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Authors: Alexandra Marínina

Tags: #Policial, Kaménskay

Los crímenes del balneario (7 page)

BOOK: Los crímenes del balneario
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—¡Ya está! —le gritó el hombre de la cámara—. Gracias. Puede vestirse.

Salió al porche escoltada por el conductor, que la había esperado pacientemente a la puerta del vestuario, y vio que junto a su coche ya se había detenido otro. Una nueva candidata al trono estaba aguardando su turno.

Cuatro hombres sentados en el cuartucho del segundo piso estaban observando con atención cuanto ocurría en la piscina. Al entrar Svetlana Kolomíets, Yuri Fiódorovich Mártsev declaró con resolución:

—¡Es ella! El parecido es increíble.

Extrajo del bolsillo la foto de la madre y miró otra vez, primero a la foto, luego a la muchacha de la piscina.

—Está fuera de toda duda, es ella. Apenas si habrá que maquillarla. La estatura, el color del pelo, los rasgos de la cara… todo es justo lo que buscaba.

—Estupendo —dijo el hombre de pelo claro y ojos oscuros—, asunto concluido. ¿Quiere que le acompañe?

Mártsev inclinó la cabeza en silencio.

El tercer hombre sentado en el «mirador» era un anciano embutido en un traje caro de corte primoroso. A él no le había gustado ninguna todavía pero no era la primera vez que venía y sabía que a las niñitas las sacaban al final de todo. Por si el cliente se quedaba con una chica de más edad sólo porque era de las primeras en salir. Mejor, porque en ese asunto de las menores uno corría demasiados riesgos y convenía tratar de evitarlos en la medida de lo posible. Tal regla no era para él, que sabía muy bien qué era lo que quería y no se dejaba despistar con semejantes añagazas. Él, Assánov, había cumplido los setenta y seis y las chicas que habían rebasado los trece no tenían nada que ofrecerle. Si eran más jóvenes, miel sobre hojuelas. Bueno, esperaremos un poco.

El cuarto hombre, Zarip, miraba por la ventana espía sólo para guardar las apariencias. Sabía que ninguna de las chicas sería la que a él le hacía falta. La que le hacía falta era aquella que había visto allí al mediodía. E iba a conseguirla. Costase lo que costase.

Ese día Nastia había trabajado bien, incluso había hecho más de lo programado. Para llevar a la práctica la decisión tomada por la mañana, antes de ir a comer dedicó nada menos que quince minutos a maquillarse y a cepillarse el pelo hasta que le quedó bellísimo. Los efectos de esta terapia se dejaban notar, incluso la tarea de escoger el vestido para la comida le produjo cierto placer.

Después de comer salió a dar una vuelta. No tardó en aparecer un pelanas bajito que se empeñó en darle la lata. Nastia hizo serios esfuerzos por mantener la conversación pero diez minutos más tarde ya estaba tan soberanamente aburrida que rompió la promesa que se había hecho a sí misma aquella mañana, la de ser suave y aterciopelada.

—Disculpe, ¿le importaría dejarme en paz? —dijo, y se metió por una alameda lateral.

Pero el gusarapo era tenaz. La siguió, bamboleándose y balbuceando sandeces a las que no reclamaba respuesta. De pronto la cogió del brazo.

Nastia se detuvo, a punto de soltar alguna barbaridad, pero el chico se le adelantó:

—¿Quiere que le dé cincuenta mil? —dijo con absoluta seriedad.

—Sí, quiero, démelos —contestó Nastia con la misma seriedad.

—Bueno, algo van a costarle —se rió el mozalbete.

—Entonces, no los quiero.

Nastia dio media vuelta y aligeró el paso, pero su contumaz acompañante volvió a alcanzarla.

—No, no le costarán nada. Pasearemos juntos, usted me contará cómo lo está pasando aquí en el balneario, qué tratamientos tiene que seguir, qué otros cretinos como yo han intentado ficharla, luego subiremos a su habitación, usted podrá hacer lo que le dé la gana, yo sólo me quedaré sentado un ratito con un libro en un rincón. Ni siquiera se dará cuenta de que estoy. Me quedaré allí sentado hasta las diez más o menos y luego me iré. Nada más.

