—Este es el flexor común de los dedos —diagnosticó Ken. Dirigiéndose a Lyons, continuó—: Teniente, esta vez se ha superado a sí mismo.
—¿Por qué lo dices?
—Es una copia macabra de un cuadro muy famoso de Rembrandt. Se llama
La lección de anatomía.
En él, el doctor Tulp está haciendo la disección de un cadáver y ha aislado uno por uno los músculos del antebrazo y de la mano. Está mostrando a su audiencia los movimientos que realiza el músculo flexor común de los dedos tal como ha hecho su agente. En el cuadro hay siete hombres observando la disección. Y uno de ellos lleva un papel escrito, como su otro agente —dijo Ken señalando al que llevaba el bloc de notas.
—¡Me importa un bledo que haya hecho una obra magistral! Este tipo ha vuelto a matar y no tenemos ni idea de quién es, ni por qué lo hace —gritó Lyons.
—¿Saben quién es el muerto?
Lyons señaló al hombre con el mono.
—Éste es Jerry Thomas, cuidador de las instalaciones deportivas de Georgetown. Él fue quien lo encontró. Dice que es Jack Bolton, el
quarterback
de los Hoyas.
—¿Estaba metido en drogas?
—Seguro que no —contestó Jerry.
—Estoy seguro de que ha sido El Anatomista pero esta vez el muerto no parece tener relación con los anteriores —añadió el teniente Lyons.
Ken se aproximó más. En el suelo había un charco de sangre. El cuerpo tenía una coloración pálidamente azulada.
—¿Saben cómo ha muerto?
—Sí. Estrangulado —dijo Lyons señalando el cuello del cadáver.
Ken se dio entonces cuenta de que, alrededor de aquel cuello, había una gruesa soga. La aflojó con cuidado. Por debajo de ella no había ninguna marca.
—Teniente. La coloración del cuerpo indica que pudo morir asfixiado, pero no estrangulado.
—¿En qué te basas, sabiondo?
—Recuerde lo que nos explicó el doctor Payton. La piel del cuello está intacta. No tiene la más mínima rozadura. Todo lo contrario que Jack Drummond. Tampoco tiene las hemorragias puntiformes en cara y cuello.
—Se llaman petequias. Ya te lo dije el otro día.
—Además, esta cuerda es demasiado gruesa para estrangular a nadie. Serviría para ahorcar, pero no para estrangular —prosiguió Ken.
—¿Y qué diablos hace alrededor del cuello, entonces?
—No lo sé, teniente. Usted es el policía —le dijo Ken sonriendo.
—¡Maldita sea! Lleva ya cuatro crímenes, los firma, se regodea y continuamos igual que al principio. ¡Ninguna pista!
—Pues me temo que se las van a tener que apañar sin mí. Éste puede ser mi último caso —declaró Ken.
—¿Qué diablos estás diciendo?
—Teniente, a finales de mes entraré a ser residente de tercer año. Mi compromiso con la policía acabará.
El teniente Lyons tomó aparte a Ken y le dijo:
—Ken, yo también voy a dejar el caso. Me han nombrado jefe de la sección de la policía del Distrito de Columbia que se ocupa de la seguridad del presidente.
—Pero ¿ésa no es una labor del Servicio Secreto?
—Por descontado, pero yo estaré al mando de la policía que le protegerá cuando esté en Washington. Ya sabes, inauguraciones, ruedas de prensa, manifestaciones, y cosas así. Con el Servicio Secreto no es suficiente —dijo, dándose importancia.
—¿Y quién llevará el caso?
—Esto no nos importa, ni a ti ni a mí.
Ken volvió a experimentar antipatía por aquel hombre.
—¿Han podido cotejar alguna de las huellas encontradas en los apartamentos de Jack Drummond o de Héctor Barboza?
—No. No dejó ninguna. Seguro que llevaba guantes.
Ken se reafirmó en que el teniente era un inepto y no tenía ni el más mínimo prurito profesional. Se iba del caso sin haber resuelto nada y no parecía importarle. No pudo menos que insinuárselo.
