocó el campo de batalla situado más al norte y los buitres que se congregaron, negros y voluminosos, como moscas sobre un cadáver.

—¿Saldrás a cazar esta tarde, mi señor? —quiso saber su mozo mayor de cuadras—. Las presas comienzan a escasear.

El soberano levantó una mano para pedir silencio. Se dejó llevar hacia la orilla de la laguna y se sentó sobre una cresta de roca que apenas asomaba en el agua para dejar que su cuerpo sintiera el balanceo de la corriente.

«Si fuese a cazar —meditó Tushratta—, no iría precisamente en busca de gacelas o antílopes.» Se mesó la barba negra y cerrada con una mano que más parecía una zarpa. Su presa sería la joven reina-faraón. Anhelaba marchar sobre Tebas y, al igual que habían hecho los hicsos antes que él, convertirla en un mar de llamas. Saquearía los templos y derribaría palacios y mansiones hasta no dejar piedra sobre piedra. Profanaría la tumba de Tutmosis I. Apresaría a Senenmut, gran visir de Egipto. ¡Sí! Tushratta levantó la vista a los cielos: crucificaría a Senenmut o lo ataría a una estaca en mitad del desierto para convertirlo en pasto de leones y hienas. En cuanto a Hatasu, la reina-faraón… Tushratta entornó los ojos. Se sumergió en el agua y dejó que su frescor corriese por entre sus piernas. A Hatasu la llevaría a su serrallo para enseñarle quién era su amo.

Ante la sorpresa de los cortesanos que lo rodeaban, el rey hizo salpicar con furia el agua. Aquella batalla, recordó iracundo, había bastado para poner patas arriba todo su mundo. No había clan ni tribu en Mitanni, ni siquiera uno solo de los hogares de su gran capital, que no hubiese perdido a alguno de sus hombres. El número de heridos y mutilados parecía no tener fin. Las armaduras y los carros de Mitanni plagaban el desierto septentrional o se exhibían a modo de recordatorio, de trofeos de una victoria, en los templos y mansiones de Egipto. Antes de dirigirse al Oasis de las Palmeras, Tushratta había visitado las profundas criptas situadas bajo su propio palacio para contemplar los cofres vacíos del tesoro, cuyo contenido había gastado hacía mucho en armaduras, víveres y hordas de mercenarios. Todo había sido en vano. Las noticias de la victoria egipcia parecían haberse extendido incluso más allá del Verde Gigante y haber llegado a las tribus salvajes que habitaban al norte de Canaán. Aun así, él había tramado su venganza. Se había reunido con sus generales para hacer acopio de un escogido arsenal de carros, carretas, caballos, jabalinas, arcos y flechas. Asimismo, habían determinado qué huestes podían entrar en combate y en quién podía confiarse. Tras el recuento, Tushratta había llegado a la pesarosa conclusión de que la venganza, al igual que el cielo que se extendía sobre su cabeza, era hermosa al tiempo que inalcanzable.

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