—¿Y los cincuenta mil? —preguntó Nastia burlona.

Empezaba a sentir curiosidad.

—Mañana por la mañana. O, si me permite pasar a verla a última hora de la noche, le llevaré el dinero hoy mismo.

—Escuche, joven, si le sobran cincuenta mil, llame a un albañil. Tiene goteras en la azotea.

Con resolución, Nastia reanudó su marcha. El chico se rezagó.

Por la mañana Nastia había recogido su reloj en el despacho del masajista, gracias a lo cual se presentó en la cena con puntualidad. Ahora, al ver que ya eran casi las once, decidió que por hoy podía dar el trabajo por terminado. Guardó las hojas escritas en una carpeta, cerró los diccionarios y salió al balcón a fumarse un pitillo.

Este octubre hacía un frío invernal. Los árboles, desnudos, esperaban la nieve. Tal como estaban, despojados del follaje, padecían la tortura del frío y del abandono. Nastia pensó que su interior estaba igual de frío que esos árboles. Toda su terapia del día no había sido más que unos adornos navideños sobre las ramas desnudas y ateridas. Había sido igual de absurda e inverosímil. Se había divertido un poco, y ya bastaba.

Terminó de fumar pero continuaba en el balcón, con la mente en blanco. Al final el fresco se hizo notar y, estremeciéndose, volvió en sí. Al parecer, Reguina Arkádievna tenía invitados. Nastia escuchó:

—… así no se puede trabajar, esto es una chapuza evidente. La presentación visual está hecha a troche y moche, el ambiente psicológico se desmorona. La solución sonora no guarda la menor relación con la visual. Todo esto rompe la armonía, debilita la percepción, no genera vínculos asociativos. Lo que has hecho ha sido destruir una música hermosa…

La voz de la anciana sonaba exigente y airada, como Nastia nunca hubiera esperado oírla. Se avergonzó, regresó a su habitación y cerró la puerta del balcón. Al colgar el chaquetón en el armario oyó llamar a la puerta. En el umbral estaba la vecina.

—¿Ha ocurrido algo? —preguntó Nastia alarmada, recordando lo que la anciana le había contado en su primer encuentro.

—¡Sí que ha ocurrido, Nástenka! —la vecina estaba radiante—. Anoche me dio por gruñir y refunfuñar… ¡Pero hay quien no se olvida de esta vejarrona! Ha venido mi alumno, uno de los pocos que siguen alegrándome el corazón. Venga conmigo, se lo voy a presentar. No se va a pasar toda la vida aporreando la máquina.

Al ver a la anciana tan animada y contenta, Nastia no se sintió con fuerzas para decirle que no. Era comprensible, quería presumir de un alumno que había triunfado en la vida. ¿Qué otras alegrías habría en la vida de una mujer sola y mayor?

—Debería arreglarme…

—Tiene un aspecto estupendo, Nastiusa, estos arreboles… parece como si viniera de dar un paseo. Venga.

Al entrar en la habitación de la vecina, Nastia se llevó una sorpresa. Encima de la mesa, un frutero rebosaba uvas, granadas, manzanas. Al lado había una botella de coñac, una caja de bombones de chocolate caros y sobre un platillo, rodajas de limón. Pero lo que más la asombró fue un ramo enorme de exuberantes crisantemos, cuyos pétalos de color entre rosa y crema tenían por su cara interior reflejos de terracota. Un hombre corpulento y bien parecido se levantó del sillón para saludarla. Una cara de rasgos clásicos y adustos con un si es no es oriental, de ojos oscuros almendrados, estaba rodeada por el halo de un pelo castaño muy claro, casi rubio. Esta disonancia añadía a su aspecto viril cierta atractiva dulzura…

—Damir —se presentó el hombre, y Nastia advirtió una extraña sombra cruzar su rostro, como si le hubiera extrañado algo de lo que no podía permitirse quedar extrañado pero lograra dominarse a tiempo.

