Los cuadros del anatomista (29 page)

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Authors: Alejandro Arís

Tags: #Thriller, Policíaco

BOOK: Los cuadros del anatomista
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Acabada la cerveza, se dirigió a la cocina. El horno ya debía de estar caliente. Lo entreabrió y puso la mano en la rendija. Sí. Ya estaba caliente. Era un método muy poco científico pero que, en sus muchos años de soltería, nunca le había fallado. Se volvió y abrió la puerta del congelador, buscando una pizza. De pronto, sonó una explosión. La puerta del horno se abrió violentamente, golpeando a Ken en la pierna mientras de su interior surgía una bola de fuego. Ken cayó al suelo con la pierna dolorida por el golpe. En pocos segundos las llamas se extendieron a los armarios superiores. Su revestimiento plástico producía un humo negro y denso al arder. Ken se levantó recordando que la mayoría de las víctimas de incendios no morían por quemaduras sino por inhalación de gases. Comenzó a toser. Debía salir de allí. Cruzó la cocina sin advertir que la puerta del horno estaba abierta. Tropezó con ella y volvió a caer. Cada vez le costaba más respirar. Comenzó a toser espasmódicamente. Intuyó que podía morir. Necesitaba oxigenar su sangre pero no había aire disponible. Por unos momentos, se imaginó su sangre con glóbulos rojos huérfanos de oxígeno, las venas llenas de una sangre oscura, negruzca, fruto de que sus tejidos hubieran extraído hasta la última molécula de oxígeno. Su espíritu de supervivencia, y tenía que dar gracias al ejército por ello, le hizo encontrar una solución.

—La nevera —pensó—. Debe de haber por lo menos trescientos litros de aire puro ahí dentro.

Reptó hasta la nevera, abrió la puerta e hizo varias inspiraciones con la cabeza dentro del receptáculo refrigerado. Notaba el calor de las llamas en su cogote y en su espalda. Ahora o nunca. Tomó aire de nuevo, abandonó la cocina y, abriendo la puerta del apartamento, salió al rellano de la escalera. Allí activó la alarma de incendios y salió a la calle. Se dejó caer en el césped cuan largo era. Los vecinos comenzaron a salir de sus apartamentos y se arremolinaban a la puerta del edificio. En menos de un minuto apareció Chuck, el marido de Gladys, portando un extintor. A pesar del humo, subió al apartamento, se adentró en la cocina y comenzó a rociar las llamas con la espuma blanca que eyaculaba el extintor. El fuego fue apagándose lentamente, aunque el humo persistía. Chuck abrió todas las ventanas del apartamento y el humo comenzó a disiparse. En la lejanía se oyó la sirena de los bomberos. Chuck palideció. Sabía que si el fuego no estaba apagado, sacarían sus mangueras, rociando todo lo que estaba ardiendo o susceptible de arder, y el apartamento quedaría hecho una ruina.

Cuando llegaron, se encaró con el oficial.

—Ha sido un fuego en una cocina, poco importante. Ya lo he apagado con el extintor.

—De todas formas, tenemos que ver los daños —le contestó el oficial—. Chicos, no saquéis las mangueras todavía. Vamos a ver lo que ha pasado.

Entretanto, Gladys había hecho su aparición. Llevaba un cortísimo camisón semitransparente y su presencia fue recibida con muestras de entusiasmo por parte de la dotación del coche de bomberos.

El oficial, Chuck, Ken y Gladys subieron al apartamento.

El bombero inspeccionó los destrozos, que estaban confinados tan sólo a la cocina.

—¿Un fuego poco importante? —dijo con sorna, dirigiéndose a Chuck.

—Lo importante es que ya está apagado —replicó éste.

—¿Cómo ocurrió?

Ken intervino.

—Estaba calentando el horno para hacerme una pizza cuando de pronto ha habido una explosión, la puerta se ha abierto y ha aparecido una llamarada que ha incendiado la cocina.