—Bien, teniente Lyons, parece que ambos damos un salto hacia arriba en nuestra carrera. Lástima que usted no tenga nada que ofrecerle al que le sustituya.
Lyons encajó mal la observación.
—Oye, que yo he trabajado como el que más en este cuerpo. Creo que merezco un ascenso.
Al decir esto, se tiró para atrás para dar más vehemencia a sus palabras. Un ruido de cristales rotos salió de debajo de sus zapatos.
—¿Qué diablos es esto? —dijo, mirándose la suela de su zapato derecho. Cientos de cristalitos finísimos estaban adheridos a ella.
—Me parece que ha pisado un cristal. Parecen restos de una ampolla de inyectable.
—¿Y tú decías que Jack Bolton no estaba metido en drogas? —acusó a Jerry Thomas.
Éste guardó silencio, pero comenzó a menear la cabeza, como reforzando su declaración. Ken se agachó y observó que en el suelo todavía quedaban restos de la ampolla. Algunos cristales estaban pegados a una pequeña etiqueta de papel. Ken la leyó.
—Teniente, ya sé cómo murió este desgraciado. Tal como le dije, no murió estrangulado sino asfixiado.
—No hay mucha diferencia.
—En este caso, sí. Murió asfixiado. Por anoxia. Falta de oxígeno. —Le enseñó la etiqueta—. Curarina.
—¿Y eso qué es?
—Curare. Paraliza los músculos respiratorios.
—Curare. ¿No es un veneno que empleaban los indios jíbaros para matar a sus enemigos antes de reducirles la cabeza?
—Exactamente. Ahora se usa en medicina. Sirve para relajar los músculos de los pacientes durante una intervención quirúrgica.
—¿Y no se mueren?
—Claro que no. Dejan de respirar y de moverse pero el anestesista los ha intubado y conectado a un respirador que respira por ellos. Además, se les da barbitúricos para mantenerlos dormidos. Cuando pasan los efectos, se despiertan y vuelven a respirar por sí solos. —Ken examinó el brazo derecho del cadáver—. Ahí está. La marca de la aguja. Por ahí le debieron de inyectar la curarina hasta que el hombre dejó de respirar. Se asfixió por imposibilidad de mover los músculos respiratorios. —De pronto, tuvo una horrible sospecha—. Oh, Dios mío...
—¿Qué pasa? —inquirió Lyons.
—Es demasiado horroroso para decírselo.
—Venga, suéltalo ya.
Ken vacilaba. Quería eludir la respuesta. Volvió a mirar la etiqueta. Se dio cuenta de que, aparte del nombre del producto y de los laboratorios que lo fabricaban, había unas letras y números escritos. Su actitud cambió.
—Teniente, le voy a hacer un regalo. Así podrá darle algo al que se encargue del caso a partir de ahora.
—¿Qué es?
—¿Ve estos números y letras escritos en la etiqueta?
El teniente Lyons tuvo que forzar la vista para verlos.
—Sí.
—Pues identifican el lote del producto.
—¿El lote?
—Sí. El lote. Se marcan en la fábrica y por el número de lote se sabe la fecha de fabricación y dónde ha sido distribuido.
Lyons mostró una amplia sonrisa.
—Y si contactamos con el fabricante podremos saber
a
qué hospital se ha suministrado. Esto reduce mucho el campo de búsqueda de la persona que lo ha traído hasta aquí. Gracias, Ken.
—De nada, teniente. Sabía que le gustaría mi regalo.
—Ken, dime lo que no te atrevías a contarme.
—Teniente, sospecho que la disección del brazo se hizo cuando Jack Bolton todavía estaba vivo.
—¿Por qué lo sospechas?
—Por el color de los músculos y la sangre que hay en el suelo y en la piel arrancada. Un muerto no sangra.
—¿Y se puede hacer una cosa así sin que la víctima se resista?
—Si está paralizada por el curare, sí. El individuo no puede moverse pero está despierto. Y siente el dolor.
—¿Me estás diciendo que le desollaron a lo vivo, sin que pudiese ofrecer resistencia?
Ken se encogió de hombros.