—Anastasia. —Nastia procuró que su voz sonase algo ronca y baja y hurgó a toda prisa en el arsenal de una estrella francesa para tomarle prestada una sonrisa.

Damir le besó la mano y bajo su cálida mirada el hielo interior empezó a derretirse. ¡Cielo santo, qué suerte que había venido! Y pensar que había estado a punto de decir que no.

Reguina Arkádievna encontró una copa limpia, echó en ella coñac y se la ofreció a Nastia. Ésta se sorprendió porque era la mujer mayor la que escanciaba el licor y no el hombre, y sólo entonces se dio cuenta de que su mano seguía aprisionada en la de Damir, mientras que ella misma, hecha un pasmarote, estaba sonriendo beatíficamente. Azorada, retiró la mano pero no aceptó la copa.

—¿No toma alcohol? —se extrañó la anciana.

—No me gusta el coñac.

—¿Qué le gusta entonces?

—El vermut. A poder ser, Martini.

—Lo tendré en cuenta —dijo Damir con una voz que le sacó a Nastia los colores a la cara.

Damir Ismaílov, según se le explicó a continuación, había nacido y fue criado en la Ciudad, estudió con Reguina Arkádievna desde la edad de seis años y prometía mucho, pero al terminar la academia de música no se matriculó en el conservatorio, como todo el mundo esperaba, sino en el Instituto de Cinematografía. Ahora dirigía películas para un pequeño estudio privado, donde gozaba de una libertad absoluta de creación, hacía lo que le salía del alma, experimentaba con osadía, y a veces los frutos de esa inefable actividad eran honrados con Dios sabía qué premios en Dios sabía qué festivales. La ligereza con que Damir mencionaba los festivales y galardones le pareció a Nastia no tan fingida como injustificada: ¿con qué medios se mantendría ese estudio que producía películas experimentales nada taquilleras?

—Esto a mí me trae sin cuidado —sonrió Damir complacido—. El estudio pertenece a dos chiflados que tienen el sincero convencimiento de que el mundo de la industria del cine no supo valorar el talento de sus hijos, y están dispuestos a dejarse la piel, por no hablar de la camisa, en el empeño de producir películas que protagonicen sus adorados retoños. Los ricos, sabe usted, suelen perder la chaveta. Tienen dinero a mares, de dónde lo sacan no es asunto mío. ¿Está de acuerdo?

—¿Y cuál es la finalidad de esos experimentos suyos?

—Sería complicado explicárselo con palabras… Para darle una idea, intento sacarle provecho a mi formación musical y compongo mi propia música para mis propias películas, lo que pretendo es lograr que exprese justamente aquello que quiero decir como realizador.

Cuando Nastia se dio cuenta, ya era la una y pico de la noche. No conseguía recordar otra ocasión en que se hubiera sentido tan bien en compañía de absolutos desconocidos. La uva era dulce, el café fuerte, la anciana, contra lo que había temido, resultó ser una interlocutora admirable: jovial, ocurrente, que bebía coñac con muchos bríos y tenía la risa contagiosa. Los ojos de Damir envolvían a Nastia de pies a cabeza, su mirada ya no era cálida sino abrasadora, y le daba la impresión de que, una vez esa mirada hubo descongelado su interior, estaba empezando a derretirla por fuera, así que ya no tenía ni pies ni manos y no se imaginaba cómo se las iba a componer para levantarse de la silla.

—Nastia, ¿le apetece dar un paseo antes de ir a dormir? —preguntó Damir asomándose a la ventana—. Allí fuera, por cierto, hay luna llena. Muy bonito.

—De acuerdo —aceptó ella, quizá algo más de prisa de lo que requería el decoro.

Esto no escapó a la atención de la anciana, que le guiñó un ojo con aire de complicidad.

—¿Ha venido en coche, Damir? —preguntó Nastia caminando despacio por el parque bañado en la luz de la luna.

—No.

—¿Cómo volverá entonces? Ya no hay autobuses y no creo que consiga encontrar un taxi.