—¿Una explosión, dice?

—Sí. Justo antes de que se abriese la puerta del horno.

El oficial de bomberos se encaró con Chuck.

—Usted es el encargado, ¿verdad?

—Sí.

—Parece que haya podido haber un problema con el gas. ¿Ha pasado las inspecciones?

Chuck se indignó.

—Cada uno de los cerca de cien apartamentos que hay en este complejo ha pasado las revisiones preceptivas. No hay ni uno que se haya librado de ellas. Y todos las han pasado sin ningún fallo —apostilló ufano.

El bombero acercó su cabeza al horno. Metió la mano y sacó unos cristales finos.

—¿Ha metido algo en el horno? —preguntó a Ken.

—No. No he metido nada. Ni siquiera me ha dado tiempo de meter la pizza.

—Pues aquí dentro hay unos cristales que vamos a tener que analizar. Hasta que sepamos algo más, debo decirle que consideramos esto como un incendio intencionado. Y, obviamente, voy a tener que dar parte a la policía.

—Pero ¿qué dice de incendio intencionado? Casi me muero asfixiado en esta cocina y no pretenderá creer que lo hice a propósito —protestó Ken.

—Yo no he dicho que lo hiciese usted. Pero estos cristales podrían haber contenido un líquido que se habría inflamado al calentarse el horno. ¿Hay alguien más que haya podido tener acceso a esta vivienda, aparte de ustedes? —preguntó sin poder apartar sus ojos del camisón de Gladys.

Esta y Ken se miraron. Ambos comprendieron enseguida que el misterioso portador de cuadros podía tener algo que ver.

—Nadie que se me ocurra, oficial —zanjó Ken.

—Bien. Necesito tomarle sus datos. ¿Cómo se llama?

—Me llamo Kenneth Philbin, soy médico y trabajo en el Washington Memorial.

El tono del bombero cambió y su suficiencia se trocó en respeto.

—Lo siento, doctor. Me sabe mal hacerle pasar por todo esto. ¿Cuál es la dirección de este apartamento?

—Es el 3410 de Dodge Park Road, en Landover, Estado de Maryland.

—Gracias, doctor. Recibirá usted una citación de la policía para declarar —se despidió el bombero.

Cuando los tres se quedaron solos, recorrieron la vista por el apartamento para valorar los daños. Las llamas habían afectado tan sólo a la cocina pero todo el apartamento estaba lleno de un humo irritante que comprometía su habitabilidad.

Gladys se acercó a Ken.

—De buena te has librado.

—Gladys, el individuo que vino a colgar el cuadro, ¿no lo perdiste de vista ni un momento?

—Estuve todo el rato presenciando cómo hacía el agujero y ponía el taco.

—¿Y no entró en la cocina?

—Ahora que lo dices, sí. Entró a lavarse las manos.

—¿Tú lo viste?

—No, pero no estuvo más de treinta segundos.

«Tiempo suficiente», pensó Ken.

—¿Cómo era?

—Raza blanca, de unos treinta años, bien plantado.

—¿Viste su coche?

—Claro que lo vi. Era un viejo cacharro de color azul.

—¿De qué marca?

—Y yo qué sé. Los únicos coches en los que me fijo son Porsches, Corvettes o Cadillacs.

—Eres una chica de gustos caros —le comentó Ken.

Ahora estaba convencido de que Gladys había estado frente a El Anatomista. Lástima que ya no pudiese llamar al teniente Lyons. Trabajo le iba a costar a Ken convencer a la policía, cuando lo llamasen a declarar, de todas sus sospechas y todos los crímenes en cuya investigación había participado.

Chuck intervino en la conversación.

—Doctor Philbin, no puede pasar la noche aquí. Todavía está lleno de humo. En el piso de arriba hay un apartamento libre. ¿Por qué no se va allí a pasar la noche y mañana comenzaré a arreglar todo este desaguisado?