—No lo sé. Es tan sólo una suposición. Pero si es así, le doy la razón a mi padre.
—¿Qué dice tu padre?
—Que este tipo es un íncubo.
—¿Y eso qué es?
—Un diablo que se folla a las mujeres mientras duermen. El colmo de la perversión.
La llegada del mes de julio produjo una serie de cambios en la dinámica del hospital y en la vida de Ken Philbin. Ya era residente de tercer año y, como tal, su ritmo de trabajo había aumentado. Estaba de guardia cada dos noches y durante el día asistía a la mayoría de las intervenciones quirúrgicas de envergadura que se realizaban en el hospital. Claudio era residente de primer año y continuaba viviendo en el hospital. Aprovechando que su compañero de habitación estaba realizando una rotación por el hospital infantil, Sandra le visitaba a menudo por las noches, contraviniendo todas las reglas del hospital. Y en cada ocasión, lucía un nuevo modelo de lencería que hacía enloquecer a Claudio. Sus relaciones, sobre todo las carnales, eran cada día más intensas. Por su parte, Ken mantenía cierto distanciamiento con Eloïse, quien continuaba trabajando en Urgencias. Era firme su propósito de no involucrarse con ninguna mujer, aunque a veces le resultaba difícil, dado que, con la llegada del calor, Gladys se paseaba por el complejo de apartamentos vestida tan sólo con unos
shorts
ajustadísimos y la parte superior de un bikini minúsculo. Seguía siendo una hembra apetecible.
Eloïse y Ken se encontraron en la cola de la cafetería y éste la invitó a que se sentasen juntos a corner.
—¿Cómo te va, Eloïse?
—Bien. Pero Urgencias ya no es lo mismo sin ti.
—Podríamos salir un día. Hay una película que quiero ver y me gustaría que me acompañases.
—¿Cuál es?
—El graduado.
¿La has visto?
—No, pero todo el mundo habla muy bien de ella. Creo que ganó el Oscar a la mejor película.
—No. La mejor película fue
En el calor de la noche.
El Oscar de
El graduado
se lo dieron a su director, Mike Nichols.
—Me encantaría acompañarte. Aunque creo que es algo subida de tono —dijo ella.
—¿Por qué lo dices?
—Porque he leído que un concejal del ayuntamiento de Nueva York ha hecho retirar los carteles de la película del metro. Al parecer, mostraban a un joven y una mujer madura en la cama.
—¡Bah!, son unos carcas. ¿Quedamos para el próximo viernes?
—¿El viernes, día doce?
—Sí.
—Trabajo hasta las ocho. ¿Podríamos ir a la salida? El cine está en Bethesda. Nos llevará media hora llegar hasta allí. Me parece que hay una sesión a las nueve. Podríamos tomar algo antes de entrar.
—Estupendo. Te pasaré a recoger por aquí cuando salgas de trabajar.
El Anatomista cogió un libro de su magnífica biblioteca de arte. Se titulaba
Durero y la Naturaleza. En su interior estaban representadas a todo color las acuarelas que Durero había pintado sobre animales y plantas. Pasó las páginas rápidamente. La soberbia liebre en la que se podían contar todos sus pelos, la morsa con enormes colmillos que pintó en uno de sus viajes al Norte, el ala de un ave azulada, con sus plumas increíblemente reproducidas, las flores y matas de arbustos rebosando vida. Y el enorme escarabajo con antenas parecidas a la cornamenta de un ciervo. Allí estaba. Justo lo que buscaba. Arrancó la página.
—Siento separarte de tus compañeros, pero te necesito —dijo con un brillo vesánico en sus ojos.
A continuación, se dirigió al botiquín, extrajo una botella de mercromina del mismo y dejó caer algunas gotas sobre la acuarela.
—Magnífico. Vaya susto se va a llevar el aprendiz de cirujano —masculló.