—¿Es que no se lo he dicho? Tengo una habitación aquí, voy a quedarme una semana entera. La he cogido hoy mismo, nada más llegar. Esta mañana he venido de Novosibirsk, que es donde está nuestro estudio, he pasado por la casa de Reguina Arkádievna y su vecina me ha dicho que estaba en el balneario. He venido corriendo, y Reguina me ha aconsejado alquilar una plaza aquí en el balneario. ¿Por qué no? El sitio es confortable, la comida excelente y, lo más importante, aquí está Reguina. En realidad, he venido para verla. Quiero enseñarle algunos proyectos.

—Es como si siguiera estudiando con ella —dijo Nastia en voz baja ajustándose la bufanda.

—Reguina es un genio —contestó Damir muy serio—. Con un destino calamitoso y una fortaleza impresionante. Es coja desde la infancia. Una cara agradable, un cabello precioso y un lunar repugnante en la mejilla. Tenía un talento increíble. Los especialistas, cuando escuchaban sus grabaciones, se volvían locos de entusiasmo. Pero en cuanto la veían salir al escenario, nada, adiós muy buenas. Corría la década de los cuarenta. Un artista debía ser divino, debía enamorar a todo el mundo, para que fueran a sus conciertos. ¿Quién iba a comprar entradas para oír tocar el piano a una coja desfigurada? A nadie se le ocurría pensar que la gente debía escuchar la música porque era interpretada por una pianista con talento. ¡Cómo iba esto a ocurrírseles en la época de Stalin, cuando todo tenía que ser espectacular y grandioso! Así fue como Reguina renunció a la carrera de concertista y se dedicó a la enseñanza. Pues también destacó en esto. Un genio es un genio. Le bastaban cinco minutos para explicar al alumno, con media docena de palabras y cuatro acordes, lo que otros pedagogos llevaban semanas y hasta meses machacándole. Si el niño tenía una mínima chispa, un solo granito de capacidad, bajo la tutela de Reguina se abría una maravillosa flor. Los niños la idolatraban, para los padres era una diosa… ¡Otro golpe! No le dejaron acompañar a sus alumnos a Polonia, donde se iba a celebrar un concurso internacional de jóvenes intérpretes. Es decir, todos los participantes fueron con sus profesores, excepto los dos chicos de la Ciudad, a los que acompañó el instructor del comité local del partido.

—Dios mío, qué monstruoso —dijo Nastia sin poder contenerse—. Pero ¿por qué?

—¿Usted qué cree? ¿Acaso una humilde profesora de piano cuyo apellido era Walter podía viajar al extranjero en los años sesenta? Ni pensarlo. Hubo otra cosa, mucho peor. Un mentecato creyó indispensable explicarle por qué sería un hombre del comité y no ella quien acompañaría a sus alumnos. Pero como le faltó valor para decirle la verdad, que la única razón era el antisemitismo, se descolgó con que tenía un físico «impresentable». En los concursos, cuando anuncian al intérprete, siempre presentan al pedagogo, que tiene que ponerse de pie y saludar al público y al jurado. Dijo: «Cómo vamos a presentarla a usted, con su pierna y con su cara…»

—¿Y qué pasó?

—Pasó que Reguina se fijó un objetivo y se puso manos a la obra para lograrlo. Cogió más alumnos, ya no ganaba un sueldo sino un pastón, se mataba a trabajar, bregaba de sol a sol. Luego pidió la excedencia y se marchó a Moscú. Allí le arreglaron la cara, no del todo, claro está, pero quedó mucho mejor. Hay que mirar con mucha atención para darse cuenta. Pero lo de la pierna no salió tan bien. Le hicieron cuatro operaciones, una tras otra, algo estaba fallando o, tal vez, simplemente habían cometido algún error. En una palabra, si antes Reguina sólo cojeaba, después del tratamiento tuvo que usar el bastón. Cuando ocurrió, le faltaba poco para cumplir los cuarenta. Cualquier esperanza de vida personal se fue al garete. Si hubiera tenido más dinero, si hubiera acudido a los médicos antes, todo podría haber sido diferente. Tendría familia, hijos. Pero está más sola que la una.

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