—Buena idea, Chuck. Gracias. Cogeré algunos objetos de aseo y el despertador. Mañana tengo que madrugar.

—¿Te ocuparás de hacerle la cama al doctor Philbin? —preguntó Chuck a su mujer.

—Déjalo en mis manos, cariño —dijo ésta.

Los vecinos volvieron poco a poco a sus apartamentos.

Ken recogió algunos objetos personales y se dispuso a abandonar el suyo en compañía de Gladys.

—Te voy a hacer la cama y algo más —le susurró ésta.

Ken no estaba para nada más que no fuese descansar. El incendio era lo único que le faltaba después de un día de trabajo extenuante. Al salir por la puerta se fijó en el cuadro que le habían regalado aquel día. Un incendio pavoroso. El Anatomista había vuelto a actuar y había estado muy cerca de conseguir su propósito.

Capítulo 45

Todavía quedaban dos horas para ir a recoger a Eloïse e ir a cenar juntos en el Babylon. Ken estaba relajado, viendo un partido de béisbol por televisión. Hacía dos días que había podido regresar a su apartamento. La verdad es que, aunque el marido de Gladys tenía fama de ser poco trabajador, en menos de cuatro días le había restaurado y pintado de nuevo la cocina y le había colocado un horno nuevo. Lo primero que había hecho a su regreso había sido descolgar aquel cuadro del incendio que le recordaba que El Anatomista iba a por él. En su declaración a la policía, se puso en evidencia que la fama del teniente Lyons traspasaba los límites de Washington. A su sola mención, comentarios sobre su holgazanería e incompetencia llenaron las oficinas de la comisaría de Landover. En general, los policías trataron bien a Ken aunque no se mostraron excesivamente preocupados por la posibilidad de que aquel médico en prácticas hubiese sido víctima de un acto premeditado. Escucharon cortésmente las historias que les explicó sobre un asesino que recreaba cuadros con sus crímenes, pero no se mostraron especialmente entusiasmados cuando Ken les entregó un cuadro que representaba un incendio para que buscasen huellas dactilares.

El recuerdo de El Anatomista le inquietó. Era evidente que la policía no tenía ninguna pista pero, en dos ocasiones, el asesino había estado muy cerca de él. Por un momento, la idea de mudarse pasó por su mente, pero la desechó. Era obvio que el asesino conocía su coche y dónde trabajaba. El lunes llamaría a la comisaría para ver quién se había hecho cargo de la investigación.

La cita con Eloïse le hacía ilusión, aunque tenía cierta prevención ante sus posibles presiones para iniciar una relación estable. Desde luego, no aquel año. Su compromiso con el hospital era total y sabía que tenía por delante dos años que podían ser los más fructíferos para su formación quirúrgica. La idea de comprometerse seriamente con una mujer no le atraía en absoluto, por mucho que Eloïse le agradase. No podía dejar de mirarla con otros ojos. Lejos estaban los días en que, trabajando juntos en Urgencias, a él le había llamado la atención su modosa actitud. Se había liberado, le había mostrado su parte femenina, de mujer enamorada. Incluso habían gozado en la cama. Desde luego, el cambio había sido radical.

El teléfono sonó y Ken se levantó para contestar.

—¿Ken?

—Sí, ¿quién es?

—Soy Philippe. Philippe Ferronier.

Ken se sorprendió. No esperaba que el hermano de Eloïse le llamase. ¿Tendría algo que ver con la cita?

—Dime, Philippe.

—Ken, tienes que venir enseguida. A Eloïse le ha ocurrido algo horrible.

—Pero ¿qué le pasa?

—Ya te lo explicaré cuando vengas. Por favor, date prisa.

—Philippe, dime si está bien.

—No muy bien. Venga, no tardes —dijo antes de colgar.

Cinco minutos después de que Ken dejase precipitadamente su apartamento, Eloïse se acercó a un teléfono del aeropuerto National de Washington. Metió una moneda de diez centavos en la ranura y marcó el número de Ken. No obtuvo respuesta. Volvió a marcar. Dejó que el teléfono sonara muchas veces.