Salió de su apartamento y se dirigió al Washington Memorial Hospital. Aparcó el coche en el aparcamiento de visitantes y fue a pie hasta el de los facultativos. Le fue fácil encontrar el Volkswagen rojo de Ken. Lo inspeccionó de arriba abajo. Continuaba teniendo la suerte de cara. Aquel imprudente había dejado semiabierta la pequeña ventanilla triangular de delante. Seguro que aquel trasto no tenía aire acondicionado y a finales de junio el calor apretaba en Washington. Volvió a su coche y cogió del maletero una percha de alambre que le habían dado en la tintorería cuando recogió sus prendas por última vez. Volvió junto al coche de Ken y, con ayuda de la percha, a través de la ventanilla triangular, consiguió abrir el seguro del coche. Una vez dentro, accionó la palanca que abría el maletero, donde se alojaban la rueda de recambio y las herramientas. Cogió la llave tubular y se agachó frente a la rueda delantera derecha. Quitó el tapacubos y desenroscó las cuatro tuercas que fijaban la rueda, hasta dejarlas casi fuera de la rosca. Tras esta manipulación, volvió a colocar el tapacubos. Restituyó la llave a su sitio y depositó el dibujo de Durero en el maletero.
—Buen viaje —exclamó mientras se alejaba del coche.
Ken salía de guardia. Llevaba treinta y seis horas en el hospital y estaba deseando llegar a su casa. Al salir del hospital se encontró fuera a la mujer italiana que había sufrido la amputación de la pierna sentada en una silla de ruedas, fumando un cigarrillo.
—Hola, María. ¿Cómo estás?
—Mejor, doctor. La herida ya se me ha curado y me están haciendo una prótesis. Pronto podré volver a caminar.
—Llevas mucho tiempo ingresada. Seguro que ya tienes ganas de volver a casa.
—Muchas, doctor.
—Y lo de la niña ¿cómo lo llevas?
—Ya me he sobrepuesto. Mi marido me ha prometido que a la que llegue a casa encargaremos otro bebé —dijo María, brillándole los ojos ante la perspectiva.
—Estoy seguro de que lo haréis —dijo Ken.
Se dirigió al aparcamiento y subió al Volkswagen. El calor era asfixiante. Tras tantas horas al sol, el coche estaba caliente como un horno. Al salir del aparcamiento tomó una curva cerrada. El coche le hizo un movimiento extraño.
—Tampoco iba tan deprisa —pensó.
Al llegar a la ruta 50, apretó el acelerador. No había recorrido ni quinientos metros cuando el coche empezó a vibrar, con tendencia a irse hacia la derecha. Ken aminoró la marcha y la inestabilidad remitió. Volvió a acelerar. Un ruido terrible proveniente de la parte delantera del coche le hizo detenerse. Con precaución, bajó del coche y lo rodeó. La rueda delantera derecha estaba totalmente torcida. Intrigado, quitó el tapacubos. Al hacerlo, tres tuercas cayeron al suelo. La única que quedaba en su sitio estaba a punto de desprenderse. El ruido que le había hecho detenerse lo habían producido las tuercas sueltas dentro del tapacubos, a modo de enorme y ominoso sonajero. Ken recapacitó. Si hubiera seguido, se podría haber soltado la última tuerca y habría perdido la rueda. Podría haberse hecho mucho daño. Incluso se podría haber matado de haberse salido de la calzada. ¿Cómo podían desaflojarse las cuatro tuercas a la vez? Un pensamiento lo dejó helado. ¡Había sido intencionado! Pero ¿quién? ¿Por qué? Obviamente iba más allá de una broma pesada. Abrió el maletero en busca de una llave tubular. En su interior había un dibujo de un escarabajo. Ken lo tomó y lo examinó. Estaba manchado de rojo. Era un dibujo de un realismo casi fotográfico. Parecía antiguo. Vio que estaba firmado, aunque sólo con iniciales. Una A y una D. Ken cogió la llave y procedió a colocar todas las tuercas en sus correspondientes pernos y a apretarlas. Con el dibujo sobre el asiento del acompañante, prosiguió su camino en dirección a Dodge Park. Al llegar a su apartamento, puso el aire acondicionado en marcha. Se sentó en su sillón reclinable y miró fijamente el dibujo que se había encontrado en el maletero. El teléfono sonó.