—Venga, amor mío, coge el teléfono —decía para sus adentros. Finalmente, decepcionada, colgó.

Mientras esto ocurría, Gladys llegaba frente al apartamento de Ken. Llamó a la puerta. Llevaba puestos sus brevísimos 
shorts
 y una blusa muy transparente. En su mano llevaba un sobre con nuevas fotos. Llamó dos veces más, sin que la puerta se abriese. A través de ésta, oyó cómo sonaba el timbre del teléfono. En dos ocasiones.

—Si no coge el teléfono, es que no está. Este jodido pendejo se me ha vuelto a escapar —masculló, dando media vuelta.

Ken conducía a toda velocidad. Enfiló la avenida New York, pasando por detrás de la Casa Blanca. En pocos minutos llegó a la avenida New Hampshire. Dejó el coche aparcado muy cerca del apartamento de Eloïse. Era sábado por la tarde y las calles de Washington estaban semidesiertas. Subió las escaleras y llamó a la puerta.

—¿Dónde está Eloïse? ¿Qué le ha pasado? —dijo Ken, entrando en el apartamento como una exhalación.

Philippe le señaló el dormitorio con la cabeza. Ken se dirigió a la habitación. Estaba vacía. De pronto, sintió un pinchazo agudo en el cuello. Se volvió y vio a Philippe con una jeringuilla en la mano.

—¿Qué haces? ¿Dónde está Eloïse?

—No está. Se ha marchado.

—¿Qué me has inyectado? ¿Estás loco?

La visión de un sonriente Philippe se desdibujó. Intentó mantenerse en pie pero no pudo. Cayó al suelo en redondo. Intentó hablar pero no logró articular palabra. Finalmente, perdió el mundo de vista.

Cuando despertó, estaba anocheciendo. Quiso levantarse pero se encontró totalmente inmovilizado. Su cuerpo le pesaba enormemente. Cada movimiento que intentaba iba acompañado de un ruido metálico. Se miró a sí mismo y vio que una cadena le envolvía por completo, desde los hombros a las rodillas. Sus antebrazos y manos estaban libres, pero tanto los brazos como el tronco, el abdomen y los muslos estaban rodeados por varias vueltas de cadena, en uno de cuyos extremos había un candado cerrado sobre otro eslabón. La inmovilización era perfecta. Podía mover las manos, ponerse de pie y caminar, aunque el peso que llevaba encima era tal que no podría dar cinco pasos sin quedar extenuado. Echó un vistazo a su alrededor. Estaba semirreclinado en el sofá, aquel sofá en el que Eloïse y él habían comenzado a besarse. Frente a él, sentado en el sillón, estaba Philippe.

—¿Por qué me has encadenado? ¿Qué me has inyectado? —le preguntó.

—Un cóctel litico.

—¿Un cóctel litico?

—Sí. El cóctel litico de Laborit.

Ken no sabía de lo que le estaba hablando.

—Y eso ¿qué es?

—¿Cómo? ¿No conoces el cóctel litico de Laborit? Parece mentira que hayas estado en Vietnam. Laborit era un médico francés que ensayó el cóctel litico en soldados durante la vergonzosa retirada francesa de Dien Bien Phu. Salvó la vida a muchos.

—¿Qué tiene?

—Dolantina, fenergán y largactil. Tres potentes inhibidores del sistema nervioso central. Reduce las necesidades metabólicas del organismo y produce una especie de hibernación artificial. Bajo sus efectos, cientos de soldados franceses fueron evacuados y pudieron resistir el calor y las incomodidades de la selva indochina.

Ken comprendió la evanescencia de sus sentidos al recibir la inyección en el cuello. Su mente todavía no estaba del todo clara. Sentía una placidez que le hacía inconsciente de su propio peligro.

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